A la mañana siguiente, Tatiana entró en la sala de cuidados intensivos del hospital de campaña, el edificio de madera que había sido en otros tiempos una escuela, y se encontró con otra persona en la cama de Alexandr. Había esperado encontrar la cama vacía. No había esperado encontrarse con otro paciente en la cama de Alexandr, un hombre sin brazos ni piernas.
Miró al hombre, pasmada, convencida de que se había equivocado. Se había levantado tarde y después había pasado muchas horas en la sala de los terminales. Aquella mañana habían muerto siete soldados.
Pero no, ésa era la sala de cuidados intensivos. Lev, el de la cama número treinta, estaba leyendo. Las dos camas vecinas a las de Alexandr también tenían nuevos ocupantes. Nikolai Ouspenski, el teniente con un solo pulmón, ya no estaba, y lo mismo había pasado con el cabo.
¿Por qué habían puesto a otro paciente en la cama de Alexandr? Tatiana se lo preguntó a Ina, que no sabía nada, ni siquiera había tenido el turno de noche. Ina le dijo que Alexandr le había pedido que le trajera el uniforme, cosa que había hecho, y después se había marchado. Aparte de eso, no sabía nada más. Apuntó la posibilidad de que a Alexandr lo hubieran trasladado a la sala de convalecientes.
Tatiana fue a comprobarlo. No lo habían trasladado.
Volvió a la otra sala y miró debajo de la cama. La mochila había desaparecido. La medalla al valor de Alexandr ya no colgaba del respaldo de la silla de manera que estaba junto al nuevo paciente, con el rostro envuelto en un vendaje; rezumaba sangre cerca de la oreja derecha. Con aire ausente le dijo que llamaría a un médico, y se alejó. Se sentía todo lo bien que podía sentirse una mujer con un embarazo de cuatro meses. Sabía que comenzaba a notarse la barriga. Era una buena cosa que estuvieran a punto de marcharse, porque no se veía a sí misma dándole explicaciones a las enfermeras y a los pacientes. Iba camino del comedor cuando sintió una punzada. Era el miedo de pensar que a Alexandr lo habían enviado al frente; que se encontrara al otro lado del lago sin posibilidades de volver. No pudo probar ni un bocado. Fue a ver al doctor Sayers.
No lo encontró por ninguna parte, pero sí encontró a Ina, que se preparaba para iniciar su turno. La enfermera le dijo que el doctor Sayers la había estado buscando.
—No debe haber buscado mucho —opinó Tatiana—. He estado toda la mañana en la sala de terminales.
Por fin lo encontró en dicha sala, ocupado con un paciente que había perdido la mayor parte del estómago.
—Doctor Sayers —susurró—, ¿qué está pasando? ¿Dónde está el comandante Belov? —Vio que al paciente sólo le quedaban unos minutos de vida.
—Tatiana, ya casi he terminado —le dijo el médico sin desviar la vista de las heridas del hombre—. Ayúdeme a sujetarle los costados mientras hago la sutura.
—¿Qué está pasando, doctor? —repitió Tatiana, mientras lo ayudaba.
—Deje que primero acabe, ¿de acuerdo?
Tatiana miró al médico, miró al paciente y apoyó la mano con el guante manchado de sangre en la frente del hombre. La mantuvo allí durante unos instantes y después dijo:
—Está muerto, doctor, ya puede dejar la sutura.
El médico interrumpió la sutura.
Tatiana se quitó los guantes, los tiró a un cubo y salió al exterior. El médico la siguió. Estaban casi a mediados de marzo y soplaba un viento muy fuerte.
—Escuche, Tania —dijo Sayers con el rostro pálido. Le cogió las manos—. Lo siento. Ha ocurrido algo terrible. —Su voz casi se quebró cuando pronunció «ocurrido», y su expresión mostró repentinamente una pena tremenda. Las ojeras eran tan oscuras, que daba la impresión de que lo hubieran apaleado.
Tatiana lo miró un momento, y otro… Apartó las manos.
—Doctor —exclamó, palideciendo, mientras miraba en derredor en busca de algo donde sostenerse—. ¿Qué ha pasado?
—Tania, espere, no grite.
—No estoy gritando.
—Lamento mucho ser yo quien se lo diga, lo siento muchísimo, pero Alexandr… —Se interrumpió—. A primera hora de la mañana se lo llevaron con otros dos soldados a Voljov… —Sayers no pudo continuar.
Tatiana le escuchaba inmóvil, tenía la sensación de que la habían anestesiado.
—¿Qué?
—Tania, escuche, estaban atravesando el lago cuando el fuego enemigo…
—¿Qué fuego enemigo? —preguntó Tatiana, con un tono vehemente.
—Tania, comenzaron el cruce antes de que se iniciara el bombardeo, pero estamos librando una guerra. Usted escucha los bombardeos, los obuses alemanes que disparan desde Siniavino. Un obús estalló en el hielo delante mismo del camión.
—¿Dónde está?
—Lo siento. Había cinco personas en el camión y no sobrevivió ninguna.
Tatiana le volvió la espalda al médico y se sacudió con tanta violencia que creyó que se partiría en dos. Sin mirar atrás, preguntó:
—¿Doctor, cómo se ha enterado?
—Estuve en el lugar. Intentamos salvar a los hombres, el camión. Pero el camión pesaba demasiado y estaba casi destrozado. Se hundió. —La voz del médico apenas si se escuchaba.
Tatiana se sujetó el estómago y vomitó en la nieve. Su pulso era como un tambor que resonaba por todo su cuerpo a más de doscientas pulsaciones por minuto. Se agachó para recoger un puñado de nieve y se limpió la boca. Cogió otro y apretó la nieve contra su cara. Su corazón no quería calmarse. No podía dejar de vomitar. Sintió la mano del médico en la espalda y su voz que la llamaba.
—Tania, Tania.
—¿Usted vio su cadáver? —preguntó sin volverse.
—Sí. Lo siento —murmuró Sayers—. Tengo su gorra.
—¿Estaba vivo cuando lo vio?
—Lo siento, Tatiana.
Tatiana no pudo soportarlo más.
—No, por favor —oyó que le decía el doctor Sayers, y sintió el contacto de sus brazos que la sostenían—. Por favor.
Tatiana se irguió, se obligó a ello, y se volvió para mirar al doctor Sayers, que le tocó el rostro y manifestó muy preocupado:
—Tiene que sentarse inmediatamente. Está usted en un estado…
—Sé en qué estado estoy —le interrumpió Tatiana—. Deme la gorra.
—Lo siento. Se me parte el…
—Yo cogeré la gorra —dijo Tatiana, pero las manos le temblaban tanto que tardó en cogerla y cuando lo hizo se le cayó en la nieve.
Tampoco pudo sujetar el certificado de defunción. El doctor Sayers tuvo que sostenérselo para que lo leyera. Tatiana sólo vio el nombre y el lugar del fallecimiento: lago Ladoga.
El hielo del Ladoga.
—¿Dónde está? —preguntó con voz desmayada—. ¿Dónde está ahora…? —No pudo terminar.
—Oh, Tania, ¿qué podíamos hacer? Nosotros…
Tatiana le hizo callar con un gesto y volvió a vomitar.
—No vuelva a hablarme nunca más —le dijo ella con los labios sucios de vómito—. ¿Cómo pudo no venir a despertarme? ¿Cómo pudo no decírmelo en el acto?
—Tania, míreme. —Sintió las manos del médico que la ayudaban a incorporarse. Vio las lágrimas en los ojos de Sayers—. Fui a buscarla cuando regresé. Pero apenas si soporto estar delante ahora que ha venido a buscarme, cuando no tengo otra opción. Si hubiese podido, le hubiera enviado un telegrama. —Se estremeció—. ¡Tania, salgamos de aquí! ¡Usted y yo! ¡Acabemos con este lugar de una vez para siempre! Tengo que salir de aquí, no lo soporto más. Necesito regresar a Helsinki. Venga, vamos a recoger nuestras cosas. Llamaré a Leningrado, les informaré de que me marcho. —Hizo una pausa—. Tengo que marcharme esta noche. —Miró a la muchacha—. Tenemos que marcharnos esta noche.
Tatiana no le respondió. Tenía la sensación de que su mente la estaba engañando. Por algún motivo no podía pensar en nada más allá del certificado de defunción. No era un certificado del Ejército Rojo. Era un certificado de la Cruz Roja.
—Tatiana, ¿me escucha? —insistió Sayers—. Tania, ¿me está escuchando?
—Sí —dijo ella con un tono vago—. Le escucho.
—Usted vendrá conmigo.
—Ahora mismo soy incapaz de pensar —manifestó Tatiana—. Necesito unos minutos para pensar.
—¿Quiere acompañarme a mi despacho, por favor? No está… Venga, se sentará un rato. Usted…
Tatiana se apartó del médico, mirándolo con una pasión que sabía que era terrible para él. Dio media vuelta y se encaminó a paso rápido hacia el edificio principal. Tenía que encontrar al coronel Stepanov. El coronel estaba ocupado y se negó a recibirla. Ella esperó en la puerta principal del edificio hasta que lo vio salir.
—Voy al comedor. ¿Quiere acompañarme? —La invitó el coronel, sin mirarla, mientras caminaba.
—Señor —dijo Tatiana sin moverse—, ¿qué le pasó a su oficial…? —No pudo pronunciar su nombre en voz alta.
Stepanov acortó el paso, se detuvo y se volvió para mirarla.
—Lamento mucho lo de su marido —manifestó amablemente.
Tatiana no dijo nada, hasta que se acercó al coronel y le cogió una mano.
—Señor, usted es un buen hombre y era su comandante. —El viento le azotaba el rostro—. Por favor, dígame lo que le ocurrió.
—No lo sé. No estaba allí.
Tatiana parecía muy pequeña junto al fornido coronel.
—Lo único que sé —añadió Stepanov— es que uno de nuestros camiones blindados en el que viajaban su marido, el teniente Ouspenski, un cabo y los dos conductores resultó destruido, al parecer alcanzado por un impacto directo de la artillería alemana, y se hundió en el hielo. No dispongo de más información.
—¿Blindado? Me dijo que esta mañana iba a Voljov, donde harían efectivo su ascenso —replicó Tatiana con voz apagada.
—Enfermera Metanova —dijo el coronel, que vaciló por un momento—. El camión se hundió en el hielo. Todo lo demás carece de importancia.
Tatiana no desvió la vista ni un segundo.
—Lo siento —declaró Stepanov—. Su marido era…
—Sé lo que era, señor —le interrumpió Tatiana, con la gorra y el certificado apretados contra su pecho.
