Alberto, el hijo mayor de Ana María, era una fuerza desatada de la naturaleza, un volcán en permanente ebullición, un vendaval con botas. Su única pasión loable era la lectura; pero ponía en ella un afán tan desmedido, que la convertía en un deporte tan agotador como el que más. Las posturas que utilizaba para devorar páginas y más páginas eran tan insólitas como variadas. Tan pronto se le veía boca abajo y transversalmente sobre la cama, con el libro en el suelo sobre la alfombrilla, como tumbado de espaldas sobre la alfombrilla, con las piernas en alto apoyadas en la cama. De súbito, soltaba una gran carcajada ante un pasaje extraordinario de Guillermo el Proscrito o del Corsario Negro; se levantaba con el libro en la mano; y sin dejar de reír o de exclamar: «¡Qué burro!», lo cual equivalía al «no más allá» de su admiración, se iba a otro cuarto, donde seguía leyendo sentado a la usanza mora dentro de la chimenea o arrodillado en el cuarto de baño, con el libro apoyado en la tapa del retrete.
En casa no estudiaba jamás; y en clase, mientras el profesor explicaba la lección, Alberto hacía bolitas de papel masticado y las lanzaba sobre sus compañeros, o escribía con una navaja sus iniciales en la madera del pupitre. En estos casos, el profesor le castigaba, pero se abstenía muy bien de preguntarle: «¿Qué estaba yo diciendo ahora, señor Fulano?»; porque Alberto —muy al contrario de lo que podía suponerse— respondía, de carrerilla y sin equivocarse, lo que se estaba explicando. Tenía una extraordinaria capacidad retentiva; pero era tan desastrado, tan rebelde y tan inquieto, que sus notas, a lo largo del curso, resultaban lamentables. Al concluir el año escolar, en cambio, daba la gran sorpresa; y en los exámenes finales se colocaba en los primeros puestos. Alberto no consumía energías. Era la energía misma. Su corazón era de oro; pero sus manos, de trapo. Con la mejor intención del mundo trataba de quitarle una mota a su hermano Quique, y le metía el dedo en un ojo, haciéndole sangre en la conjuntiva; quería ser él quien entregara a su madre el regalo por su santo, y lo hacía pedazos contra el suelo al ir a dárselo.
Un día, al ver a su padre, que regresaba de un viaje de negocios por Alemania, emprendió una carrera desenfrenada para echarse en sus brazos…, sin advertir que entre los dos había una puerta de cristal, que atravesó, haciéndola añicos, con lo que estuvo a punto de ser decapitado. En estos casos lloraba amargamente, se quejaba de su mala suerte y aseguraba que todo en la vida le salía mal. Las lágrimas, por supuesto, no llegaban al río. A los diez minutos se acercaba a Quique, que había presenciado sin inmutarse el proceso en tres tiempos de la catástrofe, las lágrimas y el rápido consuelo, y le proponía inventar algún juego extraordinario. Sólo algunas veces era su presencia permitida entre los mayores; pero no porque lo quisieran menos, sino porque los agotaba. Su madre lo toleraba quince minutos cuando regresaba del colegio, y después seguía enfrascada en la lectura de unos libros gordísimos. Su padre, a veces, mantenía con él cortas conversaciones, pero la mayoría de los días o estaba fuera de Madrid o regresaba a casa cuando él y su hermano ya estaban dormidos.
Aquella tarde, a la vuelta del colegio, cuando Alberto subía a grandes zancadas la escalera del jardín, se le acercó Quique con aire misterioso. Le tomó de la camisa para que se agachara y le habló al oído. Lo que le dijo era sorprendente. Un señor había parado su coche junto a él, cuando estaba jugando con la arena a la puerta de la casa, y le había hablado. Después, este mismo señor se había estacionado a pocos metros de la puerta de entrada y no hacía más que mirar y mirar…
Alberto, intrigado, volvió la cabeza adonde Quique le decía; y vio, en efecto, un cochecillo muy pequeño; y dentro, a un señor, que al sentirse observado —y, por cierto, tan descaradamente— por los dos chavales, desvió la mirada con muy poco disimulo.
—¡Jolín! —exclamó Alberto—. ¡Pues es verdad!
—¡Jolín no se dice! —protestó Quique, recordando las advertencias de su madre.
Pero Alberto no le hacía caso. No podía hacérselo. Las maniobras del señor del coche para hacerse el distraído eran harto sospechosas. Al fin, no pudiendo resistir las miradas inquisitivas de los dos chicos, lo puso en marcha y se fue.
