Andrés se apartó del caballete y entornó los párpados para mirar el lienzo. Dobló el cuerpo hacia delante y estiró el cuello en dirección a la tela. Se diría un camello de zoológico alargando la noble testa para recibir un terrón de azúcar. En la mano izquierda, blandía la paleta —con los viscosos gusanillos de las pinturas enrollados, alargados o aplastados en la superficie—; entre los dientes sostenía cinco pinceles. Vio algo sobre la tela, se enderezó sonriendo y con sumo cuidado extrajo de la boca uno de los pinceles. Lo embadurnó, aplastando la cola del gusano verde, del gusano blanco y del gusano rojo; garabateó sobre la paleta, adelantó una pierna. ¡Ahora sí parecía un pintor: la estatua de un pintor! Si se viera (y Andrés se «veía» constantemente mientras trabajaba), no tendría inconveniente alguno en marmoreizarse y pasar a la posteridad en esta actitud egregia.
Andrés se burlaba de muchas cosas y de no pocas personas, pero de nadie con más fruición que de sí mismo. («Si me encontrara por la calle con un tipo como yo, le partiría la cara», le dijo más de una vez al cuello de su camisa). Permaneció en esta postura unos segundos; la idea de la estatua le había distraído. No estaría mal eso de erigirse un monumento. Se esculpiría tal como ahora estaba: la pierna avanzada, el brazo arqueado, enarbolando el pincel como si fuera un florete; un aire entre fiero y melancólico en los ojos… y en la frente la chispa del genio.
Dejó con dolor de pensar en sí mismo y se concentró en su trabajo. Sigilosamente, como un cazador de insectos que quisiera atravesar con un alfiler un coleóptero largo tiempo deseado, se fue acercando a la tela sin hacer ruido; posó el pincel en el punto justo, lo retiró en seguida y exclamó:
—¡Ya te tengo!
Los pinceles que sostenía en la boca cayeron al suelo, como el queso del cuervo en la fábula cuando la zorra le obligó a hablar. No se inmutó. «¡Estaba ciego de no haberlo visto antes!», dijo para su coleto. Y añadió en voz alta:
—¡Muy bien, Andrés, muy bien!
Después se tumbó en el diván y encendió un cigarrillo.
Andrés era extremoso en todo: cuando pintaba, cuando amaba, cuando pensaba, cuando se arrepentía. A su desorbitado temperamento, le hubiera correspondido un físico distinto; por eso envidiaba la cabeza de un Schopenhauer, un Beethoven o un Carlos Marx. Su aspecto deportivo de «guy» americano no cuadraba en absoluto con la interpretación que guardaba de sí mismo. A Andrés no le importaba gustar a las mujeres, sino impresionar a la posteridad. Muchas gentes creían que era un soberbio, poseído de sí. Nada más falso: su fanfarronería era el disfraz de una radical inseguridad en su obra; su sentido del humor, una burla latente de su hipertrófica sensibilidad.
Alicia, su mujer, le había prohibido que llevara a su hija al estudio a verle pintar.
—Te va a perder el respeto. Va a pensar que estás loco. ¡Si vieras qué cosas más raras haces!
Y la propia Alicia, sin poder contener la hilaridad, imitaba las extravagancias, los pasos sigilosos, los suspiros y el gesto de feroz complacencia de Andrés cuando pintaba. A Alicia le disgustaba la profesión de su marido. ¡La pintura es una ocupación tan poco seria!
Andrés sufría, como si le clavaran astillas en las entrañas, mientras trabajaba. «¡No es esto, no es esto!», se decía, a veces, cuando algo fallaba en su trabajo. Pero seguía pintando amorosa, dolorosamente, como una madre que tiene un hijo deforme y enfermo y lo cuida y procura salvarlo, a pesar de saber que es un monstruo que no debería haber nacido. ¡Cuando la obra era buena, en cambio…! ¡Ah, no había placer en el mundo comparable a este lento saboreo de lo conseguido!
«¡Que se rían, que se rían! —se decía Andrés—; pero… ¡ahí queda eso!».
