IV
LOS FANTASMAS DE ANA MARÍA

Ana sorprendió a su abuela en plena faena de desinfección. Antes, cuando era más joven, estas manías suyas la irritaban; ahora en cambio, la enternecían.

—¿A que adivino quién ha estado aquí hoy?

—Huele mucho, ¿verdad? —inquirió Matilde.

—Huele a lavándula, abuela; ¡son manías tuyas!…

Se sentó en el mismo sillón en que había dormitado la vieja visita de los jueves, y al poco se levantó horrorizada.

—Tienes razón —exclamó—. ¡Qué peste!

—¿No te lo decía yo?

—No hay derecho. ¡Es un asco! —exclamó Ana, indignada—. Pero ¿de verdad esa mujer no se lava nunca?

—¡Nunca! Al menos, déjame calcular…, al menos en los últimos cincuenta y siete años.

«¿Me estaré volviendo vieja yo también —pensó Ana mientras cambiaba de asiento— y tendré manías?».

Su abuela le enseñó un periódico.

—¡Mira!… —le dijo con aire desolado, señalando una esquela—. ¡No sabes qué disgusto más grande tengo!…

¡Cuántas veces, pensó Ana, su abuela no le habría dicho lo mismo, señalándole una noticia mortuoria con el periódico en la mano! Antes que las noticias, Matilde buscaba siempre en los diarios la sección necrológica. Envejecer debe de ser eso, pensó Ana María: ir descubriendo que todos los seres queridos —o simplemente aquellos con los que se ha tenido alguna relación— van desapareciendo; descubrir que los que quedan son seres extraños, sentirse sola en un mundo lleno de nombres desconocidos.

Matilde le habló del muerto:

—Pero ¡si tú lo conoces, mujer! ¿No te acuerdas?

¡Cuántas veces también su abuela no le habría hablado de personas de otras épocas, que tenían estas u otras características, una manera peculiar de vestir o de hablar o de comportarse en público! Y es que —a pesar de tener la cabeza muy clara para la mayoría de las cosas— Matilde confundía las generaciones y le hablaba de individuos, tíos o primos lejanos a quienes su madre había conocido, pero ella no.

—¡Qué tontería más grande! —dijo de pronto la abuela mientras se sentaba—. ¿A que no sabes lo que te iba a preguntar? Que cómo iban tus estudios… ¡Imagínate!

—¡Huy, abuela; no te extrañe! Yo todavía me despierto algunas mañanas con la preocupación de que tengo que repasar el griego o la Historia de la Filosofía…

—Pues eso es de viejas…

—¡Ay, abuela; es que yo empiezo a serlo!…

—¡Qué disparate! —dijo Matilde, riendo—. Tú no sabes lo que es eso. Tú tienes ahora…

—Treinta y tres años —atajó Ana.

Su abuela la miró sorprendida.

—¡Qué me dices! ¿Tú tienes ya treinta y tres años?

—¡Claro!

—Pues mira; vieja no eres, ¡claro que no!; pero joven, tampoco.

Ana María sintió una cierta desazón. Era la primera vez que su abuela le decía eso. Estaba acostumbrada a que cada vez que demostraba una preocupación por el paso del tiempo, su abuela le dijera: «¡Calla, calla; si eres una chiquilla!». Y ahora, de pronto, su propia abuela se mostraba sorprendida.

—¡Qué atrocidad, cómo pasa el tiempo! —insistió Matilde—. Esa misma edad tenía tu madre cuando… —Y se interrumpió bruscamente. Ana la ayudó a terminar:

—Cuando papá se fugó…

Era la primera vez, en veinticuatro años, que este tema se tocaba entre las dos.

Hubo un largo silencio. Matilde irguió el busto y sufrió repetidamente las contracciones del párpado.

Melancólicamente, y como hablando para sí, Ana exclamó:

—A veces pienso que papá hizo bien en marcharse…

—¿Qué dices? ¿Qué dices? —preguntó la abuela con nerviosismo.

—Nada, nada. Estaba pensando en papá…

Afortunadamente, la abuela no había escuchado sus palabras. Le habrían dolido, sin duda. No hubiera podido comprenderlas. Muy nerviosa, por haber provocado distraídamente el tema prohibido, Matilde se inclinó sobre los papeles, que no había podido ordenar —por culpa de María Terrón— desde que se fue el administrador, y fingió interesarse por ellos.

