I
LAS PRIMERAS HORMIGAS

Las criadas decían que el niño era sordo porque había que llamarlo diez veces y a gritos, por la casa y el jardín, a la hora del baño, de la lección o de las comidas. Y si en ese momento estaba entretenido en alguna de sus ocupaciones preferidas, no ya diez veces y de lejos, sino veinte, y a sus espaldas, podían gritarle, sin que él se enterara. Pero Quique no era sordo: a los cinco años ya había adquirido la envidiable virtud de no oír más que lo que quería. Se aislaba del mundo exterior, la espesa capa de abstracción que le envolvía no lograba ser traspasada por las voces y los gritos. En cambio, poseía una especial intuición para percibir desde lejos la proximidad de su madre: distinguía sus pasos en el corredor, su manera de pulsar el timbre, el modo de introducir la llave en la cerradura y hasta el ruido peculiar del agua cuando era ella quien regaba la hierba o las flores del jardín.

En realidad, Quique daba muy poco trabajo en casa. Le levantaban de la siesta, le dejaban en libertad, y él se las arreglaba para distraerse solo. El jardín era un mundo maravilloso, un pequeño universo donde toda lección era nueva y toda sorpresa posible: la pirámide de arena de un topo, las bolsas de vitrofib de las orugas en los pinos, un nido que ayer no estaba… Pero nada le subyugaba tanto como observar las hormigas. Se situaba en cuclillas ante la línea formada por la interminable caravana y buscaba los dos extremos que marcaban el viaje de ida y vuelta de las diminutas e infatigables andadoras. A veces rompía con el pie la fila india y esperaba con infinita paciencia el momento en que las hormigas, despistadas primero, llegaban a reconstruir el interrumpido trazo de su pequeña calzada. Otras veces ponía en el camino montículos de alpiste o una mosca matada por él, y se entusiasmaba al ver cómo descubrían estos tesoros y cómo se ponían de acuerdo para arrastrar entre varias los cuerpos «gigantescos», camino de la guarida. Las hormigas avanzaban lentamente, y lentamente también Quique se dejaba conducir por ellas al mundo de la fantasía. Afinando mucho el tono, para que su voz se redujera en proporción con el tamaño del mundo en que estaba inmerso, les hablaba del disgusto de su madre cuando descubriera que habían robado las semillas recién plantadas, o las amenazaba con el anuncio de la terrible venganza de su padre, quien las pisotearía hasta exterminarlas, haciendo caer, además, sobre las tribus y sobre sus casas terribles nevadas de DDT.

Quique tenía cinco años. No sabía escribir; pero, en cambio, dibujaba con sorprendente maestría. Era tranquilo y cachazudo. Hablaba con mucha seriedad —afirmando cosas extraordinarias que él suponía que habían ocurrido realmente— y era muy ordenado. Recogía y guardaba todas las cajas, útiles o no, que encontraba a su paso y metía dentro de ellas un sinfín de objetos diversos: frascos, gomas de borrar, puntas de lápices, cuerdas, caramelos chupados, estampas, clavos y monedas. Era capaz de mantener largas conversaciones con las personas mayores, a las que preguntaba sin parar cosas y más cosas. Y cuando no estaba de acuerdo con la explicación que le daban, decía que eso no era verdad y se inventaba él mismo la respuesta que más le ilusionaba. Su madre tenía prohibido que le hablaran de brujas, enanos, ogros y demás gentes de esa calaña, para no excitar aún más su fantasía.

—Las brujas no existen —le decía Ana María—. Ni los ogros, ni los enanitos del bosque.

—¿Y el Niño Jesús? ¿Tampoco?

—El Niño Jesús, sí.

Aquel día, Quique estaba realizando el apasionante experimento de ver cómo flotaban las moscas en el agua de una boca de riego (mientras que los caracoles se iban al fondo), cuando oyó el ronquido de un motor que se detenía frente a su casa y el chasquido de la portezuela de un coche al cerrarse. No puso en duda que era su madre y acudió a recibirla.

—¡Mamá, mamá! ¿Qué me has traído?

Desde la puerta de paso a la propiedad hasta la puerta de entrada a la casa, una escalinata de piedra salvaba el desnivel del terreno. Quique, prudente, esperó a que Ana María terminara de pagar el taxi y subiese la escalera. Además, traía un paquete entre las manos y la curiosidad le fijó en el suelo.

