María Terrón era una señorita.
«¡Gorrona, que es usted una gorrona y una gandula: eso es lo que es usted!». «Ni gorrona ni narices; una señorita: eso es lo que soy. Y una señorita de mucha alcurnia».
¿Se «lo había» dicho así, de verdad, o se «lo debía haber dicho», nada más? Ya no se acordaba. Estaba muy vieja y no se acordaba de nada. Por eso se atrevían con ella.
A pasitos muy cortos se acercó al espejo. Cogió el corcho requemado y se lo untó en el pelo sobre el corcho requemado de la víspera. Debajo de muchas, muchas capas de corcho requemado, estaban sus canas. «¡Insolente, descocada!». También podía haberle dicho esto, pero no se atrevió. Muy por el contrario —y con muy buenos modos, porque educación no le faltaba, gracias a Dios—, había replicado que ésa no era forma de tratar a una señorita. Sí; eso es lo que le había dicho. Ahora lo recordaba muy bien.
María Terrón ya no llegaba al espejo. Cada día estaba más bajita. Había cogido la costumbre de dormir sentada, para no despeinarse; y la espalda, con los años y esta costumbre, se le había doblado hacia delante. Pero ella, como no llegaba al espejo, no lo sabía. Creía que eran los criados de Matilde, que le ponían el espejo cada vez más alto para hacerla rabiar.
María Terrón abrió una enorme caja de madera llena de polvos de arroz. Metió las dos manos dentro y se frotó la cara con las manos. «Había que ponerse guapa: sí, señor; había que arreglarse un poco y ponerse guapa, que hoy iba de visita». Descorrió el pestillo de la puerta y salió al pasillo. Desde fuera cerró la puerta con llave; no fueran los criados a robarle o a husmear entre sus cosas. Mas la dejó puesta en la cerradura. La rotonda de Matilde estaba del otro lado del piso; del lado de los salones. A pasitos muy cortos, arrastrando las zapatillas por el suelo, se dirigió hacia allí. «¡Gorrona, gandula!». ¡La habían llamado gorrona y gandula! Se lo diría a Matilde. De hoy no pasaba. Se lo diría todo. ¿Quién se había creído esa descocada que era María Terrón?
Los primeros recuerdos que Ana conservaba de su infancia estaban indisolublemente unidos a María Terrón. La recordaba como una vieja pelleja de cara decrépita, encorvada y sucísima, que emergía de pronto de la oscuridad de los pasillos mascullando palabras ininteligibles relacionadas con historias que se inventaba. Cuando se encontraba con la niña, ponía los brazos en jarras, meneaba la cabeza de un lado a otro para hacerla reír y ahuecando la voz como para hablar a las gallinas, decía invariablemente: «Una, la luna; dote, pierrote; trelli, cacarelli; cuatro, Catalina; chingüe, chingüintina; seis, de rechupete… y con éste van… ¡siete!». Si al llegar a este punto la niña no se reía, María Terrón añadía, invariablemente también: «¡Ti, ti, ti, ti! ¡Ro, ro, ro, ro! ¡Ja, ja, ja, ja!».
Veinte años antes había hecho lo mismo con su madre; y veinte después, con sus hijos Quique y Alberto. Cuando eran más pequeños que ahora, como no habían nacido en la casa y no estaban acostumbrados a estas apariciones, se aterraban y cogían unas perras espantosas.
Matilde había contado cien veces la historia de María Terrón. Primero, a su hija Elena; después, a su nieta Ana María, y ahora a sus bisnietos, Quique y Alberto, que la escuchaban embobados.