Y con el brazo extendido señalaba su cuadro a una invisible concurrencia de admiradores. Entre éstos estaban los que fueron sus mayores espinas: Rebolledo y Ana María. ¡Ah, Rebolledo!, miserable pedantuelo, delineante de rayas de pantalones, diseñador de alcantarillas, profesor de horteras, que se permitió romperle un dibujo en la Escuela de San Fernando y anunciar en público que Andrés no llegaría a ninguna parte con un pincel o un carboncillo en la mano. ¿Por qué no se reía ahora, eh? ¿Por qué no se reía?…
Ana María era algo distinto. Ana se había convertido para él en ese tercer ojo que los hindúes se tatúan en la frente y sobre el que engarzan después una esmeralda que es su mayor esperanza —pues con ella pretenden ver a Dios— y su mayor daño, pues les desgarra la piel. Andrés lo notaba ahí, sobre las cejas, como un dolor, como un mal pensamiento definitivamente asentado, y al que no se puede desalojar. No podía luchar contra la obsesión de Ana María; o lo que es peor: ya no quería luchar.
Desde que volvió a verla en la Exposición de Hierros, un clamor hasta entonces soterrado se había alzado dentro de sí, reclamando un puesto de honor en la vanguardia de sus emociones, con la necia pretensión de actualizar las horas perdidas. Esto era tan grotesco como resucitar lo que no había nacido. Reaccionó con violencia ante este pensamiento: pretender ahora que aquello no había nacido, le pareció de una radical incongruencia. Pero reaccionó con mayor furia aún contra su reacción: «¿Es que acaso me he propuesto yo ahora ser congruente? ¡Hasta ahí podían llegar las cosas! El último razonamiento congruente que cabe en mí es aceptar que todo yo soy una pura y total incongruencia». El sofismo le entusiasmó: le había salido redondo. Y para llevar al límite la incongruencia de que hacía gala, su entusiasmo lo entristeció. De nada le servían estas argucias —estas piruetas— para evadirse de Ana María. Ana estaba aquí de nuevo rediviva entre sus cuadros, como si su fantasma —tantas veces relegado al olvido— se hubiese incorporado. Era el duende del cuento, encarcelado en una botella, que de pronto logra escapar y se vuelve contra su antiguo dueño que lo encerró. Andrés veía de nuevo a Ana María, con los ojos del recuerdo, descorriendo el visillo del ventanal para graduar la luz, o contemplando silenciosamente —apoyada en una sola pierna, doblada la rodilla de la otra, ladeada la cabeza— los cuadros, acerca de los cuales, por no herirle, se abstenía de hacer comentarios. La veía sentada en el viejo diván manchado de pintura —con sus zapatos bajos, el pelo suelto en armonioso desorden y su invariable carpeta sobre las rodillas— repasando la lección en vísperas de los exámenes, o la sentía bailar, siempre silenciosa, sin mirarle a los ojos, al compás de un viejo y destartalado gramófono que ya no estaba.
Andrés recordó con nostalgia las palabras de Ana:
—En la Facultad me ponen verde porque vengo a tu estudio. No conciben que un amigo pueda no ser un amante, y que un «estudio» no sea una gargonniére. ¡Qué morbosa es la gente!
Ana María no era popular en la Universidad. Su afición a los libros era considerada como pedantería; su manera de hablar y de vestir, como altivez. Quizá hubieran perdonado su natural elegancia, si fuese mala estudiante; o su distinción en los estudios, si sus zapatos estuviesen raídos o sus pulmones gozaran de una buena y notoria invasión de bacilos. Pero no era éste su caso. Al decir de Andrés —siempre aficionado a las hipérboles—, Ana era lo mejor que había desfilado por las aulas universitarias españolas desde los tiempos de Fray Luis de León hasta nuestros días. Durante los primeros años de carrera, Ana María no contó con más amistad que la de Andrés. Se veían todas las tardes en el estudio del aspirante a pintor. Allí repasaban juntos las asignaturas, se intercambiaban apuntes y observaciones; se recomendaban libros que ilustraban un punto oscuro del programa. A veces bailaban silenciosamente hasta la hora de partir.
Las críticas que Ana María hacía de sus cuadros eran implacables. Andrés se defendía alabando su obra con la impudicia de sus pocos años.