—Sí, ambos lo sabemos —asintió el coronel con voz estremecida y una expresión de dolor en sus ojos azules.
Permanecieron mudos, frente a frente.
—Tatiana —dijo el coronel, emocionado—. Váyase con el doctor Sayers. En cuanto pueda. Le será mucho más fácil y estará más segura en Leningrado. ¿Quizás en Molotov? Váyase con él.
Tatiana lo miró mientras se abrochaba el abrigo. No podía apartar la vista del oficial.
—Él le trajo a su hijo —susurró.
—Así es. —Stepanov bajó la vista.
—Pero ¿quién lo traerá a él de vuelta?
El viento helado soplaba entre sus palabras.
«¿Cómo moverme? ¿Cómo me moveré ahora? ¿Puedo moverme sobre las manos y las rodillas? No. Caminaré. Miraré al suelo, me alejará caminando y no tropezaré.
»Tropezaré».
Se desplomó sobre la nieve. El coronel se acercó. La ayudó a levantarse. Le palmeó la espalda. Tatiana se abrochó el abrigo y, sin mirar otra vez a Stepanov, se alejó tambaleante camino del hospital, apoyándose en las paredes de los edificios.
Había tenido que ocultarlo cada paso del camino, de Dasha, de Dimitri, de la muerte, y ahora tenía que ocultarlo incluso de ella misma. Su debilidad era insuperable.
Encontró al doctor Sayers en su despacho.
—Doctor, míreme —dijo Tatiana—. Míreme a los ojos y júreme que está muerto.
Cayó de rodillas y lo miró, con las manos unidas en un gesto de súplica. El médico se agachó a su lado y le cogió las manos.
—Juro que está muerto —respondió sin mirarla.
—No puedo —afirmó ella con voz gutural—. No puedo soportarlo. No puedo creer que muriera en aquel lago sin mí. ¿Lo comprende? No puedo soportarlo. —De sus labios escapó un sollozo desgarrador—. Dígame que se lo llevó el NKVD. Dígame que lo han arrestado, que asaltará puentes la semana que viene, dígame que lo han enviado a Ucrania, a Siniavino, a Siberia, dígame lo que sea. Pero, por favor, no me diga que murió en el hielo sin mí. Soportaré lo que sea menos eso. Dígamelo y me iré con usted a cualquier parte. Se lo juro, haré todo lo que me diga, pero se lo suplico, dígame la verdad.
—Lo siento —dijo el doctor Sayers—. No pude salvarlo. Siento de todo corazón no haberlo podido salvar para usted.
Tatiana se arrastró para ir a apoyarse en la pared y hundió el rostro en sus manos.
—No iré a ninguna parte —anunció—. No tiene ningún sentido.
—Tania. —Sayers se acercó a ella y le apoyo la mano en la frente—. Por favor, no diga eso. Querida, por favor, déjeme que la salve para él.
—No tiene ningún sentido.
—¿Ningún sentido? ¿Qué me dice de su bebé? —exclamó el médico.
Ella apartó las manos de su rostro y lo miró con los ojos velados.
—¿Le dijo él que íbamos a tener un hijo?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé —contestó el médico, inquieto, sin apartar la mano de la frente de Tatiana—. No se encuentra bien. Está helada. Está…
Tatiana no le contestó. Se retorcía de dolor.
—¿Se va a poner usted bien?
—No. —Volvió a taparse el rostro.
—¿Se quedará usted aquí? Quédese en mi despacho y espere. No, no se levante. Intente dormir un poco.
Tatiana soltó un gemido áspero como el de un animal que aprieta una herida abierta contra el suelo, con la esperanza de morir antes de desangrarse por completo.
—Sus pacientes preguntaban por usted —añadió Sayers suavemente—. ¿Cree usted que quizá podría hacer el esfuerzo…?
—No —respondió Tatiana sin apartar las manos—. Por favor, déjeme. Necesito estar sola.
Tatiana permaneció sentada en el suelo del despacho del doctor Sayers hasta que se hizo de noche. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en las rodillas y se quedó sentada contra la pared. Cuando no aguantó más, se tumbó en el suelo, en posición fetal. Oyó vagamente el regreso del médico. Escuchó su exclamación e intentó levantarse, pero no pudo. Sayers la ayudó a levantarse y fue incapaz de contenerse cuando le vio el rostro.
—Dios mío, Tania. Por favor, la necesito.
—¡Doctor! —exclamó Tatiana—. En este momento no puedo hacer todas las cosas que usted necesita que haga. Por lo tanto, haré lo que pueda. ¿Ya es la hora?
—Ya es la hora, Tania. Vamos. —Bajó la voz—. Mire, fui a su cama y le traje la mochila. Es la suya, ¿no?
—Sí. —Tatiana cogió la mochila.
—¿Necesita que le traiga alguna otra cosa?
—No —susurró la muchacha—. La mochila es todo lo que tengo. ¿Sólo nos vamos usted y yo?
El doctor Sayers vaciló un momento, antes de responderle.
—Chernenko vino a verme y me preguntó si nuestros planes habían cambiado ahora que…
—Y usted le dijo… —Las piernas no la sostenían. Se dejó caer en la silla y miró al médico—. No puedo ir con él —afirmó—. Sencillamente no puedo.
—Yo tampoco quiero llevarlo, pero ¿qué puedo hacer? Me dijo, aunque no con tantas palabras, que sin él no conseguiríamos que usted pasara más allá del primer puesto de control. Quiero sacarla de aquí, Tania. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Nada —contestó Tatiana con voz apagada.
Ayudó a Sayers a recoger sus pocas pertenencias, y cargó con el maletín del médico y el suyo. El vehículo de la Cruz Roja era un jeep de caja grande sin la carrocería de acero habitual de las ambulancias. Éste tenía la cabina acristalada y la caja se tapaba con una cubierta de lona; no era precisamente lo más seguro para transportar a los heridos ni al personal médico. Pero era el único vehículo que había disponible en Helsinki, y Sayers no podía esperar a que le entregaran una ambulancia. Los distintivos de la Cruz Roja estaban cosidos en la lona.
Dimitri esperaba junto al vehículo. Tatiana hizo como si no lo hubiera visto mientras levantaba la solapa de lona y subía para cargar el botiquín de primeros auxilios y la caja de plasma.
—¿Tania? —llamó Dimitri.
El doctor Sayers apareció en aquel momento y se acercó al soldado.
—Muy bien. Hay que darse prisa. Usted viajará atrás. En cuanto nos marchemos podrá quitarse el uniforme y ponerse el mono del aviador finlandés. Lo que no sé es como hará para pasar el brazo por la manga. Tania, ¿dónde está el mono? —Se dirigió otra vez a Dimitri—. ¿Necesita morfina? ¿Qué tal la cara?
—Terrible. Apenas si alcanzo a ver. ¿Se me infectará el brazo?
Tatiana miró a Dimitri desde la caja. Tenía el brazo derecho enyesado y en cabestrillo. Su rostro era una masa hinchada negra y azul. Quería preguntarle qué le había pasado, pero no podía importarle menos. Ya se lo preguntaría al doctor Sayers si se acordaba.
—¿Tania? —volvió a llamarla Dimitri—. Me enteré de lo ocurrido esta mañana. Lo siento.
Tatiana sacó de su escondite el mono de vuelo del piloto finlandés y lo arrojó al suelo de la caja, delante de Dimitri.
—Venga, Tatiana —dijo el doctor Sayers—. La ayudaré a bajar. Tenemos que irnos.
La muchacha aceptó la mano del médico y saltó al suelo.
—¿Tania? —repitió Dimitri.
Ella le miró con una expresión tal de desprecio y condena que Dimitri se vio forzado a desviar la vista.
—Ponte el mono —siseó Tatiana—, échate al suelo y no te muevas.
—Escucha, lo siento. Sé que tú…
Tatiana apretó los puños y se lanzó como una fiera sobre Dimitri. A punto estuvo de golpearle en la nariz rota de no haber sido por el doctor Sayers, que la sujetó por detrás.
—Tania, por favor, no, no.
—Te acabo de decir que lo sentía —tartamudeó Dimitri, apartándose.
—No quiero escuchar tus sucias mentiras —le gritó Tatiana, que intentaba librarse de las manos de Sayers—. No quiero que me vuelvas a hablar nunca más. ¿Está claro?
Dimitri se montó en la caja del vehículo mientras rezongaba por lo bajo que no entendía a qué venía el enfado.
El médico se sentó al volante y miró a Tatiana con los ojos como platos.
—Preparado, doctor. En marcha. —Tatiana se abrochó el abrigo blanco con el brazalete de la Cruz Roja en la manga y se sujetó la cofia que le tapaba el pelo rubio. Tenía el dinero de Alexandr, su libro de Pushkin, sus cartas y sus fotos. Tenía su gorra y tenía su anillo.
Se pusieron en marcha en medio de la noche.
Tatiana sostenía desplegado el mapa de Sayers, pero no podía ayudarle a llegar a Lisii Nos. El doctor Sayers condujo el pequeño vehículo a través de los bosques del norte de Rusia, por carreteras que eran auténticos lodazales. Tatiana no veía absolutamente nada, aunque no dejaba de mirar a través de la ventanilla, mientras contaba mentalmente como una manera de concentrarse y mantenerse erguida.
El médico le hablaba ininterrumpidamente en inglés.
—Tania, querida, todo saldrá bien.
—¿Eso cree, doctor? —le replicó ella, también en inglés—. ¿Qué haremos con él?
—¿A quién le importa? Que haga lo que quiera cuando lleguemos a Helsinki. No me preocupa en absoluto. En lo único que pienso es en usted. Llegaremos a Helsinki, descargaremos unos cuantos suministros, y después usted y yo subiremos a un avión de la Cruz Roja que nos llevará a Estocolmo. Luego, desde Estocolmo, iremos en tren a Göteborg, en el mar del Norte, y nos embarcaremos en una de las naves de algún convoy que vaya a Inglaterra. Tania, ¿me escucha? ¿Entiende lo que le digo?
—Le escucho —dijo con voz apagada—. Lo comprendo.
—En Inglaterra tengo que ocuparme de un par de cosas. Después podemos elegir entre viajar en avión a Estados Unidos o tomar uno de los barcos de pasajeros que zarpan de Liverpool. Y cuando esté usted en Nueva York…
—Matthew, por favor —susurró Tatiana.
—Sólo intento que se sienta usted mejor, Tania. Todo saldrá bien.