«¿Por qué habré pensado esto?», se dijo Ana. En realidad, ella ignoraba los motivos que tuvo su padre para tomar aquella horrible y cruel determinación. ¿Cómo se atrevía a juzgar entonces? ¿Con qué derecho se atrevía a opinar?

Recordó la frase entreoída de niña: «Como si hubiese muerto». Y evocó a su madre, silenciosa, encerrada en su orgullo y en su dolor, sentada junto a la abuela en esta misma rotonda, sobresaltándose ante un ruido cualquiera: un timbre, un motor, los días que siguieron a la desaparición de Alberto. Y recordó la voz de su abuela: «Elena, hija…, ¿por qué no lees? ¿Por qué no bordas? ¡Haz algo!…».

Ana tenía entonces nueve años. Se pasaba las horas sentada en la alfombra, repasando las lecciones de Gramática e Historia Sagrada o mirando viejos álbumes de fotografías que le daban para que se entretuviera sola. «Feliz ella —oyó una vez que decían—; ya lo ha olvidado todo». ¡Pero eran ellos, los «mayores», quienes habían olvidado cómo es el alma de los niños! ¡Los niños no olvidan nunca!

La naturaleza cubre rápidamente sus dolores y decepciones con una espesa capa —como recubre con una concha protectora el cuerpo de los moluscos, tanto más recia cuanto más débil es la materia que protege—. Pero esta capa exterior no está hecha de olvido, sino extraída de esas sutilísimas canteras del alma donde se aloja el pudor de los propios sentimientos. Bajo la concha aisladora, el recuerdo permanece vivo, palpitante y temeroso de que cualquier fisura lo someta a los embates de fuera.

Las lágrimas de Ana María, lágrimas lloradas por los rincones o entre las sábanas, o tragadas en las largas veladas junto a su madre y su abuela, eran mucho más amargas que las de los mayores: porque éstos conocían, sin duda, de antes, los defectos o las vacilaciones de carácter de su padre —o su villanía—; y ella no. Ella sabía tan sólo que lo adoraba, que lo consideraba un ser distinto y superior, que lo quería y admiraba por encima de toda ponderación y que se llenaba de orgullo cuando alguien aludía a su parecido físico o temperamental con él. Hija única, Ana era el solo espejo en que se miraba su padre. Un oscuro y no articulado pensamiento se mezcló siempre al dolor por su desaparición: «¿Por qué no me ha llevado con él?».

Al enfrentarse ahora, al cabo de los años, con estos viejos recuerdos, Ana se admiró de que los sentimientos que despertaban en ella no fueran como los experimentados cuando se produjeron los hechos. Y al admirarse no pensaba en la intensidad de las emociones, sino en la índole del juicio que le merecían.

Sintió, asustada, que había nacido en ella un profundo desprecio hacia la sumisión —¡la no resignada sumisión!— de su madre; hacia aquel abandono de su ser en manos de una tristeza que la devoraba…, su lento dejarse morir… Elena le había inspirado siempre una gran compasión. Mas ya no era esto lo que sentía. Ana hubiera deseado en su madre más valor o —con más precisión— más rebeldía.

En cuanto tuvo conciencia de su albedrío, Ana había intentado, al menos, dos movimientos de liberación contra las garras de la soledad: sus estudios en la Universidad, al morir su madre, y, años después, su matrimonio con Enrique, cuando Andrés marchó a París. Quizá fue también por rebeldía, contra la ausencia de rebeldía de su madre, por lo que bautizó a su primer hijo con el nombre del padre desertor: Alberto. Y quizás era esta misma rebeldía, este deseo de compensar a destiempo su infancia desgraciada y la soledad de su adolescencia, lo que alentaba ahora, en estos mismos días, temerariamente, un invencible afán de desquite.

Ella no había querido más que a dos hombres: su padre y Andrés. Y los dos la abandonaron: su padre, cuando era niña; Andrés, cuando era todavía casi una adolescente. Cuando Andrés se marchó, en las oscuras capas del sentimiento de Ana María se forjó algo así como un absurdo paralelismo, y el recuerdo de su padre revivió entonces con una terrible sensación de realidad, debida quizás a que Andrés —o la amistad de Andrés, mientras duró— había cubierto la herida sentimental de su infancia, hasta ocultarla; y ahora, al marcharse, la dejaba de nuevo al desnudo. O bien porque, al huir, el dolor de la desaparición se alojó en la misma cámara de dolor abierta por otra desaparición más antigua. Andrés no podría nunca sospechar esto. Su bohemia, su sensibilidad para el arte y para la vida, su incapacidad para el engaño, su rebeldía ante el fraude, su ingenua y bulliciosa o quizás exuberante vanidad, su capacidad de hacerse querer, su popularidad, hasta sus angustias económicas habían sido hasta entonces para ella el contrapunto del tedio —la rica y tediosa mediocridad— en que Ana había vivido desde la separación de su padre.