—Lo que a ti te ocurre, Ana, es que el arte no es para ti más que un tema de divagación. Hablas de él como podrías hablar de Paleontología o de Heráldica. Te divierte poner a prueba tu ingenio y el de los demás: te hace feliz poder especular con las ideas y dogmatizar con las doctrinas. Pero has intelectualizado de tal modo la palabra, que olvidas que existe una dependencia, una subordinación del arte con respecto al artista. Y te irrita y te repugna que el arte esté subordinado a las manos y al cerebro y al corazón de un hombre.
¡Cómo volvían a cobrar sentido, ahora, al cabo de los años, aquellas palabras suyas! Ana era entonces estudiante de Filosofía y bastante marisabidilla. Le encantaban los arrebatos discursivos de su compañero, pero le escuchaba con benévolo escepticismo. Se sentía más atraída por las cualidades humanas de Andrés que por su dudoso talento como pintor. Sus cualidades humanas eran una realidad; las artísticas, por aquel entonces, sólo un abanico de posibilidades. A Ana le interesaba Andrés como hombre. Pero él buscaba en ella la admiración al pintor.
—El artista nace con cerebro y corazón de artista… ¡pero sin manos! Mis cuadros no son todavía obras de arte; pero son ya las obras de un artista. Mis manos no saben, pero sabrán.
Un día, súbitamente, Andrés dejó de asistir a la Facultad. Ana María recibió una postal suya desde París. Había conseguido una beca. ¡Quería pintar!
(Andrés no pudo entonces imaginar la repercusión tan honda, rayana en la desesperación, que aquella fuga suya tuvo en el ánimo de Ana María. Sabía muy bien lo que Ana representaba para él: algo muy alto en el orden de sus afectos, aunque en segundo lugar con respecto a su vocación. Mas nunca se paró a considerar lo que él representaba para Ana María, ni a sospechar la peculiar relación, el paralelismo que ella estableció entre su desaparición y otros sucesos —de los que él no tenía noticia— muy hondamente grabados, con el sello indeleble de las emociones infantiles, en su memoria y en su corazón).
Cuando Andrés regresó de París, habían transcurrido trece años. No quiso llamarla ni buscarla. Estaba preparando la primera exposición de sus obras y tenía la seguridad de que Ana asistiría a la inauguración. Necesitaba adivinar en sus ojos el aplauso tanto tiempo anhelado o, al menos, ver reflejado en sus ojos el aplauso de los demás. El éxito ante la crítica fue unánime. Por frases como las que le regalaban, Andrés hubiera pagado una fortuna. «¿Las habrá leído Ana María?», pensaba. Día tras día, las tarjetas que decían: «vendido», «vendido», se fueron colocando junto a los marcos como una larga lista de condecoraciones. Sólo una de estas tarjetas no decía la verdad: la había puesto en el cuadro que pensaba regalar a Ana cuando, al fin, se decidiera a visitar la galería en que estaba expuesto. Pero Ana María no visitó la Sala.
Al año siguiente, este mismo cuadro obtuvo una segunda medalla en la Exposición de Otoño. Andrés lo vendió a precio de primera firma. Desde la altura de su éxito, un extraño e inconfesable rencor (que no se había producido antes de su triunfo) comenzó a alzarse entre su obra de hoy y el recuerdo de Ana María. Ella no había creído nunca en él. Incluso deseaba, por su bien, que dejara la pintura. ¡Y Andrés lo dejó todo: Madrid, la Facultad, Ana María; pero la pintura, no! Y una oscura muralla de orgullo y de resentimiento —a medida que su nombre se consagraba— se fue ensanchando entre su éxito y quien, como Ana, cometió el error de anteponer la devoción por el hombre a la fe en su talento.
Andrés tiró al suelo el cigarrillo y encendió otro. «¡Una oscura muralla…!». «También esto es hiperbólico, ¿no crees?». Tres años habían transcurrido desde su regreso de París hasta la tarde en que la volvió a encontrar. ¿Qué quedaba aquel día de Ana María en él? Nada. Como un vago sentido de la realidad pretendiera protestar, gritó:
—¡Nada! ¡No quedaba nada!
