LXXI

PERSPECTIVA DE LAS RUINAS DE ROMA EN EL SIGLO XV - CUATRO CAUSAS DE MENOSCABO Y EXTERMINIO - EJEMPLO DEL COLISEO - RENOVACIÓN DE LA CIUDAD - CONCLUSIÓN DE TODA LA OBRA

En tiempo de Eugenio IV, dos de sus sirvientes, el erudito Poggio [1645] y un amigo suyo trepan al cerro Capitolino, se sientan sobre sus escombros, entre columnas y templos, y están viendo desde aquel encumbrado sitio la perspectiva tan varia de maleza y asolación. [1646] Campo grandioso está dando aquel paisaje, con los vaivenes de la fortuna, para moralizar en sus trastornos sobre el género humano, sus obras más portentosas, volcando ciudades y engolfándolas un mismo panteón, y desde luego se hacen cargo de que presenciando allá todavía su grandeza anterior, el derrumbe de Roma es el más horroroso y deplorable. «Su estado primitivo, cual pudiera asomar en siglos remotos, mientras Evandro agasaja al advenedizo troyano, [1647] está descrito todo en la fantasía de Virgilio. Montaraz y solitaria yacía esta Roca Tarpeya; pero ya en tiempo del poeta resplandeció coronada con los dorados artesones de un alcázar que ahora está en el suelo, el oro fue salteado, redondeó la rueda de la fortuna su vuelta, y todo el sitio sagrado para ya en una soledad de abrojos y zarzales. El cerro del Capitolio, la ciudadela del orbe y el pavor de los monarcas, esclarecido con las huellas de tantísimos triunfos: ¡aquí estaba la cabeza del Imperio, enriquecida con los despojos y tributos de infinitas naciones! Este centro del mundo ¿cómo cayó? ¿cómo se trocó? y ¡cómo yace borrado! Viñedos cuajan el sendero de la victoria, y cieno vil sepulta los bancos de los senadores. Tendamos la vista al cerro Palatino, y vayamos escudriñando entre fragmentos desmoronados, el teatro de mármol, los obeliscos, las estatuas colosales, los pórticos del palacio de Nerón; registremos los demás cerros de la ciudad, todo el solar vacío, se interrumpe tan sólo con escombros y jardines. El foro del pueblo romano, donde se juntaba para legislar y elegir sus magistrados, está ahora zanjado con huertas para el cultivo de sus plantas, abriéndose de continuo para recibir piaras y vacadas. Los edificios públicos y particulares fundados para una eternidad, ahí están en el suelo, derruidos y a trozos como los miembros de un poderoso gigante; y todo ese vuelco se hace más respetable por los restos asombrosos que sobreviven ahora mismo a los destrozos del tiempo y de la ruina». [1648]

Va Poggio describiendo aquellas reliquias, uno de los primeros que levantaron los ojos de las leyendas milagrosas a la supersticiosa creencia. [1649]

I. Además de un puente, un arco y un sepulcro, y la pirámide de Cestio, alcanza a divisar del tiempo de la República dos líneas de bóveda, en el centro del Capitolio con el nombre y la munificencia de Cátulo estampados.

II. Aparecen once templos, hasta cierto punto visibles desde la planta cabal del Panteón, hasta sus arcos, y una columna de mármol del templo de la Paz, que Vespasiano erigió tras las guerras civiles y el triunfo judaico.

III. En cuanto al número que no bien deslinda, las siete termas o baños públicos, ninguno estaba regularmente conservado para manifestar el uso y reparto de sus diversas porciones; mas los de Diocleciano y de Antonino Caracalla seguían con el título de sus fundadores y pasmaban a todo escudriñador que al cerciorarse de su solidez y extensión, variedad de mármoles, tamaño y número de las columnas, parangonaba el afán y desembolso con su objeto y entidad. Asoma todavía tal cual rastro de los baños de Constantino, de Alejandro y de Domiciano, o más bien de Tito.

IV. Los arcos triunfales de Constantino, de Tito y Severo, están cabales en sus moles y en sus rótulos; un fragmento interesante está todavía condecorado con el nombre de Trajano, y dos arcos permanentes todavía en la vía Flaminia, monumento a la memoria de Faustina y Galieno.

V. Tras la maravilla del Coliseo pudo Poggio mirar por allá un anfiteatro de ladrillo correspondiente a un establecimiento pretorio; luego edificios públicos y particulares cuajan en gran parte los teatros de Marcelo y de Pompeyo, y apenas cabe desdeñar la extinción y la planta en los circos Agonal y Máximo.

VI. Las columnas de Trajano y de Antonino descuellan todavía; pero los obeliscos egipcios yacen soterrados o rotos. Todo un pueblo de dioses y héroes, obra del arte, queda reducido a una figura ecuestre de bronce dorado, y a cinco estatuas de mármol, sobresaliendo los dos caballos de Fidias y de Praxíteles.

VII. Los dos mausoleos, o sepulcros de Augusto y de Adriano, asoman todavía en parte; mas el primero se equivoca con un montón de tierra, y el segundo trasformado en el castillo de san Ángelo, es ya una fortaleza moderna. Además de algunas columnas dispersas y sin nombre, tales eran los restos de la ciudad antigua; mas las señales de una estructura más reciente podían detectarse en las murallas, formando allá un cerco de diez millas [16,09 km], comprendiendo las trescientas setenta y nueve torres y comunicando con la campiña por trece puertas.