Se inició entonces un diálogo entre el mundo de Quique y el mundo de Ana María.

—¿Ha llegado tu padre, Quique?

—¿Ese paquete es para mí, mamá?

—Niño, ¿ha llegado papá?

—¿Para quién es ese paquete?

—Para tu padre. ¿Ha llegado?

—Un caracol grandísimo, grandísimo, se ha ahogado.

—¡Jesús! ¡Qué manos más sucias tienes!

—¡Se ahogó del todo!

—¡Vaya por Dios!

Una doncella acudió a recibir a la señora.

—¿Ha llegado el señor, Armanda?

—No, señora. Alberto es el que ha llegado del colegio hecho un Cristo. ¡Tenía usted que haberlo visto! ¡Qué rodillas!

—¡Un día se matará! ¿Dónde está?

—Por ahí, montando en bicicleta…

—¡Mamá, mamá! Alberto se ha roto todas las piernas, ¡todas, todas! —exclamó Quique, frunciendo la nariz para indicar la magnitud del desastre. Y en seguida añadió—: He pintado un payaso.

—Llévalo a mi cuarto para verlo mientras me cambio. Y usted, Armanda, tráigame a Alberto. Veremos esas rodillas…

Ana María cerró con llave la puerta del dormitorio. ¿Por qué le habría dicho al niño que le llevara el dibujo? Necesitaba estar sola algún momento, si es que sus hijos la dejaban. Se quitó el vestido y se puso uno viejo, de andar por casa.

—Mamá, ábreme. ¡Mira mi payaso! —gritó Quique, haciendo oscilar inútilmente la manivela de la puerta.

Ana María se lavó las manos en el cuarto de baño. Mientras lo hacía, miraba su rostro reflejado en el espejo como si se tratara de un ser desconocido. Las dos figuras simétricas —Ana María real, y Ana María reflejada— se sonrieron. Un punto de malicia, una cierta picardía brillaba en sus ojos. Eran dos, y, sin embargo —¡cosa rara entre mujeres!—, no podían engañarse: Los pensamientos más ocultos, las emociones más secretas de cada una eran al instante conocidos por la otra.

—¿Estás contenta?

—Estoy… no sé cómo decirlo… ¡asombrada!

Quique —la cabeza apoyada sobre la hoja de la puerta— canturreaba:

—¡Ma-má, ma-má, ma-má!

Con las yemas de los dedos, Ana se estiró suavemente la piel de las comisuras de los párpados hacia las sienes. Se observó con atención y sonrió. Quizás hubiera cambiado en estos años; pero, en cualquier caso, no para empeorar. Apenas lo hubo pensado, se enfadó consigo misma. ¡Cuánto teatro estaba haciendo! Y todo ¿por qué? Se encogió de hombros como disculpándose. Había vuelto a ver a Andrés; eso era todo.

Se pasó una mano por la frente y se dirigió a la puerta.

—¡A ver ese dibujo!

Quique se lo extendió, muy orgulloso.

Era un papel en blanco. En él no había nada. Y si lo había, era como las voces que Quique no podía oír cuando navegaba por el mundo de su fantasía. Su madre era como él y tardaba en aterrizar del plano de la evasión al de la realidad. En el de la evasión estaba Ana María; en el de la realidad estaba Quique. Poco a poco, el papel se coloreó y las formas adquirieron un sentido. A medida que el payaso se fue corporeizando, una sonrisa se abrió en los labios de Ana y otra en los de su hijo.

—¡Fantástico! ¿Lo has hecho tú solo?

—Éstas son las manos, ¿ves? —explicó Quique— y éstos los dedos. (El pequeño los contó uno por uno para demostrar que no se había equivocado). Y ésta, la corbata…; y ésta, la nariz.

—¡Oh! —exclamó Ana María, fingiendo una gran decepción—. ¡Yo creí que era una trompeta!

Quique se enfadó.

—Es la nariz —dijo—. Los payasos tienen la nariz «así» de grande. —Y abrió los brazos estirando la punta de los dedos como si quisiera abarcar todo el universo.

—Pues es una nariz que parece una trompeta —insistió Ana.

