IX
PEPA TURULL

Pocas personas mentían con tanto desparpajo como Pepa Turull. Sus dos grandes pasiones eran los niños y las mentiras. La primera era una pasión frustrada, pues no tenía hijos. La segunda, una pasión triunfante. Mentía por decir una gracia, por encontrar un tema de conversación y por mil motivos más. Pero sus trolas tenían casi siempre una finalidad piadosa: hacer reír —¡es tan hermoso ver reír a quien sólo tiene motivos para llorar!—; dar tema de charla a quien no tiene nada que decir; llenar un hueco angustioso en un diálogo, iluminar con un rayo de esperanza lo que no tiene remedio, o mendigar favores para los demás. En estos casos, sus embustes adquirían proporciones delirantes.

—Pero, señora… ¿les dijo usted eso?

Una de las características de los embustes de Pepa era contar a los demás las mentiras que decía a otros; pero exagerado, por supuesto —que era una forma más de mentir—, a medida que las contaba.

El secretario del alcalde, el secretario del presidente de la Diputación y el secretario del señor obispo tenían la cabeza como bombos. Necesitaba un piso para Fermina. Fermina era la hija del ama Candelas. El ama Candelas, que estaba ciega y recluida en el pueblo, le había dicho a Fermina: «¡La señorita Pepa te ayudará!». Y Fermina vivía en una chabola inmunda, en medio de un barrizal, en condiciones inadmisibles para cualquiera; pero más inadmisibles todavía, a los ojos de Pepa, para una hija del ama Candelas.

Fermina la escuchaba con la boca abierta. No tenía dinero para ir al teatro; pero escuchar a la señorita Pepa, describir su entrevista con el secretario del señor obispo, era, amén de gratis, mucho más divertido.

—Bueno; me voy… Espero que las mantas le sirvan. Una de ellas está un poco rota. Ésa la he robado.

—¡Ay, señora, no me diga eso!

—¡Claro que la he robado! No faltaba más… No me la querían dar porque estaba rota, ¡imagínese! Y yo dije: «¡Pues me la llevo!». Y me la llevé. ¿A usted le hace un apaño o no?

—¡Vaya si me hace!

Pepa y Fermina se despidieron con dos sonoros besos en cada mejilla.

—Adiós, Fermina. En cuanto tenga mejores noticias, volveré por aquí.

—Adiós, señora. ¡Y tenga cuidado con el barro!

—Su pequeño me acompañará.

Se volvió hacia el chaval.

—¿Quieres acompañarme hasta la carretera?

—No zé.

—¿Cómo que no sabes? ¡Venga usted aquí de prisa a ayudarme!

El chiquillo se plantó de un salto a su lado; y Pepa, de su mano, inició el descenso de la loma.

Toda la pendiente era un puro lodazal. Estuvo a punto de preguntar al niño si había llovido durante la noche, pero le dio vergüenza. Ella, en su casa, podía no enterarse de si había llovido; en cambio, los de aquí no podían dejar de saberlo, por la pura y simple razón de que les llovía encima. El corazón se le encogió al pensarlo. El corazón de Pepa se encogía al pensar en esto y al pensar muchas otras cosas cada vez que cruzaba la loma y se enfrentaba con el tremendo espectáculo de las chabolas. El corazón de cualquiera se encogería al ver lo que allí se veía. Pero nadie ve más de lo que quiere… Y por la loma sólo bajaba Pepa Turull.

De pronto aleteó con los brazos para guardar el equilibrio y quedó apoyada en una sola pierna como las zancudas. Miró desolada en torno suyo. Acababa de perder un zapato.

—¡Niño, ayúdame!

El muchacho se doblaba de risa.

—¡Mi zapato! ¿No lo ves? Ahí; sácamelo. ¡Jesús, qué barro!

Pegó un grito.

—¡No te muevas ahora, que me caigo!

El niño extrajo del barro el zapato y se lo puso a Pepa lo mejor que pudo.