—Matthew, ¿sabe? —dijo Tatiana en inglés—. Ahora sólo ocúpese de que crucemos la frontera.
—Tania, no sabía que hablarás inglés —comentó Dimitri desde la trasera.
Tatiana permaneció en silencio. Después cogió una barra de hierro que el doctor Sayers llevaba debajo del asiento por si tenía problemas, levantó la barra y la estrelló contra el tabique metálico que la separaba de Dimitri, con tanta fuerza que el médico, asustado por el ruido, estuvo a punto de salirse de la carretera.
—Dimitri —gritó—, cierra la boca. Eres finlandés. No quiero oír ni una sola palabra más en ruso. —Dejó caer la barra en el suelo de la cabina y cruzó los brazos sobre el estómago.
—Tania…
—No diga nada, doctor.
—No ha comido, ¿verdad? —le preguntó Sayers amablemente.
Tatiana sacudió la cabeza.
—Ahora mismo no pienso para nada en comer —contestó.
Hicieron un alto a un lado de la carretera en mitad de la noche. Dimitri ya se había vestido con el mono del piloto finlandés.
—Me va enorme —escuchó Tatiana que le decía al doctor Sayers—. Espero que no tenga que ponerme de pie. Cualquiera se daría cuenta de que no es mío. ¿Tiene un poco más de morfina? Estoy…
El doctor Sayers regresó al cabo de unos minutos.
—Si le suministro más morfina, acabará muerto. Ese brazo le traerá problemas.
—¿Qué le pasó? —preguntó Tatiana en inglés.
—Estuvieron a punto de matarlo —respondió el médico finalmente—. Tiene una fractura abierta muy fea. —Hizo una pausa—. Quizá pierda el brazo. No sé cómo está consciente y se mantiene erguido. Creí que ayer entraría en coma y, sin embargo, hoy está caminando. —Sayers sacudió la cabeza.
Tatiana no hizo ningún comentario. «¿Cómo puede estar todavía de pie? —pensó—. ¿Cómo es que el resto de nosotros: jóvenes, decididos, animosos, caímos de rodillas, hemos acabado destruidos por la vida, mientras que él sigue de pie?».
—Algún día, Tania —dijo Sayers en inglés—, tendrá que explicarme la… —Se interrumpió para señalar la trasera del vehículo—. Porque juro por Dios que no entiendo nada en absoluto.
—No creo que pueda explicárselo —manifestó Tatiana.
En el camino a Lisii Nos los detuvieron en media docena de controles para comprobar la documentación. Sayers presentaba sus documentos y los de su enfermera, Jane Barrington. Dimitri era un finlandés herido llamado Tove Hanssen que carecía de documentos, sólo llevaba una placa de identificación con el nombre del piloto muerto. Era un piloto herido que trasladaban a Helsinki para un intercambio de prisioneros. Las seis veces, los guardias levantaron la lona, alumbraron con las linternas el rostro desfigurado de Dimitri y autorizaron a Sayers para que continuara el viaje.
—Es muy agradable viajar protegido con la bandera de la Cruz Roja —opinó el médico.
Tatiana asintió.
Sayers aparcó el vehículo en el arcén y apagó el motor.
—¿Tiene frío? —le preguntó.
—No tengo frío. ¿Quiere que conduzca un rato?
—¿Sabe conducir?
En Luga, cuando ella tenía dieciséis años, el verano anterior a que conociera a Alexandr, Tatiana y Pasha se habían hecho amigos de un cabo del ejército destinado en el Soviet del pueblo. El cabo les enseñó a conducir su camión y los dejó practicar durante todo el verano. Pasha era un latoso porque siempre quería ser el único en conducir, pero el cabo era un buen hombre y dejaba que Tatiana también llevara el volante. Ella estaba convencida de que conducía mejor que Pasha, y el cabo le había dicho que aprendía deprisa.
—Sé conducir.
—Ahora no sería prudente. Está demasiado oscuro y hay hielo en la carretera. —Sayers cerró los ojos y durmió durante una hora.
Tatiana se quedó sentada en silencio, con las manos en los bolsillos del abrigo. Intentaba recordar la última vez que ella y Alexandr habían hecho el amor. Había sido un domingo de noviembre, pero ¿cuál? No conseguía recordarlo. ¿Qué habían hecho? ¿Dónde habían estado? ¿Ella lo había mirado? ¿Inga estaba al otro lado de la puerta? ¿Había sido en el baño, en el diván, en el suelo? No podía recordarlo.
¿Qué le dijo Alexandr la última noche? Le contó un chiste, le dio un beso, sonrió, le tocó la mano, le dijo que iría a Voljov para recibir el ascenso. ¿Le había mentido? ¿Le había mentido a ella?
Le había visto temblar. Ella había creído que tenía frío. ¿Qué más había dicho? «Nos vemos». Tan informal. Sin siquiera pestañear. ¿Qué más? «Recuerda a Orbeli».
¿Qué significaba eso?
Alexandr a menudo le había contado cosas muy diversas y fascinantes que escuchaba en las conversaciones en el ejército: nombres de generales, historias sobre Hitler, Rommel, Inglaterra, Italia, Stalingrado, Richthoffen, von Paulus, El Alamein, Montgomery. Muchas veces decía alguna palabra que ella no comprendía. Pero Orbeli era una palabra que ella no había escuchado antes y, sin embargo, Alexandr le había pedido que la recordara.
Tatiana despertó al doctor Sayers.
—Doctor Sayers, ¿qué es Orbeli? —le preguntó—. ¿Quién es Orbeli?
—No lo sé —contestó el médico con voz somnolienta—. Nunca he oído ese nombre. ¿Por qué?
Tatiana no dijo nada.
El médico puso el vehículo en marcha.
Llegaron a la frontera entre la Unión Soviética y Finlandia a las seis de la mañana. Reinaba el silencio más absoluto.
Alexandr le había dicho a Tatiana que aquello no era en realidad una frontera, sino una línea de defensa, lo que era diferente. Una línea de defensa significaba que había una separación de unos treinta a sesenta metros entre las tropas soviéticas y las finlandesas. Cada bando marcaba su territorio y después se sentaba a esperar que acabara la guerra.
A Tatiana le parecía que tenía el mismo aspecto que el resto del bosque que habían atravesado durante las largas horas del viaje nocturno. Los faros del vehículo alumbraban un trozo de carretera sin pavimentar, pero eso era todo. El amanecer se acercaba lentamente a los idus de marzo.
El doctor Sayers propuso que si todo el mundo estaba dormido quizá podían cruzar la frontera, sin más, y presentar sus documentos a los finlandeses y prescindir de los soviéticos. Tatiana opinó que era una idea excelente.
De pronto, alguien les dio la voz de alto. Tres somnolientos soldados del NKVD se acercaron a la ventanilla del médico. Sayers les enseñó los documentos. Uno de los soldados, después de revisar a fondo los documentos, le preguntó a Tatiana en un inglés macarrónico:
—Un viento muy frío, ¿no?
—Muy frío —contestó ella, en un inglés impecable—. Dicen que nevará.
El soldado asintió y después los tres hombres fueron a la trasera del vehículo para echarle una ojeada a Dimitri. Tatiana esperó.
Silencio.
Vio el reflejo de la linterna.
Silencio.
—Espera. Déjame que le mire la cara otra vez —dijo una voz.
La linterna volvió a alumbrar la caja del vehículo.
Tatiana permaneció inmóvil, con el oído atento.
Oyó que uno de los soldados se reía y le comentaba algo a Dimitri en finlandés. Tatiana no hablaba el idioma y, por lo tanto, no podía garantizar que fuera finlandés, pero el soldado soviético le hablaba a Dimitri en un idioma que Tatiana no comprendía y que evidentemente Dimitri tampoco, por eso no respondió.
El soldado soviético repitió la pregunta en un tono más alto.
Dimitri continuó en silencio. Entonces dijo algo que a Tatiana le sonó a finlandés. Después de un breve silencio por parte de los soldados, uno de ellos dijo en ruso:
—Sal del camión.
—Oh, no —susurró el doctor Sayers—. ¿Nos han pillado?
—Silencio —le ordenó Tatiana.
Los soldados le repitieron la orden a Dimitri para que se bajara del camión. Él siguió sin moverse.
El doctor Sayers asomó la cabeza por la ventanilla y les gritó en ruso:
—Está herido, no puede levantarse.
—Pues tendrá que levantarse si quiere vivir —respondió uno de los soldados—. Dígale a su paciente en el idioma que sea que habla que se levante.
—Doctor, vaya con mucho cuidado —murmuró Tatiana—. Si no puede salvarse, intentará matarnos a todos.
Los tres soldados del NKVD arrastraron a Dimitri fuera del camión, y después les ordenaron a Sayers y Tatiana que se apearan. El doctor salió primero y fue a situarse junto a Tatiana. Su cuerpo delgado la tapaba en parte. Tatiana, cada vez más débil, apoyó una mano en el abrigo de Sayers, como si quisiera encontrar un poco de fuerza. Tenía toda la sensación de que iba a desmayarse. Dimitri estaba en campo abierto, a la vista, a unos pocos metros de ellos; parecía un enano vestido con un mono de vuelo finlandés que era varias tallas más grande.
Los soldados del NKVD no paraban de reírse mientras lo apuntaban con los fusiles. Uno de ellos le dijo en ruso:
—Eh, finlandés, queremos que nos expliques cómo te has hecho las heridas de la cara, y que nos digas por qué vas a Helsinki. ¿Nos lo quieres explicar?
Dimitri no abrió la boca, pero miró a Tatiana con una expresión de súplica.
—Escuchen —intervino el doctor Sayers—, lo recogimos en Leningrado. Estaba malherido…
Tatiana tocó disimuladamente al médico.
—Cállese —le susurró—. Tenemos problemas.
—Puede que esté malherido —replicó el soldado—, pero éste tiene lo que yo de finlandés.
—Chernenko, ¿no me reconoces? —preguntó otro de los soldados, también en ruso—. Soy yo, Rasskovski. —Dimitri bajó el brazo bueno—. Mantén la mano por encima de la cabeza —le gritó el soldado y se echó a reír—. Ni se te ocurra bajarla.
Tatiana se dio cuenta de que no se tomaban en serio a Dimitri, con el brazo en cabestrillo. «¿Dónde está el arma de Dimitri? —se preguntó—. ¿Llevará una?».
Los otros dos soldados se mantenían un tanto apartados.
—¿Lo conoces? —preguntó uno. Bajó el fusil.