En las, más que largas, interminables veladas en casa de la abuela, sentada junto a ella en esta misma rotonda en que ahora se encontraba y en donde transcurrieron tantas horas de su infancia, Ana María, ya mujer, volvió a sentir, con presión intolerable, como cuando era niña, las garras de la soledad.

La fuga de su padre había sido definitiva; pero he aquí que Andrés había surgido de pronto, desde el pasado. Ana María le vio dos veces, sólo dos veces. La última hizo el firme propósito de no verle más. Sintió de pronto que algo que estaba más allá de las palabras y de los gestos comenzaba a tomar cuerpo entre los dos; que una corriente se establecía por encima de su razón y que adquiría vigencia lo que no entraba en sus planes. Tuvo miedo de perder, o al menos poner en riesgo de perder, ese equilibrio interior de que siempre había hecho gala, por el que su padre la alababa de niña y del que Andrés la acusaba, entre bromas y veras, cuando eran estudiantes. Decidió no verle más y no puso en duda que cumpliría su propósito. Pero olvidó que eran dos los que entraban en el juego. Apenas Ana María regresó de su veraneo, Andrés comenzó a buscarla; espiaba cerca de su casa la hora en que salía Enrique, para llamarla por teléfono; le escribía cartas. Ana había creído que los dos meses de ausencia de Madrid bastarían para que él desistiera, pero no contó con la tenacidad de Andrés. Leyó algunas de sus cartas, rompió otras sin leerlas, no acudió a ninguna de las imprudentes llamadas telefónicas, pero ¿dónde estaba ahora su famoso equilibrio interior? A medida que se defendía del cerco, una larga cadena de «porqués» surgían dentro de ella, amenazando su entereza. Eran las quintas columnas de Andrés, que trabajaban a su favor desde dentro de la posición sitiada. ¿Por qué había de renunciar a la amistad de Andrés si esa amistad la complacía? ¿A quién hacía daño con ello? ¿Quién podía impedírselo? ¿Y con qué títulos?

Ana empezó a extraer de un archivo, cuya existencia desconocía, pequeñas injurias de su marido, en las que, hasta entonces, no había reparado: su indelicadeza, su bastedad, el casi total abandono de la vida conyugal, su violencia cuando estaba irritado por causas de las que ella no era responsable, su incomprensión, su incapacidad para el diálogo. ¿Por qué iba a aceptar que su destino fuera siempre el de estar rodeada de seres como Enrique, Elena y Matilde, que no la comprendían? ¿Por qué iba a estar eternamente sometida al castigo de sentirse sola en compañía de los demás? ¿Por qué? ¿Por qué?

Quizás a partir de entonces fue cuando Ana se rebeló contra la sumisión de su madre; y quizá fue entonces también cuando empezó a germinar en su interior la idea de que el tedio sólo puede vencerse con la evasión. Imaginó a su padre en aquella casa —que nunca fue su hogar—, cuyos muebles, alfombras y tapices no habían sido variados de sitio en cincuenta años; cuyos dorados, damascos y cornucopias parecían de un decorado teatral; recordó a su abuela, dominadora, y enérgica, presidiendo la ausencia de la propia intimidad, que ella misma hacía imposible; y a Petra, la viejísima criada muerta tantos años antes; y en los pasillos, como un fantasma de sí mismo, la sombra siniestra de María Terrón.

«A veces pienso que papá hizo bien en marcharse», había dicho inconscientemente. Y ahora, conscientemente, se lo volvía a repetir. Y es que Ana justificaba en su padre una ansia de evasión que ella misma sentía, y que antes de ahora no había podido comprender. Y la idea la consolaba, porque era también su propia y anticipada justificación.

A veces pretendía engañarse a sí misma, e imaginaba que la creciente obsesión de Andrés no era tanto por él como por su arte y su fama. ¿Estaría realmente justificado el crédito que le concedían? ¿Cómo sería su pintura? ¿Lograría realmente expresar en la tela su sensibilidad y sus ideas? Que Andrés tenía talento, estaba fuera de duda. Pero ¿le serían fieles sus manos? Ana recordaba con nostalgia las palabras de Andrés siendo estudiante; y más que las palabras, la exaltación, el entusiasmo con que las pronunciaba. «El artista nace con cerebro y corazón de artista, pero sin manos». Matilde la sorprendió en plena delectación.

