GUERRAS CIVILES Y DESQUICIAMIENTO DEL IMPERIO GRIEGO - REINADOS DE LOS ANDRÓNICOS MAYOR Y MENOR Y DE JUAN PALEÓLOGO - REGENCIA, REBELDÍA, REINADO Y RENUNCIA DE JUAN CANTACUZENO - ESTABLECIMIENTO DE UNA COLONIA GENOVESA EN PERA O GALATA - SUS GUERRAS CON EL IMPERIO Y CIUDAD DE CONSTANTINOPLA
El reinado larguísimo de Andrónico [955] el mayor, sobresale principalmente por las contiendas de la Iglesia griega, la invasión de los catalanes y el encumbramiento del poderío otomano. Descuella como literato y virtuoso sin par en su siglo (1282-1320 d. C.); pero ni su virtud, ni su instrucción condujeron al realce del individuo o al bienestar de la sociedad. Como esclavo rendidísimo de superstición rastrera, le están acosando a miles enemigos soñados o visibles, asustándole al par las llamaradas del infierno, que las antorchas de un catalán o de un turco. Era en el reinado de los Paleólogos, la elección de patriarcas, negocio de suma entidad en el estado; encabezaban la Iglesia griega monjes ambiciosos y fanáticos, tan rematadamente despreciables y aciagos por sus vicios como por sus virtudes, por su saber, como por su ignorancia. El patriarca Atanasio con su tirantez desaforada [956] se acarreó el odio del clero y del vecindario, pues andaba voceando que el pecador había de engullir hasta las últimas heces en la copa de la penitencia, cundiendo luego la hablilla disparatada de haber venido a castigar a un pollinejo sacrílego mordedor de la lechuga de un convento. Alborótanse todos, lo apean del solio; pero antes de moverse, compone el desterrado contrapuestamente dos escritos. El testamento público es todo comedido y empapado en resignación; pero el codicilo reservado es una descarga de anatemas contra los fraguadores de un desastre, a quienes para siempre excluye de la comunión de la sagrada Trinidad, de los ángeles y de los santos. Mete este último en una olla de barro, y la manda colocar sobre la cima de un pilar del cimborio de Santa Sofía, esperanzado de su descubrimiento y venganza. A los cuatro años, unos muchachos trepando por una escala, en busca de nidos de palomos, descubren el fatalísimo secreto, y como Andrónico se halla también comprendido y ensogado en la excomunión, se horroriza trémulo y obcecado sobre la sima excavada alevosamente a sus plantas. Júntase al punto un sínodo episcopal a ventilar cuestión tan enmarañada; todos tildan la temeridad de aquel anatema encubierto; pero como la mano atadora de aquel nudo es la única a quien cabe desatarlo, y aquella diestra carece de su báculo, se deja inferir que el decreto póstumo, es de todo punto irrevocable para todo poder humano. Apronta a viva fuerza el autor de aquel fracaso algunas muestras de indulto y arrepentimiento; pero quedó más y más llagada la conciencia del emperador, quien está ansiando con no menos afán que el mismo Atanasio, el restablecimiento de un patriarca, cuya mano única puede curarle.
Golpea un monje reciamente y a deshora la puerta del aposento imperial, anunciando revelaciones de peste y hambre, de inundaciones y terremotos. Brinca Andrónico de su lecho, pasa la noche en plegarias, hasta que percibe, o conceptúa, un movimiento en la tierra. El emperador a pie acaudilla los obispos y monjes a la celdilla de Atanasio, y tras cierto ademán de resistencia, el santo encaminador del mensajero, se allana por fin a absolver al príncipe y gobernar la Iglesia de Constantinopla. Más y más empedernido y desaforado tras su arrinconamiento, el pastor se malquista cual nunca con su grey, ideando luego sus enemigos un género peregrino, pero acertado de venganza. Por la noche arrebatan la tarima o la alfombra de su solio, y la exponen reservadamente con el realce de un dibujo satírico. Retratan al emperador embridado, y guiándole Atanasio como un jaquillo a los pies de Jesucristo. Se descubren y castigan los satíricos, mas al ver que los dejan con vida, el sacerdote cristiano con ceñuda saña, se retira a su celda, y los ojos de Andrónico, abiertos por un rato, vienen luego a cerrarse por mano del sucesor.
Curioso y trascendental sobremanera se aparece aquel acontecimiento en un reinado esterilísimo de medio siglo, y no me cabe el adolecer de escaseces en la materia, pues voy compendiando en breves páginas macizos volúmenes en folio de Paquímero, [957] Cantacuzeno [958] y Nicéforo Grégoras [959] que fueron historiando desmayada y larguísimamente los sumos de aquel tiempo. Infunden sumo interés el nombre y la situación del emperador Juan Cantacuzeno, pues sus memorias de cuarenta años abarcan desde la rebeldía de Andrónico el Menor, hasta su propia renuncia del Imperio, habiéndose notado que al remedo de Moisés y del César, es el protagonista en los vaivenes teatrales que va describiendo. Mas no asoma en todo su parto elocuente el desahogo de un héroe o de un penitente, pues arrinconado en su claustro y como ajeno de los achaques y desbarros humanos, está rasgueando no una confusión, sino una apología, de la vida de un estadista ambicioso. En vez de patentizar el dictamen y la índole de los individuos sin rebozo, anda enarbolando en visos fementidos el tenor de los acontecimientos con el realce de sus propias alabanzas y las de sus amigos. Siempre sus móviles son santísimos, sus miras irreprensibles; conspiran y se rebelan siempre sin el menor asomo de interés, y cuantas violencias medían en sus actos se vitorean como partos más obvios de la razón y del pundonor.