Se dibujó aquel cuadro a los nueve siglos del vuelco del Imperio occidental, y aun del último godo de Italia. Dilatadísimo plazo de apuros y anarquía durante el cual imperio, solaz, riqueza, todo vino a trasladarse de las márgenes del Tíber, a donde no era ya dable que volviesen a engalanar la ciudad y por cuanto lo humano tiene siempre que cejar en no progresando; los siglos venideros no pudieron menos de ir acarreando la decadencia y exterminio de los partos de la Antigüedad. El ir deslindando los pasos de mengua o creces, y el ir por cada época puntualizando el estado de cada edificio, sería un afán interminable e inservible, y voy a ceñirme únicamente a las observaciones que entablarán una especie de investigación sobre las causas poderosas y más o menos generales.

I. Dos siglos antes de la elocuente lamentación de Poggio, compuso un anónimo su descripción de Roma. [1650] Su ignorancia va repitiendo los idénticos objetos, bajo otros nombres extraños todos y fabulosos. Sin embargo, aquel torpísimo topógrafo tenía ojos y oídos; podía ir observando los restos patentes, podía estar oyendo las tradiciones del pueblo y va deslindando despejadamente hasta siete teatros, once baños, doce arcos y dieciocho palacios, de los cuales muchos habían desaparecido antes del tiempo de Poggio. Resulta que varios monumentos suntuosos de la Antigüedad vinieron a sobrevivir hasta época ya muy avanzada, [1651] y que el impulso asolador estuvo más pujante en los siglos XIII y XIV con violentísimos redobles.

II. Cabe la misma cuenta a los tres siglos últimos y en vano iremos en busca del Septizonio de Severo, [1652] celebrado por Petrarca y demás anticuarios de su siglo. Mientras los edificios romanos permanecían cabales contrarrestaban con su mole y armonía los primeros embates, aunque tremendos y repetidos, mas al primer empuje iban al través columnas y arcos en fragmentos que estaban ya abocados al derrumbadero.

Con sumo ahínco he procurado escudriñar el objeto, y he venido a deslindar cuatro móviles principales, que siguieron obrando por espacio de más de mil años. I. El quebranto del tiempo y la naturaleza. II. Los embates enemigos de bárbaros y cristianos. III. El uso y abuso de los materiales. IV. Las contiendas domésticas de los romanos.

I. Alcanza la industria del hombre a construir monumentos mucho más duraderos que el escasillo ámbito de su existencia, mas estas obras son al mismo paso de su persona, frágiles y perecederas, y para la inmensidad del tiempo, su vida y sus obras se han de conceptuar como un soplo volador e instantáneo. No cabe sin embargo ceñir y puntualizar la duración de un edificio sólido y sencillo. Como maravillas de tiempos antiguos descollaron las pirámides, que se granjearon [1653] el embeleso de las generaciones antiguas, y pasaron sin cuento cual hojas de otoño; [1654] cayeron faraones y Ptolomeos, Césares y califas, y las idénticas pirámides descuellan erguidas e intactas sobre las oleadas del Nilo. Figuras historiadas con partecillas tenues son más accesibles al menoscabo y la decadencia, y el trastorno mudo del tiempo suele acelerarse hasta cierto punto con huracanes y tormentas, incendios e inundaciones. Conmoviéronse innegablemente los elementos, y allá se bambolearon los torreones de Roma, desde sus excelsas cimas hasta sus profundos cimientos; mas no parecen los siete cerros sentados sobre inmensos y hondos socavones del globo; y en siglo alguno adoleció la ciudad de aquellas convulsiones que en los climas de Antioquía, Lisboa y Lima han reducido instantáneamente a polvo las obras de largos tiempos. Campea el fuego con ínfulas de prepotencia sobre la vida y la muerte: aquel rapidísimo asolador puede extenderse y propasarse por el afán de los hombres, y tamañas plagas asoman y estremecen cada página de los anales romanos. Ardiendo estuvo toda por el atentado o la desventura en tiempo de Nerón en el espacio de nueve días. [1655]