—¿Conocerlo? —exclamó Rasskovski—. ¡Claro que lo conozco! Chernenko, ¿te has olvidado de lo que me cobrabas por los cigarrillos? ¿Y cómo tenía que pagar lo que me pedías porque no podía estar en el bosque sin mis cigarrillos? —Se echó a reír—. Hace sólo cuatro semanas que te vi. ¿Ya lo has olvidado?
Dimitri no dijo una palabra.
—¿Creíste que no te reconocería por el bonito color de tu cara? —Rasskovski parecía estar pasándoselo muy bien—. Dime, Chernenko, cariño, ¿me puedes explicar qué haces vestido con un uniforme finlandés y tendido en la caja de un camión de la Cruz Roja? No hace falta que me expliques lo del brazo y la cara. Supongo que a alguien no le gustaron tus precios abusivos.
—Rasskovski, no creerás que nuestro furriel intenta desertar, ¿verdad? —preguntó uno de los soldados, y los otros dos se troncharon de risa.
Dimitri observó a Tatiana a la luz de los faros; ella le sostuvo la mirada durante un instante. Después se volvió para acercarse al doctor Sayers, mientras se frotaba los brazos para darse calor.
—Tengo frío —dijo.
—¡Tatiana! —le gritó Dimitri en ruso—. ¿Se lo dirás tú o prefieres que lo haga yo?
Rasskovski se volvió en el acto.
—¿Tatiana? ¿Una norteamericana que se llama Tatiana? —Se acercó a Sayers—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué él le ha hablado en ruso? Déjeme ver los documentos otra vez.
El doctor Sayers le mostró los documentos de Tatiana. Estaban en orden.
Tatiana se encaró con Rasskovski y le dijo en inglés:
—¿Tatiana? ¿De qué está hablando? Escuche, nosotros no sabemos nada. Nos dijo que era finlandés, ¿no es así, doctor?
—Por supuesto —afirmó el médico, que se adelantó para apoyar una mano en la espalda del soldado, en un gesto amistoso—. Escuche, no queremos tener problemas. Se presentó en nuestro hospital…
En aquel momento, Dimitri sacó la pistola y disparó contra Rasskovski, que caminaba delante de Tatiana.
Ella no sabía contra quién disparaba Dimitri, que empuñaba la pistola con la mano izquierda, pero no iba a esperar a averiguarlo. Se lanzó cuerpo a tierra. Quizá había apuntado al soldado del NKVD. Quizá. Pero falló el blanco y el disparo alcanzó al doctor Sayers. O quizá Dimitri no falló. Tal vez disparaba contra ella, que se encontraba entre los dos hombres, y falló. Tatiana no quería ni pensarlo.
Rasskovski corrió hacia Dimitri, que volvió a disparar, y esta vez alcanzó al soldado. Dimitri no fue lo bastante rápido como para volver la pistola hacia los otros dos soldados del NKVD, quienes, como si se movieran en cámara lenta, cogieron los fusiles que llevaban al hombro. Por fin abrieron fuego contra Dimitri, que voló por los aires impulsado por la fuerza de los impactos.
De pronto comenzaron a disparar desde el bosque. Esta vez los disparos no eran los típicos de un fusil: un disparo, accionar el cerrojo, otro disparo, accionar el cerrojo, y así sucesivamente hasta agotar el cargador de cinco. No, esta vez era una ráfaga de ametralladora que destrozó el capó y el parabrisas del camión. Los dos soldados del NKVD desaparecieron de la vista.
El cristal de la ventanilla de la puerta junto a Tatiana voló en pedazos y ella sintió que algo duro y filoso se le incrustaba en la mejilla. Notó un sabor metálico en la boca y al mover la lengua tocó algo cortante. Cuando abrió la boca, se le escapó una bocanada de sangre. Buscó refugio debajo del camión, sin pensar más en la herida.
Vio a Dimitri tendido en el suelo. También el doctor Sayers estaba al descubierto. Se generalizó el tiroteo, las balas acribillaban el capó del vehículo de la Cruz Roja.
Tatiana reptó por el suelo helado, cogió al doctor Sayers y lo arrastró al vehículo. Después se le echó encima para protegerlo con su cuerpo, y fue entonces cuando le pareció que Dimitri se movía, aunque bien podía ser un efecto de los fogonazos. No, era él. Intentaba acercarse al camión. Desde el lado soviético dispararon un mortero y la bomba estalló en el bosque. Llamas, humo negro, gritos. ¿Aquí? ¿Allá? Tatiana no lo sabía. No había aquí o allá. Sólo Dimitri, que se movía hacia Tatiana. Lo vio alumbrado por los faros. La buscaba y la encontró, y, durante un par de segundos de silencio, escuchó que la llamaba: «Tatiana… Tatiana… por favor…», con la mano extendida. Tatiana cerró los ojos.
«No se acercará a mí».
Tatiana oyó un silbido agudo, vio un destello muy cercano, seguido de una explosión tremenda que la lanzó de cabeza contra el eje del camión y la dejó inconsciente.
Cuando volvió en sí, Tatiana decidió no abrir los ojos. No oía muy bien, pero tenía calor, como si estuviera en la casa de baños en Lazarevo, cuando echaba agua sobre las rocas calientes y el agua se transformaba en vapor. Aún estaba en parte sobre el cuerpo del doctor Sayers. No podía ir a ninguna parte. Volvió a tocar con la lengua el objeto cortante que tenía en la boca. Esta vez el sabor era salado además de metálico.
La piel de Sayers estaba pegajosa. Pérdida de sangre. Tatiana abrió los ojos y le pasó las manos por el cuerpo. Un pequeño incendio detrás del camión alumbraba el rostro pálido del médico. ¿Dónde tenía la herida? Fue palpando debajo del abrigo y encontró el agujero de bala en el hombro. No encontró el orificio de salida, pero apretó con la mano el orificio de entrada para cortar la hemorragia. Después volvió a cerrar los ojos. Había un incendio a sus espaldas, pero ya no se escuchaban disparos.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos minutos? ¿Tres?
Sintió que comenzaba a hundirse en un abismo oscuro. No sólo no podía abrir los ojos, es que no quería.
¿Cuánto tiempo para que su vida se acabara, para que continuara? ¿Cuánto tiempo para que el doctor Sayers durmiera? ¿Cuánto tiempo para que Dimitri continuara solo en el resplandor?
¿Cuánto tiempo para Tatiana? ¿Cuánto tiempo más para ella? ¿Cuánto tiempo tardó Alexandr en rescatar al doctor Sayers y que lo hirieran? Tatiana lo había presenciado todo desde el camión de la Cruz Roja, aparcado detrás de los árboles, en el claro que daba a la pendiente que bajaba hasta el río, la pendiente por donde había corrido Alexandr en auxilio de Anatoli Marazov.
Tatiana lo había presenciado todo.
Los dos minutos viendo cómo Alexandr corría para ayudar a Marazov, gritarle al doctor Sayers, correr hacia el doctor Sayers, sacarlo del agua, y después arrastrar a los tres hombres hasta el camión habían sido los dos minutos más largos de la vida de Tatiana.
Él había estado muy cerca de salvarse. Vio cómo la bomba lanzada desde el avión alemán caía en el hielo y explotaba. Vio a Alexandr volar por los aires y chocar de cabeza contra el vehículo blindado. Cuando vio caer a Alexandr, Tatiana cogió la caja con los recipientes de plasma y el botiquín de primeros auxilios, saltó del camión de la Cruz Roja y echó a correr hacia la orilla. Un cabo la tumbó al suelo cuando estaba a punto de pisar el hielo.
—¿Está loca? —le gritó.
—Soy enfermera. Tengo que ayudar al médico.
—Sí, pero será una enfermera muerta. Quédese en el suelo.
Permaneció tumbada exactamente dos segundos. Vio al doctor Sayers escondido detrás del vehículo blindado que lo protegía a él y a Alexandr del fuego directo. Le vio levantar la mano para pedir ayuda. Vio que Alexandr no se levantaba. Tatiana se levantó de un salto y se lanzó a cruzar el hielo antes de que el cabo pudiera sujetarla. Primero corrió, pero después, asustada por los estallidos de los obuses, se lanzó cuerpo a tierra y siguió a gatas el resto del camino. Alexandr permanecía inmóvil. En el uniforme de camuflaje blanco se veía una mancha roja que aumentaba por momentos en el lado derecho de la espalda, un poco más arriba de la cintura. Un cerco de tela chamuscada rodeaba la herida. Tatiana llegó junto a él y le quitó el casco de la cabeza cubierta de sangre.
Una mirada al rostro de Alexandr le bastó para saber que se estaba muriendo.
La piel tenía una coloración grisácea y no respondía a los estímulos. Debajo de su cuerpo había un charco de sangre helada. Tatiana estaba de rodillas en el charco. «Sufre un choque hipovolémico. Necesita plasma», dijo ella. El doctor Sayers asintió en el acto. Mientras él buscaba un instrumento quirúrgico para cortar la manga del uniforme, Tatiana utilizó la cofia a modo de venda para tapar la herida y reducir la pérdida de sangre. Acercó una mano a la bota derecha de su marido, cogió el cuchillo y se lo arrojó al doctor Sayers. «Tenga, use esto». No creía haber respirado ni una sola vez.
Sayers cortó la tela de la manga para dejar al descubierto el antebrazo izquierdo, buscó la vena y le clavó la aguja conectada al frasco de plasma. Cuando él se marchó en busca de una camilla y alguien que los ayudara, Tatiana, que se había sentado sobre la herida de Alexandr, le cortó la otra manga, cogió otro frasco de plasma, otro catéter, otra aguja, y se la insertó en la vena del antebrazo derecho. Ajustó el ritmo del goteo a sesenta y nueve gotas por minuto, el máximo posible. Continuó sentada sobre su espalda, apretando todo lo posible, con la cofia y el abrigo chorreando sangre, atenta a la aparición de Sayers con la camilla, mientras repetía una y otra vez: «Venga, soldado, venga».
Cuando por fin apareció el médico, Tatiana ya había cambiado el segundo frasco de plasma. Tatiana se quitó el abrigo manchado, lo puso atravesado en la camilla, y cuando pusieron encima a Alexandr, le ató el abrigo bien fuerte a la cintura. Les había costado horrores levantarlo porque tenía la ropa empapada. El doctor Sayers preguntó cómo harían para llevarlo, y ella le respondió que lo levantarían a la voz de «Tres» y lo llevarían, y él le dijo incrédulo: «¿Usted va a cargarlo?». Ella le respondió sin pestañear: «Sí, yo lo llevaré. Ahora».