—¿Se puede saber de qué te ríes?

—No zé.

—Toma; limpiate los mocos.

El pequeño alargó la cara; y Pepa Turull, enfundados los dedos en un pañuelo, realizó tan delicada labor lo mejor que pudo.

—¡Qué cara! Si fueras más limpio, serías más guapo todavía. A ver esos dientes…

Colocó la yema del índice sobre la encía descarnada.

—¿Te duele?

—No zé.

—Ya pronto te saldrán los otros dientes…, ¿ves?, por aquí ya noto la puntita. Cuando te salgan podrás decir «no sé» y «sabandija» y el «sol». Y no el «zol», como dices ahora. ¡Eh, no me muerdas!

El pequeño arrugaba la nariz y ponía cara de ferocidad mientras fingía morderla. Pepa simuló un gran dolor y un gran esfuerzo, y retiró el dedo. Pero antes se puso bizca e hinchó cómicamente los carrillos, pues sabía, por experiencia con sus sobrinos, que el hacer un poco el ganso daba excelentes resultados entre los chiquillos para provocar su hilaridad. Y no había nada en el mundo —ni las obras maestras de la pintura, ni el más sublime de los conciertos, ni el más soberbio de los paisajes— que pudiera compararse a la belleza, al encanto, a la gracia de la risa de un niño.

—¿Ves tú? Por reírte te han vuelto a salir los mocos. Ya no te los limpio más. Que te limpie tu madre.

Al niño le importaba un bledo que le limpiaran o no. Él se encontraba muy a gusto con las candelas colgando. Lo que le divertía era mirar y escuchar a una señora tan graciosa. Súbitamente la cara de Pepa se ensombreció. Por la falda de la loma subían —con paso cansino de bueyes aburridos— dos guardias municipales. Detrás de ellos maniobraba para salvar la zanja que ponía límite a la carretera, una apisonadora. Pepa sabía lo que esto significaba.

—¡Dios mío, qué desgracia! —murmuró para sí.

No dio un paso más.

—¡Qué desgracia más grande!

Los agentes subían por media ladera. Detrás de ellos, los otros cinco hijos de Fermina, y tres golfos más, y dos desocupados, y una mujer encinta acudían a presenciar el acontecimiento. La apisonadora, para evitar la cuesta, iniciaba un gran círculo, buscando la línea de mínima pendiente. Los ojos de Pepa se llenaron de lágrimas. Apretó los labios.

—¡Haz algo, Dios mío! Tienes que evitarlo. ¡Haz algo!… ¡Haz algo!…

Mientras los funcionarios subían, Pepa improvisó una extraña operación. Le dijo al buen Dios que Fermina era una coneja que paría todos los años un par de hijos (el buen Dios, en las alturas, sabía que Pepa —al mentir— no pretendía engañarle); le dijo que hasta las conejas tenían madrigueras donde guarecerse, y que esas cuatro paredes y ese hacinamiento de latas, sacos y cartones, a guisa de techo, que llamaban chabola, era la madriguera de Fermina. Él no podía consentir que se la destrozaran. También le recordó al Señor que Fermina era hija del ama Candelas.

—Haz algo, tienes que hacer algo…

Eran demasiados infortunios los que se cebaban sobre estos desdichados.

—¿Qué pretenden hacer? —increpó a uno de los guardias, cerrándole el paso.

—¡Eso no es cosa suya, señora!

—Todo lo que tenga que ver con Damián o con Fermina es cosa mía.

—¿Es usted de la familia?

Pepa estuvo a punto de decir que sí; pero el guardia se anticipó.

—¡Pues entonces no se meta en eso!

—Corre y avisa a tu madre —le dijo Pepa al niño.

Pepa imaginaba que Fermina iba a defender su reducto con bombas de mano, y en cierto modo se sintió decepcionada al ver su resignación.

La pobre mujer leyó el oficio que le tendían, se lo devolvió al guardia y sólo pidió que esperasen a su marido.