Alberto bajó corriendo la escalera, seguido de su hermano, para ver cómo se alejaba el coche. Movió perplejo la cabeza.
—¿Y de qué te habló?
—Me dijo que cómo me llamaba.
—¿Y tú qué dijiste?
—Le dije que me llamaba Quique.
—¡Hum! —exclamó Alberto, recordando el rapto de la Reina del Caribe por los piratas—. ¿Y qué más te dijo?
—Que cómo se llamaban papá y mamá.
—¿Y tú se lo dijiste?
—Sí.
—¡Qué tonto! ¿No comprendes que te quería robar?
Quique le miró con incredulidad.
—¿Y qué más? ¿Y qué más? —insistió Alberto, cada vez más impaciente.
—Que dónde estaban papá y mamá.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Le dije que papá, no sabía, y que mamá, en casa de la bisabuela.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—No debiste decirle ni una palabra —le regañó Alberto, haciendo oscilar frente a sus ojos el dedo índice—. ¡¡Era un ladrón!!
Quique le miró de hito en hito. En voz muy baja, preguntó:
—Y ahora… ¿me robarán?
Alberto le tranquilizó diciendo:
—Eso pasa mucho. Te roban y después piden dinero a papá. Y si no les dan el dinero, te matan.
Quique palideció.
—Y… y… ¿si les dan el dinero? —preguntó con un hilo de voz, asiéndose a la última esperanza.
Alberto meneó la cabeza con pesimismo.
—A lo mejor no te matan. Y a lo mejor, sí.
Acto seguido comenzó a aporrear la puerta.
—¡¡Han querido robar a Quique!!
Cuando les abrieron, echaron a correr. Quique, movido por el terror; Alberto, deseoso de ser el primero en dar la gran noticia.
—¡Han querido robar a Quique! ¡Mamá! ¡¡Mamáaa!!
—Tu madre está en casa de la abuela Matilde —le dijeron.
—Mamá está en casa de la abuelita —repitió Quique, que esperaba de su hermano una resolución definitiva.
Pero Alberto ya se había olvidado del incidente. Un pensamiento nuevo borró el anterior.
—¿A ti no te da miedo María Terrón?
—Sí —respondió Quique, pensando que era ella la organizadora del secuestro.
—Cuando yo era pequeño, también me daba miedo —confesó Alberto.
—¿Y ahora no?
—¡Ahora, no!
Y a grandes zancadas se precipitó en su cuarto para reanudar la lectura —abandonada la víspera— de El Corsario Negro.
Ana María llegó muy tarde a su casa. Desde que Andrés la dejó, un pliegue se había acentuado en su frente, pero la sonrisa no se había borrado de sus labios.
—El señor —le dijeron— ha telefoneado que no viene a cenar.
—Pero ¿cómo? —exclamó, decepcionada—. ¿Se ha olvidado de que teníamos entradas para el teatro?
Enrique estaba ciego. No se daba cuenta de que era mucho lo que se jugaba con su egoísmo. Sabía la ilusión que a ella le hacía asistir a un estreno como el de hoy. Sabía que el autor era amigo suyo, compañero de curso de la Universidad, y que la obra era comentada por todo el mundo como una revelación, aun antes del estreno. La verdad es que a Enrique le daba cien patadas el teatro, y la crítica, y el arte; y se le daba una higa que el autor fuera amigo de ella o no. Despreciaba olímpicamente todo lo que rozara el mundo universitario o pareciera tener una inquietud de vanguardia o simplemente intelectual.
¡Ése era el mundo «de los que hablan griego»!, como decía, riendo, para mortificarla.
¿Por qué había de ser ella quien se sacrificara siempre?
Armanda ayudó a Ana María a cambiarse de ropa.
—El señor dijo que vendría muy tarde; que tenía una reunión.
Ana apretó los dientes con rabia. Apagó las luces; y, sin desvestirse, se echó sobre la cama. Le hubiera divertido ver a Andrés en el teatro, aunque fuera de lejos.
En cuanto Alberto se enteró de que su madre estaba en casa, bajó los escalones de cinco en cinco y penetró en el dormitorio.
No le importó que la luz estuviera apagada y Ana María descansando. De un manotazo encendió la luz.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Han querido robar a Quique! ¡«Nos lo han querido robar»!