Se levantó del diván y se acercó al ventanal. Paseó la mirada por las azoteas con ropa tendida, las buhardillas miserables enriquecidas por geranios, los pentagramas de cables eléctricos dibujados con tiralíneas de tejado a tejado. Andrés había entrado —por puro azar— en la Sala donde se exponían los hierros de Chillida. Vio el cartel anunciador, detuvo el coche, lo estacionó y entró en la galería. En el sitio de honor, sobre un pedestal de mármol sin pulir, estaba una de las piezas más famosas del artista: un conjunto de vigas quebradas que rompían todos los planos como dedos torturados que quisieran apresar inútilmente el espacio. «Para los críticos —pensó Andrés—, esto es arte abstracto; para mí es tan figurativo como una Virgen de Rafael». Una señora miraba los hierros absorta. Estaba de espaldas a Andrés, apoyaba el peso del cuerpo en un solo pie, una rodilla doblada, la cabeza ladeada… ¡Dios, Dios, Dios! Era Ana María. No necesitaba verle la cara: por la postura la hubiera reconocido a cien leguas. Y por el aire. Entre la estudiante de zapato bajo, libros al brazo y pelo suelto y esta otra Ana María que tenía ante él, mediaba un abismo; y sin embargo no había duda. Ana consultó su programa, bordeó el pedestal para mirar los hierros desde otra posición, y, al sentirse observada, alzó los ojos. Un relámpago de incredulidad los cruzó y al punto Andrés desvió la mirada. Sintió cómo la sangre le subía al rostro, fingió un especial interés por una de las obras situada en el otro extremo de la galería y se alejó de allí. Daría cualquier cosa por pasar inadvertido y sobre todo porque Ana no hubiera notado la estúpida maniobra —instintiva, impensada— de fingir no haberla visto. Pero fue inútil. La voz de Ana María sonó a sus espaldas.
—¡La última persona del mundo a quien imaginaba encontrar!
Andrés se volvió lentamente. Tardó mucho tiempo en decir algo. Era un sentimental incorregible y se avergonzaba de esta oleada caliente que le subía del pecho a la garganta y de la garganta a los ojos, y le impedía hablar.
Ana extendió sus dos manos y Andrés las estrechó con fuerza.
—¡Estás igual, igual que siempre! —dijo ella rompiendo a reír.
Andrés sintió como si se hundiera en el más negro de los abismos. Ella no estaba igual: estaba cien veces mejor. De estudiantes podían tratarse de tú por tú. Pero ahora… ¡ella iba tan bien vestida! Andrés —mientras la miraba embobado y sin hablar, por temor a que sus palabras le jugaran una mala pasada— luchaba desesperadamente por acordarse de qué corbata llevaba puesta, y si su camisa era la misma que la de ayer o una nueva, sacada del armario. Maldijo su bohemia, su estúpida manía de llevar corbatas discordantes con su traje, y sobre todo el no cambiarse a diario de camisa.
—¡No esperaba encontrarte aquí! ¡Ya no vas como antes a todas las exposiciones!
Debía de haber añadido: «Por lo menos, a las mías». Pero no lo dijo. Comenzaron a andar el uno al lado del otro, mirando sin fijarse mucho las obras expuestas. Al adelantar un pie, Andrés descubrió con horror que llevaba puestos los calcetines verdes; los mismos que Alicia le había anunciado que encendería con ellos un día la chimenea. ¿Por qué no lo habría hecho ya? Procuró andar de modo que Ana María no los descubriera.
—Me he casado, ¿sabes? —dijo Ana de pronto.
—Sí, sí. Lo supe —respondió Andrés sin matizar la voz.
Ana se detuvo frente a los hierros que contemplaba cuando Andrés la descubrió.
—Es la mejor obra de Chillida. ¡Qué talento tiene este hombre!
Andrés admiraba a Chillida, tanto o más que Ana, y consideraba, en efecto, que aquélla era su mejor obra; pero no pudo evitar que el elogio de ella a otro artista, aun cultivando éste un género tan distinto al suyo, le supiera a cuerno quemado.
—Es rebuscadamente sencillo —protestó sin demasiado calor—. Tiene tal afán de simplificación que ha llegado, sin proponérselo, a un barroquismo invertido.
Ana le miró entre burlona y enternecida. Cambió de tema.
—¿Me encuentras muy cambiada?
Andrés se sintió más animado.
—¡Muy cambiada! —Tragó saliva y añadió precipitadamente—: Muy cambiada y muy guapa.
—¡Tú estás igual! ¡Déjame que te mire! Si acaso, un poco más gordo; más ancho…
—Es que el sastre es ahora mejor.
—¿Te van bien las cosas?