Agolpados a miles los edificios en estrecha y revuelta planta, fueron suministrando pábulo a las llamas, y al cesar, tan sólo cuatro de las catorce regiones vinieron a quedar cabales, tres asoladas, y siete desfiguradas y denegridas con los restos de edificios derrocados. [1656] Resplandece el Imperio con las galas y primores de su poderío; pero la memoria de los antiguos estuvo deplorando aquellos malogros irresarcibles: artes de Grecia, trofeos de victorias, y monumentos de la Antigüedad primitiva y fabulosa, todo se empezó en la nada. En los vaivenes del quebranto y de la anarquía, todo malogro yace irreparable, sin que alcancen a reponerlo ni el esmero del gobierno, ni el empeño de los particulares, más o menos interesados en sus intentos. Pero median dos causas para que sea más estragador el fuego que las demás plagas, en toda población floreciente que en las menoscabadas. 1. Los materiales más combustibles de ladrillo, madera y metales quedan desde luego destruidos; pero las llamas pueden estar abrasando los paredones de edificios suntuosos sin daño de consideración en su consistencia, sean arcos u otras obras despojadas ya de sus adornos y remates. 2. Sucede que a las viviendas plebeyas y humildes una pavesa las incendia al golpe por entero, mientras los edificios grandiosos y existentes campean solitarios en medio de la asolación, como islas más o menos considerables en medio del piélago. Expuestísima yace siempre Roma por su situación a frecuentes inundaciones. Comprendiendo el mismo Tíber, cuantos ríos que se desprenden por ambas vertientes del Apenino son de corta y revuelta carrera; un arroyuelo durante la canícula, al henchirse por el invierno o primavera, se dispara en raudal impetuosísimo, con las lluvias repentinas o el derretimiento de nieves; soplan vientos contra su corriente y el cauce primitivo es pequeñísimo para aquel hacinamiento; rebosan las aguas por ambas márgenes, y allá corren desenfrenadamente, por calles, campos y poblaciones cercanas. A poco del gran triunfo de la primera Guerra Púnica, sobrevinieron llamas descompasadas; y la inundación sobrepujó tantísimo en tiempo y lugar a todos los anteriores, que arrolló cuantos edificios había por debajo de los siete montes. Varios fueron los móviles del idéntico estrago, pues ya el torrente arrebataba de un vuelco el caserío, o ya la iba socavando imperceptiblemente desde el cimiento y se aplanaba luego todo en la permanencia dilatada de la avenida. [1657] Renovose igual quebranto en el reinado de Augusto, pues el desenfreno de la corriente fue arrebatando palacios y templos por todas las orillas [1658] y tras el afán de ir despejando el cauce cuajado de escombros, [1659] la semejanza del peligro y de las providencias, hizo vivir alerta a los sucesores sobre tan importante objeto. Se proyectó además abrir un nuevo rumbo por varios cauces al Tíber, o por lo menos a los demás confluyentes; pero la superstición e intereses locales atajaron, [1660] y por fin tampoco el resultado correspondió al costo y al afán de una ejecución imperfecta. La servidumbre de los ríos constituye la victoria más esclarecida y provechosa que pudo alcanzar el ingenio humano contra las demasías de la naturaleza; [1661] y si tan extremados solían ser los estragos del Tíber bajo el tesón de un gobierno poderoso, ¿quién había de contrarrestar? ¿quién alcanzar tan sólo a referir los desastres de la ciudad, tras el vuelco del Imperio occidental? La plaga misma vino por fin a proporcionar una defensa adecuada; pues agolpándose sobre el terreno tantísimo escombro, y realzando más y más aquel malecón inmenso y natural se levantó el suelo tal vez de catorce o quince pies [4,26 ó 4,57 m] sobre el nivel antiguo [1662] y la ciudad moderna vino a quedar menos expuesta a los embates del río. [1663]

II. Claman los escritores de todas naciones contra el desenfreno de godos y cristianos, como asoladores implacables de los monumentos antiguos disparados a porfía y frenéticos en su ahínco, sin hacerse cargo de cuáles eran los medios y el espacio para dar tanto pábulo a sus conatos. Queda ya descrito en los volúmenes anteriores de esta misma historia el triunfo de la barbarie y de la religión, y voy a contentarme con apuntar someramente su enlace positivo o soñado con el exterminio de la antigua Roma. Podemos allá fantasear y prohijar una novela peregrina, trayendo godos y vándalos de las lobregueces de la Escandinavia, ansiosos de contraponer la huida de Odín [1664] para desaherrojar el mundo, con total escarmiento de sus avasalladores, que ansiaban a todo trance aherrojar hasta la memoria de la literatura clásica, y fundar su arquitectura nacional sobre los miembros destrozados del orden toscano o corintio. Pero la verdad sencilla, con patente desengaño está diciendo, que ni eran tan irracionales ni tan cultos para conceptuar intentos tan grandiosos, ni de asolación ni de venganza. Los pastores de Escitia y de Germania usados en huestes del Imperio, imponiéndose en su disciplina, volcaron su flaqueza con el ejercicio corriente de la lengua latina; reverenciaban el nombre y los dictados de Roma, y aunque inhábiles para competir, propendían a venerar más que a destruir las artes y estudios de temporada más grandiosa. Con la posesión volandera de ciudad opulenta, la soldadesca de Alarico y Genserico cedían a los ímpetus de toda tropa victoriosa, y en medio del ciego desenfreno de torpeza y crueldad, riqueza portátil era el objeto de sus ansias; ni les cabría deleite ni engreimiento con la posesión inservible de que habían por fin exterminado las obras de cónsules o Césares; preciosísimos les hacen los instantes, pues los godos evacuan Roma a los seis días, [1665] y los vándalos a los quince; [1666] y aunque es mucho más arduo el construir que el anonadar, aquel arrebato podía dejar poca mella en las moles solidísimas de la Antigüedad. Recordamos que al par entrambos caudillos aparentaron acatar los edificios de la ciudad que el gobierno benéfico de Teodorico [1667] estuvo escudando su pujanza y hermosura y que el enfado momentáneo de Totila [1668] quedó al punto desarmado con su propia índole con el dictamen de amigos y enemigos. Hay ahora que trasponer y agravar aquel cargo a los mismos católicos de Roma. Estatuas, altares o albergues de los diablos eran abominables para sus ojos y con el mando absoluto de la ciudad les cabría todo afán para ir derrocando con furor y perseverancia la idolatría de sus antepasados. El derribo de templos en oriente [1669] les suministraba un ejemplar y ofrece para nosotros un argumento de su creencia, y se hace muy probable que gran parte de culpa o mérito, se puede achacar fundadamente a los prosélitos romanos. Ceñíase sin embargo aquella aversión a los monumentos de superstición pagana, y los edificios civiles dedicados a la comodidad o recreo del vecindario, se podían conservar sin perjuicio ni escándalo de la sociedad. Redújose al trueque de religión no por medio de asonada, sino por los deudos del emperador, del Senado y del tiempo. Solían ser los obispos de Roma los más mirados y menos fanáticos, sin que les quepa reconvención alguna por las gestiones, habiéndose opuesto decididamente a todo menoscabo en el edificio suntuosísimo del Panteón. [1670]