Alberto, todo desgreñado, quedó plantado frente a su madre; su respiración era jadeante y el ademán feroz.
—Pero… ¿qué tonterías estás diciendo? ¿Dónde está Quique?
El pequeño, recién salido del baño, y que, con la precipitación, se había puesto equivocadamente la bata de su hermano, se presentó en escena con aquella indumentaria fantasmal que le llegaba hasta los pies. No dijo nada. Era preferible que Alberto lo explicara todo.
—¡Que sí, que sí! —continuó Alberto—. ¡Lo han querido robar, para después pedir dinero, y si no se lo daban…!
—¿Quieres no decir tonterías y no asustar a tu hermano?
Alberto, muy excitado, explicó a su madre —con todo lujo de detalles— lo que había ocurrido. Quique, cuya proverbial cachaza había sido arrollada por las circunstancias, se limitaba a afirmar con la cabeza. A medida que su hermano hablaba, era tal la sinceridad de su gesto y la fuerza persuasiva de sus palabras, que Quique palidecía a ojos vistas.
—¿Cómo era el coche? —preguntó de pronto Ana María.
—Muy pequeñito —dijo Quique—. De esos feos que están sin pintar.
Y quiso seguir describiéndolo, pero Alberto precisó:
—Un Citroen dos caballos.
Y como si esto fuese una prueba concluyente, exclamó:
—¡Era un ladrón!
—Cállate, Alberto. No digas más chaladuras.
Una idea absurda, increíble, había cruzado el pensamiento de Ana. Por un momento llegó a pensar que el misterioso personaje podía ser… su padre. Ahora comprendía que era Andrés. ¿No le había dicho el propio Andrés que estuvo hablando con uno de sus hijos? Además, la descripción del coche estaba clara. Pero la angustia que el primer pensamiento le produjo la dejó aturdida. Su corazón palpitaba como si el rapto de su hijo hubiera sido verdad.
Tendió las manos al pequeño y lo estrechó contra sí. Estaba frío y todo tembloroso. Procuró tranquilizarlo. Le dijo que había muchas personas que no tenían hijos; y como esto les producía una gran tristeza, se consolaban hablando con todos los niños que encontraban o viéndolos jugar.
—¿Los hombres también? —inquirió Alberto con gran escepticismo, no imaginando tanta ternura en el sexo al que pertenecían el Corsario Negro, el Corsario Verde, Miguel Strogoff y Sandokán.
—¡Los hombres también! —afirmó Ana. E hizo una seña a su primogénito para que no insistiera. «¿No ves que tu hermano está asustado?», parecía decirle con la mirada.
Ana María acarició la frente del pequeño y concluyó:
—Ya te he dicho que no existen los enanitos, ni los ogros, ni los ladrones tampoco…
—¡Claro que existen los ladrones! —exclamó Alberto, sin poderse contener. Y haciendo caso omiso de las señas imperiosas que le hacía su madre para que se callara, añadió, lleno de lógica—: ¡Todo el mundo lo sabe! ¿Para qué hay guardias entonces? ¡Si no hubiera ladrones, no habría guardias!
Ana María lo cogió de un brazo, lo zarandeó y le ordenó encerrarse en su cuarto. Alberto obedeció refunfuñando. ¡Era una injusticia lo que se hacía con él! ¡Todo en esta vida le salía mal! ¡Había salvado a su hermano de que lo robaran, y encima le regañaban! Entró en su cuarto y pegó un portazo. En realidad, deseaba que robaran a Quique cuanto antes. Así vería su madre lo injusta que había estado con él.