Matilde intentaba explicarles que, de joven, María Terrón era una real moza; y muy emperifollada y compuesta, por cierto. Cincuenta y tantos años antes, María Terrón era inquilina de Matilde —o, mejor dicho, hija de una inquilina— y vivía con su madre en un ático muy modesto del mismo edificio, en compañía de una vieja criada que las servía sin sueldo, a cambio de la manutención. Todos los jueves, las Terrón hacían a Matilde una visita de cortesía. Se daban muchos humos y gastaban en vestir lo que no tenían para comer. Cuando la criada murió, la madre se encargó de las faenas de la casa, prohibiendo terminantemente a la niña que la ayudara. No estaba bien que una muchacha de su posición, llamada algún día a casarse con un pollo distinguido de la Corte, empleara sus manos en tan bajos menesteres. El portero de la casa habló un día con Matilde. Algo extraño debía de ocurrir a las inquilinas del ático: hacía cuatro días que ninguna de las dos había salido de la casa, ni para hacer la compra siquiera; y él se preguntaba que cómo sin hacer la compra podían arreglárselas para comer. ¡Santísima Virgen, lo que encontraron allí! Después de aporrear la puerta y de pedir a voces que les abrieran, y de escuchar pasos y suspiros, la joven María Terrón les abrió. Su aspecto era terrible: demacrada, ojerosa, los largos pelos desgreñados cayéndole sobre los ojos, parecía un modelo escogido por Goya para su pintura negra. Sin pronunciar palabra, echó a correr hacia el interior. La siguieron; y Matilde, espantada, descubrió el cadáver de la inquilina, desnudo, sobre la cama. Llevaba varios días muerta. Las ventanas estaban cerradas y el hedor era insoportable. Matilde se apiadó de la pobre huérfana; ordenó la casa, arregló el cadáver, se ocupó del entierro y encargó a sus expensas un funeral. Su gran sorpresa fue comprobar la ausencia de María Terrón en las honras fúnebres. A cuantas preguntas le hizo el día terrible en que descubrieron el cadáver, la niña había dicho que ella no sabía qué hacer, no conocía a nadie, no sabía nada. Pero es que la niña tenía diecisiete años, ¡caramba!, y ya podía haber avisado al portero que llamara a un médico o a un cura, al ver que su madre se ponía mala. Pero este caso era distinto. Si entonces se atolondró, ahora ya había tenido tiempo de reponerse. Algo grave debía de ocurrir a la muchacha para no asistir al funeral de su madre. Volvió al piso y encontró a la inquilina en un estado más lamentable aún que el primer día. La joven confesó que no había comido desde la víspera del fallecimiento de su madre. Matilde prometió ayudarla. Quiso informarse de qué dinero tenían, en qué Banco lo guardaban, a cuánto ascendía la pensión de viudedad que cobraba la pobre muerta, dónde lo cobraban. María Terrón lo ignoraba todo. Su madre era quien se ocupaba. A ella no la dejaba intervenir. ¡Ella era «una señorita»!
Ésta fue la primera vez que Matilde oía una afirmación semejante, pero no la última. A lo largo de cincuenta y siete años, María Terrón repitió esta cantinela sesenta y una mil quinientas sesenta veces, a tres por día, sin contar cuando lo decía en sueños.
—Vístete —le dijo Matilde—; peinate y baja a mi casa. Te daremos de comer y luego veremos entre las dos el modo de arreglar las cosas.
La respuesta fue insólita:
—Yo no sé… —dijo.
Matilde empezó a irritarse. Cuando esto le ocurría, se ponía muy tiesa, estiraba el busto y un ligero tic nervioso le contraía un párpado.
—¡Ay, doña Matilde, no me mire usted así, no me mire así, por Dios! —suplicó María Terrón, rompiendo a llorar.
Matilde procuró suavizar la voz.
—¿Qué es lo que no sabes, preciosa mía; qué es lo que no sabes tú?
María Terrón confesó paladinamente que no sabía peinarse. Era su madre quien la peinaba, quien la había peinado siempre. Matilde, que era mujer piadosa, intuyó que pruebas así sólo las da el cielo a quienes quiere purificar. Se armó de paciencia y la peinó. Después la acompañó de la mano escalera abajo, y ordenó que le dieran de comer y la acostaran. Tres días más tarde, considerándola repuesta, la mandó llamar.
—Dígale a María Terrón que venga —pidió Matilde a Petra, la sirvienta.
—María, que la llama la señora.
—Dígame «señorita María» —corrigió la huérfana, sonriendo.
Cuando Matilde la vio entrar con las greñas sobre la frente, señaló la puerta y gritó con voz y ademán que no admitían réplica:
—¡Vete, peínate y vuelve!
Y después, acordándose de que los caminos para llegar al Señor son infinitos, suplicó a Petra que la peinara.
—¡Pues no tengo yo poco que hacer en la casa! —protestó Petra.
Y como quien revela un secreto, confesó a Matilde que habían estado visitando el ático de la Terrón, ¿y a que no sabía la señora lo que habían encontrado? ¡Comida! ¡Habían encontrado comida en la despensa! Toda la que compró la muerta, que en paz descanse, la última vez que hizo la compra y que no pudo cocinar porque falleció.
—¿Entonces no es cierto que la niña estuvo tantos días sin comer? —preguntó Matilde, que no acababa de comprender la confidencia.
