Alexandr recuperaba fuerzas día a día. Ahora era capaz de dejar la cama y aguantarse de pie cada vez un poco más, pero le habían suprimido del todo la morfina y sentía un dolor permanente en la espalda que le recordaba su mortalidad. Tallaba madera a todas horas. En aquel momento acababa de tallar una cuna. Pronto, muy pronto, se repetía para sus adentros. Quería que lo trasladaran a la sala de los convalecientes, pero Tatiana le hizo desistir del empeño. Le dijo que allí recibía una atención que no encontraría en ninguna otra parte.
—Recuerda —le dijo Tatiana una tarde mientras se encontraban de pie junto a la cama y él la tenía cogida por la cintura—. Tienes que recuperarte sin que nadie se dé cuenta de que estás mejor, porque de lo contrario, antes de que te enteres, te enviarán otra vez al frente con tu estúpido mortero —añadió con una sonrisa.
Alexandr apartó el brazo y se separó de su esposa. Acababa de ver a Dimitri, que se dirigía hacia ellos.
—Animo, Tatiana —le susurró.
—¿Qué?
—¡Tatiana! ¡Alexandr! —exclamó Dimitri—. ¿No os parece increíble? Los tres juntos otra vez. Sólo nos falta Dasha.
Alexandr y Tatiana permanecieron en silencio, sin mirarse.
—Tania, ¿qué tal van tus pacientes terminales? Acabo de dejar en tu sala un cargamento de sábanas.
—Gracias, Dimitri.
—También he traído cigarrillos para ti, Alexandr. No te molestes en pagármelos. Sé que seguramente no tienes dinero encima. Si quieres, puedo ir a recoger tu paga y traértela.
—No te preocupes, Dimitri.
—No es ninguna molestia —dijo Dimitri sin moverse de los pies de la cama del comandante, pero con la mirada atenta a cualquier gesto de la pareja—. Por cierto, Tania, ¿qué estás haciendo en cuidados intensivos? Creía que sólo te ocupabas de los terminales.
—Así es. Pero también vengo a ver a los que trasladan aquí. A Lev, el paciente de la cama treinta y dos, lo habían dado por muerto, y ahora está aquí. El pobre no deja de pedir que lo venga a ver.
—Tania, no sólo Lev. —Dimitri sonrió—. Todo el mundo pregunta por ti. —Tatiana no hizo ningún comentario. Tampoco Alexandr, que se sentó en la cama. El soldado continuó observándolos—. Me alegro mucho de haberos visto a los dos. Alexandr, ya vendré mañana a verte otra vez, ¿de acuerdo? Tania, ¿me acompañas hasta la puerta?
—No puedo. Tengo que cambiarle el vendaje a Alexandr.
—Vaya. Es que te buscaba el doctor Sayers. «¿Dónde está mi Tania?», preguntaba el doctor Sayers. —Dimitri sonrió, burlón—. Ésas fueron exactamente sus palabras. Te has hecho muy amiga de él, ¿no? —Enarcó las cejas—. Ya sabes lo que dicen de los norteamericanos.
Tatiana mantuvo una expresión impenetrable. Se volvió hacia el comandante.
—Por favor, acuéstate.
Alexandr no se movió.
—Tania, ¿me has oído? —preguntó Dimitri.
—¡Te he oído! —respondió ella, sin mirarlo—. Si ves al doctor Sayers, dile por favor que me reuniré con él en cuanto pueda.
Dimitri se marchó. Alexandr y Tatiana intercambiaron una mirada.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó él.
—En que tengo que cambiarte el vendaje. Acuéstate.
—¿Quieres saber en qué estoy pensando?
—En absoluto —contestó ella.
—Tania, ¿dónde está la mochila con mis cosas? —le preguntó el comandante, tendido boca abajo.
—No lo sé. ¿Por qué? ¿Para qué la necesitas?
—La llevaba a la espalda cuando me hirieron…
—No la llevabas a la espalda cuando te recogimos. Lo más probable es que se perdiera, cariño.
—Sí… —Alexandr no parecía muy convencido—. Pero, por lo general, las unidades de retaguardia se encargan de recogerlo todo después de las batallas. Recogen cosas como ésas. ¿Podrías preguntarlo?