Se oyó entonces el galope de unas botas de fútbol por el corredor. Alberto apareció en escena, derribó a su hermano y saltó sobre su madre, enlazándole el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, como un joven chimpancé que trepa por un árbol.

—¡No quiero que me beses así! ¡Me haces daño!

Alberto apretó con más fuerza. Ana María se enfadó.

—¡Suéltame! ¡Te digo que me haces daño!

Alberto soltó su presa y se quedó ante su madre con aire mustio y desconsolado. Tenía las rodillas como un revuelto de huevos y tomate, antes de cuajar; el pelo como si jamás hubiera sido domado por un peine, y los labios y la barbilla con recuerdos próximos y certeros del chocolate de la merienda.

—¿Cómo quieres que te besemos entonces? —preguntó indignado.

Ana María se frotó la nuca, dolorida, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse al ver la profunda decepción de Alberto, que por lo visto no concebía más abrazos que los del catch-as-catch-can.

—Así… Mira… las manos quietas. —Y colocó las de su hijo en actitud de firmes—. Y ahora, así…

—¡Anda! —exclamó Alberto—. ¡Qué cursilada!

Ana empujó a su primogénito hacia el cuarto de baño y comenzó a preparar el agua oxigenada, las vendas y unas gasas que extrajo con sumo cuidado de una redonda caja metálica con una cruz blanca sobre la cubierta. Alberto se sentó en la tapa del retrete, y Quique se introdujo dentro de la bañera vacía para observar mejor la operación.

—Es una vergüenza el poco respeto que me tenéis —comentó.

Alberto la miró extrañado.

—¡Claro que no! —dijo muy serio—. A papá le tenemos respeto; pero a ti, no. ¡Para eso eres nuestra madre!

Y comprendiendo que su sentencia estaba incompleta, añadió, mientras golpeaba con el puño sobre sus piernas:

—¡A ti te queremos!

Quique juzgaba a su hermano mayor como un Sócrates de pantalón corto, pozo de toda la sabiduría del mundo, y le pareció de perlas la distinción hecha por su hermano.

—Claro, mamá, a ti te queremos —corroboró.

—¡Aaayyy! —gritó Alberto, a quien el agua oxigenada molestaba, aun antes de rozarle las rodillas. Y entonces empezó una lucha entre Ana, por mantenerle las piernas quietas, y Alberto, que tan pronto reía porque el líquido le hacía cosquillas en los bordes de las heridas o gritaba que «¡en el centro, no!» porque le hacía daño, o lloriqueaba diciendo que la culpa era de su madre por no haberle comprado unas rodilleras al saber que lo habían nombrado portero del equipo de fútbol de su clase.

De pronto, Quique oyó unos pasos; se salió de la bañera y fue corriendo hacia el pasillo.

Se oyó la voz de Quique.

—¡Papá, mira el payaso que he pintado!

Y la voz de Enrique:

—¡Estupendo! Lo que más me gusta es la nariz.

—¡Pero, papá, si no es la nariz! ¡Es una trompeta!

—Pues es una trompeta que parece una nariz.

Y Enrique entró en el cuarto de baño para ver el atentado cometido por Alberto contra sus propias rodillas.

—He tenido un día de perros —comentó Enrique al entrar—. ¿Tú qué has hecho? —preguntó a su mujer, por decir algo, mientras fijaba toda su atención en la rodilla no vendada de Alberto.

—Nada. He estado en la Exposición de Hierros de Chillida.

—¿Había alguien conocido?

Ana María rió.

—¿No te acuerdas de Andrés, aquel compañero mío de Facultad, que quería ser pintor?

—No.

—¡Me has oído cien veces hablar de él!

—No tengo ni idea.

—Pues estaba allí. ¡Cómo ha cambiado! Hacía por lo menos quince años que no lo veía.

—Pues yo he tenido un día de perros —repitió Enrique. Y salió de la habitación.

Quique, sentado frente a su padre, en una de las tumbonas del jardín, mantenía con él una larga conversación. Hablaba muy despacio, pronunciando muy bien las palabras, y quería saber por qué cuando hacía frío era ya de noche a la hora de la merienda; y en cambio, en verano era todavía de día a la hora de cenar. Su padre intentó explicárselo; pero, antes de que concluyera, Quique ya había ensartado varias preguntas más: por qué crecen los árboles, por qué las mariposas se comen las flores, dónde estaba él cien años, mil años, un millón de años antes de nacer y quién era más fuerte, una ballena o un ladrón.