Después, Tatiana se enfrentó con los médicos soviéticos, con las enfermeras soviéticas, e incluso con el doctor Sayers, quien después de ver el agujero en la espalda de Alexandr y comprobar la pérdida de sangre, lo dio por desahuciado. «No podemos hacer nada por él. Llévenlo con los terminales. Que le suministren un gramo de morfina, pero no más».
Tatiana le hizo una transfusión, le suministró morfina, le suministró plasma, y cuando no fue suficiente le dio su propia sangre. Y cuando tampoco eso fue suficiente, y pareció como si nada fuera a ser suficiente, sacó sangre de sus arterias para verterla directamente en sus venas.
Gota a gota.
Mientras estaba sentada a su lado, le dijo: «Lo único que quiero es que sientas mi espíritu a través de tu dolor. Estoy sentada aquí contigo y vuelco mi amor en ti, gota a gota, con la esperanza de que me oigas, con la esperanza de que levantes la cabeza y me vuelvas a sonreír. Shura, ¿puedes oírme? ¿Puedes sentir que estoy sentada a tu lado para hacerte saber que todavía estás vivo? ¿Puedes sentir mi mano sobre tu corazón, mi mano que te hace saber que creo en ti? Creo en tu vida eterna, creo en que vivirás, que sobrevivirás a todo esto y que te saldrán alas para volar sobre la muerte, y cuando vuelvas a abrir los ojos otra vez, estaré aquí, yo siempre estaré aquí, porque creo en ti y te quiero. Estoy aquí. Siénteme, Alexandr. Siénteme y vive».
Él vivió.
Mientras Tatiana estaba tendida debajo del camión de la Cruz Roja en el alba de una fría mañana de marzo, se preguntó: «¿Lo salvé para que muriera en el hielo sin tener mis brazos para sujetarlo, para abrazar su cuerpo joven y hermoso, destrozado por la guerra, el cuerpo que me amó con todo su inmenso poder? ¿Pudo mi Alexandr haber caído solo?».
Hubiera preferido enterrarlo como enterró a su hermana antes de tener que pasar por esto. Hubiera preferido saber que le había dado paz en lugar de vivir un segundo más de esto.
Tatiana no podía soportarlo más. Ni un solo momento. Al cabo de un instante no iba a quedar nada de ella.
Oyó vagamente el gemido del doctor Sayers. Tatiana parpadeó, se desprendió del recuerdo de Alexandr, abrió los ojos y se volvió hacia el médico. «¿Doctor?». Estaba semiconsciente. En el bosque reinaba el silencio. La aurora era de un color azul acero. Tatiana se apartó del médico y salió a gatas de debajo del camión. Se pasó la mano por la cara y comprobó que sangraba. Sus dedos tocaron el trozo de cristal incrustado en la mejilla. Intentó sacarlo, pero le dolió mucho. Lo sujetó con fuerza y dio un tirón. Su alarido resonó en el bosque.
La sangre manó de la herida. No le dolía bastante.
Continuó gritando, y el eco de sus gritos le llegó desde el bosque desierto. Con los brazos cruzados sobre el estómago, el pecho, las piernas, se arrodilló en la nieve y chilló mientras la sangre manaba de su cara.
Se tendió en el suelo y apretó la mejilla contra la nieve. No estaba lo bastante fría. No la adormecía todo lo necesario.
Ya no tenía nada cortante en la boca, pero notaba la lengua hinchada. Tatiana se sentó en la nieve y miró en derredor. Reinaba un silencio espectral; el gris de los árboles desnudos contrastaba lúgubremente con la nieve. Ya no se escuchaba ningún eco, ni siquiera suyo, ni una rama fuera de lugar. En medio del pantano, cerca del golfo de Finlandia.
Pero las cosas estaban fuera de lugar. El vehículo de la Cruz Roja estaba destrozado. Uno de los soldados del NKVD, vestido con su uniforme azul oscuro, yacía a su derecha. Dimitri estaba en el suelo a menos de un metro del camión. Tenía los ojos abiertos y su mano seguía extendida hacia Tatiana, como si esperara que algún milagro providencial lo sacara de su propia eternidad.
Tatiana miró por un momento el rostro congelado de Dimitri. Cuánto disfrutaría Alexandr con el relato de cómo los soldados del NKVD habían reconocido a Dimitri. Desvió la vista.
Alexandr no se había equivocado: aquel era un buen lugar para atravesar la frontera. Estaba mal equipado y peor defendido. Las tropas del NKVD sólo disponían de armamento ligero; tenían los fusiles y, por lo que ella había visto, un mortero, pero uno no era suficiente para mantenerlos con vida. Los finlandeses disponían de artillería. En el lado finlandés las cosas también estaban tranquilas. A pesar de la artillería, ¿también estaban todos muertos? Tatiana miró entre los árboles y no vio ningún movimiento. Todavía estaba en el lado soviético. ¿Qué debía hacer? Sin duda, los refuerzos del NKVD ya estaban de camino, y en cuanto aparecieran se la llevarían para interrogarla. Y entonces, ¿qué?
Tatiana se tocó el estómago a través del abrigo. Tenía las manos heladas.
Volvió a meterse debajo del camión.
—Doctor Sayers —susurró, al tiempo que le ponía las manos en el cuello—. Matthew, ¿me escucha?
Él no le respondió. Estaba en muy mal estado, el pulso era de cuarenta y apenas si se notaba la presión sanguínea en la carótida. Tatiana se tendió junto al médico y le sacó del bolsillo el pasaporte norteamericano y los documentos de viaje de la Cruz Roja. Decían claramente en inglés que Matthew Sayers y Jane Barrington viajaban a Helsinki.
¿Qué debía hacer ahora? ¿Debía irse? ¿Ir adónde? ¿Cómo?
Tatiana subió a la cabina del camión de la Cruz Roja y giró la llave del arranque. Nada. Era inútil. Observó los destrozos causados por las balas en toda la parte delantera. Miró hacia el lado finlandés. ¿Se movía alguien? No. Vio unos cuerpos en la nieve y detrás un camión del ejército finlandés, un poco más grande que el de la Cruz Roja. Ésa no era la única diferencia: el camión finlandés no parecía estropeado.
Se bajó del vehículo.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo al doctor Sayers.
Él no le respondió.
—De acuerdo —añadió, y se alejó para cruzar tranquilamente la frontera finlandesa-soviética. No notó ninguna diferencia entre un lado y otro de la frontera.
Tatiana caminó con cautela entre la media docena de finlandeses muertos. En la cabina del camión había otro cadáver caído sobre el volante. Tatiana sujetó el cadáver y comenzó a tirar hasta que consiguió sacarlo de la cabina.
Se sentó al volante y giró la llave del contacto. El motor se había calado. Tatiana puso la palanca de cambio en punto muerto y probó otra vez el arranque. Nada. Otra vez. Nada. Miró el indicador de combustible. Marcaba lleno. Se bajó para ir a la trasera para comprobar si el tanque de combustible estaba agujereado. Estaba intacto Volvió a la parte de delante y levantó el capó. Miró el interior y durante un momento pareció desconcertada, pero entonces recordó algo. Era un motor diesel. ¿Cómo es que lo sabía?
La Kirov.
El nombre de la fábrica la hizo estremecer con tanta violencia, que a punto estuvo de dejarse caer sobre la nieve una vez más. Ése era un motor diesel, y ella montaba motores diesel para los tanques que fabricaban en la Kirov. «¡Hoy he fabricado un tanque entero para ti, Alexandr!». ¿Qué recordaba de los motores?
Nada. Entre los motores diesel y los bosques de Finlandia habían pasado tantas cosas que apenas si recordaba el número del tranvía que tomaba para regresar a casa.
El uno.
Era el tranvía número uno. Lo tomaban, pero se bajaban antes para pasear junto al canal Obvodnoi. Paseaban, hablaban de la guerra, de Estados Unidos, mientras sus brazos se rozaban.
Motor diesel.
Tenía frío. Se encasquetó la gorra sobre las orejas.
Frío. Los motores diesel tenían problemas para arrancar cuando las temperaturas eran bajas. Comprobó cuántos cilindros tenía el motor. Tenía seis. Seis pistones, seis cámaras de combustión. Las cámaras de combustión estaban demasiado frías; el aire no tenía la temperatura necesaria para encender el combustible. ¿Dónde estaban los tapones encendedores que Tatiana enroscaba en los costados de las cámaras de combustión?
Tatiana encontró los seis tapones. Necesitaba calentarlos un poco para que el aire alcanzara la temperatura correcta durante la compresión. Era imposible meter aire a una temperatura bajo cero y esperar que alcanzara una temperatura de 540 grados con un par de subidas y bajadas de los pistones.
Tatiana miró en derredor. Se fijó en los soldados muertos. Metió la mano en el bolsillo pequeño de una de las mochilas y sacó un encendedor. Alexandr también guardaba el encendedor en el bolsillo pequeño de la mochila. Ella lo cogía para encenderle los cigarrillos en Lazarevo. Lo encendió y acercó la llama al primero de los tapones encendedores durante unos segundos. Después repitió la operación con los demás, pero cuando acabó con el sexto, el primero estaba tan frío como antes. Tatiana ya estaba harta. Buscó una rama baja, la cortó del árbol e intentó encenderla. La rama estaba empapada por la nieve. No se encendió.
Otra vez miró en derredor, pero ahora sabía exactamente lo que buscaba. Lo encontró detrás del camión en una pequeña caja sujeta al cuerpo de uno de los finlandeses, que había sido el encargado del lanzallamas. Tatiana cogió el lanzallamas y con una expresión decidida se lo ató a la espalda como si fuera la mochila de Alexandr. Sujetó la manguera con la mano izquierda, apretó la palanca de descarga, encendió el mechero y después lo acercó a la boquilla de la manguera.
Pasó medio segundo y entonces una llama de nitrato blanco brotó de la boquilla con tanta fuerza que el retroceso casi tumbó a Tatiana de espaldas sobre la nieve. Casi. Siguió de pie.
Tatiana se acercó al capó levantado del camión y apuntó la llama directamente al motor durante unos segundos. Después otros cuantos más. En total, calculó unos treinta segundos, más o menos. Después apagó la llama, se quitó la caja del lanzallamas de la espalda y lo tiró al suelo. Una vez más se sentó al volante, giró la llave, el arranque chirrió un par de veces y el motor arrancó. Esperó un par de minutos para darle tiempo a calentarse, y a continuación pisó el embrague, puso la primera y apretó el acelerador mientras soltaba el pedal del embrague. El camión se puso en marcha. Tatiana condujo el vehículo lentamente a través de la línea de defensa para ir a recoger al doctor Sayers.