—Vaya usted sacando sus cosas —le dijo el hombre—. Nosotros esperaremos a que termine. Si su marido llega entretanto…

Fermina, seguida de los niños y de la mujer encinta, que se brindó a ayudarla, penetró en la madriguera.

Pepa arrebató el oficio al guardia.

—¿Qué papel es éste?

—¡Ya le he dicho, señora, que no se meta usted en esto!

—Quiero saber lo que es.

—Pues léalo y se enterará.

—Está escrito muy difícil; no entiendo nada.

—Es una orden de demolición de la Tenencia de Alcaldía, señora mía —dijo el hombre, haciendo acopio de paciencia—; y quiere decir que esta buena mujer tiene que desalojar la chabola antes de que la derribemos.

—¡Eso tendrá que decidirlo el juez!

—Ya hubo una orden del juez.

El guardia se retiró unos metros; en parte por guardar cierta respetuosa actitud frente a Fermina, que empezaba a sacar sus bártulos, y en parte por huir de Pepa; pero ésta le siguió.

—¡No pueden dejarlos en medio del campo! ¿Qué han hecho de malo?

—Mire, señora; esto es tan duro para mí como para el que más. Este terreno es zona verde.

Pepa miró espantada en torno suyo.

—¿Zona verde? ¡Qué ironía! Aquí no crece un árbol desde tiempos de los moros.

—No está permitido construir aquí. La gente —insistió el guardia— no puede hacerse una casa donde le plazca; compréndalo usted…

Pepa se sabía de memoria todas esas razones. Llevaba tres meses oyéndoselas al secretario del alcalde, al secretario del obispo y al secretario del presidente de la Diputación. Sabía que vinieron a derribar la chabola en cuanto vieron que empezaban a levantar sus miserables paredes; sabía que al encontrarla amueblada y habitada no pudieron allanarla sin una orden judicial; sabía que se habían cumplido todos los trámites legales; pero todas estas razones —sumadas a las que apoyaban la necesidad de impedir la desordenada emigración del campo a la capital, y a las que justificaban las medidas encaminadas a evitar que la ciudad se viera rodeada de un cinturón de miseria— carecían de valor ante el hecho liso y llano de que, esta misma noche, Fermina y Damián y sus hijos tuvieran que dormir a la intemperie. Esto era una sinrazón tan grande, que todas las otras razones se estrellaban contra ella.

La apisonadora, terminado su rodeo, había alcanzado la curva de nivel necesaria y se acercaba a la chabola.

—Pero ¿lo vas a consentir? —exclamó dentro de sí, dialogando con quien todo lo oye y todo lo puede.

Fermina había instalado sus jergones, la sartén, la cazuela, los hatos de ropa y otros enseres a veinte metros de la casa. Estaba sentada sobre uno de los catres y no lloraba. Sus hijos terminaban de sacar cosas del interior. La apisonadora trazó un círculo y se situó junto a la casa, cuesta abajo: así sería más fácil.

—Pero ¿lo vas a consentir?

Pepa no admitía la posibilidad de que Dios no hubiese escuchado su oración. Ella no pedía cosas inadmisibles, ni imposibles siquiera: pedía un milagro, simplemente; eso era lo que pedía. El hombre del tractor miró hacia el agente, esperando la orden de avanzar. Pepa comprendió que había que hacer algo, y de prisa. Todavía no sabía qué cosa era ese algo que había que hacer; pero una súbita decisión, uno de esos famosos «repentes» —como llamaba su marido a sus arrebatos— la impulsó a correr hacia la chabola. Tenía los pies clavados en el barro; y al pretender avanzar, volvió a perder un zapato. En un arranque de rabia se quitó el otro y avanzó descalza y decidida.

—¡Aquí va a haber toros! —dijo, mientras chapoteaba en el limo. ¿No se quitaban los zapatos los toreros cuando estaban inspirados y sabían que iban a perfilar una faena? Pues esto le ocurría a ella. Estaba dispuesta a hacer una faena.