Andrónico el Mayor, a ejemplo del primer Paleólogo, se asocia su hijo Miguel a los timbres de la púrpura, y desde la edad de dieciocho años hasta su temprana muerte, continúa reconocido por espacio de veinticinco años, como segundo emperador de los griegos. [960] Capitanea el ejército sin causar zozobra al enemigo, ni celos a la corte; su comedimiento decoroso jamás se pasó a ir computando los años del padre, ni cupo a éste el arrepentirse de su garbosidad, ni por los vicios, ni por las virtudes del hijo. Llamábase el hijo de Miguel, Andrónico, en cuya privanza se hizo lugar por aquella semejanza de nombre. Florido ingenio y galana estampa, prendaron más y más al mayor Andrónico, y según el devaneo general de la ancianidad, esperanzó realizar en el segundo los anhelos frustrados de la generación primera. Edúcase el mancebo en palacio a fuer de heredero y de predilecto, y entre los juramentos y vítores del pueblo suena y resuena la tríada augusta de padre, hijo y nieto. Pero aquella grandeza temprana estraga desde luego al menor Andrónico, al estar viendo con aniñado enojo ambos estorbos que le están atajando, y le han de contrarrestar por largo plazo los ímpetus de su ambición. No se cifra su afán en granjearse nombradía, y labrar la felicidad humana, pues los atributos más embelesantes de la monarquía son para él la riqueza y el desenfreno y su primera y desatinada petición es la soberanía de alguna isla fértil y riquísima, donde pueda soltar la rienda a su independencia y sus deleites. Alborota la capital y desazona al emperador con sus extremos incesantes de antojadiza destemplanza, y los usureros genoveses le franquean el caudal, que le escasea la economía del superior, y el paradero de tan exorbitante deuda, no podía menos de ser una revolución fraguada en el arrabal de Pera. Una beldad, matrona por su jerarquía y ramera por sus costumbres, había echado el resto de su maestría para imponer al menor Andrónico en la cartilla de los amoríos; pero malicia luego visitas nocturnas de un competidor, y sus guardias puestos en acecho a la puerta, traspasan a flechazos un advenedizo que es su hermano, el príncipe Manuel, quien va luego penando y fallece por fin de la herida; y entonces Miguel, padre de entrambos, ya quebrantado de salud, muere también a los ocho días llorando el malogro de sus dos hijos. [961] Aun cuando no resultase a su cargo aquel fracaso, debía Andrónico achacar la muerte, así del hermano como del padre, a sus propios vicios; y hondo entrañable fue el quebranto de la reflexiva racionalidad, al presenciar, en vez de pesadumbre y arrepentimiento, regocijo mal rebozado en el descarte de dos competidores incómodos. Con estos aciagos acontecimientos y el recargo de sus achaques, las potencias del primer emperador se fueron siempre menoscabando, y tras mil reconvenciones infructuosas, traspasó a otro nieto su cariño y esperanzas. [962] Anunciose aquella variación con el nuevo juramento al soberano reinante, y a la persona que nombrase para sucederle, y el heredero reconocido, tras repetidos desacatos y querellas, quedó sujeto a la afrenta de ser públicamente encausado. Antes de la sentencia, que no podía menos de condenar al nieto a una mazmorra o una celda, informan al emperador que los patios de palacio están rebosando de secuaces armados de su nieto, y así se mitiga el proceso con un ajuste de reconciliación, y el éxito triunfal del príncipe enardece el denuedo del bando juvenil.
Pero vecindario, clero y Senado siguen la persona, o por lo menos el gobierno, del emperador anciano, y tan sólo allá por las provincias hallan los descontentos el arbitrio de huida, rebeldía o arrimo advenedizo para esforzar su empeño y voltear el solio (1321-1328 d. C.). El gran doméstico Juan Cantacuzeno es el alma de aquella empresa, pues su salida de Constantinopla es la primera fecha de sus gestiones y de sus memorias: y aunque su propia pluma es la que rasguea expresivamente, un historiador desafecto está encareciendo su afán y desempeño en servicio del emperador mozo; el cual huye de la capital pretextando una cacería; enarbola su estandarte en Andrinópolis, y junta en pocos días cincuenta mil hombres de infantería y caballería, quienes, ni por obligación, ni por pundonor, se armarán contra los bárbaros. Con tan crecida fuerza se mandara y salvara el Imperio, mas eran encontrados los pareceres, sus movimientos pausados e inciertos, y amaños y negociaciones entorpecen todos sus pasos. Sigue la contienda de los Andrónicos dilatada, suspendida y renovada por el plazo arruinador de siete años. Por el primer ajuste se dividen los residuos del Imperio griego: el mayor queda con su Constantinopla, Tesalónica y las islas, cediendo al menor la soberanía de la mayor parte de Tracia desde Filipos hasta el confín bizantino. En el segundo tratado pacta el pago de sus tropas, su coronación ejecutiva, y una porción decorosa del poderío y rentas del estado. La tercera guerra civil para en la sorpresa de Constantinopla, el retiro terminante del emperador anciano y el reinado único de su victorioso nieto (febrero de 1325 d. C.). Las causales de tanta dilación se hallan en la índole de los individuos y de su siglo. Abogando el héroe de la monarquía por su desagravio y sus anhelos, oyósele con lástima y aplauso, y sus parciales andan pregonando la promesa contrapuesta de aumentar su paga a la soldadesca y descargar al vecindario de gravámenes. Suenan y resuenan en su rebeldía las quejas de cuarenta años, y atruenan a la nueva generación con la grandiosa perspectiva de un reinado cuyos privados son de otros tiempos. Sin brío floreció la mocedad de Andrónico, y carece su madurez de todo decoro; asciende el producto de sus impuestos de cinco a seis millones de duros, y aquel soberano riquísimo, cual ninguno de la cristiandad, no alcanza a mantener tres mil caballos y veinte galeras para contrarrestar el ímpetu de los asoladores turcos. [963] «¡Cuán diversa —prorrumpe el joven Andrónico—, es mi situación de la mi hijo de Filipo! Podía lamentarse Alejandro de que nada le dejaba su padre para conquistar, ¡ay de mí! nada me dejara mi abuelo que perder». Pero luego quedaron enterados los griegos de que las llagas públicas no se sanan con guerra civil, y de que el predilecto mancebo no había de ser el salvador de un imperio caedizo. En el primer rechazo su propia liviandad, las desavenencias violentas y la mañas de la antigua corte, siempre tentadora de individuos, quebrantaron su partido; ya lo asaltan remordimientos, ya le acosan los negocios, ya lo engañan con propuestas; su afán es el deleite y no el poderío, y la proporción de mantener mil galgos, mil halcones y mil cazadores, basta para mancillar su concepto y desarmar toda su ambición.