III. El importe total de un objeto dedicado a las urgencias o al recurso de un vecindario, consta de su propia sustancia y de su forma, y la maestría de su hechura. Su precio se cifra en el número de los individuos que lo han de emplear o utilizar en la extensión de su consumo, y por consiguiente en el desahogo o la dificultad de transporte lejano, su situación local y las circunstancias variables del mundo. Los bárbaros conquistadores de Roma vinieron a usurpar de un solo trance los afanes y tesoros de largos siglos, mas fuera de las presas de logro ejecutivo, miraron con harta indiferencia lo que no se podía trasladar a los carruajes godos o a la escuadrilla Vándala. [1671] Su codicia se clavaba al pronto en el oro y la plata, como en todo país; y aunque en escala menor no dejan de estar siempre representando el imperio incontrastable sobre los productos de la industria; los haberes del genero humano. Vaso, jarro o estatua de los metales preciosos que halagan la vanagloria de algún caudillo bárbaro, sobresalían para sus ojos; pero la chusma, sin hacer alto en las formas, se abalanzaba a la sustancia y a las barras, que luego habían de trocarse en moneda corriente por todo el Imperio. El apresador torpe o desgraciado se atenía a los metales ínfimos de cobre, plomo o hierro y cuanto se salvó de manos de la barbarie, paró en poder de la tiranía griega y el emperador constante en su visita despojadora se llevó hasta las tejas de bronce del Panteón. [1672] Eran los edificios de Roma como una mina inmensa y variada; el primer afán fue tras los metales más preciosos; se acendraban después con el fuego, se cortaban y pulían los mármoles y saciada ya la rapiña casera y advenediza, los restos de la ciudad quedaban todavía para vender si comprador asomase. Desnudos yacían los monumentos antiguos de tantos preciosos realces, pero los romanos estaban en el disparador para derrumbar con sus propias manos los arcos y paredes, con tal que el producto sobrepujase al trabajo material de la fuerza y el transporte. Si plantara Carlomagno su solio en Italia, su numen le inclinara más bien a la renovación que al exterminio de los alcázares cesáreos pero su sistema acorraló por las selvas de Germania, un depravado gusto lo enamoraba de la destrucción, y el nuevo palacio de Aquisgrán aparecía condecorado con los mármoles de Ravena [1673] y de Roma. [1674] Medio siglo después de Carlomagno, Roberto, rey de Sicilia, el soberano más liberal y más instruido de aquella época, se surtía de aquellos propios materiales en la navegación tan obvia del Tíber y del mar; y Petrarca está exhalando airados ayes por cuanto la primera capital del orbe está alimentando con sus propias entrañas el lujo y la desidia de Nápoles. [1675] Mas no eran frecuentes aquellos casos en tales tiempos de atraso y los romanos allá a sus solas y sin émulos pudieron ir empleando pública o privadamente aquellos materiales de tanta construcción antigua, a no hacerles los inservibles una nueva situación. Abarcaban siempre las murallas el antiguo recinto, pero la ciudad había venido a descolgarse desde las siete cumbres al campo de Marte; monumentos de los más descollantes habían quedado a solas y como en descampado ajenos del gran gentío. Ya los palacios de los senadores desdecían de las costumbres y albergues de sus desamparados sucesores, quedando olvidado el uso [1676] de baños y pórticos, cesado habían ya en el siglo VI los juegos del teatro, anfiteatro y circo, varios templos estaban ya dedicados al culto reinante; pero las iglesias cristianas anteponían la figura sagrada de la cruz; y la práctica o la razón habían ido arreglando el empleo de celdas y aposentos en los claustros. En el sistema eclesiástico redobla descompasadamente el número de aquellas fundaciones devotas, agolpándose en la ciudad cuarenta monasterios de hombres, veinte de mujeres y sesenta capillas o colegios de canónigos y clérigos [1677] que menguaban en vez de aumentar el vecindario en el siglo X. Pero si un pueblo ajeno de apreciar la elegancia en las formas de la arquitectura, el acopio de materiales se ofrecía a la mano para acudir con ellos a la urgencia o la superstición, y las columnas más brillantes de orden jónico o corintio, los mármoles riquísimos de Paros o de Numidia, iban a parar al rincón de un convento o de un establo. El estrago incesante que están ahora mismo causando los turcos en Grecia y Asia, es un ejemplar melancólico de aquel destrozo y en la destrucción sucesiva de Roma; tan sólo Sixto V es disculpable en dedicar las casas del Septizonio al edificio esclarecido de san Pedro. [1678] Trozo o fragmento escaso o desfigurado puede mirarse con recreo y desconsuelo; pero la mayor parte del mármol quedó cocido, como también separado de sitio y proporción destinándolo para argamasa. [1679] Después de la llegada de Poggio el templo de la Concordia con otras moles principales desapareció de sus ojos, y un epigrama de aquel tiempo rebosa de zozobra, fundada y afectuosa, de que a semejante paso iba luego a llegar el trance de fracasar todos los monumentos de la Antigüedad. [1680] Fueron escaseando y así fue también a menos el consumo y el pedido. Fantaseaba Petrarca la presencia de un pueblo poderosísimo, [1681] y titubeo yo en creer que aun en el siglo XIII menguase el vecindario de Roma hasta el punto de quedar su padrón cortísimo en treinta y tres mil moradores, y si desde entonces hasta el reinado de León X se fue abultando hasta el número de cincuenta y cinco mil [1682] aquel aumento de vecindario vino a redundar en menoscabo de la ciudad antigua.