—¿Qué pretende usted, señora? —gritó el guardia corriendo tras ella.

Pepa se escurrió entre la pared de la chabola y la tremenda rueda de la apisonadora.

—¡Avance ahora si se atreve! —exclamó irguiendo el busto y abriendo los brazos.

—¡Tenga cuidado! —gritó el mecánico—. ¡Me pueden fallar los frenos!

El guardia y Fermina consiguieron a viva fuerza sacar a Pepa de allí, pero no consiguieron acallarla.

—¡Damián no es un gitano —gritaba—, ni un vagabundo, ni un pordiosero, sino un trabajador que se gana su jornal! Y usted, que es otro trabajador, ¿va a derribar la casa de Damián?

El mecánico de la apisonadora no sabía si reírse o si ponerse serio. A él le pagaban por hacer eso. Éste, y no otro, era su trabajo.

—Cuando se cruce con él por la calle y le digan a Damián: «Este hombre es el que derribó tu casa», ¿será usted capaz de mirarle a los ojos? Pues yo digo que…

El guardia amordazó a Pepa con una mano.

—O se calla, señora, o se viene conmigo a la comisaría.

—Yo sólo les pido que aplacen esta monstruosidad hasta mañana —gritó Pepa, desasiéndose—. Esos niños no pueden dormir a la intemperie. No son gitanos. ¡Son hijos de un trabajador!

—¿Y qué es lo que cambiará mañana?

—Que yo les habré conseguido una casa, la que sea; la de usted, seguramente, pues pediré al alcalde que lo desahucien para que vea lo que es bueno.

El guardia enrojeció. La gente empezaba a arremolinarse. Si se mostraba débil, se podía crear una cuestión de orden público.

—¡Queda usted detenida! Se me acabó la paciencia.

—Eso no —gritó una voz—. Deje usted a la señora en paz.

El agente no sabía qué hacer.

—Si usted quiere —le dijo el mecánico, complicando todavía más el embrollo—, yo vuelvo mañana. Eso, lo que usted mande.

Los dos guardias conferenciaron brevemente.

—¡Adelante! —dijo uno de ellos al mecánico.

Éste se encogió de hombros. Apretó la puesta en marcha del motor y el artefacto comenzó a vibrar. El ruido duró muy poco. Se produjeron unos chasquidos —unos ruidos secos— y el motor se paró. Pepa, que había desviado la mirada por no ver el desaguisado, alzó la cabeza, sorprendida. Fermina, los guardias, los niños y los curiosos miraban expectantes al mecánico. Éste repitió la maniobra. Se oyó el jadear de los émbolos sin resultado ninguno. El mecánico retiró el contacto, lo volvió a poner, abrió el aire, lo cerró. Aquello no funcionaba. Pepa no sonreía por no parecer cruel, pero por dentro la risa le bailaba. Ahora eran los guardias quienes le daban pena.

—¡Menos pitorreo y ponga usted eso en marcha! —gritaban al conductor.

—¿Y qué cree usted que estoy intentando? —replicaba éste.

—¡Menos cachondeo! ¡Arréglelo de una vez!

Pepa estaba absolutamente segura de que el motor no volvería a funcionar antes de lo que conviniera a sus planes.

Le pareció adivinar un punto de malicia en el conductor de la máquina.

—¿Cuánto tardará? —preguntó ilusionada.

—¡Hombre!, tengo que ir por las herramientas…

Los guardias estaban fuera de sí.

—¿Ahora me sale con que tiene que ir por las herramientas? —exclamó uno de ellos, impaciente.

—Mientras bajo y subo y busco al chico del taller pa que me ayude (y eso si no se me hace de noche), tardaré unas dos horas.

Pepa miró hacia poniente. Y le pareció adivinar en la luz que corría hacia el ocaso tanta admirable malicia como en la mirada del conductor. ¡Dos horas! Dios le daba dos horas para arreglarlo todo.