Subir al médico al camión le requirió más fuerzas de las que tenía.
Pero no muchas más.
Después de subirlo, se fijó en el distintivo de la Cruz Roja en el camión de Sayers.
Encontró el cuchillo de Dimitri en la bota. También se llevó las granadas de mano. Luego, se acercó al camión y cortó de la lona la insignia de la Cruz Roja. Ahora el problema era cómo coserla en la lona del camión finlandés. Oyó el gemido del doctor Sayers en la trasera y entonces recordó el botiquín de primeros auxilios. Dispuesta a todo, cogió el botiquín y un frasco de plasma. Cortó el abrigo y la camisa del médico y conectó el frasco a la vena, y mientras se vaciaba, le examinó la herida inflamada y sucia alrededor del orificio de entrada. El doctor deliraba como consecuencia de la fiebre. Le limpió la herida con una solución de yodo y se la vendó. Contempló satisfecha el resultado de su trabajo; luego se echó yodo en la mejilla y se tapó el corte con una gasa. Le pareció que volvía a tener clavado el trozo de cristal. Lamentó no tener un poco de yodo sin diluir. Se preguntó si necesitaría que le cosieran el corte y cuántos puntos de sutura le harían.
Puntos se sutura.
Tatiana recordó la aguja y el hilo esterilizado que había en el botiquín.
Buscó las dos cosas, se bajó del camión y, de puntillas, cosió la insignia de la Cruz Roja en la lona marrón del vehículo. El hilo se cortó varias veces, pero no tenía mucha importancia. Sólo tenía que aguantar la insignia hasta Helsinki.
Volvió a sentarse al volante, giró la cabeza, le gritó al doctor Sayers a través de la mirilla que comunicaba con la trasera: «¿Preparado?», y después condujo el camión fuera de la Unión Soviética, sin preocuparse del cadáver de Dimitri tendido en la nieve.
Tatiana condujo por la carretera de tierra que cruzaba el bosque con mucha prudencia, con las dos manos aferradas al volante y sentada en el borde del asiento para poder alcanzar los pedales. Encontrar la carretera que bordeaba el golfo de Finlandia desde Lisii Nos a Viborg fue sencillo. Sólo había una. Todo lo que tuvo que hacer fue dirigirse al oeste, y el rumbo se lo marcaba el pálido sol de marzo.
En Viborg le enseñó las credenciales de la Cruz Roja a un centinela y preguntó dónde podía conseguir combustible y cuál era la carretera a Helsinki. Le pareció que el soldado le preguntaba por la herida en la cara, pero como no hablaba finlandés no le contestó y siguió viaje, esta vez por una ancha carretera pavimentada, donde se detuvo a enseñar la documentación y al médico herido que transportaba en ocho puestos de control. Condujo durante cuatro horas hasta que llegó a Helsinki a última hora de la tarde.
Lo primero que vio fue el edificio iluminado de la iglesia de San Nicolás en lo alto de una colina que dominaba el puerto de la capital. Se detuvo para pedir indicaciones para llegar al Hospital Universitario de Helsinki. Sabía cómo decir el nombre en finlandés, pero no entendía las indicaciones. Después de intentarlo cinco veces, encontró a una persona que hablaba un poco de inglés. El hospital se encontraba detrás de la iglesia iluminada. No había forma de equivocarse.
El doctor Sayers era muy conocido y apreciado en el hospital, donde trabajaba desde la guerra de 1940. Las enfermeras se hicieron cargo del herido y le formularon a Tatiana toda clase de preguntas en inglés, finlandés, pero ninguna en ruso, la mayoría de las cuales no supo responder.
En el hospital conoció a otro médico norteamericano de la Cruz Roja, Sam Leavitt, que le miró el corte en la mejilla y dijo que necesitaba puntos. Le ofreció un anestésico local. Tatiana rehusó el ofrecimiento.
—Sutúrela, doctor.
—Necesitará unos diez puntos —replicó el médico.
—¿Sólo diez?
Leavitt le cosió la herida, mientras ella permanecía callada e inmóvil en la cama del hospital. Después le recetó un antibiótico, un calmante, y le preguntó si quería comer. Tatiana aceptó el antibiótico, pero rechazó la comida. Le enseñó a Leavitt la lengua hinchada y llena de cortes.
—Mañana —susurró—. Mañana estará mucho mejor. Mañana comeré.
Las enfermeras le trajeron un uniforme nuevo y de una talla más grande para ocultar la barriga, medias de lana y una enagua de franela. Se ofrecieron lavarle el uniforme viejo y manchado de sangre. Tatiana les dio el uniforme y el abrigo, pero se quedó con el brazalete de la Cruz Roja.
Después, Tatiana fue a sentarse en el suelo junto a la cama del doctor Sayers. La enfermera del turno de noche, cuando la encontró allí, le dijo que fuera a dormir a otra habitación. La ayudó a levantarse y la acompañó, pero en cuanto la enfermera se marchó a la sala de guardia, Tatiana volvió a la habitación de Sayers.
Por la mañana, él estaba peor y ella mejor. Le trajeron su viejo uniforme, planchado y almidonado, y consiguió comer un par de bocados. Pasó todo el día junto al doctor Sayers, con la mirada puesta en el trozo del golfo de Finlandia cubierto de hielo, que se veía entre los edificios y los árboles desnudos. El doctor Leavitt apareció al anochecer, le miró la herida y le preguntó si quería ir a descansar unas horas. Se negó.
—¿Por qué está sentada aquí? ¿Por qué no se va y descansa?
Tatiana no replicó, sin apartar la vista de Matthew Sayers. Respondió a la pregunta del médico, pero para sus adentros: «Porque esto es lo que hago; entonces y ahora. Me siento junto a los moribundos».
Por la noche, el estado de Sayers se agravó. Tenía una fiebre de casi cuarenta y dos grados. Sudaba a mares. Los antibióticos no le hacían ningún efecto. Tatiana no comprendía lo que le estaba pasando. Lo único que quería era que recuperara el conocimiento. Se quedó dormida en la silla, con la cabeza apoyada en la cama.
Se despertó en mitad de la noche, con el súbito convencimiento de que el doctor Sayers no se salvaría. Conocía de sobra lo que significaba aquella manera de respirar: eran los últimos estertores de un hombre a punto de morir. Tatiana le cogió la mano, apoyó la otra en la frente y con su lengua herida comenzó a hablarle en ruso, en inglés, de Estados Unidos y de todas las cosas que haría cuando se pusiera mejor. El médico abrió los ojos y con voz débil le dijo que tenía frío. Ella le llevó otra manta. Sayers le apretó la mano; respiraba por la boca cada vez más rápido.
—Lo siento mucho, Tania —murmuró.
—No, yo lo siento mucho —respondió ella, tan bajo que no se oyó. Después alzó la voz un poco—. Doctor Sayers —dijo—. Matthew… —Intentó que no se le quebrara la voz—. Se lo ruego, dígame por favor lo que le pasó a mi marido. ¿Dimitri lo traicionó? ¿Lo arrestaron? Estamos en Helsinki. Estamos fuera de la Unión Soviética. No voy a regresar. Necesito tan poco para mí… —Apoyó la cabeza en el brazo del hombre—. Sólo quiero un poco de consuelo —susurró.
—Ve a América, Tania. —Su voz se apagaba—. Ése será tu consuelo.
—Consuéleme con la verdad. ¿De verdad que lo vio en el lago?
El médico la miró durante unos momentos con una mirada que a Tatiana le pareció una mezcla de incredulidad y comprensión, y entonces cerró los ojos. Tatiana sintió el temblor de su mano en la suya, oyó la respiración cada vez más quebrada, hasta que cesó del todo.
Tatiana no le soltó la mano hasta la mañana.
Una enfermera entró en la habitación y se llevó a Tatiana, y en el vestíbulo la abrazó cariñosamente mientras le decía en inglés:
—Querida, puedes hacer lo imposible por los demás, pero así y todo se mueren. Estamos en guerra. No puedes salvar a todo el mundo.
Sam Leavitt se cruzó con ella en el vestíbulo cuando iba a hacer las visitas y le preguntó qué pensaba hacer. Tatiana le respondió que necesitaba regresar a Estados Unidos. Leavitt la miró con los ojos como platos.
—¿Regresar a Estados Unidos? —Se inclinó hacia la muchacha—. Escuche, no sé dónde la encontró Matthew. Su inglés es bastante bueno, pero no tanto. ¿De verdad que es norteamericana?
Tatiana asintió.
—¿Dónde está su pasaporte? No puede regresar sin un pasaporte.
Ella lo miró en silencio.
—Además, ahora mismo es muy peligroso. Los alemanes están bombardeando el Báltico sin piedad.
—Sí.
—Todos los días hunden no sé cuántos barcos.
—Sí.
—¿Por qué no se queda aquí hasta abril y trabaja con nosotros hasta el deshielo? Tiene que esperar que se le cicatrice la herida. Hay que quitarle los puntos, y a nosotros nos vendría muy bien contar con otra enfermera. Quédese en Helsinki.
Tatiana sacudió la cabeza.
—Tendrá que quedarse aquí de todas maneras hasta que le consigamos un pasaporte nuevo. ¿Quiere que la acompañe más tarde hasta la plaza del Senado? La llevaré al consulado norteamericano. Tardarán por lo menos un mes en darle el pasaporte. Para entonces el hielo ya se habrá fundido. Regresar a Estados Unidos es bastante difícil en estos días.
Tatiana sabía que en cuanto el Departamento de Estado buscara los antecedentes de Jane Barrington descubrirían que ella no era esa persona. Alexandr le había dicho que no podía quedarse ni un segundo en Helsinki, que el NKVD tenía el brazo muy largo. Alexandr le había dicho que debía ir a Estocolmo. Tatiana sacudió la cabeza y se alejó del médico.
Se marchó del hospital, cargada con la mochila, su bolsa de enfermera y los documentos de viaje a nombre de Jane Barrington. Fue caminando hasta la zona sur del puerto, se sentó en un banco y se entretuvo con el espectáculo de los vendedores en el mercado callejero. Los vio recoger los puestos, cargar las mercancías en los carros y barrer la plaza.
Volvió a reinar la calma.
Las gaviotas graznaban sin cesar.
Tatiana se quedó sentada durante horas y horas hasta que se hizo de noche, y entonces cruzó la callejuela que conducía hasta la resplandeciente iglesia de San Nicolás. Apenas si la miró.