IV. Reservé para el fin la causa más poderosa y violenta de aquel exterminio: a saber, la hostilidad casera y perjura del vecindario. Asonadas solían sobrevenir bajo la autoridad de los emperadores griegos y franceses, y en la decadencia de los últimos a principios del siglo X, podemos fechar el desenfreno de las guerras intestinas y asoladoras a su salvo de las leyes y del Evangelio, con desacato de la majestad ausente y en presencia, y con la persona del vicario de Cristo. En aquel plazo tenebroso de quinientos años las guerras perpetuas y sanguinarias de la nobleza, estuvieron siempre acosando y afligiendo a la ciudad de Roma, renovando con redoblada saña los bandos de güelfos y gibelinos, de Ursinos y de Colonnas, y si gran parte se ocultó a la historia, y si por lo más no merece salir a luz, he ido desentrañando en los dos capítulos anteriores las causas y los resultados de aquellos trastornos. En medio de tal desgobierno, cuando toda contienda venía a parar desde luego a los filos de la espada, y se valía del arrimo de la ley para el resguardo de personas y haberes, el ciudadano poderoso tenía que armarse para su seguridad, o para el embate contra los enemigos cercanos, a quienes odiaba y temía. Menos en Venecia, reinaba en Italia por donde quiera el idéntico peligro; usurpaba siempre la nobleza la prerrogativa de fortificar sus casas y encumbrar allá sus torreones [1683] capaces de contrarrestar un avance repentino. Descollaban por las ciudades aquellos edificios amenazadores y el ejemplo de Luca que abarcaba hasta trescientas torres, es ley que fijaba en la altura a ochenta pies [24,38 m] puede conceptuarse como extensiva a las ciudades más crecidas y populares. El primer paso del senador Brancaleone al plantear la paz y la justicia fue la demolición (como se vio arriba) de ciento cuarenta torres en Roma y en la última temporada de anarquía y desconcierto hasta el reinado de Martín V, permanecían aún cincuenta y cuatro en uno de los trece o catorce barrios de la ciudad. Apropiaban desde luego los restos de la Antigüedad a destino tan inicuo, pues templos y arcos estaban brindando para plantear los cimientos sólidamente a construcciones de ladrillo y mampostería; y aun podemos ir nombrando las torres pertenecientes a los monumentos triunfales de Julio César, Tito y los Antoninos. [1684] Un teatro, un anfiteatro o mausoleo venía con escaso desvío a trasformarse en recia y grandiosa ciudadela. Excusado es repetir que la mole de Adriano es ya el castillo de san Ángelo, [1685] que el Septizonio de Severo contrarrestó a toda una hueste, [1686] yació el sepulcro de Metelo bajo sus obras exteriores; [1687] las alcurnias de Savellis y Ursinos ocuparon los teatros de Pompeyo y de Marcelo, [1688] y la fortaleza berroqueña se ha ido atemperando al primor y brillantez de un palacio italiano. Hasta las iglesias brotaban armas y paraban en baluarte, y las máquinas militares en la techumbre de san Pedro estaban aterrando al Vaticano y escandalizaban hasta lo sumo al orbe cristiano. A toda fortificación le cabe su ataque, y cuando padece embate viene a quedar aislada. Si los romanos alcanzaran a apear a los papas del castillo de san Ángelo tenían acordado anonadar aquel monumento de servidumbre. En habiendo defensa tenía por achaque su competente sitio y en todos tiempos el arte y la maquinaria exterminadora se empleaba a cualquier costa. Muere Nicolás IV, y Roma sin monarca y sin Senado queda allá en medio de su desamparo, avasallada por los desafueros de una guerra civil por espacio de seis meses. «Las casas —dice un cardenal y poeta contemporáneo— [1689] se desplomaban con la mole y el ímpetu de las piedras enormes, [1690] el ariete con el redoble de sus golpazos horadaba las paredes, fuego y humo cubrían las torres; saqueo y venganza eran los estímulos de los asaltadores». La tiranía de las leyes consumó el trabajo; y las facciones de Italia se esmeraban mutuamente en arrasar a todo trance albergues y castillos de sus contrarios. [1691] En el parangón de hostilidades caseras o advenedizas no podemos menos de sentenciar que las primeras fueron mucho más exterminadoras para la ciudad que las segundas, y el testimonio de todo un Petrarca es el corroborador de nuestro fallo. «Ahí están —prorrumpe el poeta laureado— los restos de Roma, la sombra de su grandeza peregrina; no cabe ni al tiempo ni a la barbarie el blasonar de tan asombroso exterminio; los asoladores fueron sus propios ciudadanos, sus hijos más esclarecidos; y vuestros antepasados (está escribiendo a un noble Annibaldi) ejecutaron con el ariete lo que nunca logró redondear con su espada el prohombre cartaginés». [1692] El influjo de aquellos dos móviles de menoscabo debe hasta cierto punto irse multiplicando mutuamente, por cuanto se había de acudir al reparo del caserío y torres con nuevos e incesantes acarreos de materiales de los monumentos antiguos.