A Andrés le molestó la pregunta.
—No me van mal —respondió.
—¿Vives en Madrid?
Decididamente, todo lo que Ana decía le caía mal. ¡Claro que vivía en Madrid! ¿No había visto nunca su fotografía en los periódicos? ¿No había leído acaso las críticas de sus exposiciones ni las entrevistas que le hicieron cuando obtuvo la Segunda Medalla en la de Otoño?
—¡Hace tres años que vivo en Madrid! —contestó con un dejo de amargura.
—Creí que te habías quedado en París para siempre —comentó Ana María para mortificarle.
Y acto seguido se inclinó sobre una de las piezas expuestas, fingiendo la mayor atención. Consultó el programa y la palpó acariciándola. Andrés observaba las evoluciones de aquellas manos que le sirvieron de modelo quince años atrás.
—¿Tú no te has casado, verdad?
—Ya lo creo. Tengo una niña preciosa.
—¿Qué me dices? ¡No te va nada ser padre de familia! ¿Se parece a ti?
—¿Quién?
—La niña.
—¡En absoluto! Es igual a su madre.
La sonrisa no desapareció de los labios de Ana, pero Andrés creyó percibir que una sombra apenas perceptible cruzaba sus ojos. Llegaron al extremo de la Sala. Ya no quedaban más hierros que admirar ni más paredes ante las que pasear. Andrés aludió a una exposición de cerámica que se inauguraba «uno de estos días», e hizo un gran elogio de su autor: el catalán Cumellas. Se extendió un poco sobre la alfarería: «el primer arte, junto con las armas del hombre primitivo» —dijo—, y como vio que Ana le escuchaba con cierta atención, se sacó de la manga una teoría disparatada, que expuso con más brillantez que lógica, con más ingenio que erudición, para concluir que el primer alfarero fue Dios, que moldeó a Adán con el barro del paraíso, y que su mejor obra era, sin lugar a dudas, la propia Ana María.
Ana escuchaba a Andrés como si nada en el mundo le interesara más que aquella improvisación y, a medida que él disparataba, iba superponiendo —en ese punto justo en que los recuerdos se funden con la nostalgia— la figura y la voz y el estilo del hombre que tenía ante sí con la figura, el estilo y la voz del hombre a quien había querido. Y se asombraba de no aborrecer al hombre real en la misma medida que aborrecía su recuerdo. De pronto descubrió —como tantas veces descubriría en adelante, y siempre «súbitamente»— que era tardísimo. Andrés se ofreció a acompañarla, pero ella no aceptó.
Desde aquella tarde, Andrés no la volvió a ver. Pero hoy la vería de nuevo si Ana se aventuraba a asistir a la inauguración de cerámicas de Cumellas. «¿Dónde me has dicho que es esa exposición?», había preguntado Ana aquel día antes de despedirse.
Andrés se volvió de espaldas al ventanal. Estaba indeciso. Si Ana y él empezaban a jugar, simulando encontrarse «casualmente» en esta o en la otra exposición, el riesgo de complicar las cosas era evidente. Pero ¿es que acaso no deseaba ese riesgo? Cínicamente se confesó que sí; y, al punto, sobresaltado, consideró que no. Romper el equilibrio de Ana sería una maldad; poner en riesgo su reputación, una vileza. Él era un blando, un sentimental: de acuerdo. Pero no era un felón. Deseaba y no deseaba que ese grano de mostaza de sentido común que aún le quedaba, germinara en una decisión heroica: no asistir a la inauguración. La palabra «heroica» le cautivó. Siempre le cautivaban los vocablos gordos, las frases grandilocuentes. Que «un grano de mostaza germinara en una decisión heroica» era una de ellas. Se arregló la corbata, se alisó el pelo y, muy satisfecho de sí mismo, salió del estudio dispuesto a no asistir a la exposición de cerámica; media hora después cruzaba la puerta de la Exposición. Se hizo el propósito firmísimo de no hablar con Ana, en el caso, harto improbable, de encontrarla; cinco minutos más tarde (y después de los saludos de rigor y de exclamar ambos que «qué coincidencia» de haberse vuelto a encontrar) charlaba animadamente con ella.