Vamos ahora a presenciar la catástrofe de tan enmarañada farsa, y la situación contrapuesta de los principales comediantes. [964] Discordias civiles acosan la vida de Andrónico, y en los vaivenes de guerras y tratados su potestad y su concepto van siempre menguando, hasta la noche fatalísima en que las puertas de la ciudad y del palacio se franquean de par en par y sin contrarresto a su nieto. Escarnece el caudillo principal los avisos repetidos de sumo peligro, y retirándose a su lecho sin asomo de zozobra, desampara al endeble monarca, con algunos clérigos y pajecillos, en incesante y pavoroso desvelo. Se realizan luego sus sobresaltos con el clamor hostil que está vitoreando los dictados y el triunfo de Andrónico el Menor; y el emperador anciano, postrándose ante una imagen de la Virgen, envía un mensaje rendido brindando con el cetro, e implorando la vida de manos del vencedor. La contestación del nieto es decorosa y compasiva, y a instancias de sus amigos el mozo Andrónico se reviste del cargo de administrador único, dejando al mayor el dictado y la preeminencia de emperador primero, el uso del gran palacio y una pensión de veinticuatro mil monedas de oro, la mitad sobre el tesoro general y la otra de la almadraba de Constantinopla. Pero una vez arrinconada, todo es ya para el menosprecio y olvido, sonando tan sólo por los patios y corredores del silencioso y grandísimo palacio las aves y ganados de la vecindad que se espacian a sus anchuras, y viniendo luego a quedar su situado en diez mil monedas trabajosamente habidas, [965] desahuciado al fin de toda esperanza. La escasez, y luego carencia total de vista, acibaró más y más sus quebrantos, estrechándole también su encierro, y en las ausencias o indisposiciones del nieto, sus alcaides inhumanos, amenazándole de muerte, le precisaron por fin a trocar la púrpura por el hábito y la profesión monástica. Vive el padre Antonio retraído del boato mundano, pero en el invierno necesita abrigarse con un tosco pellizo, y como su confesor le tiene vedado el vino, y su médico el agua, usa a pasto el sorbete de Egipto. Ardua empresa es para el ex emperador el proporcionarse tres o cuatro monedillas para acudir a tan menguadas urgencias, y si se desprende aun de su poquísimo oro para remediar el apuro todavía más doloroso de un amigo, tamaño sacrificio abulta en gran manera entre los sumos rasgos de humanidad y de religión. A los cuatro años de su renuncia, fallece Andrónico o Antonio en su celdilla, de setenta y cuatro años, y la postrera incensado de adulación tan sólo pudo prometerle corona de gloria más esplendorosa en el cielo que la ceñida por largo tiempo en la tierra. [966]
No es tampoco el reinado del menor más esclarecido y venturoso que el mayor de los Andrónicos. [967] Esquilmó el fruto de su ambición, pero lo paladeó pasajera y amarguísimamente, pues se malquistó desde su encumbramiento (mayo de 1328 d. C.), y se patentizaron más a las claras los achaques de su índole. Estrechábale la reconvención pública a marchar personalmente contra los turcos, y acompañábale el denuedo en los trances, pero un descalabro y una herida fueron los únicos trofeos que trajo de su expedición del Asia, que corroboró el restablecimiento de la monarquía otomana. Los desbarros de su desempeño fueron rayando a lo sumo, y su rematada informalidad en el caso revuelto de trajes nacionales suenan llorosamente entre los griegos, como síntomas fatalísimos de la decadencia del Imperio. Envejece Andrónico muy temprano, pues su desenfreno juvenil anticipa los achaques de la ancianidad, y restablecido de una dolencia, mortal por su naturaleza, los remedios, o la Virgen, fallece luego a los cuarenta y cuatro años. Se enlazó dos veces, y como el roce con los latinos preponderantes había desmoronado las vulgaridades griegas en la corte, entrambas consortes eran de las casas reales de Italia y Alemania. La primera, Inés en la cuna, e Irene en Grecia, era hija del duque de Brunswick. Era el padre un señor de poquísima monta [968] en las regiones míseras y bravías [969] del norte de Alemania, [970] gozaba no obstante de escasas rentas con sus minas de plata, [971] y los griegos ensalzan su alcurnia como la más antigua y esclarecida del apellido Teutónico. [972] Tras la muerte de esta princesa ternezuela, vino Andrónico a desposarse con Juana hermana del conde de Saboya, [973] y su comitiva sobrepujaba a la del rey de Francia. [974] Acataba el conde en su hermana la majestad augusta de una emperatriz romana; compónese su séquito de caballeros y de damas, se regenera y corona en Santa Sofía, apellidándose más católicamente Ana, y en la festividad del desposorio compiten griegos e italianos en los ejercicios marciales de justas y torneos.
Sobrevive la emperatriz Ana de Saboya a su marido, y su hijo, Juan Paleólogo, huerfanillo de nueve años, va luego floreciendo al amparo del griego más descollante y benemérito de aquel tiempo. La intimidad entrañable y dilatada del padre con Juan Cantacuzeno redunda al par en blasón de entrambos, pues entablada con los recreos de su mocedad, y siendo las alcurnias igualmente esclarecidas, [975] el brillo reciente de la púrpura quedaba contrapuesto con la sobrepujanza de una educación casera. Ya se ha visto cómo fue Cantacuzeno el rescatador del príncipe muy mozo contra la potestad del abuelo, y tras seis años de guerra el mismo predilecto lo reinstaló triunfalmente en su palacio de Constantinopla. En el reinado del menor Andrónico, el gran doméstico avasalla al emperador y al Imperio, y su denuedo y desempeño devuelven la isla de Lesbos y el principado de Etolia a su obediencia antigua. Confiesan sus enemigos que entre los salteadores públicos es Cantacuzeno el más mirado y comedido, y la reseña de sus haberes, que pone de manifiesto [976] deja presumir que todos le cupieron de herencia sin el tiznón personal de la rapiña. No especifica a la verdad su caudal en moneda, plata labrada y joyas; y luego tras el don voluntario de doscientas alhajas de plata, y muchas reservas de amigos y robos de sus contrarios, la confiscación de sus tesoros bastó para la habilitación de una escuadra de setenta galeras. No deslindo la extensión y número de sus posesiones, pero rebosan sus tropas de acopios de centeno y cebada y la faena de mil pares de bueyes pudiera muy bien arar, según la práctica de los antiguos, más de sesenta mil yugadas de terreno. [977] Se solazaban por sus dehesas dos mil quinientas yeguas de cría, doscientos camellos, trescientas mulas, quinientos asnos, cinco mil reses vacunas, cincuenta mil cerdos y setenta mil ovejas; [978] registro apreciabilísimo de opulencia campesina, hacia los remates del Imperio, muy probablemente en la Tracia, tan repetidamente talada con hostilidades caseras y advenedizas. Sobrepujaba la privanza de Cantacuzeno a sus haberes; pues en la estrechez de la familiaridad y en los ratos de indisposición, se mostraba el emperador ansioso de zanjar la distancia que mediaba instando a su íntimo para alternar en la diadema y la púrpura. El pundonor del gran doméstico, testimoniado por su propia pluma, contrarrestó tan azarosa propuesta, pero el último testamento de Andrónico lo dejó nombrado ayo de su hijo, y regente del Imperio (1341 d. C.).