—Guardia. ¿Me puedo ir?

—¿Y a mí qué me pregunta usted?

—Entonces… eso quiere decir… que no estoy detenida.

—Si no vuelve más por aquí, la dejo marchar. ¡Pero no vuelva!

—Gracias, gracias. Adiós, Fermina; adiós, todos; adiós…

Bajó la loma corriendo. ¡Los zapatos! Se había dejado los zapatos enterrados en el barro. Bueno. Fermina se los recogería. No había tiempo que perder… Tenía dos horas para conseguir una casa. Se trazó un plan de batalla. No podía ir a ver al señor obispo sin zapatos. Pero si los compraba perdería demasiado tiempo. Unos hombres —al verla correr por las calles— se rieron de ella y la abuchearon. Unas cuantas procacidades de las gordas llegaron a sus oídos. De no tener la cabeza tan ocupada, se las hubiera aprendido. Le encantaba aprender palabras nuevas. Le dolían los pies. Los tenía helados y al no pisar ya en el barro, la dureza del suelo le producía unos dolores espantosos. Un taxi…, allá lejos había un taxi. Lo llamó a gritos, y el muy estúpido del conductor ni se enteró. Cruzó la calzada y siguió de largo. Mala suerte. A doscientos metros de allí empezaba el suburbio de San Calixto. Unos grandes bloques de casas se alzaban en medio del descampado; y en sus bajos, Pepa pensó que habría tiendas, tabernas y hasta es posible que un teléfono público. Vio entonces un destartalado cochecillo detenido frente a un portal, y un hombre que salía del interior del edificio y abría la portezuela del coche. Aunque estaba muy lejos, corrió hacia él. ¡Ah, si quisiera ayudarla y llevarla hacia el centro! Fijos los ojos en él, corrió, haciéndole señas. Dios le había puesto en su camino. Era un hombre guapo, despeinado, de aspecto inocente y distraído. Los hombres guapos, despeinados y de aspecto inocente y distraído se le daban muy bien. No podía correr tanto. Los pies le dolían mucho. El dueño del coche, apenas abierta la portezuela, hizo una seña hacia el portal, y una señora de aire distinguido surgió del interior y penetró en el coche. Pepa se detuvo sorprendida. ¡Qué cosa más extraña! Así, de pronto, le había parecido reconocer a Ana María Moscoso. Hizo señas por detenerlos; pero el conductor, lejos de atenderla, se alejó de allí a toda velocidad.

Desechó la idea como absurda. ¿Qué podía hacer Ana María en este barrio, saliendo de esa casa y subiendo a un coche tan birria con un hombre que no era su marido? Pepa frunció los labios desalentada. Le daban dos horas para arreglar lo que tenía tan difícil arreglo; pero si le quitaban todas las oportunidades de salir de allí…, ¿qué podría hacer ella? Miró el reloj. Sólo le quedaba hora y media para actuar. Siguió andando. No se daba por vencida. Varias ideas se mezclaban en su cabeza. ¿Qué podía hacer Ana María Moscoso en el barrio de San Calixto? Fulminantemente se le hizo la luz. Acababa de resolver el problema de Damián y de Fermina. Así, como quien no quiere la cosa, llegó al ovillo antes de tirar del hilo. Cien metros delante de ella, en la acera de enfrente, había una taberna y una enseña junto al nombre comercial: teléfono público. Echó a correr hacia allí. ¡El problema de Damián y Fermina estaba resuelto! Miró el reloj. Aún le quedaban setenta y cinco minutos: hora y cuarto.