La Sala estaba abarrotada de gente y, paradójicamente, esta abundancia de público creó en ellos un clima de aislamiento que no tuvieron en la primera, medio vacía. Andrés, como un gran triunfo, consiguió sitio en el único banco disponible. Durante largo rato se esforzaron en el casi imposible ejercicio de eludir todo tema personal. Para conseguirlo. Andrés tuvo que echar mano de recursos difíciles como disertar acerca de la temperatura que debían alcanzar los hornos para obtener las calidades que conseguía Cumellas en sus figuras. De pronto, Ana le interrumpió:
—Por cierto; te fuiste a París sin despedirte.
—¿Qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando?
—Nada. Se me ha ocurrido y lo he dicho.
Andrés se echó a reír.
—¿A cuándo te refieres?
—Pues… a cuando te fuiste a París.
—¡He ido diez o doce veces! —exclamó Andrés en tono jovial.
—Para mí no te fuiste más que una vez. Lo sabes muy bien.
Andrés desvió la mirada.
—¡Quería pintar! —dijo secamente.
Hubo un largo silencio. Ana María se calzó los guantes y acto seguido se los quitó.
—Y ahora ¿sigues pintando? —preguntó con sorna.
Andrés se volvió bruscamente hacia ella y la miró con grandes ojos asombrados. Al ver su gesto de indignación, Ana exclamó con su mejor humor:
—¡No has cambiado nada!
Al fin añadió para consolarle:
—¡Tengo recortadas todas las críticas de arte que hablan de ti!
—¿Es eso verdad? —preguntó Andrés, deseando fervientemente que lo fuera. Y fingiéndose escéptico a tanta lealtad, añadió—: No te creo capaz.
—¡Qué manera de adularte en todas ellas!
—¿Cómo sabes que me adulaban si no has ido a ninguna de mis exposiciones?
—Iré a la próxima.
—¿Y por qué no fuiste a las anteriores?
—Muy sencillo: por no encontrarte.
—Y ¿por qué no querías encontrarme?
Ana María echó la cabeza hacia atrás —como hace en una esgrima de florete el que después de atacar en descubierto quiere corregir su defensa— y no respondió. Los dos a un tiempo desviaron sus miradas y se volvieron hacia el público.
—Me gustaría que un día vieras mis cuadros —dijo Andrés posando su mano en la de ella.
—Me encantará —respondió Ana María retirando la suya.
—Podrías venir a mi estudio.
—De acuerdo. Iré con Enrique cualquier día.
Andrés se sobresaltó.
—¿Quién es Enrique?
Ana se volvió, molesta.
—¡Qué cosas preguntas! Mi marido.
Y se levantó para acercarse a un ánfora sensacional, elegante como un ciprés.
«¡Como venga ese majadero a mi estudio —pensó Andrés— lo tiro por el hueco del ascensor!».
Se acercó a ella.
—Tengo que irme —dijo Ana calzándose los guantes.
—¿Ya?
—Sí.
—Te acompaño a la puerta.
En el gran portalón del Ateneo la gente se agolpaba sin decidirse a salir. Estaba lloviendo.
—¿No quieres venir a mi estudio?
—No.
—¿Quieres que te acerque a tu casa en mi coche?
—Prefiero ir a pie.
—Pero ¡está diluviando!
—Esperaré a que escampe.
Andrés empezaba a irritarse. No le parecía correcto dejarla sola ni le divertía rondarla servilmente como un perrillo faldero. ¿Qué había ocurrido? La actitud de Ana había variado bruscamente hacia él.
—¿Dónde tienes ahora el estudio? —preguntó Ana María con indiferencia.
—Donde siempre. Es el que tú conoces.
Ana frunció el entrecejo y cerró los ojos, como si algo le hiciera daño. Una nueva multitud se volcó desde el interior del edificio sobre el portalón. El público que salía de la sala de conferencias, unido a los lectores de la Biblioteca, y al que regresaba de la Exposición, se sumaba a los que esperaban a que cesara la lluvia para salir. Todos querían estar en primera fila con la cortina de agua en las narices. Se empujaban unos a otros. Se abrían paso a codazos.
—Ana, ¿no has olvidado aquella buhardilla?
Ana María, sin mirarle, negó con la cabeza.
—En cada mueble, en cada rincón, en cada rayo de luz, en cada sombra está tu recuerdo.