Si hallara el sumo regente decorosa correspondencia en subordinación y agradecimiento, procediera quizás con lealtad acendrada y afanosa en servicio de su alumno. [979] Quinientos soldados están siempre de guardia en palacio y junto a la persona del emperador; se tributan exequias debidas al difunto; calla y obedece la capital; y Cantacuzeno participa, con quinientas cartas en el término de un mes a todas las provincias su malogro y su obligación. El gran duque o almirante Apocauco agosta la perspectiva de una minoría bonancible, y para más abultar su alevosía el historiador imperial encarece su misma imprudencia en remontarlo hasta aquella esfera contra el dictamen de su atinado soberano. Osado y astuto, robador y pródigo, la ambición y la avaricia se están dando la mano mutuamente en todos sus pasos, echando el resto de sus alcances en el exterminio de la patria. Se engríe más y más su arrogancia con el mando de las fuerzas navales, de una fortaleza, y redoblando juramentos y lisonjas está reservadísimamente conspirando contra su bienhechor. Cohecha y maneja la comitiva mujeril y palaciega de la emperatriz; estimula su natural anhelo por la tutoría de su propio hijo; el cariño maternal sirve de disfraz a su ansia de poderío, y el fundador de los Paleólogos dejó a la posteridad enterada en el ejemplar de un ayo alevoso. Es el patriarca Juan de Apri un anciano altanero y apocado, cercado de infinita y hambrientísima parentela. Saca a luz allá una carta enmohecida de Andrónico en que le encarga la custodia religiosa del príncipe y del pueblo; el paradero de su antecesor Arsenio le esta advirtiendo que precava, antes de tener que castigar los atentados de un usurpador, y Apocauco se sonríe con el cebo tan certero de su adulación, al ver que el sacerdote bizantino se va encumbrando al señorío y arranques temporales del pontífice romano. [980] Se asocian reservadamente tres sujetos de tan diversa índole y situación; restablecen ciertos asomos de autoridad en el Senado, y suena halagüeñamente en el vecindario el eco de libertad. Aquella confederación poderosísima asalta al gran doméstico, al pronto con armas encubiertas y luego sin rebozo. Se contrarrestan sus prerrogativas, se soslayan sus dictámenes, se persiguen sus amigos, y se le amaga en la ciudad y en el campamento. Al ausentarse por el servicio público, se le tizna de traidor, se le pregona por enemigo de la Iglesia y del estado, entregándolo con todos sus parciales, a la cuchilla justiciera, a la venganza del pueblo y a la potestad del diablo: se le confiscan los haberes, se encarcela a su anciana madre; yacen sus servicios anteriores en el olvido, y le precisan a cometer el delito que le están achacando. [981] Escudriñando la conducta anterior de Cantacuzeno aparece inculpable de todo asomo alevoso y lo único que empaña su inocencia es aquel ahínco extremado en sincerarse, y la sublimidad castiza que cifra en su propio y acendrado pundonor. Aparentando siempre así la emperatriz como el patriarca finísima armonía insta redobladamente por el permiso para retirarse a una vida privada y aun monástica. Aun declarado ya enemigo público, está más y más ansiando el arrojarse a las plantas del tierno emperador, y recibir sin prorrumpir en el menor murmullo el hachazo del sayón; se le hace muy cuesta arriba el dar oídos a los dictámenes de la razón que le está demostrando el instituto natural y sagrado de mirar por su familia y amigos, y ante todo que le cabe ya más salvamento que el de la espada con el dictado imperial.
El emperador Juan Cantacuzeno queda revestido (1341 d. C.) con los borceguíes purpúreos, en la ciudad fuertísima de Demótica, peculiar de su señorío; su parentela noble le calza el derecho, y los caudillos latinos, todos caballeros, el izquierdo. Pero aun en el mismo trance de pregonar su rebeldía, ostenta visos de lealtad, y los dictados de Juan Paleólogo y de Ana de Saboya suenan siempre antes que su propio nombre y el de su esposa Irene. Transparente disfraz de rebeldía viene a ser este ceremonial tan fútil, ni caben al parecer agravios personales que escuden a un súbdito para guerrear contra su soberano, pero aquel mismo repente, desde luego tan certero, está asombrando los pretextos del usurpador sobre ser aquel paso terminante más bien pasto de la precisión que de su albedrío. Sigue Constantinopla al emperador mancebo, acuden al rey de Bulgaria para el socorro de Andrinópolis; titubean las ciudades principales de Tracia y Macedonia, y por fin se retraen del gran doméstico, y los caudillos de la tropa y las provincias, a impulsos de su interés privado, anteponen el predominio blando de una mujer y un sacerdote. Aporta Cantacuzeno su ejército en dieciséis divisiones, sobre las orillas del Metas para ir atrayendo, o tener aterrada la capital; zozobras y traiciones las dispersan, y la oficialidad, especialmente la asalariada de los latinos, admite los regalos y entra en el servicio de la corte bizantina. Con este menoscabo el emperador rebelde (pues fluctúa entre ambos predicamentos), se encaminan, con un residuo selecto a Tesalónica, pero fracasa en su intento contra aquella plaza de suma entidad, estrechándole siempre el alcance el gran duque, su enemigo Apocauco, acaudillando fuerzas superiores por mar y por tierra. Internado a viva fuerza, en su marcha, o más bien huida por las serranías de la Serbia, junta Cantacuzeno su gente para deslindar la que mereciese o desease continuar en su servicio ya tan mal parado. Una mayoría ruin se despide con su acatamiento, y su cuerpo leal se reduce a dos mil y luego a quinientos voluntarios. El kral [982] o déspota de los serbios lo recibe con espléndido agasajo, pero el huésped va luego menguando a suplicante, a rehén y a cautivo, y en tan lastimosa servidumbre yace al umbral de un Bárbaro, árbitro de la vida y libertad de un emperador romano. No alcanzan ofertas halagüeñas a desmoronar su entereza, mas luego se va inclinando a la parte prepotente, y despide al amigo sin tropelía en busca de nuevas esperanzas y peligros. Arde por seis años la guerra civil, con alternativas de ventajas y descalabros, ciega y enfurecidamente; el encono de nobles y plebeyos desquicia los pueblos; batallan Cantacuzenos y Paleólogos, y por ambos partidos contrapuestos se acude a búlgaros, serbios y turcos para instrumento de ambiciones peculiares y exterminio general. Llora el regente aquel cúmulo de fracasos que causó y está padeciendo, y palpó con dilatada experiencia aquel desengaño patente sobre la diferencia entre guerra civil y extranjera. «Este —exclamó—, es el ardor externo del estío; siempre, siempre tolerable y a veces benéfico, la otra es la llama mortal de la fiebre, que está consumiendo sin arbitrio las entrañas del paciente». [983]