Ana María llegó, acompañada de Alberto. Había conseguido vendarlo, peinarlo y lavarle la cara.

—Mira, Enrique, tienes que regañar a tu hijo. Está hecho un salvaje.

—Ya le regañaré, ya le regañaré.

Alberto comprendió que el ánimo de su padre no estaba como para regañar a nadie. Se le acercó con aire mustio y se puso audazmente a jugar con su corbata.

—Date por regañado, Alberto —dijo Enrique con la menor ferocidad que cabe.

A Alberto le brillaron los ojos.

—¡O. K., daddy! —y le dio un beso.

—¡Enrique, esto no es serio! —protestó Ana María—. Tienes que meterlo en cintura. Se nos va a desmandar.

Enrique hizo un vago gesto de aburrimiento. Dijo que llevaba desde las nueve de la mañana regañando a agentes estúpidos, socios pusilánimes y clientes informales.

—¿Quieres que llegue a casa y siga regañando?

—¡¡No!! —gritó Alberto, que veía ganada la partida.

—¡¡No!! —repitió Quique como un eco de su hermano.

—Vamos a ver, niños —exclamó Enrique pasándose descaradamente a la galería—, ¿quién preferís que os regañe, mamá o yo?

—¡Mamáaa! —gritaron los dos a coro.

Enrique se estiró cuan largo era, dio tres tragos a la ginebra que tenía junto a él y extendió indolentemente el brazo hacia su mujer.

—Ya has oído. Regáñales tú…

Ana se encogió de hombros, reconociendo su impotencia, y bebió un sorbo de ginebra del vaso de su marido.

En vista de que no le regañaban, Alberto propuso a su hermano que escurrieran el bulto.

Quedaron solos, frente a frente, marido y mujer.

—¿Quieres que ponga un poco de música?

—De acuerdo. Y sírveme otra ginebra, ¿quieres?

Las sombras comenzaban a espesarse en el jardín. El sol de junio se había escondido ya tras el horizonte, y en el cielo, todavía claro, volaban altísimos los pájaros, buscando los últimos rayos del sol. Ana María preparó en el pick-up la Sinfonía Italiana, de Mendelssohn, dirigida por Cantelli. Cuando el crepúsculo tocaba a su fin se abrían las damas de noche y todo el aire se llenaba de un olor penetrante, mezcla de jazmín y miel. Era un buen ambiente para escuchar a Mendelssohn. Enrique extrajo un cuadernito de notas y escribió unas cifras. Los compases de apertura de la Sinfonía Italiana eran gozosos y cálidos como una bienvenida.

—Es una operación colosal —comentó Enrique, compulsando sus números.

—¿Qué decías? —preguntó Ana María.

Enrique hizo un gesto pidiéndole que esperara; pero se fue enfrascando en sus cifras y ya no contestó. Era una operación de primera la que tenía entre manos. Un negocio por todo lo alto. El Ayuntamiento de Cáceres había expropiado una zona de casas hacinadas para realizar un ensanche, y Enrique se había encargado del derribo y descombro. Los materiales de derribo quedarían de su propiedad. Las casas viejas son como los cochinos —decía—: todo en ellas se aprovecha. Las gárgolas de piedra, las verjas y los escudos eran lo de menos, aunque siempre darían algo por estas cosas los anticuarios. Lo realmente importante eran las maderas; pues las vigas, los techos, los tejados, las jambas de puertas y ventanas, y hasta los suelos de muchas de estas casas, eran de caoba. Enrique repitió varias veces su cálculo, y multiplicó el resultado por el precio del metro cúbico de la preciada madera. El producto le hizo sonreír. Era una operación colosal, sencillamente colosal.

La Sinfonía había pasado del allegro vivace del primer movimiento a un plano más sosegado. Era la parte que más gustaba a Ana. Se diría que una multitud de peregrinos avanzaran lentamente por callejuelas estrechas y tortuosas en busca de mayor espacio. Ana los veía avanzar. Había una inquieta insatisfacción, una abrumada monotonía en estos compases que parecían presagiar como premio final un vuelo de liberación, una explosión de libertad. Así, al menos, lo interpretaba ella. Pero la explosión no llegaba; el vuelo no se producía. Las gentes andaban, andaban sin parar, encerradas, apretadas, buscando un horizonte que no alcanzaban a ver ni a imaginar.