—Claro que es verdad —dijo Petra—. Lo que pasa es que la niña (que tiene de niña lo que yo de cura, porque mi madre, a su edad, ya me había traído al mundo) no sabe encender un cerillo, no sabe calentar leche, no sabe freír un huevo, no sabe comer… ¡Ella es una señorita! ¿Sabe la señora lo que le digo? Que es una gorrona y una gandula, ¡eso es lo que es!
—Bien, bien. Péinala de modo que no se despeine más —ordenó Matilde, impaciente—, y adviértele que es la última vez que lo haces.
Petra obedeció. Estiró el pelo todo lo que pudo y le hizo un moño sobre la coronilla, reforzado con bramantes para que no se soltara. El peinado le duró tres meses. María Terrón, sabiendo que Petra cumpliría su amenaza de no peinarla más, se acostumbró desde entonces a dormir en un butacón para que el roce de la almohada no deshiciera la obra de arte que habían construido sobre su cabeza.
—¿Y no se peinaba nunca, nunca? —preguntaba Quique cuando oía esto, arrugando la nariz.
—Ni se peinaba, ni se peina; ni se lavaba, ni se lava —concluía la bisabuela, elevando los ojos al cielo.
Y los dos pequeños se doblaban de risa.
En aquella época, es decir, cuando tenía diecisiete años, y Matilde, ya casada, veintitrés, María Terrón la llamaba «doña Matilde»; veinte años después, y para distinguirse de los criados, la suprimió el «doña» y la llamaba Matilde a secas. Y por último, insólitamente, un día aciago comenzó a tutearla. «¿Y por qué no iba a hacerlo? —pensaba María Terrón—. ¿No era ella, acaso, tan señorita como la que más? ¿Por qué no iba a tratarla de igual a igual?». Esto sacaba de quicio a Matilde, que se pasaba meses enteros escurriéndole el bulto para evitar aquel tuteo que le sentaba como un escopetazo. A lo largo de tres generaciones, las distintas promociones de criados que pasaron por la casa odiaron a María Terrón. Y Matilde ofrecía a diario al Altísimo en sus oraciones el sacrificio de soportarla por la remisión de los pecadores que morían sin confesión y por las intenciones del Sumo Pontífice.
La antigua inquilina avanzaba ahora por el corredor, arrastrando los pies. Como era tan menuda, ni siquiera las maderas más finas crujían bajo sus plantas. Se lo diría todo a Matilde. Esta vez se lo diría todo. «¡Pero, María, vamos a ver! ¿Quién te ha llamado esas palabras tan feas? ¿Petra? ¡Pero si la pobre Petra murió hace muchos años! ¡Vamos, María, vamos, no seas rencorosa!». Sí, sí. Ahora lo recordaba. Ya se lo había contado a Matilde otra vez. Y ya ves lo que son las buenas maneras. Matilde había dicho lo de «la pobre Petra» de una forma… que ahora también a ella le daba pena que se hubiera muerto. Además, desde que murió, ya nadie la peinaba. ¡Pobre Petra…! ¡Pobrecita vieja, lo fea que se puso antes de morir…!
Al ver entrar a María Terrón, Matilde cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho, pero la treta no le valió.
—No te hagas la dormida, Matilde; que sé muy bien que estás despierta.
En realidad, Matilde no pensaba hacerse la dormida. Intentó solamente recogerse dentro de sí para rezar su breve jaculatoria por la remisión de los pecadores y ofrecer al Señor los minutos de prueba que la esperaban.
—No me hago la dormida; es que me duele la cabeza, ¿sabes?
—¡Cómo no te va a doler…! Ya somos muy viejas, Matilde, muy viejas… Cada vez que entro aquí y te miro, me doy cuenta de cómo ha pasado el tiempo.
Matilde la miró con pena. El corcho ahumado llegaba mucho más abajo de las raíces del pelo y le manchaba la frente y las orejas.
—Tú, en cambio, no tienes ni siquiera una cana…
—¡Quita allá! ¡Claro que no! Yo soy mucho más joven que tú. Por lo menos diez años…
—Seis —corrigió Matilde—. Cuando murió tu pobre madre, que en paz descanse…
—No me recuerdes a mi santita. No me la recuerdes…
—Ella era todo para ti. Te peinaba, te lavaba…
Estuvo por añadir: «Desde entonces, en memoria suya, no lo has vuelto a hacer». Pero temiendo que su jaculatoria perdiera eficacia si faltaba a la caridad, se limitó a decir:
—La echarás mucho de menos…
María meneó la cabeza, abrumada por el infortunio de su orfandad…, a la que no se resignaba a pesar de los cincuenta y siete años transcurridos desde que murió su madre. Matilde empezaba a impacientarse.