Afrenta perniciosísima es la de acudir a bárbaros irracionales para las desavenencias entre naciones civilizadas, pues si en el trance imprescindible socorren la razón y la humanidad rechazan tamaño desbarro. Sabido es que los bandos contrapuestos achacan al par a sus contrarios la culpa del primer paso, y cuantos malogran sus intentos son siempre los más vocingleros en tiznar los mismos ejemplares que están envidiando y remedaran gustosísimos. Eran quizás los turcos de Asia menos bravíos que los cabrerizos de Bulgaria y Serbia, pero les constituía su religión enemigos implacables de Roma y del cristianismo. Echaron el resto en ruindad y desembolso entrambos partidos para granjearse la amistad de los emires; sobresalió la maestría de Cantacuzeno, pero a precio subidísimo le costaron el auxilio y la victoria, mediando el desposorio de su hija con un infiel, el cautiverio de miles de cristianos y el tránsito de los otomanos a Europa, que fue el hachazo póstumo y fatalísimo para el derribo del Imperio Romano. Inclinada ya la balanza se vuelca a su favor con la muerte de Apocauco, remuneración debida, aunque harto extraña de sus maldades. Tiene encarcelados un sinnúmero de nobles y plebeyos en la capital y por las provincias, hacinándolos todos en el palacio antiguo de Constantinopla. Los van emparedando más y más con la división y estrechez de miles de celdillas, con el intento de atajarles todo asomo de huida y atormentarlos hasta lo sumo en aquel desamparo. Está diaria y personalmente activando la obra; se queda su escolta a la puerta y al hallarse en un patio interior para celar a los albañiles, ajenísimo de toda zozobra y recelo, lo asaltan y dejan exánime en el suelo dos presos de la alcurnia Paleóloga, [984] armados a impulsos de su denuedo y desesperación, tan sólo con garrotes. Vitorean la venganza y su libertad y la muchedumbre destroza sus grillos, fortifica la cárcel, cuelgan de una pared la cabeza del tirano, e imploran confiadamente la clemencia de la emperatriz y el amparo del pueblo. Cabía desde luego a Ana de Saboya el complacerse con el escarmiento de un ministro ambicioso, pero mientras está deliberando, la plebe, y con especialidad la marinería, estimulada por la viuda del gran duque, se propasa a la asonada, al asalto y a la matanza. Los presos (por lo más ajenos de toda culpa y gloria en aquel hecho) huyen a una iglesia cercana; quedan degollados al pie del altar, y es el monstruo tan sangriento y venenoso en muerte como en vida. Pero se cifró en su inteligencia la causa del emperador mozo, y sus socios ahora, desavenidos y recelosos todos, se desentienden de la guerra, y de todo género de convenio. Al despuntar la contienda la emperatriz desengañada se lamenta de que los enemigos de Cantacuzeno la han vendido; se esmera el patriarca en predicar contra el perdón de los agravios, sellando su promesa de encono sempiterno con juramento y pena de excomunión. [985] Pero prescinde luego Ana de toda enseñanza para odiar en el alma y mira con cierta indiferencia como advenediza, las desventuras del Imperio. Se encela de muerte con una emperatriz competidora, y en sus primeros arranques de aquel ímpetu, amaga al patriarca con la convocación de un concilio para apearlo de su asiento. Su torpeza y sus desavenencias proporcionan suma ventaja, pero la guerra civil se va dilatando con la flaqueza de entrambos partidos, incurriendo el comedimiento de Cantacuzeno en la tacha de flojedad y cobardía. Va recobrando ciudades y provincias, y el reino de su alumno se ciñe al recinto de las murallas; pero Constantinopla por sí sola contrapesa a lo restante del Imperio, ni le cabía el avance decisivo hasta tener afianzado el concepto público y la correspondencia reservada. Había sucedido al gran duque en su cargo un italiano llamado Facciolati [986] (enero de 1347 d. C.) corriendo por su cuenta la armada, los guardias y la puerta dorada, pero su ambición se deja cohechar para servir de instrumento a una alevosía, y así la revolución queda cumplida sin sangre ni peligro. Sin asomo de arbitrio para la resistencia ni de esperanza de auxilio, Ana inflexible se empeña en defender el palacio, y se sonriera a la llamarada de toda la capital a trueque de no verla en manos de su competidora; pero se quebranta a las instancias de amigos y enemigos, y el vencedor, quien profesa entrañable y ansioso cariño al hijo de su bienhechor, dicta el tratado. Queda por fin consumado el enlace de Paleólogo con su hija, y reconocido el derecho hereditario del alumno, pero por diez años sigue el ayo revestido por sí solo de todo el derecho de la gobernación. Siéntanse hasta dos emperadores y tres emperatrices en el solio de Constantinopla, y un indulto general despeja las zozobras y corrobora las propiedades de los individuos más culpados. Solemnízase la coronación y el desposorio con muestras, fementidas por ambas partes, de concordia y magnificencia. En las turbulencias pasadas, tras el erario, se habían malbaratado las alhajas del palacio; sírvese el banquete imperial con vajilla de peltre o vidriado, y es tan fantástica la altanería de aquel siglo que la carencia de oro y joyas, se suple con la hechura baladí de cristales y pieles doradas. [987]
Me afano en redondear la historia personal de Cantacuzeno. [988] Triunfa y reina, pero luego se nublan entrambos logros malquistándose con uno y otro bando. Califican sus secuaces el acta de indulto de perdón para sus enemigos y olvido para sus íntimos, [989] pues por su causa se menoscabaron o fenecieron las posesiones, y al vagar desnudos y hambrientos por las calles van maliciando la generosidad interesada de un caudillo que desde el solio del Imperio está desamparando su herencia solariega. Los parciales de la emperatriz se sonrojan de estar colgados para sus haberes y su existencia del agrado voluble de un usurpador, y aunque sedientos de venganza, se escudan con las muestras de cariño que vocean, por la sucesión, y aun el salvamento de su niño. Instan encarecida y desaforadamente los amigos de Cantacuzeno para que se les descargase de su juramento a los Paleólogos, encargándose de la defensa de algunas plazas por vía de afianzamiento, y esforzando el empeño con eficaz elocuencia, pero contrarrestando siempre (dice el historiador imperial) «con mi peregrino y casi increíble pundonor». Suena ya el eco de tramoyas