A Enrique no le gustaba la música. Ni le disgustaba. Era feliz al saber que su aparato era el mejor de cuantos se podían adquirir, y que los altavoces, importados de Alemania, valían cuatro veces más de lo que le habían costado. Se lo regaló a su mujer, a quien le encantaban la música, la poesía y cosas así…

Enrique era un ser complejo y contradictorio. Tenía una intuición especial, un sexto sentido para los negocios. Era, a la vez, ignorante e inteligente. Carecía de sensibilidad artística y de curiosidad intelectual; pero era tenaz y trabajador. No era capaz de leer un libro, ni, si lo leía, de entenderlo; ni, si lo entendía, de gozar con él. Pero sabía comprar y sabía vender. No tuvo interés en terminar el bachillerato, y se casó con una universitaria licenciada en Filosofía. Estuvo a punto de arruinar a su padre, cuando éste —por verle ocupado en algo útil— le encomendó la administración de una finca, y ahora, al cabo de no muchos años de aquel fracaso, era mucho más rico que el autor de sus días. No tenía una oficina ni un despacho; pero dependían de él agentes que nombraba a voleo en todas partes de España. No hacía cuentas de lo que ganaba, no llevaba libros de contabilidad, no escribía cartas. Sus negocios tenían una vida muy limitada: compraba y vendía.

Su primer asunto fue muy parecido al que ahora tenía entre manos. Compró un yate en el puerto de Palma: un yate inglés, viejísimo, que vendían unos brasileños. Ana se opuso a esta compra. No estaban por aquel entonces sobrados de dinero; y a Ana María —que recordaba las restricciones que su marido imponía en casa— le pareció disparatado un lujo así. Además, todos los entendidos decían que poner el barco a punto (pues estaba destartalado, los motores no valían nada, carecía de servicios higiénicos), les costaría mucho más que adquirir cualquier otro de segunda mano de los que se vendían en el propio Club Náutico mallorquín. Enrique no se avino a razones y lo compró. Nadie más que él había advertido que el viejo velero inglés, casi inservible para la navegación, llevaba encima mucho más dinero en maderas preciosas de lo que pedían por él. Enrique gozaba con estas operaciones. No entendía de barcos, y compraba barcos; no sabía nada del complejo y arriesgado negocio del cine, y compraba películas; le era ajeno todo cuanto rozara de cerca o de lejos al arte, y compraba cuadros. Compraba y vendía. Su palabra valía tanto como un contrato. Jamás engañó a nadie, y procuraba no asociarse con gentes que le pudieran engañar. La única carta de negocios que escribió en su vida, decía así: «Acabo de comprobar que pretendía usted engañarme; y como así ya no me divierte, puede usted quedarse con el asunto para usted solo. Váyase a paseo, y reciba un cordial abrazo de su afmo., Enrique».

«Así ya no me divierte…». Estas palabras encerraban la clave de su vocación. Los negocios le divertían. Los adivinaba de lejos, y algo gozoso se movía en su interior, como la cola alborozada de un perro de caza que rastrea una pieza. Después los planeaba. Era el momento creacional, no menos sublime que el del poeta, cuando siente sobre sí la lluvia carismática de la inspiración.

Estos días se sentía feliz. Tenía grandes conversaciones con sus hijos, hacía regalos a su mujer —a cuenta de los beneficios seguros que le reportaría el negocio— y se le veía optimista y hablador. Después venían los días malos. Ya se había embarcado; ya era imposible volverse atrás. Y entonces, cuando ya era tarde, le entraban las dudas, perdía la fe en sí mismo, se derrumbaba y se transformaba en un ser odioso. Entraba en casa sin saludar y se marchaba sin despedirse. No toleraba una broma a sus hijos y se complacía en mortificar a su mujer, acusándola de inútil y descubriendo sus errores como ama de casa. Cuando lo llamaban por teléfono, palidecía. Y es que Enrique, en cada nuevo asunto, se jugaba el todo por el todo: cuanto había ganado hasta entonces y el crédito que le garantizaba lo ya conseguido. La velocidad con que había reunido una fortuna tan considerable se la debía, por otra parte, a ese riesgo. En los negocios, Enrique era el afortunado ganador de una serie ininterrumpida de plenos. Pero como la rueda de la fortuna giraba sin que nadie supiera dónde iba a detenerse, perdía todo su aplomo y se encerraba en un mutismo hosco y expectante.