—¿Y a qué se debe tu visita?
—¡Qué cosas preguntas, mujer! ¡Hoy es jueves!
La Terrón sonrió maliciosamente para sus adentros, comprobando que Matilde estaba tan vieja que ya no sabía ni el día en que andaba. «La pobre —pensó— empieza a chochear».
—¿Y qué, has tenido muchas visitas hoy?
—He estado despachando hasta ahora mismo con mi administrador —respondió Matilde—. ¿Ves tú? Cuando entraste, aún no había terminado de ordenar mis papeles. Con tu permiso voy a terminar de hacerlo.
María meneó la cabeza, compungida.
—¡Qué cosas, qué cosas…!
Se refería a una fea costumbre de Matilde: la de trabajar. ¡Jesús, María!… ¡Una señora de su posición ocupándose en esos menesteres! ¡Qué cosas! ¡Vivir para ver! En lo de trabajar, ella había sido siempre mucho más señorita que Matilde. ¡Ya lo creo! ¡Mucho más! Pensó esto, y fue tal la paz que anegó su espíritu, que dio dos o tres cabezadas y se quedó dormida.
—Y ahora va a venir a verme mi nieta —continuó Matilde—. Me ha anunciado que vendría, aunque un poco tarde. Pero ¿te has dormido, mujer? ¡Eh, eh! ¡María!…
María Terrón se despertó.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Decía yo —continuó Matilde para mortificarla— que qué sería de aquel pollo que tu madre me dijo que te hacía la corte. No lo volviste a ver, ¿verdad?
—¡Jesús, Jesús…, pero qué cosas se te ocurren!…
—Deberías haberte casado…
—¡Calla, calla, mujer! —Y se santiguó dos veces.
El sillón de Matilde era sin duda mucho más cómodo que el de su cuarto, y volvió a quedarse dormida.
Matilde tomó su bastón y rozó con la punta de goma el hombro de María Terrón para despertarla.
—Bueno, María. Pues muchas gracias por tu visita.
—¿Eh, eh?
El tic nervioso comenzó a cosquillear el ojo de Matilde.
—¡¡Que muchas gracias por tu visita!! —gritó.
—De nada, mujer, de nada —dijo, incorporándose—. Ya sabes que para mí es un placer venir a verte…
«Me temo que esta vez la visita no ha sacado ni un alma del purgatorio», pensó Matilde; y poniéndose en pie, abrió las ventanas de par en par.
—¡Qué peste! ¡Qué peste!
Apoyada en su bastón, salió de la rotonda. A poco, regresó con un pulverizador en la mano. Lanzó al aire varias nubecillas de vapor y envolvió el sillón contaminado en un halo de espliego mezclado con alcohol, que se preparaba ella misma y que sólo utilizaba los jueves.
Andaba muy derecha, muy derecha. El tic ya no la abandonaría en toda la tarde.
María Terrón oyó subir el ascensor y se estacionó en el hall por ver quién era. Al descubrir a Ana María, corrió a saludarla.
—¿Y esos niños tan preciosísimos? ¿Están buenos de salud?
—Ya lo creo, María; muchas gracias.
—¡Que Dios Nuestro Señor se los conserve!
—¿Está abuela en la rotonda?
—¡Ro, ro, ro, ro! ¡Ti, ti, ti, ti! ¡Qué riquísimos son! Me los comería. Sobre todo al pequeño…
Ana, siempre intelectual, tuvo una horrible asociación de ideas. Recordó el cuadro de Goya, el monstruo Saturno devorando a su hijo…, e imaginó a María Terrón con la cara de Saturno, masticando entre sus negras fauces al pobre Quique. Se despidió precipitadamente de María y corrió hacia la rotonda para abrazar a su abuela.
María Terrón siguió pasillo adelante mascullando sus cosas: «Una, la luna; dote, pierrote; trelli, cacarelli… ¡Pobre Petra! ¡Qué feísima se puso antes de morir! Cuatro, Catalina, chingüe, chingüintina… Gorrona; la había llamado gorrona y gandula. Seis de rechupete y con ésta van…». Pero Dios la había castigado ya. ¿Quién se habría creído —la muy descocada— que era María Terrón? ¡Una señorita; eso es lo que ella era! Y de lo más alto… ¡De pueblo, sí; pero de lo más alto!