y asonadas, y está temblando de que se arrojen hasta el extremo de arrebatarle, por enemigos caseros o advenedizos el príncipe legítimo tremolando allá su nombre y sus agravios en las banderas de la rebeldía. Florece ya varonilmente el hijo de Andrónico, y se despeja y obra, remedando y enardeciendo su ambición tras los vicios del padre. Cantacuzeno, según blasona él mismo, se afana en ir enfrenando la torpe sensualidad del mancebo, sublimando su ahínco al par de su encumbrada esfera. En la expedición de Serbia entrambos emperadores van ostentando su mutua y entrañable armonía a la tropa y al paisanaje, y el mayor se esmera en amaestrar a su alumno en los afanes de la guerra y del gobierno. Ajustada la paz, se acuartela Paleólogo en Tesalónica, sitio real y punto fronterizo, para afianzar con su ausencia el sosiego de Constantinopla, y resguardar su mocedad de los halagos expuestísimos de la capital. Pero la distancia quebranta el alcance del predominio, y el hijo de Andrónico capitanea una cuadrilla de compañeros desaforados que lo descarrían de su ayo, se lamentan de su destierro y pregonan sus desagravios. Tras un ajuste reservado con el cual el déspota de Serbia estalla una rebelión, y Cantacuzeno entronizado en el solio del mayor Andrónico defiende la causa de su ancianidad y su prerrogativa que tan denodadamente combatió en su mocedad. A su instancia, la emperatriz madre emprende el viaje de Tesalónica y entabla oficios de mediadora, y regresa sin éxito, y a menos que esté aleccionada ya por la adversidad, se hace muy dudoso que procediese muy de veras, o por lo menos con sumo ahínco, en su desempeño. Empañando más y más el cetro con entereza y tesón, encarga a la emperatriz manifieste como está ya asomando el plazo legal de los diez años, y tras el amargo desengaño de las vanidades mundanas, está el emperador Cantacuzeno suspirando por el sosiego de un claustro, y aspirando tan sólo a una corona celeste. A ser entrañables aquellos arranques, quedaba restablecida la paz en el Imperio, y su conciencia descargada con un acto justiciero. Paleólogo es únicamente responsable por su gobierno venidero, y prescindiendo de su vicios, no podían ser tan aciagos como una guerra civil, para la cual están brindando a bárbaros e infieles que han de acudir al mutuo exterminio de los griegos. Prepondera Cantacuzeno con las armas de los turcos, que desde entonces se arraigan hondamente en Europa, por tercera vez, y el emperador mozo, aventado por mar y tierra, tiene que guarecerse con los latinos en la isla de Tenedos. Su desacato pertinaz precisa al vencedor a un paso que hacía irreconciliable la contienda, revistiendo con la púrpura y asociándose a su hijo Mateo, y vinculando así la sucesión en la alcurnia Cantacuzena. Pero se aferra Constantinopla más y más por la sangre de sus príncipes antiguos, y este postrer baldón apresura el restablecimiento del legítimo heredero. Un noble Genovés prohíja la causa de Paleólogo, y mediante la promesa de su hermana verifica la revolución en dos galeras y dos mil quinientos auxiliares. Pretextan averías y se les franquea entrada en el puerto menor; les abren una puerta y claman los latinos: «Viva por siempre el victorioso emperador Juan Paleólogo», correspondiendo con asonada general el vecindario. Quédale crecido bando, siempre leal a Cantacuzeno, pero afirma en su historia (¿acaso cuenta con que le crean?) que su conciencia timorata se desentendió de una victoria positiva, y que atenido voluntariamente a los dictámenes de la religión y la filosofía, se apea del solio y abraza gustosísimo el hábito y la profesión monástica [990] (enero de 1355 d. C.). Apenas deja de ser príncipe, el sucesor no se opone a que venga a ser santo; dedica lo restante de su vida a la devoción y el estudio; respetando todos en su celdilla de Constantinopla o del Monte Athos al monje Jouraf, como temporal y espiritual del emperador; y si llega a salir de su retiro, es tan sólo como ministro de paz; y para avasallar la pertinacia e implorar el indulto de su hijo rebelde. [991]
Pero aun en el mismo claustro batallan las potencias de Cantacuzeno en guerra teológica. Afila su pluma controversista zahiriendo a judíos y mahometanos, [992] en todos estados defiende con igual afán la luz divina del Monte Thabor, cuestión muy sonada que echa el sello a los devaneos religiosos de los griegos. Los faquires de la India [993] y los monjes de la iglesia oriental vivían igualmente empapados en el concepto de que, indicado de las potencias del alma, el ánimo acendradísimo puede encumbrarse hasta presenciar plenamente la Suma Divinidad. La opinión y práctica de los monasterios del monte Athos [994] se conceptuarán más cabalmente con las palabras idénticas de un abad que floreció en el siglo XI. «Al estar a solas en la celdilla —dice el doctor espiritualísimo—, cierra tu puerta, clava la vista y el pensamiento hacia el vientre, la región del ombligo, e inclinando así tus barbas sobre el pecho, encumbra el ánimo allá lejos de todo lo vano y perecedero, escudriñando más el sitio del corazón y solio del alma. Al pronto será todo lóbrego y pavoroso mas en perseverando día y noche vas a gozar luego una complacencia imponderable, pues al descubrir por fin el paraje del corazón, te empaparás en ráfagas místicas de resplandor celeste». Este resplandor parto de una fantasía desencajada e hijo de un estomago vacío y de un cerebro todavía más aéreo, era lo mismo que adoraban los quietistas, como creencia cabal y acendradísima del mismo Dios, y mientras aquel desvarío permaneció vinculado en el monte Athos, los solitarios, de suyo tan sencillos, no se engolfaron en apurar si la creencia divina era o no material, ni como siendo sustancia inmaterial cabía en el alcance de la vista humana. Pero en el reinado de Andrónico el Menor, fue visitando aquellos monasterios Barlaam, [995] monje calabrés, igualmente aventajado en filosofía que en teología, y poseyendo los idiomas griego y latino, sabía sustentar las creencias encontradas, según el interés del trance en que se hallaba. Uno de aquellos místicos reveló indiscretamente al viajero los arcanos de la plegaria mental, y Barlaam afianzó la coyuntura de ridiculizar a los quietistas, aposentadores del alma en el ombligo, tildando a los monjes del monte Athos de herejes y blasfemos. Aquel embate arrolló al quietismo, que vino a quedar exterminado o encubierto, y Gregorio Palamas ideó una distinción sutilísima entre la creencia y las operaciones de Dios. Su existencia inaccesible mora en medio de una luz eterna e