Seis meses atrás, su marido había comprado a Enrique una importante partida de caoba. Recordaba perfectamente haberle oído comentar: «No sabes lo que guarda Enrique en su almacén. Tiene todo Cáceres encerrado en San Calixto». Pepa lo recordaba perfectamente. Enrique era propietario de un almacén en el barrio de San Calixto. Ana María habría venido con un empleado de Enrique a cualquier cosa relacionada con su almacén. Ese coche tan birria sería del empleado. No había por qué dar más vueltas al asunto. En un almacén donde cabía todo Cáceres, ¿no iban a caber un matrimonio y seis chiquillos? Entró en la taberna. Había varios obreros en el mostrador, y en las mesas se jugaba al mus y al dominó. Todas las caras se volvieron para mirarla. La entrada de una señora joven, guapa y descalza, con el barro sobre las medias hasta el borde del abrigo y con expresión de ángel iluminado, no era un espectáculo que pudiese contemplarse a diario.

Pepa pidió un café doble bien caliente, cinco fichas de teléfono y la ayuda de una persona que reuniera estas tres condiciones: ser muy despierta, ser muy honrada y querer ganarse cuarenta duros. La misión de este mirlo blanco era muy sencilla: conseguir un par de zapatos de señora, bajos, sin tacón, del treinta y ocho. La circunstancia fortuita de que a esas horas estuviesen cerradas las tiendas y de que no hubiera ninguna por los alrededores donde se vendiera lo que ella necesitaba, era lo que justificaba su propina, que no era propina, dijo, sino un premio al ingenio, al talento y a la buena voluntad.

Marcó el número de casa de Enrique. Preguntó por Ana María. Sabía que ella no estaba en casa, pues acababa de verla al lado; pero le pareció más correcta la fórmula de preguntar primero por ella, y sólo después, por su marido.

—Enrique, soy Pepa Turull.

—¡Hola, Pepa, me alegro de oírte! ¿Qué es de Santiago? Hace siglos que no nos vemos.

—Mira, pregunté por Ana, pero me dicen que está en la peluquería. De modo que me he atrevido a molestarte a ti.

—Tú no molestas nunca; me encanta saber que estáis vivos. Desde que tu marido no hace negocios conmigo, ya no se os ve el pelo.

—Sois vosotros los que os escondéis… Pero ya ves que hoy soy yo quien toma la iniciativa. Tengo que pedirte un gran favor.

—Tú no me pides favores. Tú me mandas y ya está hecho.

—Es que… es un favor un poco raro. Pero necesito absolutamente que me lo concedas. Mira…

—Dime.

—Tú tienes un almacén en el barrio de San Calixto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y es muy grande?

—Sí.

—¿Y tiene muchas, muchas cosas dentro?

—Muchas.

—¡Qué fastidio!

—¿Por qué? ¿Quieres que te guarde algo allí?

—Pues… sí. Pero lo que quiero guardar… bueno… lo que quiero albergar es… es muy especial. ¡Si supieras el interés tan grande que tengo, no me lo negarías!

—¡Pero si no te lo niego, mujer! Desde ahora te digo que sí. ¿Ocupa mucho sitio?

—No es el sitio lo que me preocupa. Es que es algo muy especial…

—¿No será inflamable, supongo?

—¡No, no; por supuesto que no! Es algo que está vivo.

—¿Algo que está vivo? ¡Pepa! ¿No me irás a meter toros en el almacén?

—No es ganado. ¡Palabra!

—No será nada ilegal, supongo…

—No; claro que no.

Enrique empezaba a alarmarse. Que Pepa era una extravagante, no era noticia que cogiera a nadie de sorpresa.

—¿Lo sabe tu marido? —preguntó.

Pepa estuvo a punto de mentir, pero su Ángel Custodio, mucho más prudente, evitó que cometiera un error que podría ser fatal.

—Pues, no…; mi marido no sabe nada todavía. En realidad, es una cosa mía muy particular.

—Vamos a ver si nos entendemos, Pepa. Si es algo relacionado con contrabando, no te dejo el almacén. Si es algo que tu marido no pueda conocer, tampoco te lo dejo.