Enrique guardó su cuadernito de notas, a la vez que volvía el rostro hacia su mujer. Le gustaba su mujer. Le gustaba su casa. Le gustaba su jardín. Fue un acierto casarse con Ana, y fue un acierto hacerse esta casa, y fue un acierto comprar para el jardín una superficie mucho más extensa que la que necesitaban. Compró el terreno por metros, ¡y hoy ya se vendía por pies…!

Enrique se rió para sus adentros. ¡Cómo había cambiado Ana durante este tiempo! Se había… —¿cómo decirlo?— «revalorizado» con los años: igual que su terreno. Ana tenía ahora mejor carácter, y sobre todo era una mujer más de verdad, más ella misma que cuando se casaron. Al salir de la Universidad era un poquillo pedante. Todas sus cualidades estaban como escondidas bajo un cierto snobismo intelectual que la recubría de una segunda y falsa personalidad. Ana María era equilibrada y armoniosa. Daba categoría al hombre que estuviera con ella. Pero al principio, ¡Santo Dios, qué rara era! Asistía a todos los conciertos, a todas las exposiciones, a las conferencias —¡Señor, a las conferencias también!— y leía todos los libros raros que caían en sus manos. Ahora también hacía estas cosas, pero ya no se creía en la obligación de comentarlas. Y esto era un paso definitivo. ¡Qué cosas decía Ana, qué cosas! Un día, por complacerla, fue con ella a un concierto. Al día siguiente le vencía una letra, y para abonarla necesitaba imprescindiblemente cobrar una cantidad de un cliente que se hacía el distraído. ¡Toda la velada, antes y después de cenar, estuvo Ana María comentando el concierto! Además veía la música; hablaba de ella no como si la hubiese escuchado, sino como si la hubiese visto. Describía los «paisajes», las «formas», el «movimiento» de la música y hasta veía «masas» y «colores» mucho más definidos en este director que en ningún otro. ¡Como si una pieza musical no sonara igual, fuera quien fuera el director de orquesta! Enrique estuvo varias veces por interrumpirla. «Pero, Anita, dime la verdad, ¿tú ves esas cosas?». No se lo dijo por no herirla, y sobre todo por no prolongar la conferencia doméstica, precisamente la víspera del vencimiento de la letra de cambio. Pero no podía creer que Ana María fuese sincera.

A Enrique no le preocupaba que a Ana le gustasen la música y la pintura, que al fin y al cabo eran cosas bonitas que también a él le gustaban en cierto modo; lo que le producía vértigo era el intelectualismo que destilaba para interpretarlas. Pero aun esto, aunque a disgusto, lo toleraba. Ahora bien, lo que no pudo Enrique tolerar, donde tuvo que imponer su autoridad, fue en la cuestión del griego. Al principio creyó que el libro que leía Ana era alemán, pero resultó ser griego. Ana estaba leyendo en griego las Vidas paralelas —nunca se le olvidaría— de un tal Plutarco. Un griego que se llamaba Plutarco. Y por ahí no pasó. Le regaló el pick-up y una colección sensacional de microsurcos de todos los grandes de la música, pero le prohibió formalmente que volviera a entrar en casa un libro escrito en griego. Que fuera a todas las exposiciones, a todos los conciertos que quisiera (a conferencias… cuantas menos, mejor, pero no se lo prohibía). Lo que le prohibía radical, terminantemente, era el griego. No se podía ser ama de casa, cuidar a los niños, atender a las cuentas, imponer disciplina en el servicio, llevar un mínimo de orden en el hogar, y al mismo tiempo leer en griego. Y si era una superdotada y podía hacer compatibles una cosa con la otra, le daba igual. Él se sentía feliz por haberse casado con una mujer culta; pero jamás se hubiera casado con un catedrático. Y ella, ¿qué hubiera sido de ella si se hubiese uncido a cualquiera de los escritorcillos grandilocuentes o los artistas torturados cuya compañía tanto le divertía de soltera? La mayoría de ellos eran hoy unos muertos de hambre, unos resentidos o unos ilusos, aunque leyeran griego, o quizá precisamente por haberlo aprendido.