La lluvia caía aparatosamente. Los situados en primera fila se lamentaban ahora de no haberse quedado más atrás. Hubo un movimiento de retroceso, pues caía pedrisco y les salpicaba. Ana y Andrés, cogidos por dos olas de distintas presiones, estuvieron a punto de separarse. Andrés la tomó de la mano.
—No te escapes.
Ana se disculpó.
—Me arrastran.
La atrajo hacia sí y conservó la mano de Ana María entre las suyas. Si la lluvia, contraviniendo la ley de la gravedad, hubiera comenzado de pronto a ascender hacia las nubes, o si el granizo en vez de blanco cayera rojo o amarillo no hubiera despertado tanta atención en Ana y Andrés como la que nació de súbito en ellos hacia la líquida precipitación. Dejaron de hablar y, por no mirarse, mantenían los ojos clavados en la lluvia, como si se tratara de un fenómeno nunca presenciado antes de ahora por seres humanos. Ana María entreabrió los labios para decir algo y arrugó la frente. Andrés se volvió hacia ella y reconoció con nostalgia aquel pliegue que le nacía cuando concentrada quería entender un punto difícil de su asignatura. Ana acercó el rostro para que los demás no la oyeran y Andrés dejó resbalar los labios sobre su frente. La mano de Ana María se crispó en la suya.
—Yo voy a salir ahora; pero prométeme quedarte aquí.
Lo dijo con un hilo de voz, sin retirar su frente del rostro de Andrés.
—He traído el coche. Si tienes prisa, te llevo.
—No tengo prisa.
—¿Entonces?
Alzó la cabeza y retiró su mano de la de Andrés; pero él la sostuvo firmemente por el brazo.
—No te dejaré marchar.
Ana le miró. Había una gran sinceridad en la súplica muda de su gesto.
—¿Qué quieres, Ana, qué quieres? —dijo Andrés con rabia contenida.
Ana respondió con firme suavidad:
—Quiero, sencillamente, que dejemos de vernos.
Se abrió paso entre la gente hasta alcanzar la primera línea; miró con los ojos entornados hacia el cielo para medir la intensidad del agua que caía, se subió las solapas del traje sastre y se perdió bajo la lluvia.
Aquella noche apenas pudo dormir.
—Andrés, ¿qué te pasa?
Andrés dio una vuelta más, en la cama.
—No me despiertes.
—Llevas horas despierto. Y yo también. ¿Qué te pasa?
—Nada. Déjame dormir.
Alicia se sentó en la cama y adoptó la postura de El Pensador, de Rodin.
—Soy yo la que quiere dormir, pero tú no me dejas.
Andrés respondió con un gruñido. Alicia continuó:
—Cuando no duermes eres igual que cuando pintas: das cien vueltas, gruñes, suspiras, hablas solo… ¿A quién has dicho que quieres tirar por el hueco del ascensor?
—¿Yo he dicho eso?
—O algo parecido.
—Estaría soñando…, ¡déjame dormir!
—Antes —continuó Alicia—, cuando tenías una preocupación, me la contabas. Me dejabas con el corazón en un puño, pensando y repensando en tu problema. Y cuando ya habías conseguido desvelarme, te dormías como un bendito. ¿Por qué no haces lo mismo ahora?
—Te he dicho que no me pasa nada.
Un silencio.
—Alicia…
—¿Qué?
—No te duermas. Háblame.
—¿Quieres que encienda la luz?
—No.
—¿Te duele algo?
—No.
En seguida rectificó.
—Sí. Creo que me duele un poco la cabeza.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—No me había dado cuenta de que me dolía.
—Estás completamente loco. Ven aquí.
Alicia se inclinó sobre Andrés y comenzó a frotar lentamente con sus largos dedos las sienes, la frente, la nuca.
—¿Sabes que tu hija necesita que le haga esto, cada noche, para dormirse?
—¡Eres la mujer más maravillosa del mundo!
—Pues no lo parece.
—¿Por qué?
—Tú me entiendes.
Sus dedos eran prodigiosos, sencillamente prodigiosos. Eran suaves y enérgicos, persuasivos, sabios. La respiración de Andrés se fue acompasando. Se hizo más honda, más regular.
Alicia lo besó y se hundió entre las sábanas. Andrés volvió su cuerpo hacia ella, buscó el hueco de su cuello, se reclinó en él y se quedó dormido.