Cabe apropiar esta generalidad de observaciones individualmente al anfiteatro de Tito, que merece por lo más el título de Coliseo, [1693] ya por su grandiosidad, o ya por la estatua colosal de Nerón: edificio que en manos del tiempo y de la naturaleza, gozara ínfulas de sempiterno. Los anticuarios esmerados, computadores de números y asientos, conceptúan que sobre la línea superior de las andanas del anfiteatro, había varias galerías o corredores de madera, que repetidamente quedaron asolados por incendio y repuestos por los emperadores. Las preciosidades portátiles, profanas, o apropiadas a los dioses, sus estatuas, las de héroes, los realces costosísimos de escultura, ya en bronce o ya salpicados de hojas de oro o plata, fueron la presa más obvia de la conquista o fanatismo, de la avaricia de los bárbaros o de los cristianos. Asoman agujeros por la cantería maciza del Coliseo, y hay dos conjeturas muy probables acerca de tamaño menoscabo. Abrazaderas de hierro o de cobre afianzaban la sillería, y el ansia apuradora se abalanzó a esta segunda presa de metales inferiores [1694] se trueca el espacio interior en mercado o feria; en registros antiguos asoman menestrales por el Coliseo, y se taladraron o ensancharon las juntas para entrometer las perchas donde se tendían los toldos para sus chozas los habitantes, o cubrían sus tendezuelas de todo genero de tráfico. [1695]

Reducido a su majestuosa desnudez el anfiteatro Flaviano se agolpaban a miles los peregrinos para verlo y contemplarlo con asombro y veneración, y los cerriles septentrionales disparaban su desaforado entusiasmo en expresiones proverbiales del siglo VIII, según el fragmento del venerable Beda: «Mientras permanece el Coliseo, descuella todavía Roma; en desplomándose el Coliseo, allá va Roma a la huesa, y el mundo tras ella». [1696] No se echara mano, en el sistema moderno de guerra, de un paraje; con el padrastro de tres cerros dominantes, para plantear una fortaleza, pero la resistencia de paredones y arcos lograría contrarrestar el embate de la maquinaria militar; crecida guarnición pudiera albergarse en su recinto, y mientras la asonada se aposenta en el Vaticano y en el Capitolio sus contrarios se atrincheran a su salvo, en el Laterán o en el Coliseo. [1697]

Entiéndese la abolición de los juegos antiguos en Roma con cierto desahogo: y los recreos del carnaval por el Monte Testaccio y el circo Agonal, [1698] estaban reglamentados por la ley expresa, [1699] o por la práctica concejil. Presidía con señorío y boato el senador para adjudicar y repartir los premios; un anillo de oro, el pallium, [1700] como se la llamaba, de paño o de seda. Un impuesto sobre los judíos cubría el desembolso anual, [1701] y las carreras, a pie, a caballo y en carruaje, se condecoraban con una contienda o torneo de setenta y dos mancebos romanos. En el año 1332, una función de toros al remedo de moriscos y españoles se celebró en el mismo Coliseo, y en un diario de aquel tiempo se hallan retratadas al vivo las costumbres del país. [1702] Restableciose un tendido competente de asientos; un pregón general hasta Rímini y Ravena, brindó a la nobleza para que acudiese a ostentar su denuedo y maestría en tan arriesgado trance. Escuadronadas venían a estar las damas romanas, y sentadas en tres balcones, alfombrados para el intento en aquel día, tres de septiembre, con paño de escarlata. Capitaneaba a las matronas de más allá del Tíber, la beldad esclarecida Jacoba di Rovere, alcurnia castiza y solariega, que estaba todavía ofreciendo los primores de la Antigüedad esplendorosa. Dividíase lo restante del gentío, según la costumbre, entre Colonnas y Ursinos, blasonando entrambas facciones del número y hermosura de sus cuadrillas femeninas; resuena en redobladas alabanzas el embeleso de Savellis y Ursinos, y los Colonnas están lamentando la ausencia de la menor de su alcurnia, por dislocación de un tobillo en los jardines de la torre de Nerón. Conduce las suertes un anciano y respetable morador, y bajan a la plaza o lidiadero contra los toros bravíos a pie y con sólo un lanzón en la mano. Entre toda la concurrencia, campean para nuestro analista hasta veinte campeones de los más descollantes con sus nombres, matices y divisas como los primeros señorones de Roma. Suenan algunos como los más esclarecidos de Roma y del Estado eclesiástico, Malatesta, Polenta, Della Valle, Cafarello, Savelli, Capoccio, Conti, Annibaldi, Altieri, Corsi, apropiábanse los matices a su gusto y situación, y las divisas, todas conceptuosas, iban ostentando la esperanza o el desconsuelo, exhalando toda la bizarría del galanteo y el arrojo. «Solo estoy, como allá el menor de los Horacios», con la confianza de un advenedizo denodado; «vivo sin consuelo», como un viudo lloroso; «estoy ardiendo debajo de las cenizas», como amante alerta; «adoro a Lavinia o a Lucrecia», manifestación ambigua de pasión naciente; «acendrada es mi fe», mote de una librea blanca; «¿quién ha de ser más valiente que yo?», tremolando una piel de león; «si me anego en sangre, yo pregono mi muerte», anhelo propio de feroz arrojo. La altanería o cordura de los Ursinos los retrae de la lid, desempeñada por tres de sus competidores hereditarios, cuyos rótulos están pregonando la encumbrada elevación del timbre de Colonna: «Aunque melancólico, fuerte, fuertísimo cuanto grande». «Si caigo —encarándose con la concurrencia—, caes tú conmigo», derrotando, dice el escritor contemporáneo, que mientras las demás alcurnias se avasallaban al Vaticano, ellos solos eran las columnas del Capitolio. Arriesgadas y sangrientas eran las lides. Iba cada campeón lidiando su respectivo toro, por quienes vino a quedar la victoria, pues fenecieron tan sólo once, con el quebranto de nueve heridos y dieciocho muertos por parte de los lidiadores. Lloran familias enteras esclarecidas, pero las exequias pomposísimas en las iglesias del Laterán y santa María la Mayor proporcionan segunda festividad al vecindario. Malhayan tales contiendas, pues en otras se empleara mejor la sangre romana, pero al zaherir aquella temeridad, forzoso es ensalzar su gallardía; y todo caballero que voluntariamente descuella arriesgando su vida con magnificencia bajo el balcón de las hermosas, nos duele mucho más que una chusma de cautivos y salteadores, arrastrados a viva fuerza al teatro de la matanza. [1703]