No era ésta la primera vez que Andrés rondaba la casa de Ana María. Desde la tarde del Ateneo, se dedicó a buscarla inútilmente en las exposiciones, en los conciertos, en los estrenos de teatro, hasta que supo que había salido de Madrid para pasar el verano fuera. Al llegar el otoño, buscó una mañana la dirección de la casa de Ana María y se estacionó con su coche a veinte metros de la puerta. Sentía una profunda vergüenza de que le sorprendieran, de que alguien le preguntara —por ayudarle— qué deseaba; pero su tenacidad era más fuerte que su temor. Descendió del coche y rodeó la casa. El otoño estaba en todo su esplendor y los árboles del jardín tenían el aire rojizo y melancólico de un largo crepúsculo. Algunos rosales florecían todavía. Sobre la piscina, flotaban las primeras hojas caídas de los castaños. Recorrió, siguiendo la verja, el contorno de la propiedad. Allí estaban los servicios: la cocina, el lavadero y un patio para los sirvientes. La puerta de ese patinillo interior estaba abierta. Una mujer extraía de unas grandes palanganas la ropa recién lavada y la colgaba para secarla. Había manteles, sábanas y ropa interior. Andrés lo miraba todo con aire furtivo. Algunas de aquellas prendas eran íntimas. Tuvo de pronto la sensación de estar cometiendo una acción tan innoble como violar una clausura, abrir correspondencia ajena o espiar por la cerradura la intimidad de un dormitorio. Muy sofocado, desanduvo los pasos y volvió a su coche, dispuesto a huir de allí. No pudo hacerlo. Ana María salía en ese instante acompañada de su marido. Andrés vio a Enrique por primera vez, y lo observó con atormentada curiosidad. Enrique gesticulaba y hablaba. Debía de ser sumamente jocoso lo que decía, pues Ana reía al escucharle, y hasta se apoyaba en su brazo para reír. Él señalaba un punto en el espacio, continuaba su peroración y Ana volvía a reír apoyándose en él. Subieron a su coche, parado junto a la puerta, y se alejaron. Andrés estaba irritadísimo. No sabía a quién odiaba más en ese instante: a Enrique, por el delito de ser distinto a lo que había imaginado; a Ana, por el avanzado proceso de idiotización a que había llegado, celebrando los donaires y las gracias de aquel maniquí vacío (como la «cabeza hermosa, pero sin seso» de la fábula), o a sí mismo, por el lamentable papel que estaba representando. En cualquier caso, Enrique no era como él se lo imaginaba. Por de pronto, no sería fácil echarle por el hueco de ningún ascensor. Tenía unas espaldas algo más que respetables y no le faltaba seguridad en su porte y en sus ademanes. La risa franca, abierta y sin sombras de resquemor de Ana María la tenía atragantada como un insulto que no podía digerir. Por otra parte, quizás Enrique no fuera tan vacuo como él creía. ¿Qué sabía él? Bastante corrido se retiró a su casa.
Al día siguiente, al atardecer, Andrés volvió a situarse frente a la casa de Ana María.
Cuando los niños la dejaron sola, Ana no tuvo más que un pensamiento: telefonear a Andrés. Era una imprudencia increíble lo que había hecho; y, sobre todo, una necedad. Debía decirle que no volviera a asustar a sus hijos ni a rondar la casa: que la dejara en paz. ¿No le había dicho Andrés que Alicia no estaba en Madrid? Nada le impedía, pues, telefonearle a su casa.
El auricular quedó un instante en sus manos como esos pájaros indecisos que quedan en el aire ingrávidos antes de posarse. Ana lo colgó sin decidirse a llamar. ¿Qué iba a hacer? Más le valía esperar a mañana para llamarle. Mañana o cualquier otro día en que estuviera más sosegada. Hoy, la conversación en casa de la abuela, las evocaciones, la fantasía de sus hijos, el extraño presentimiento de su padre que la había asaltado, y más que nada su irritación con Enrique, la tenían trastornada.
Se echó sobre la cama y cerró los ojos. ¡Qué estúpida manía la de querer engañarse a sí misma! Lo único que la tenía trastornada era la conversación mantenida con Andrés: todo lo demás no contaba. Pensó en esto y no pudo menos de sonreír. Después reaccionó contra Enrique: «Enrique estaba ciego. ¿Pensaba acaso que ella era una vieja en quien los hombres ni se fijan al pasar? ¿Pensaba que una mujer puede sentirse abandonada meses y meses, sin que su marido se digne acercarse a ella?». A veces creía que Enrique tenía una amante: era la única explicación; otras, le parecía que ni siquiera de eso era capaz. Procuró variar el tema de meditación: la humillaba pensar en ello.
Lo de hoy colmaba el vaso. Todo el mundo hablaba del estreno de esta noche. Ella misma había telefoneado al autor pidiéndole las entradas. Enrique se merecía que fuera al estreno, acompañada de Andrés. Apenas lo pensó, se quedó perpleja. ¿Por qué no había de hacerlo? Una sola idea la frenaba: todo Madrid los vería juntos. No debía hacerlo. Pero ¿no irían acaso al estreno todos los compañeros de promoción del autor? ¿Qué tenía de particular que muchos compañeros de clase se reunieran para aplaudir a un condiscípulo? No tenía nada de extraño; de acuerdo; mas no debía hacerlo: eran otros los motivos por los que no debía hacerlo.