intrincada, manifestándose aquella visión beatífica de los santos a los discípulos sobre el monte Thabor en la transfiguración de Jesucristo. Pero la distinción vino a incurrir en la tacha de politeísmo; se negó aferradamente la eternidad de la luz en el Monte Thabor, tildando además Barlaam a los palamistas de sostener dos sustancias sempiternas, un Dios visible y otro invisible. Amagado de muerte por la saña de los monjes del monte Athos, se retira el Calabrés a Constantinopla, donde sus modales finos y aseñorados le granjean privanza con el gran doméstico del emperador. Engólfanse corte y vecindario en esta contienda teológica, que sigue ardiendo en medio de la guerra civil; pero Barlaam deja su doctrina huyendo y apostatando; quedan triunfantes los palamitas y las facciones contrapuestas del estado se avienen a deponer al gran antagonista el patriarca Juan de Apri. Cantacuzeno con ínfulas de emperador y de teólogo, preside el sínodo de la Iglesia griega que plantea como artículo de fe, la luz increada del monte Thabor, y tras tantísimos desacatos a la racionalidad, poquísimo cabía ya el lastimarla con un desvarío más. Se emborrizan resmas de papel o rollos de pergamino a millares, y los sectarios impenitentes que se niegan a firmar el credo acendrado, quedan al morir insepultos; pero en el siglo siguiente yace por fin olvidado por entero, ni me ha sido dable apurar si se llegó a echar mano de la cuchilla o de la leña para el exterminio de la herejía barlaamita. [996]
Dejé reservada para la conclusión de este capítulo la guerra genovesa, que llegó a conmover el solio de Cantacuzeno, y patentizó la postración del Imperio griego (1261-1347 d. C.). Los genoveses avecindados ya tras el recobro de Constantinopla, en el arrabal de Pera o Gálata, merecieron aquel feudo honorífico a la dignación del emperador. Quedaron árbitros en el uso de sus leyes y magistrados; pero sujetándose a las obligaciones de súbditos y vasallos; acudieron a la jurisprudencia latina para valerse de la voz violenta de hombres lijios, [997] y su podestá o caudillo, antes de entrar en ejercicio, saludaba al emperador con aclamaciones entrañables y votos de lealtad. Selló Génova su alianza incontrastable con los griegos, y en el caso de una guerra defensiva, prometió la república al Imperio un apronto de galeras vacías y un auxilio de otras armadas, hasta cincuenta de cada clase. Miguel Paleólogo, al restablecer las fuerzas navales, entabló el intento de desentenderse por fin de todo arrimo advenedizo, y logró con brioso gobierno enfrenar a los genoveses de Gálata en los límites que las ínfulas insolentes de libertad y riqueza, les inclinaba a menospreciar. Un marinero amenazó con que luego habían de ser dueños de Constantinopla, y mató al griego que se mostró lastimado con aquel desacato nacional, y luego un bajel de guerra se negó a saludar el palacio, marchándose a piratear por el Mar Negro. Allá sus compatricios amagaban abrigar su causa; pero las tropas imperiales cercaron ejecutivamente la aldea larguísima e indefensa de Gálata, hasta que en el ademán ya del asalto, postrados los genoveses vinieron a implorar la clemencia de su soberano. El desamparo de su situación que tenía afianzada su obediencia, los exponía al embate de sus competidores venecianos, quienes en el reinado del mayor Andrónico, se propasaron a desacatar la majestad del solio. Los genoveses al divisar su escuadra se guarecieron en la ciudad con familias y haberes; sus albergues despoblados quedaron reducidos a cenizas, y el apocado príncipe que había estado presenciando el exterminio de su arrabal, acudió a su desagravio, no con armas sino por medio de embajadores. Mas aquel fracaso redundó en grandísimo logro para los genoveses, quienes consiguen permiso para luego propasarse de amurallar poderosamente a Gálata, cercarla con un brazo de mar, torrearla en derredor, colocándola un cordón de máquinas de guerra por las almenas. Prospera y reboza la colonia sobre el recinto limitado y primitivo; de día van fincando en tierras y cuajando las lomas y oteros comarcarnos, de quintas y castillos, enlazándolos además en una línea de fortificación. [998] Árbitros eran los emperadores griegos del comercio y la navegación del Euxino, señoreando las entradas angostas, o sean puertas del mar interior. En el reinado de Miguel Paleólogo, el sultán de Egipto reconoció su prerrogativa, solicitando y consiguiendo la franquicia de enviar anualmente un bajel para feriar esclavos en Circasia y en la Tartaria Menor, concesión muy azarosa para la causa cristiana, puesto que aquel refuerzo de mozos era para transformarles con la educación y la disciplina en los formidables mamelucos. [999] Planteados ya los genoveses en la colonia de Pera, fueron entablando y engrandeciendo su comercio por el Mar Negro, pues abastecían colmadamente a los griegos de pescado y trigo, renglones importantísimos para un pueblo supersticioso. La dignación rebosante de la naturaleza cuajó de mieses la Ucrania, con un asomo de labranza torpe y bravía; y la exportación interminable de bacalao y caviar se está renovando de continuo con los esturiones enormes que se pescan a la desembocadura del Don o Tanais, en su paradero último del légamo craso y aguas escasas de la Meótida. [1000] Los raudales del Oxo, el Volga y el Don y luego el mar Caspio, franquearon un tránsito extraño pero trabajoso para la pedrería y especería de la India, y las caravanas con tres meses de marcha, se encontraban con los bajeles italianos en las bahías de la Crimea. [1001] El poderío y eficacia de los genoveses se apropiaron estos ramos diversos de comercio, arrollando a los pisanos y venecianos, y avasallando a los naturales con las poblaciones y fortalezas que descollaban luego sobre los cimientos de sus humildes factorías, pues las tribus tártaras sitiaron infructuosamente su principal establecimiento de Cala. [1002] Los griegos sin el arrimo ya de su armada, yacieron ante aquellos traficantes altaneros que estaban abasteciendo o escaseando a Constantinopla con arreglo a sus intereses. Llegaron a usurpar los impuestos, las almadrabas y aun los portazgos del Bósforo, y al agolpar con tamañas entradas hasta la suma de cien mil piezas de oro, se les hacía violentísimo el abonar al emperador el residuo de treinta mil. [1003] Se manejaba la colonia de Pera o Gálata, tanto en paz como en guerra, con absoluta independencia, siendo achaque de todo establecimiento lejano el desentenderse, como lo solía practicar el podestá genovés, de la prepotencia de sus propios dueños.