Función peregrina era de suyo la llamada del anfiteatro. Se piden y ceden los materiales diariamente por toda la ciudad, sin escrúpulo ni reparo. En el siglo XIV se extiende un acta escandalosísima de concordia, en que se franquean ambas facciones el ensanche de tomar a su albedrío cuantos sillares apetezcan de la cantera general y expedita del Coliseo, [1704] lamentándose Poggio de que el desvarío del vecindario haya ido cociendo tan hermosa cantería para sal. [1705] Para atajar aquel desenfreno, y precaver los atentados nocturnos temibles por aquellas lobregueces inmensas, providenció Eugenio IV una cerca total, y por una escritura formal otorgó el solar y el edificio a un convento inmediato. [1706] Después de su fallecimiento, una asonada del pueblo volcó la cerca; y si acatasen aquel monumento incomparable de sus padres, sinceraran entonces el acuerdo de que nunca se arrollase por el interés particular. Desmoronose el interior; pero a mediados del siglo XVI, época de acendrado gusto y culta literatura, descolló la circunferencia exterior de mil seiscientos doce pies [491,32 m] cabal e intacta; constando de tres altos de ochenta arcos, hasta la elevación de ciento ocho pies [32,91 m]. En cuanto al menoscabo actual, los reos son allá los sobrinos de Paulo Ferrara, y cuantos se detienen a mirar el palacio Farnesio prorrumpen desde luego en imprecaciones contra el sacrilegio y el lujo de unos principillos recién abortados. [1707] Cabe igual cargo contra los Barberinis, y aun es de temer la repetición de tamaño desafuero por cada reinado, hasta que el Coliseo vino a quedar escudado bajo la salvaguardia de la religión por el más caballeroso de todos los pontífices, Benedicto XIV, quien consagró solemnemente un solar mancillado por la persecución y la fábula con la sangre de tantos mártires cristianos. [1708]

Al paladear Petrarca por la vez primera la presencia de aquellos monumentos, cuyos trozos dispersos burlan hasta las descripciones más elocuentes, se pasmó al mirar la tibieza soñolienta de los [1709] romanos mismos, [1710] y vino más bien a sonrojarse que a engreírse de que fuera de su amigo Rienzi y uno de los Colonnas, allá un advenedizo del Ródano, se mostrase más íntimo con aquellas antigüedades, que la plebe y aun el señorío de la capital. [1711] Abultan hasta lo sumo y con afán, la ignorancia y credulidad de los romanos, en esta reseña antigua, compuesta a principios del siglo XIII, y desentendiéndose de yerros en nombres y sitios, a la leyenda del Capitolio, hay que prorrumpir en una sonrisa de ira y menosprecio. [1712] «Llámase el Capitolio —dice el anónimo—, por ser la cabeza del orbe; donde los cónsules y senadores residían en lo antiguo, para el gobierno de la ciudad y del globo. Cristal y oro cubrían los encumbrados murallones, coronándolos con riquísima techumbre de finísima escultura. Al pie de la ciudadela, asomaba un palacio, por lo más de oro, realzado con pedrería, y cuyo importe pudiera regularse a un tercio del mundo entero. Las estatuas de todas las provincias estaban colocadas por su orden, cada una con una campanita colgada al cuello, y tal era el primor de su construcción mágica [1713] que si tal provincia se rebelaba contra Roma, giraba la estatua hacia aquella parte del cielo, sonaba la campanilla el profeta del Capitolio, anunciaba el portento, y el Senado se ponía alerta con riesgo tan inminente». Otro ejemplar de menos entidad pero de igual desvarío se puede sacar de los dos caballos de mármol, conducidos por dos mancebos desnudos, que luego se trasladaron de los baños de Constantino al monte Quirinal. Se disculparán desde luego las aplicaciones infundadas de Fidias y Praxíteles, mas aquellos escultores griegos no debieran traerse por más de cuatro siglos desde el siglo de Pericles al tiempo de Tiberio, no debieran trasformarse en filósofos y aun mágicos, cuya desnudez simbolizaba la verdad y la sabiduría, que iba revelando al emperador sus gestiones más recónditas, y tras de negarse a todo galardón pecuniario, ansiaban el timbre de venir a dejar aquel monumento sempiterno de sí mismos. [1714]

Absortos tras el poderío de la magia, los romanos se desentendieron de todo primor artístico, quedando tan sólo cinco estatuas a la vista de Poggio; y en cuanto al sinnúmero que el acaso o el intento tenían soterradas, su resurrección se fue dichosamente dilatando hasta otro siglo de más seguridad e ilustración. [1715] El Nilo, que está en el día adornando el Vaticano, había salido a luz entre los cavadores de un viñedo junto al templo, o convento, de Minerva; mas el hacendado mal sufrido con las repetidas visitas de curiosos, repuso aquel mármol improductivo en su primera huesa. [1716] El descubrimiento de una estatua de Pompeyo, de diez pies [3,04 m], motivó un pleito; hallose en una pared medianil, y el juez presumido de justiciero sentenció que se cortase la cabeza al hallazgo para satisfacer el derecho del vecino, y estando ya la ejecución en el disparador y enarbolada el hacha, intervino un cardenal, acudió la liberalidad del papa, y se rescató el héroe de manos de sus bárbaros compatricios. [1717]