Ana, sonrió a su marido, al sentirse observada por él. O sonrió, quizás, a la invisible batuta de Guido Cantelli, de la que colgaban todos los hilos (como de los dedos de un virtuoso de «marionetas») que movían las flautas, los timbales, el arpa… ¡y esos violines, Dios, esos violines! Mendelssohn se había inspirado para el cuarto movimiento (Saltarello, presto) de su Sinfonía en una antigua danza italiana de tres tiempos. El ritmo era vertiginoso y doblemente circular: como una peonza que girase sobre sí misma y al propio tiempo se trasladara sobre una circunferencia, o como órbitas de planetas en torno a los cuales giraban infinitos y disciplinados satélites.

¿Sería Andrés capaz de pintar estos compases, de inmovilizar el ritmo y prolongar sobre la tela una emoción como ésta, tan fugaz…? ¡Andrés otra vez! Se le hacía difícil odiarle, aunque tenía motivos para aborrecerle. Se aturdió tanto al encontrarle después de tanto tiempo, que ya no sabía ni de qué hablaron.

—¡Qué acierto tuve al hacerme esta casa! ¿Verdad? —dijo Enrique de pronto.

Ana María afirmó con la cabeza.

Cantelli contenía ahora sus hilos, los ceñía a la batuta y los hacía entrar en una zona musical más templada. El viento se amasaba y los distintos instrumentos —liberados del vértigo— adquirían individualidad.

—¿Sabes a cuánto está el pie cuadrado en este barrio hoy?

Ana negó con la cabeza.

—A sesenta pesetas el pie. ¡Y yo compré a treinta y dos pesetas el metro! ¡Imagínate!

El remanso musical no era más que un engaño, una maniobra para dar volumen al viento. La danza comenzaba a crecer y el ritmo se aceleraba, girando de nuevo con tal viveza que las ondulaciones desaparecían hasta fundirse los dos círculos en uno solo, casi sólido, del que caían notas aisladas, como chispas desprendidas de una bola de fuego. Y estas estrellas fugaces se perpetuaban como puntos suspensivos, camino del final.

—¿Sabes lo que me ofrecieron el otro día por la casa?

Ana María se incorporó asustada, como si la hubiesen despertado.

—¡No pretenderás venderla!

Enrique comentó:

—Nos haríamos otra mucho mejor que ésta, sólo que en un sitio más barato.

Ana María se irritó.

—Yo quiero esta casa, y no otra. Aquí han nacido los niños.

—No tienes por qué alarmarte —insistió Enrique con mucho sosiego—. Yo no he dicho todavía que la vaya a vender.

—¿Qué quiere decir «todavía»? —replicó Ana alzando la voz.

—Anita, mona, no te enfades. Ya te he dicho que hoy he tenido un día de perros.

—¡Claro que me enfado! La casa es de los dos.

Enrique intentó tranquilizarla.

—Ya te he dicho que aún no he decidido nada.

—Tú no habrás decidido —dijo Ana dulcemente—, pero yo sí. Y yo he decidido que esta casa no se vende.

Lo dijo variando de tono, convencida de que Enrique no haría nada sin el consentimiento de ella. Después se llevó un dedo a los labios, le ordenó callar y se entregó en los brazos de Mendelssohn y de todos sus intérpretes.

Enrique se encogió de hombros y regó el hielo que quedaba en su vaso con un poco más de ginebra. No le gustaba ver a su mujer enfadada, o con más precisión: le aburría. Él llegaba a casa para tener paz, reclinarse en la tumbona del jardín y alimentar su felicidad, pensando y repensando en el acierto que había tenido en esta o aquella inversión, en el acierto de liberar a la pobre Ana del riesgo de haberse casado con un muerto de hambre y en el acierto de haber engendrado dos chavales tan guapos y tan listos como sus hijos. Pero sin llevarse disgustos. Nada en el mundo valía la pena de un disgusto serio. Si Ana tenía el capricho de no vender la casa, él se sacrificaría una vez más, y la casa no se vendería.