Se incorporó de un salto y miró el reloj. Si se entretenía en más consideraciones, ya no encontraría a Andrés en su casa. Buscó nerviosamente en la guía el número de su teléfono. Mientras pasaba las páginas, algo repetía en su interior —como en un disco rayado— que no debía hacerlo. Posó la mano sobre el auricular. Dudó un momento. Este paso podía ser irremediable. Reaccionó con violencia ante este pensamiento. Ella era una mujer equilibrada. Al revés que Andrés, odiaba los gestos grandilocuentes, las frases altisonantes, las palabras sin sentido. («Irremediable» era una de ellas). Marcó el número de la casa de Andrés. Nada era irremediable.
—Andrés, ¿eres tú? Soy Ana.
Advirtió la perplejidad de él, por el tiempo que tardó en responder.
—¿Me oyes? ¡Soy Ana!
—Te oigo y no acabo de creerlo.
—¿Te sorprende que te llame?
—Me sorprende y me enternece y me emociona y me llena de satisfacción.
—No seas barroco. Dime: ¿no te molesta que te llame? ¿Por qué no me contestas? Dime: ¿no te molesta?
—Tardaba en contestarte porque no me acudía a la memoria el nombre del descubridor del teléfono, a quien necesito imperiosamente bendecir antes de seguir hablando.
—Andrés, no bromees. ¡Quiero que me lleves esta noche al estreno de Regidor!
—Ya me acuerdo. Se llama Graham Bell.
—¿Quién?
—El inventor del teléfono. Apunta su nombre. Era un tío estupendo.
—Pero ¿no has oído lo que te he dicho? ¡Quiero que me lleves esta noche al estreno de Regidor! Enrique me ha dejado colgadas las entradas, y ni quiero perderme el estreno ni quiero ir sola. Pero ¿no me oyes? ¿Por qué no me hablas?
—Te oigo, Ana; pero además de tu voz tengo que escuchar cien voces más que me hablan a un tiempo, pues todas quieren dialogar con la tuya. Una de las voces me dice que el estreno va a ser un fracaso; a Regidor no lo aguantan ni las cuartillas en que escribe. Otra voz me dice que quiero verte, pero de ningún modo en el estreno de ese individuo, que es mucho más pedante que amigo nuestro; y otra, en fin, que es la más sensata de todas las voces, me estaba preguntando si ya has cenado.
—No. No he cenado.
—Estupendo. Te invito a cenar.
—¿Cómo se te ocurre? Nos podrían ver.
—Te llevaré a un sitio donde nadie nos podrá ver.
Ana tardó mucho en hablar.
—No, Andrés. De ningún modo. Eso no está bien.
Andrés comprendió que era preciso dar marcha atrás.
—Yo nunca te llevaría a un sitio donde tú no pudieras ir, Ana María. Me refería a mi estudio… Me gustaría que vieras mis cuadros; que vieras algunas cosas que conservo, de entonces. En la estantería están nuestros libros de texto…, ¿los recuerdas?, y en las carpetas, el apunte que hice de tus manos. Antes, en épocas de exámenes, tú me llevabas la merienda. Hoy quiero ser yo quien te lleve la cena… ¿Me oyes, Ana? Ahora eres tú quien no hablas…
—Ahora soy yo quien escucha otras voces, Andrés. Y todas me dicen que no debo ir.
—No pienses más en ello. Date prisa. Te espero.
—Si te parece, iré un rato a ver tus cuadros. Y en seguida, aunque lleguemos tarde, me llevas al teatro.
—De acuerdo. No tardes.
—Andrés.
—¿Qué?
—¡Creo que no debo ir…!
—Hasta ahora. No tardes.
Andrés colgó. Ana se quedó pensativa durante unos segundos. ¡Qué afán el suyo de ahogarse en un vaso de agua! ¿Acaso ponía su virtud en juego por cenar una noche con Andrés en el estudio? No había por qué sacar las cosas de quicio. Se incorporó bruscamente.
Al arreglarse frente al espejo no se atrevió a mirarse a sí misma a los ojos. Tocó el timbre.
—Si llama el señor, dígale que he ido al teatro; que le espero allí.
Ana sabía muy bien que Enrique no volvería a llamar; y que si regresaba antes que ella, preferiría mil veces echarse a dormir que asistir al estreno del joven vanguardista Regidor.