—Mira, Enrique. El problema no es nada de eso. El único problema es que lo necesito para esta misma noche. Estoy en un verdadero apuro. Y si mi marido no lo sabe todavía, es porque es tal la urgencia que tengo, que te he llamado a ti antes de contárselo a él. ¡En realidad necesito tu almacén ahora! ¡Sin pérdida de tiempo! ¡Mañana ya será tarde!

—Pues lo siento, Pepa. Yo te podría facilitar el almacén mañana… a primera hora, si quieres; pero hoy, no. Hace días he despachado al guarda. Las llaves las tengo yo mismo. Y ahora no me puedo mover de aquí.

Un mundo de fantásticas posibilidades se abrió ante la sobreexcitada imaginación de Pepa.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Pretendes decirme en serio que no tienes un guarda en tu almacén? ¡Esta misma noche lo tendrás!

—Pero ¿no puedes esperar a mañana? ¿Por qué ha de ser esta noche? ¿Qué quieres meter dentro?

La voz de Pepa se quebró.

—Niños…

—¿Qué has dicho?

—¡Niños…! —gritó, y rompió a llorar. El puro sonido de estas dos sílabas dañaba de tal modo sus oídos, que no lo podía sufrir. Intentó dominarse—. Seis niños —continuó— que no tienen donde dormir… ¡Seis niños chicos…, el mayor de la edad de Quique!… ¿No se llama Quique el tuyo pequeño?

Unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Enrique —al otro lado del hilo— se había quedado sin habla.

—En realidad —continuó Pepa—, si lo piensas bien…, es una suerte para ti que yo te haya llamado… ¡Tenemos tan pocas ocasiones de hacer algo por los demás! Estamos distraídos con nuestros trabajos y nuestras cosas, y no nos enteramos de las oportunidades que perdemos de hacer el bien… En este caso no se trata sólo de hacer el bien, sino de hacer justicia, simplemente… ¡A lo mejor es un poco ridículo este sermón! Pero estoy segura de que tú me entiendes. ¿Me oyes, Enrique?

Enrique no contestó.

La voz de Pepa hablaba ahora quebrada por el desaliento.

—He hecho todo lo que he podido… ¡Sin resultado, claro! Dentro de unos minutos les van a derribar la chabola en que vivían. Ya está el tractor, o la apisonadora, o como se llame esa cosa tan horrible, junto a su casa ¡¡y no sé a quién acudir!!

—Explícame con todo detalle dónde estás —dijo Enrique al fin.

La cara de Pepa se iluminó.

—Taberna de San Calixto, calle de San Calixto, barrio de San Calixto… ¡No tiene pérdida!

—Voy para allá.

Toda esta conversación la había mantenido Pepa en la trastienda de la taberna, rodeada de cajas destripadas de botellas y toneles de vino. Estaba sentada sobre uno de ellos, y hacía caso omiso de las caras de los parroquianos, que, a través del hueco de la puerta, la miraban hablar. Miró el reloj; le quedaban treinta y cinco minutos para actuar. El mecánico del tractor se había comprometido a no arreglar el maldito cacharro destructor en menos de dos horas. No era un contrato escrito, bien es cierto. Pero creía en él a ojos cerrados.

Salió de la trastienda y se acercó al mostrador. Tenía frío. Los pies le hacían daño. Pidió un cuarto de vaso de cazalla. El mirlo blanco que se había comprometido a agenciarle unos zapatos no acababa de llegar. Quienes llegaron para tomarse un chato antes de proseguir su faena fueron los agentes encargados de la ejecución de la orden municipal. La labia que desplegó Pepa Turull para estirar el tiempo, es cosa difícil de explicar. El caso es que cuando, casi una hora después, llegó Enrique con su manojo de llaves, la encontró rodeada de copas de cazalla y jugando una partida de mus. Sus compañeros de juego eran: un guardia municipal, el mecánico de la apisonadora y el lince que —¡Dios sabe cómo!— había conseguido unos zapatos para Pepa Turull.