—¿De qué sonríes?

—No sé, abuela; tú también sonríes muchas veces cuando piensas.

Ana recordó los cuatro estados que, según Tomás de Kempis, tuercen la voluntad de los humanos: tentación, contemplación, delectación y consentimiento. Ana gozaba del tercer estado: delectación. «Las manos han de hacerse: eso es aprender. Mis cuadros no son obras de arte todavía; pero son obras de artista, de eso estoy seguro… Mis manos no saben, pero sabrán». Ana gozaba entonces mortificándole, y él se encendía en un entusiasmo contagioso. ¿Conservaría Andrés sus horribles y adorables esbozos de entonces? ¿Los habría roto? ¿Cómo sería su estudio ahora?

Ana recordaba los grandes visillos del ventanal; el caballete, que él volvía de espaldas cuando su obra estaba inacabada; el diván manchado de pintura. Se recordó a sí misma en el estudio, con sus zapatos bajos, el pelo corto y la inseparable carpeta de apuntes sobre las rodillas, sentada en aquel diván junto a Andrés, repasando la Filosofía en vísperas de los exámenes, o posando para él, o bailando con él silenciosamente, sin mirarse a los ojos, al compás de un viejo y destartalado gramófono. ¿Conservaría Andrés los mismos discos? ¿Cómo eran? Una de las melodías vino a su memoria, y un suave calor le subió a las mejillas. ¡Qué poder evocador tiene la música! Aquel día…

—¡A que sé en lo que estabas pensando!

—¿En qué, abuela?

—En tus hijos.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Por tu manera de sonreír.

Ana afirmó con la cabeza.

—¡Ay, abuela —exclamó Ana María, llevándose una mano torturada a la frente—, qué difícil es todo!

—Pues ya verás más adelante. Cuando los hijos crecen, es peor.

Hizo ademán de incorporarse.

—Acércame el bastón, ¿quieres?

Matilde se puso en pie.

—Estoy un poco cansada. Voy a acostarme y pediré que me lleven algo de comer a la cama. Espérame si quieres. Cuando esté acostada, te avisaré.

—No, abuela. Hoy voy al teatro con Enrique. Tenemos que cenar temprano para no llegar tarde.

—¿Qué vais a ver?

—Una obra de Regidor. Dicen que es colosal. Ya era hora de que en España se hiciera teatro moderno.

Matilde besó a su nieta. ¿Qué entendería esta tontuela por teatro moderno? Moderno fue Echegaray en sus días, y moderno fue Benavente, y moderno García Lorca, y ninguno era moderno ya. Tampoco lo sería el Regidor ese dentro de unos años más…

Ana prometió a su abuela contarle las peripecias del estreno. La música de «aquel día», el recuerdo de Andrés, la evocación del estudio la acompañaron hasta la calle.

En la calle, la esperaba Andrés.

Ana María iba a salvar el medio peldaño de desnivel entre el portal y la acera cuando lo descubrió, frente por frente, en la otra orilla de la calle. Se paró en seco, como si viera visiones, y quedó con un pie en el suelo y otro en el aire, como las grullas. Andrés, mal peinado, con las manos en los bolsillos y un aire entre despreocupado e inocente, la estaba mirando. Su sonrisa, medio burlona, medio asustada, parecía como si pidiera —por anticipado y sin propósito de enmienda— la absolución de Ana.

Apenas la vio detenerse en el portal, se ajustó la corbata, cruzó la calle y se acercó a saludarla.

Ana le recibió indignada.

—¿Cómo te atreves a venir aquí? —le dijo, a media voz, mirando a un lado y a otro para comprobar que nadie conocido los veía.

—Pasaba casualmente, te he visto salir y me acerco a saludarte. ¿Qué tiene de malo?

—¡Eres insoportable!

—No me hables con tanta acritud. La gente va a pensar que hay «algo» entre nosotros.

—¿Cómo quieres que te hable? Me has sorprendido. Me parece fatal que vengas aquí.

Ana, que tenía la sensación de que todo Madrid estaba pendiente de sus gestos y de sus palabras, añadió, conteniendo la voz:

—Francamente, nunca pensé que me ibas a exponer a que alguien de casa me viera contigo. Te suplico que te largues.