Estas usurpaciones fueron alentadas por la debilidad de Andrónico el Mayor y por las guerras civiles que plagaron su reinado y afligieron la minoría de su nieto. El sumo desempeño de Cantacuzeno vino a redundar en quebranto y no en restablecimiento del Imperio, y tras su victoria interior tuvo que arrostrar la lid sobre el reinado de griegos o genoveses en Constantinopla. Aquellos mercaderes de Pera se agraviaron de haberles denegado un terreno inmediato, y varios cerros dominantes que estaban ya en ademán de fortificar; y en ausencia del emperador, allá doliente en Demótica, se arrojaron a contrarrestar un reinado mujeril, echando a pique a un barco bizantino que estaba pescando en la entrada de la bahía, y matando a los pescadores. Los agresores, en vez de implorar indulto requieren desagravio, y luego mandan altaneramente a los griegos, que se abstengan de toda navegación, contrarrestando a mano armada los primeros ímpetus de la ira popular. Se posesionan del territorio en litigio, echa el resto de su afán el vecindario entero, de todo sexo y edad, alzando el muro y excavando el foso con suma diligencia. Embisten al mismo tiempo y abrasan dos galeras bizantinas, mientras las otras tres, residuo de la armada imperial, logran ponerse en salvo; saquean y destrozan cuantas viviendas hay fuera de las puertas y por las playas, y la emperatriz regente Irene, se ciñe a resguardar la capital. Regresa Cantacuzeno y campea al punto el sosiego; propende el emperador a dictámenes de paz, pero se allana al empedernimiento de los enemigos, que más y más se desentienden allá de todo convenio racional, y al desenfreno de los súbditos, que citando la escritura amagan estrellarlos como una alcarraza. Mas repugnan el pagar los impuestos para la construcción de naves y los gastos de la guerra, y señoreando las naciones encontradas, una el mar, y otra la tierra, Constantinopla y Pera adolecen al par de los quebrantos de un sitio. Los mercaderes de la colonia, creídos de que la guerra vendría a ser de pocos días, están ya murmurando de sus menoscabos; se rezagan los auxilios de la madre patria con las banderías de los genoveses, y los más cautelosos avaloran la proporción de un bajel Rodio para trasladar sus familias y haberes a buen recaudo. Al rayar la primavera sale una escuadra bizantina por la boca de la bahía, y se acordona sobre la playa de Pera, presentando torpísimamente sus costados a los espolones enemigos (1343 d. C.). Las tripulaciones de las siete galeras y varios barcos menores, son de campesinos y artesanos, sin que algún denuedo feroz compensase su atraso; arrecia el viento, se agolpan las olas, y al descubrir los griegos al enemigo, aún distante e inmóvil, se arrojan disparadamente al mar huyendo de un peligro dudoso a un exterminio positivo. Sobrecoge igual terror pánico a las tropas asaltadoras de la línea por tierra, y los genoveses se asombran y casi se sonrojan de entrambas victorias. Sus naves triunfadoras, y coronadas de guirnaldas, van pasando y repasando con sus presas a remolque por delante del palacio; tiene el emperador que resignarse, consolándose con la esperanza de su desagravio. Pero el conflicto por ambas partes acarrea un convenio temporal, y el baldón del Imperio queda mal rebozado con una gasa de señorío y potestad. Intimando cargos a los caudillos de la colonia, aparenta Cantacuzeno menospreciar el motivo baladí de la contienda, y tras alguna reconvención otorga allá garbosamente lo que antes había encargado a la aparente custodia de sus dependientes. [1004]
Mas luego recaban del emperador el quebrantamiento del tratado y su alianza con los venecianos, enemigos perpetuos de Génova y de sus colonias (1352 d. C.). Mientras está recapacitando los motivos de la paz y de la guerra, el vecindario de Pera impensadamente deja tanto comedimiento con el desacato antojadizo de disparar desde su muralla una piedra descomunal sobre el centro de Constantinopla. Al formalizar tan justa queja, vituperan tibiamente la demasía de su maquinista, pero se repite el insulto a la madrugada, y se glorian de aquella segunda prueba del alcance de su artillería hasta el interior de la ciudad imperial. Firma Cantacuzeno ejecutivamente su tratado con los venecianos, pero la mole de todo un Imperio Romano, apenas asoma en el poderío de aquellas grandiosas y opulentas repúblicas. [1005] Desde el estrecho de Gibraltar hasta la desembocadura del Tanais, se tropiezan las escuadras con éxito vario, y por fin se traba refriega memorable en lo angosto del mar, bajo los muros de Constantinopla. Arduo empeño fuera el de hermanar las relaciones de griegos, venecianos y genoveses; [1006] mas ateniéndome en lo principal a los pormenores de un historiador imparcial [1007] voy a enumerar de cada nación los hechos que les incumben para su respectivo timbre o desdoro. Sobresalen los venecianos con sus aliados los catalanes en el número, pues su escuadra con el escaso aumento de ocho galeras bizantinas componen setenta y cinco velas, no pasando las genovesas de sesenta y cuatro; pero sus naves de guerra descollaban por su bulto y fortaleza. Resplandecen los nombres y alcurnias de sus caudillos Pisanis y Dorias en los anales de su patria; pero se aventaja el de éstos últimos en nombradía y desempeño. Se acometen estando el mar alborotado, y sostienen revueltos el combate, desde el amanecer hasta ya muy anochecido. Celebran la gallardía de los genoveses sus mismos enemigos, sobresalen los compañeros de los venecianos, pero todos acordes sobreponen la habilidad y el arrojo de los catalanes quienes con miles de heridas contrarrestan lo recio del trance. Al separarse las escuadras, asoma dudoso el resultado; pero las trece galeras genovesas tomadas o echadas a pique vienen a quedar compensadas con el doble quebranto de los aliados, con catorce venecianas, diez catalanas y dos bizantinas de pérdida, pues el pesar de los mismos vencedores, denota la arrogancia habitual de victorias más decisivas. Confiesa Pisani su descalabro, retirándose a una ensenadilla fortificada, y luego pretextando órdenes del Senado surca con su división fugitiva y malparada para la isla de Candía, y entrega allá a sus contrarios la soberanía del mar. El Petrarca [1008] en una carta ya pública dedicada al dogo y al senado, echa el resto de su elocuencia para hermanar las dos potencias marítimas, las lumbreras de Italia. Encarece el orador el tesón y victoria de los genoveses, los prohombres en el desempeño de la guerra naval: prorrumpe en llanto por sus hermanos de la república veneciana; pero los estimula para acosar a todo trance a los ruines y alevosos griegos, desemponzoñando la metrópoli del Oriente de aquella herejía que la tiene inficionada. Solos quedan, y ajenos de toda resistencia los griegos, y el emperador Cantacuzeno a los tres meses de la batalla, agencia y firma un tratado que arroja para siempre a venecianos y catalanes, concediendo a los genoveses el monopolio del comercio, y casi un absoluto señorío. El Imperio Romano (me estoy sonriendo al escribir este nombre) está para yacer arrinconado en provincia genovesa, cuando se desploma su libertad y poderío, y queda tajada toda la ambición de la república. Batallan por espacio de ciento treinta años, y triunfa por fin Venecia, y entonces la bandería extremada precisa a los genoveses, en busca de su paz interior, a guarecerse con un señor extraño, con el duque de Milán, rey de Francia. Pero el afán de comercio descuella más y más tras el empeño de las conquistas, y la colonia de Pera sigue asombrando la capital y navegando por el Euxino, hasta que los turcos vienen a empezarlo en la servidumbre de la misma Constantinopla.