Recorrió la zona portuaria en plena noche hasta que vio los camiones con las banderas azules y amarillas, que cargaban troncos. Reinaba bastante actividad en el puerto. Tatiana comprendió que la noche era el momento adecuado para transportar los suministros a través del Báltico. Los camiones no viajaban de día cuando era fácil descubrirlos. Aunque los alemanes no solían bombardear los buques mercantes de países neutrales, algunas veces lo hacían. Por consiguiente, los suecos habían decidido finalmente enviar a sus barcos y camiones en convoyes con escolta. Alexandr se lo había comentado.
Tatiana sabía que los camiones iban a Estocolmo por uno de los conductores que dijo la palabra «Stokgolm», que sonaba muy parecida al nombre de la capital en ruso.
Permaneció allí, contemplando cómo cargaban los troncos en la caja de un camión abierto. ¿Tenía miedo? No, ya no. Se acercó al camionero, le enseñó el distintivo de la Cruz Roja y le dijo en inglés que era una enfermera que necesitaba viajar a Estocolmo, y si por favor podía llevarla en el camión a través del golfo de Bosnia por cien dólares. El hombre no entendió ni una palabra de lo que le dijo, así que ella le enseñó los cien dólares y dijo: «¿Stokgolm?». El hombre cogió el dinero y le indicó que subiera al camión.
El conductor no hablaba inglés ni ruso, así que apenas si intentaron comunicarse, algo que a ella le vino muy bien. En el camino a través del hielo iluminado por los faros del convoy y las luces de la aurora boreal, Tatiana recordó que la primera vez que había besado a Alexandr cuando estaban en el bosque de Luga, había tenido miedo de que él descubriera inmediatamente que nunca había besado a nadie antes, y había pensado: «Si me pregunta, le mentiré, porque no quiero que me tome por una tonta». Lo había pensado durante un par de segundos, y después dejó de hacerlo, porque su beso había sido tan intenso, y ella lo había besado con tanta pasión que se olvidó de su inexperiencia.
Pensar en la primera vez que se besaron le ocupó gran parte del viaje. Después se quedó dormida.
No se enteró de la duración del viaje. Durante las horas finales del trayecto pasaron por las pequeñas islas frente a Estocolmo.
—Tack —le dijo al camionero cuando llegaron al puerto—. Tack sa mycket.
Alexandr le había enseñado a decir gracias en sueco. Tatiana caminó por el hielo, con mucho cuidado para no caerse, subió unos cuantos escalones y salió al paseo marítimo. Pensó: «Estoy en Estocolmo. Ahora soy casi libre». Caminó lentamente por las calles casi desiertas. Era la madrugada, las tiendas todavía estaban cerradas. ¿Qué día era? No lo sabía. Encontró una panadería abierta, en cuyas estanterías había pan blanco. Le ofreció pagarle a la panadera con dólares, pero la mujer meneó la cabeza y dijo algo en sueco.
—Bank. Pengar, dollars.
Tatiana se volvió. La mujer la llamó, pero con una voz estridente, y Tatiana, asustada ante la posibilidad de que la mujer sospechara que había entrado ilegalmente, no le hizo caso. Ya estaba en la calle cuando la mujer fue tras ella y la detuvo para ofrecerle una barra de pan blanco crujiente, con un olor delicioso que Tatiana no había olido jamás, y una taza de café.
—Tack —dijo Tatiana—. Tack sa mycket.
—Varsagod —replicó la mujer, que sacudió la cabeza al ver el dinero que le ofrecía la muchacha.
Tatiana se sentó en un banco del muelle que daba al mar Báltico y el golfo de Botnia, se comió toda la barra de pan y se bebió todo el café. Contempló sin parpadear cómo amanecía. En algún lugar al este del hielo se encontraba Leningrado. Y algún lugar al este de Leningrado estaba Lazarevo. Y entre los dos estaban la Segunda Guerra Mundial y el camarada Stalin.
Después, recorrió las calles hasta que fue la hora de apertura de los comercios y encontró un banco donde cambió unos cuantos dólares. Ahora que disponía de coronas suecas, compró más pan blanco; entró en una tienda donde vendían queso, en realidad todo un amplio surtido de quesos, y luego encontró un café cerca del puerto donde le sirvieron un desayuno de verdad, y no sólo gachas, ni sólo huevos, o sólo pan, sino beicon. Se comió tres raciones de beicon y decidió que a partir de entonces sería lo único que tomaría para desayunar.
El día acababa de comenzar. Tatiana no sabía dónde ir a dormir. Alexandr le había dicho que en Estocolmo había hoteles donde alquilaban habitaciones sin pedir el pasaporte. Como en Polonia. A ella le había parecido entonces algo increíble. Pero Alexandr, por supuesto, tenía razón.
Tatiana no sólo alquiló una habitación en un hotel, no sólo le dieron la llave de una habitación que estaba caliente, que tenía una cama y una ventana con vistas a la bahía, sino que tenía su propio baño, y en el baño estaba aquello que Alexandr le había descrito, algo parecido a una regadera que le echaba agua caliente desde arriba. Estuvo una hora debajo del chorro de agua caliente.
Después durmió veinticuatro horas seguidas.
Tatiana tardó más de dos meses en abandonar Estocolmo.
Setenta y seis días de estar sentada en un banco del muelle con la vista puesta en el este, más allá del golfo, más allá de Finlandia, en la Unión Soviética, mientras las gaviotas chillaban en lo alto.
Setenta y seis días de…
Ella y Alexandr habían planeado quedarse en Estocolmo durante la primavera mientras esperaban que a él le llegaran los documentos del Departamento de Estado norteamericano. Tenían proyectado celebrar el 29 de mayo el cumpleaños de Alexandr. Cumpliría veinticuatro años.
La primavera suavizó la austeridad de Estocolmo. Tatiana compró tulipanes amarillos, fruta fresca a los vendedores del mercado; y comió carne: jamón ahumado, cerdo y salchichas. Comió helado. Se le cicatrizó el corte en la mejilla. Le creció la barriga. Consideró la posibilidad de quedarse en Estocolmo, buscar trabajo en un hospital, tener a su hijo en Suecia. Le gustaban los tulipanes y la ducha caliente.
Pero las gaviotas no dejaban de chillar.
Tatiana nunca fue a la iglesia de Riddarholm, el panteón de los reyes de Suecia.
Finalmente, tomó un tren que la llevó a través del país hasta Göteborg, donde se embarcó sin problemas en la bodega de un mercante sueco con destino a Harwich, Inglaterra, cargado con bobinas de papel. Lo mismo que en su viaje desde Finlandia a Suecia, ella y el buque formaban parte de un convoy fuertemente armado. Como Noruega estaba ocupada por los alemanes, de vez en cuando los convoyes eran blanco de la aviación y los submarinos nazis en el mar del Norte. La neutral Suecia no estaba dispuesta a aceptarlo, ni tampoco Tatiana.
La travesía se realizó sin sobresaltos y atracaron en Harwich sin novedad. Para ir a Liverpool, Tatiana cogió un tren que tenía unos asientos comodísimos. Llevada por la curiosidad, había comprado un billete de primera clase. Los cojines eran blancos. «Éste hubiese sido un buen tren para viajar a Lazarevo después de enterrar a Dasha», pensó Tatiana.
Pasó dos semanas en la húmeda e industrial Liverpool hasta que se enteró de que una compañía llamada White Star navegaba a Nueva York una vez al mes, pero necesitaba un visado para subir a bordo. Compró un billete de segunda y se presentó en la pasarela. Cuando el joven sobrecargo le pidió los documentos, Tatiana le enseño su documento de viaje de la Cruz Roja expedido en la Unión Soviética. Le dijo que no servía; necesitaba un visado. Tatiana le dijo que no tenía. Le dijo que necesitaba un pasaporte. Ella le dijo que no tenía. Él se echó a reír y le dijo:
—Entonces, querida, tú no subes a este barco.
—No tengo visado, ni tengo pasaporte, pero lo que tengo son quinientos dólares que me gustaría darte si me dejas pasar. —Sabía que quinientos dólares eran la paga de un año de un marinero.
El joven aceptó el dinero en el acto y la acompañó hasta un pequeño camarote debajo de la línea de flotación. Tatiana se subió a la litera de arriba. Alexandr le había dicho que él dormía en la litera de arriba en el cuartel de Leningrado. No se sentía bien. Llevaba el más grande de sus dos uniformes, el que le habían dado en Helsinki. El primero ya no le entraba, incluso éste comenzaba a apretarle en la barriga.
En Estocolmo, Tatiana había encontrado un lugar donde lavar sus uniformes llamado tvatteri, donde había cosas llamadas tvatt maskins y tork tumlares, donde ella echaba monedas y treinta minutos más tarde las prendas salían limpias; treinta minutos después las prendas estaban secas, y no había que permanecer de pie en el agua fría, ni tablas de lavar, ni frotar. No tenía nada más que hacer que sentarse y mirar la máquina.
Mientras Tatiana miraba la máquina, recordaba la última vez que ella y Alexandr habían hecho el amor. Él se marchaba a las seis de la tarde, y acabaron cuando faltaban cinco minutos para las seis. Apenas si tuvo tiempo para vestirse, darle un beso y salir disparado. Él había estado encima de ella mientras hacían el amor, y Tatiana le había mirado el rostro todo el tiempo, abrazada a su cuello, mientras lloraba y le suplicaba que no terminara, porque cuando terminara tendría que marcharse. Amor. ¿Cómo se decía amor en sueco?
Kärlek.
Jag älskar dig, Alexandr.
Mientras el uniforme de la Cruz Roja y las medias daban vueltas en el tork tumlare, Tatiana daba gracias porque la última vez que ella y Alexandr habían hecho el amor, ella le había visto la cara.
El viaje a Nueva York duró diez días. Cuando llegaron, era finales de junio. Tatiana había cumplido los diecinueve años a bordo de un buque de la White Star en mitad del océano Atlántico.
En el barco, Tatiana tosía y pensaba en Orbeli.
«Tatiasha, recuerda Orbeli», o era «¿Recuerdas Orbeli?».
Tatiana escupió sangre, y apeló a sus menguadas tuerzas y a las cada vez más escasas energías de su corazón para preguntarse: «¿Si Alexandr sabía que lo iban a arrestar, y no podía decírmelo porque sabía que nunca me iría sin él, no hubiera rechinado los dientes, apretado las mandíbulas y mentido?».
Sí. Todo lo que sabía de Alexandr le decía que eso sería exactamente lo que hubiera hecho. Si él sabía la verdad, le hubiera dado una palabra.
«Orbeli».