—Lo normal hubiera sido —dijo Andrés con el aire más inocente que cabe— que me recibieras con una sonrisa. «¿Qué tal, Andrés?», debías haberme dicho. «¿Cómo te ha ido desde antes del verano? ¿Cómo está tu familia?». Eso hubiera sido lo normal. Yo te habría respondido: «Muy bien, muchas gracias. ¡Qué casualidad encontrarte! ¿Hacia dónde vas?». Tú me hubieras contestado: «A casa», o bien: «Estoy buscando un taxi». A lo cual yo, siempre galante, te hubiera ofrecido llevarte en mi coche. ¡Cien personas que nos hubieran visto, considerarían la cosa como lo más normal del mundo!

—¿No me ves que estoy pasando un mal rato? ¿Por qué no te largas de una vez?

—Pero, Ana… —insistió Andrés—, cualquiera que te oyera podría pensar que hay «algo» realmente entre tú y yo. Hasta yo mismo, al oírte, empiezo a pensarlo.

—Eres muy gracioso; pero te ruego que te esfumes ahora mismo, si no quieres que vuelva a subir a casa de la abuela.

—Ana María, haz un esfuerzo y sonríe. Te hablo en serio. Ésos que se acercan nos conocen y podrían pensar mal.

Ana se volvió de espaldas a un matrimonio de edad que se acercaba a ellos. Andrés abrió la portezuela de un coche minúsculo y birrioso y dijo, en voz bastante alta para ser oído:

—¡No faltaba más! Te llevo con mucho gusto.

Y saludó con una inclinación de cabeza a los que pasaban.

Ana, sin dudarlo más, se precipitó en el coche como quien huye de una quema. Andrés saltó al volante y puso el motor en marcha.

—¿Quiénes eran? —preguntó, turbadísima, cuando ya las ruedas se deslizaban sobre el empedrado.

—No tengo ni idea. Es la primera vez que los veo.

—¡Para el coche ahora mismo! ¡Quiero bajar!

—Sé sensata, Ana. Si alguien te ve bajar, podría pensar mal.

—¡Eres odioso! ¡Ve más de prisa entonces!

Ana no se atrevía ni a mirar por las ventanillas. Andrés le ofreció un cigarrillo, que ella rechazó. En vista de esto él también renunció a fumar.

—¿Te divierte mucho llevar una mujer secuestrada en tu coche?

—¡«Secuestrada»! ¡Qué palabra más dura!

—No irás a decir que me llevas por mi gusto…

—¿Vienes a disgusto acaso?

Ana dudó.

—A disgusto, no. Pero, desde luego, contra mi voluntad.

—¿Cómo puede ser eso? No lo entiendo.

—Siempre fuiste torpe para las sutilezas.

Ana buscó una frase que le mortificara. Añadió con aire burlón:

—¡Te encuentro mucho más audaz que antes!

—¿A qué te refieres?

—A que ahora deberías ser menos audaz; en cambio, en aquella época hubieras podido serlo más. ¡Todo lo haces al revés!

Andrés frenó el coche bruscamente y lo arrimó a la acera.

—Siempre he pensado que fui un estúpido. Yo te quería, ¿comprendes?, y me sentía incapaz de decírtelo.

—¿Por qué has parado el coche? ¡Sigue andando! ¡Nos pueden ver!

—¡No puedo conducir y gesticular a un tiempo!

—No gesticules.

—¡No puedo mirarte a los ojos mientras hablo!

—No tienes por qué mirarme. Anda, pon el coche en marcha. Si me prometes no parar, te autorizo a que me acerques a casa sin sentirme secuestrada.

Andrés obedeció satisfecho. Ana empezaba a humanizarse.

—¿Tienes tiempo de dar un rodeo?

Ana consultó su reloj.

—No mucho. Esta noche voy al teatro.

—No irás al estreno de Regidor…

—Sí.

—¡Colosal! Allí nos veremos.

—¿No vas con tu mujer?

—Alicia no está en Madrid.

Andrés se desvió de la ruta hacia calles menos concurridas. Ana fingió no darse por enterada.

—No te ha impresionado nada que te dijera que te quería.

—No me ha impresionado en absoluto.

—Pues era así.

—Mira, Andrés. Me tienes que prometer no hablar nunca de ese tema. Primero, por ser mentira: nunca me has querido; segundo, porque me molesta profundamente oírtelo decir… tan a destiempo.

Andrés la miró con el rabillo del ojo.

—¿Me dejas parar el coche?

—¡No!