Despéjase más y más la cerrazón de la barbarie, y la autoridad bonancible de Martín V y sucesores, reengalanó la ciudad, con el arreglo de todo el Estado eclesiástico. Las mejoras de Roma, desde el siglo XV, no brotaron de suyo con el desahogo y la industria. El arranque naturalísimo de toda ciudad para su pujanza se cifra en el vecindario y laboriosidad de sus cercanías, que aprontan subsistencias, y acuden con manufacturas al comercio externo. Maleza y aridez constituyen por lo más la campaña de Roma; las haciendas descompasadas de príncipes y clero, se están cultivando desmayadamente por las manos flojísimas de vasallos exhaustos y desamparados, y sus escasillos esquilmos van siempre a empozarse o trajinarse a beneficio del monopolio. El móvil segundo y más artificioso del engrandecimiento de una capital es la residencia del monarca, los desembolsos de boato en la corte, con los tributos de las provincias dependientes. Sumiéronse, con el derrumbe del Imperio, provincias y productos, y si tal cual arroyuelo de la plata de Potosí, con el oro de Brasil acude apocadamente al Vaticano, las rentas de los cardenales, las multas de curia, las ofrendas de peregrinos y clientes, y el restante de impuestos eclesiásticos, van supliendo a pausas, para el mantenimiento de la holgazanería de la corte y del vecindario. El padrón de Roma inferior al de todas las capitales de Europa, no pasa de ciento setenta mil moradores [1718] y en el recinto anchísimo de las murallas, la mayor parte de los siete cerros están cuajados de escombros y viñedos. El boato y brillantez de la ciudad moderna se está debiendo a las demasías del gobierno, y al influjo de la superstición. Cada reinado (rarísimas son las excepciones) se aparece en el encumbramiento veloz de una alcurnia nueva, encaramada por el santo pontífice, a costa de la Iglesia y del país. Los sobrinillos venturosos echan el resto del primor y la elegancia en sus alcázares descollantes: las artes peregrinas de arquitectura, pintura y escultura se prostituyen indignamente en su agasajo, ostentando además galerías y pensiles condecorados con los partos más eminentes de la Antigüedad, acopiándolos con gusto o por vanagloria en número asombroso. Más propio y decoroso era el consumo de las rentas eclesiásticas por los mismos papas en el culto grandioso del rito católico; pero fuera por demás el ir enumerando las funciones devotas de retablos, capillas, e iglesias, puesto que todos estos luceros menores quedan eclipsados con el centellante del Vaticano, con el cimborrio de san Pedro, la mole más esclarecida, que se dedicó en tiempo alguno al uso de la religión. La nombradía de Julio II, de León X y Sixto V va acompañada con los méritos preeminentes de Bramante y Fontana, de Rafael y Miguel Ángel. Campea la suma munificencia en templos y en palacios y abarca el ímpetu vividor todas las artes antiguas. Yacen los obeliscos medio soterrados, y de repente se empinan y coronan los puntos más dominantes de los once acueductos de cónsules y Césares, se restablecen tres. Arcos y más arcos traen ríos enteros de la lejanía, y van descargando sobre depósitos de mármol raudales beneficiosos y vistosos; y el viandante, en ademán de trepar a la cima de San Pedro, se detiene, como clavado en una columna egipcia berroqueña, que se encumbra entre dos surtidores elevadísimos, hasta la altura de ciento veinte pies [36,57 m]. El estudiosísimo anticuario ha ido formando el mapa, la descripción y el conjunto de los monumentos de Roma, [1719] y las huellas de los héroes, y los restos, no de la superstición, sino del Imperio, se están visitando afectuosísimamente por un sinnúmero de peregrinos desalados y venidos hasta de las regiones, antes más montaraces del Norte.

Tan ínclitos peregrinos y lectores ansiosos acudirán tal vez a la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano hasta su postrer fracaso; decoración grandiosa y preeminente cual ninguna de los anales humanos. Se eslabonan causas y efectos con acontecimientos peregrinos; la política recóndita de los Césares mantenedores del nombre y remedo de una república desahogada y cabal; el desenfreno de un despotismo militar; el asomo de progresos y sectas del cristianismo; la fundación de Constantinopla; la división de la monarquía; la invasión y establecimiento de bárbaros de Germania y Escitia; las instituciones de la ley civil; la índole y religión de Mahoma; la soberanía temporal de los papas; el restablecimiento y menoscabo del tiempo occidental de Carlomagno; las cruzadas de los latinos al Oriente; las conquistas de turcos y sarracenos; el exterminio del Imperio griego; el estado y revoluciones de Roma en la Edad Media. Celebrará el historiador la entidad y trascendencia de su tema; pero, aun consciente de sus propias imperfecciones, debe achacar otras a la pequeñez de sus materiales. Entre los mismos escombros del Capitolio me sobrevino el peregrino arranque de una empresa, que por cerca de veinte años ha ocupado y entretenido mi existencia, algo que no estaba en mi ánimo. Ahora logro por fin ponerla en manos de un público solícito y candoroso.

LAUSANA, 27 de junio de 1787

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