El pecho le dolía tanto que tenía la sensación de que le arrancaban los pulmones.
Tatiana no pudo levantarse cuando la nave atracó en el puerto de Nueva York. No es que no quisiera. Sencillamente no podía. Descompuesta después de un muy violento ataque de tos, sintió como si algo goteara desde dentro de su cuerpo.
Muy pronto escuchó voces y dos hombres entraron en el camarote, ambos vestidos de blanco.
—Oh, no, ¿qué tenemos aquí? —exclamó el más bajo—. ¿Otra refugiada?
—Espera, ésta lleva un uniforme de la Cruz Roja —señaló el más alto.
—Es evidente que lo robó en alguna parte. Mira, apenas si le abrocha en la barriga. Está claro que no es de ella. Venga, Edward, vámonos. Ya avisaremos más tarde a los de Inmigración. Tenemos que vaciar este barco.
Tatiana gimió. Los hombres volvieron. El más alto la miró.
—Chris, creo que va a tener un bebé.
—¿Qué? ¿Ahora?
—Eso creo. —El médico palpó por debajo de las piernas de Tatiana—. Me parece que ha roto aguas.
Chris se acercó a Tatiana y le puso la mano en la cabeza.
—Tócala. Está ardiendo. Escucha cómo respira. Ni siquiera necesito un estetoscopio. Tiene tuberculosis. Dios, ¿cuántos casos más como éste tendremos que ver? Olvídalo. Todavía nos quedan todos los demás camarotes. Éste es el primero. Te garantizo que no será el último.
Edward mantuvo la mano sobre la barriga de Tatiana.
—Está muy enferma. Dígame, ¿habla inglés?
—¿Lo ves? —exclamó Chris, cuando ella no respondió.
—Quizá tiene documentos. ¿Tiene algún documento?
—Se acabó. Me voy —anunció Chris ante el mutismo de Tatiana.
—Chris, está enferma y a punto de dar a luz. ¿Qué quieres hacer, abandonarla? —Se rio—. ¿Qué clase de maldito médico eres tú?
—Uno muy cansado y peor pagado. Por lo que pagan, no voy a matarme.
—Vamos a llevarla al hospital de la isla Ellis. Tienen sitio. Allí no tardará en curarse.
—¿De una tuberculosis?
—Es tuberculosis. No tiene cáncer. Vamos.
—¡Edward, es una refugiada! ¿De dónde viene? Mírala. Si sólo estuviera enferma, diría que de acuerdo, pero sabes que tendrá el bebe en suelo norteamericano, y entonces ¡bam! Tendrá derecho a quedarse aquí como el resto de nosotros. Olvídala. Que tenga el hijo a bordo, así no tendrá derecho a ninguna reclamación en territorio norteamericano, y después envíala a Ellis. Cuanto antes se cure, más rápidamente la deportarán. Es lo más justo. La gente se cree que puede venir aquí sin permiso… Bueno, eso se acabó. Mira cuántos tenemos. En cuanto se acabe esta maldita guerra, la cosa irá a peor. Todo el continente europeo querrá…
—¿Querrá qué, Chris Pandolfi?
—Oh, a ti te es muy fácil juzgar, Edward Ludlow.
—Llevo aquí desde las guerras de los franceses contra los indios. No juzgo.
Chris hizo un gesto y salió. Pero al cabo de un momento asomó la cabeza.
—Ya volveremos más tarde a buscarla. Todavía le falta para dar a luz. Mira lo quieta que está. Vamos.
Edward ya se marchaba cuando Tatiana volvió a gemir. El médico se acercó.
—Señorita, señorita.
Tatiana levantó una mano, buscó a ciegas el rostro de Edward y apoyó la palma en la mejilla del médico.
—Ayúdeme —dijo en inglés—. Voy a tener un bebé. Ayúdeme, por favor.
Edward Ludlow encontró una camilla para Tatiana, y después insistió a Chris Pandolfi, que no dejaba de rezongar, para que le ayudara a bajarla por la pasarela y subirla al transbordador que la llevó a la isla de Ellis en medio de la bahía de Nueva York. Años después de sus días de gloria en la isla, el hospital servía ahora como centro de detención y cuarentena para los inmigrantes y refugiados que llegaban a Estados Unidos.
Tatiana tenía la visión tan nublada que creía estar casi ciega, pero incluso entre la bruma y las ventanillas sucias del transbordador, vio la mano valiente que ofrecía una llama al cielo iluminado por el sol, que levanta su lámpara delante de la puerta dorada.
Tatiana cerró los ojos.
En Ellis la llevaron a un cuarto pequeño y austero, donde Edward la acostó en una cama con las sábanas blancas y almidonadas, y llamó a una enfermera para que la desnudara. Después de examinarla, miró a Tatiana sorprendido.
—Su bebé ha coronado. ¿No lo siente?
Tatiana apenas se movió, apenas respiró. En cuanto salió la cabeza del bebé, apretó los dientes mientras sentía un dolor sordo.
Edward se encargó de todo.
—¿Señorita, me escucha? Por favor, mire. Mire lo que ha tenido. ¡Es un niño precioso! —El médico sonrió, mientras le acercaba el bebé—. Mire. Es muy grande. Me sorprende que pueda tener un bebé tan grande siendo como es usted tan pequeña. Brenda, mírelo. ¿No está de acuerdo conmigo? —Brenda envolvió al niño en una mantilla blanca y lo dejó junto a Tatiana.
—Se ha adelantado —murmuró Tatiana, mirando a su hijo. Apoyó la mano sobre el bebé.
—¿Adelantado? —Edward se rio—. No, yo diría que nació en el momento exacto. Si hubiera tardado más, lo hubiera tenido en… ¿de dónde es usted?
—De la Unión Soviética.
—¡Dios bendito! ¡La Unión Soviética! ¿Cómo consiguió llegar hasta aquí?
—No me creería si se lo contara —respondió Tatiana, que se puso de lado, con los ojos cerrados.
—Pues ahora ya se puede olvidar de todo eso —comentó el médico alegremente—. Tal como han salido las cosas, su hijo es ahora ciudadano norteamericano. —Se sentó en la silla junto a la cama—. Eso es una buena cosa, ¿verdad? ¿Es lo que usted quería?
Tatiana reprimió un gemido.
—Sí. —Acercó el bebé a su rostro rojo por la fiebre—. Eso es lo que quería. —Le hacía daño respirar.
—Tiene tuberculosis. Ahora mismo le duele, pero se pondrá bien —le dijo el médico con un tono bondadoso—. Ahora puede dejar atrás todo lo que ha pasado.
—Eso es lo que me da miedo —susurró Tatiana.
—¡No, es bueno! —exclamó el médico—. Usted se quedará aquí, en Ellis, se curará. ¿Dónde consiguió el uniforme de la Cruz Roja? ¿Es enfermera?
—Sí.
—Eso es fantástico —afirmó él, complacido—. ¿Lo ve? Es una buena profesión. Encontrará un empleo. Habla un poco de inglés, que es más de lo que puedo decir de la mayoría de las personas que pasan por aquí. La separará de la chusma. Confíe en mí. —Sonrió—. Todo le irá de perlas. ¿Quiere que le traiga algo de comer? Tenemos bocadillos de pavo…
—¿De qué?
—Oh, creo que le gustará el pavo. Y queso. Yo se lo traeré.
—Es usted un buen médico —dijo Tatiana—. Edward Ludlow, ¿no?
—Sí.
—Edward…
—¡Para usted es doctor Ludlow! —le advirtió Brenda con un tono desabrido.
—¡Enfermera! Déjela que me llame Edward si quiere. ¿A usted qué más le da?
Brenda se marchó, rezongando por lo bajo. Edward cogió una toallita y le enjugó las lágrimas a su paciente.
—Sé que debe usted estar triste, y es lógico que esté un poco asustada. Pero tengo un buen presentimiento. Creo que todo le irá muy bien. —Sonrió—. Se lo prometo.
—A ustedes, los norteamericanos, les gusta mucho prometer —comentó con una profunda expresión de dolor en sus ojos verdes.
—Sí, y siempre cumplimos con nuestra palabra. Ahora, permítame que vaya a llamar a la funcionaría del Departamento de Salud Pública. No se preocupe si Brenda se muestra un poco antipática. Está pasando un mal día, pero tiene un corazón de oro. Ella le traerá los impresos del certificado de nacimiento. —Edward miró al bebé con cariño—. Es muy bonito. Mire la mata de pelo que tiene. Es un milagro. ¿Ya tiene pensado el nombre que le pondrá?
—Sí —respondió Tatiana, que lloraba sobre el pelo negro de su hijo—. Llevara el nombre de su padre: Anthony Alexander Barrington.
¡Soldado! Deja que acune tu cabeza y acaricie tu rostro, déjame que bese tus queridos y dulces labios, que llore a través de los mares y que susurre a través de la helada tierra rusa lo que siento por ti… Luga, Ladoga, Leningrado, Lazarevo… Alexander, una vez me llevaste a mí, y ahora yo te cargo a mi eternidad.
A través de Finlandia, a través de Suecia, a Estados Unidos, con la mano extendida, me levanto y avanzo, con el corcel negro al galope y sin jinete en mi estela. Tu corazón, tu fusil, me consolarán, serán mi cuna y mi tumba.
Lazarevo te trae a mi alma, en los amaneceres y en las noches de luna junto al Kama. Cuando me busques, búscame allí, porque es allí donde estaré todos los días de mi vida.
—Shura, no puedo soportar la idea de que mueras —le dijo Tatiana cuando estaban acostados en la manta, después de hacer el amor junto a la hoguera, rodeados por la bruma del alba—. No puedo soportar la idea de que no respires en este mundo.
—Tampoco a mí me entusiasma mucho la idea. —Alexandr sonrió—. No voy a morir. Tú misma lo has dicho. Dijiste que estaba destinado a grandes cosas.
—Estás destinado a grandes cosas —replicó ella—. Pero será mejor que te mantengas vivo para mí, soldado, porque no puedo seguir viviendo sin ti.
Eso fue lo que ella le dijo, con la vista puesta en su rostro y la mano sobre su palpitante corazón.
Él se inclinó para besarle las pecas.
—¿No puedes continuar, mi reina de las volteretas del lago Ilmen? —Sacudió la cabeza, sonriente—. Encontrarás la manera de vivir sin mí. Encontrarás la manera de vivir por los dos —le dijo Alexandr a Tatiana mientras el río Kama fluía de los Urales junto a un pueblo entre pinos llamado Lazarevo, donde una vez habían sido unos jóvenes enamorados.