—¡No puedo hablar y conducir a un tiempo!

—No tienes por qué hablar.

—¡Es muy cómodo soltar tu parrafada y después negarte a escucharme! ¿Qué puede ocurrir si paro el coche?

—Que me baje. Si es eso lo que quieres, ¡páralo!

—No lo pararé… Por cierto, ¿recibiste mis cartas?

—Sí.

—¿Las leíste siquiera?

—¡No! Bueno…, en realidad leí sólo las dos primeras. ¡Y me parecieron tan desorbitadas, tan insinceras!

—Yo siempre he sido desorbitado, pero no insincero.

Andrés detuvo el automóvil.

—Llévame a casa, Andrés. Aquí está muy oscuro.

—El tiempo de fumar un cigarrillo y nos vamos. ¿De acuerdo?

Ana no respondió. La llamarada del fósforo iluminó los dos rostros. Después sólo quedaron las brasas del tabaco, temblorosas, parpadeantes flotando en la oscuridad.

—Yo nunca he sido insincero.

—No te favorece nada decir eso. Si me encuentro a gusto a tu lado es porque no creo ni una palabra de tus arrebatos líricos; si, en cambio, creyera que es verdad cuanto me decías en tus cartas, ya no estaría cómoda contigo.

—¡Qué mentalidad más tortuosa! —exclamó Andrés, riendo—. Te gustan mis verdades, en tanto que las crees mentiras; y te disgusta lo que llamas mis mentiras, mientras yo afirme que son verdades. ¡No comprendo cómo aprobaste la Lógica en la Facultad!

—En cambio, yo comprendo muy bien que te suspendieran en Psicología —contestó Ana lentamente. Y añadió—: ¿Por qué eres incapaz de entender la amistad sin creerte obligado a decir cosas que no sientes?

—No es así, Ana, no es así. Mi mentira sería ocultar mi amor por ti con el pretexto de la sola amistad.

—¡Qué grotesco es el vocablo «amor», Andrés, y qué grandilocuente! Cuando los escritores lo usan, siento pudor ajeno, como si los viera desnudarse en una plaza pública. En esto los poetas son de una impudicia inadmisible. No seas como ellos.

—Bien. Inventemos vocablos nuevos. La traducción será la misma.

Ana guardó silencio. Al cabo de unos segundos, exclamó:

—¡Qué difícil es todo!

Andrés se acercó a ella y la estrechó contra sí. Ana se desasió con brusquedad.

—¡Déjame! —Y en seguida añadió—: Llévame a casa.

—¡No hemos mediado el cigarrillo!

—Llévame a casa —repitió Ana alzando la voz—. ¡Te digo que me lleves!

Andrés se apartó, puso el coche en marcha, encendió las luces y sin piedad alguna hacia las ballestas cruzó los baches del descampado como si fuera una autopista. Estaba furioso.

—No te enfades conmigo… —suplicó Ana María.

Andrés no respondió.

—No debiste venir a buscarme. Yo no debí subir al coche…

Andrés apretó los dientes y guardó silencio.

—¿Cómo supiste que estaba en casa de la abuela?

—Uno de tus hijos me lo dijo.

—¡Estás loco! ¿Cuándo has hablado con mis hijos?

—Estuve toda la tarde rondando tu casa. Vi a un niño jugando con la arena, me acerqué, le pregunté por ti y me dijo que habías ido a visitar a tu abuela.

—¡No lo vuelvas a hacer!

—No lo volveré a hacer.

—Andrés…

—¿Qué?

—Si te digo que te agradezco este secuestro de hoy, ¿se te alegrará la cara? ¡Dios mío, qué gesto! Si parece que vas de entierro…

—¿De verdad me agradeces que haya ido a buscarte?

—¡No has debido venir! ¡Ha sido un error!

—¿Cómo no quieres que me enfade? ¡Ponte de acuerdo contigo misma!

Ana se llevó ambas manos a la cara.

—Estoy hecha un lío. No sé si me alegro o no. Mi cabeza es un puzzle en desorden. Estoy hecha un lío…

—Esta noche te veré en el teatro.

—¡No se te ocurra acercarte!

—No me acercaré.

—Dobla ahora por la derecha… Déjame en aquella esquina… Haré el resto del camino a pie.

Al despedirse, Andrés le retuvo la mano.

—¿Te ha molestado el secuestro o no?

Ana sonrió y negó con la cabeza. Después retiró la mano que Andrés retenía, miró el reloj y a pasos rápidos se alejó de allí.