—Por supuesto. —Le retiró el vendaje sucio—. Se lo preguntaré al coronel Stepanov. —Hizo una pausa y Alexandr la oyó ronronear—. Sabes, Shura, en la única cosa en que pienso cuando te veo la espalda es en jugar a «¡Raíles, raíles!». —Le besó el hombro desnudo.
—La única cosa que quiero hacer cuando te veo la espalda —declaró Alexandr con los ojos cerrados— es jugar a «¡Raíles, raíles!».
Aquella misma noche, algunas horas más tarde, cuando ella estaba sentada junto a su cama, Alexandr le dijo:
—Tatiana, tienes que prometerme que si me pasa cualquier cosa, Dios no lo quiera, tú seguirás adelante. —Se lo dijo mientras la abrazaba.
—No seas ridículo. ¿Qué te podría pasar? —Se lo dijo sin mirarlo.
—¿Pretendes hacerte la valiente?
—En absoluto. Nos marcharemos en cuanto estés en condiciones. El doctor Sayers está listo para partir al primer aviso. De hecho, no ve la hora de marcharse. Es un protestón de cuidado. No deja de protestar ni un momento. No le gusta el frío, no le gusta la comida, no le gustan las enfermeras, no le gustan… —Tatiana se interrumpió—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué te podría pasar? No permitiré que regreses al frente, y no me marcharé sin ti.
—En eso mismo estaba pensando. Por supuesto que te marcharás.
—Por supuesto que no.
—Tania, escúchame… —Le cogió la mano.
Tatiana intentó levantarse, pero él no le soltó la mano.
—No quiero escucharte. —La muchacha volvió la cabeza—. Alexandr, por favor, no me asustes. Intento ser todo lo valiente que puedo. Por favor —manifestó Tatiana, con una voz que pretendía ser tranquila.
—Tania, hay muchas cosas que pueden salir mal. —Hizo una pausa—. Sabes muy bien que siempre está el peligro de que me arresten.
—Lo sé. Pero si te detienen los sicarios de Mejlis, te esperaré.
—¿Esperar qué? —exclamó Alexandr, dominado por la frustración.
Había aprendido por las malas que sólo podía confiar en que Tatiana estuviera de acuerdo con él. Si ya se había formado una opinión, entonces ya no podía hacer nada al respecto.
Sus emociones debieron de reflejarse en su rostro, porque ella le cogió las manos curtidas por la guerra entre las suyas tan blancas y suaves, y se las besó, para después repetir: «Te esperaré». Luego, ella intentó apartarse, pero él no se lo permitió. La hizo levantar de la silla, para que se sentara a su lado en la cama.
—¿Me esperarás, dónde?
—En Leningrado. En mi apartamento. Inga y Stanislav se han marchado. Dispongo de dos habitaciones. Te esperaré, y cuando tú regreses, yo estaré allí con tu hijo.
—El ayuntamiento se quedará con el recibidor y la habitación con la estufa.
—Entonces te esperaré en la habitación que queda.
—¿Durante cuánto tiempo?
Tatiana dirigió la vista a los pacientes dormidos, a las ventanas oscuras. Lo miró todo menos a él. En la sala no se escuchaba otro sonido excepto el de su respiración y la de su marido.
—Te esperaré todo lo que haga falta —afirmó sencillamente.
—¡Por todos los demonios! ¿Prefieres acabar convertida en una vieja en una habitación sin estufa ni agua corriente, en lugar de buscarte una vida mejor?
—Sí —proclamó ella, muy decidida—. No hay otra vida para mí, así que ya puedes olvidarte del tema.
—Tania, por favor… —No podía continuar—. ¿Qué pasará cuando Mejlis vaya a por ti? ¿Qué harás entonces? —susurró el comandante.
—Iré allí donde me manden. Iré a Kolima —dijo—. Iré a la península de Taimir. Algún día el comunismo acabará por caer…
—¿Estás segura de eso?
—Sí. Llegará un momento en que no tendrán más gente para la reconstrucción, y entonces me dejarán salir.
—Dios mío —murmuró Alexandr—. Piensa en que ya no eres tú sola. ¡Tienes que pensar en nuestro bebé!
—¿De qué estás hablando? El doctor Sayers no va a llevarme sin ti. No tengo ningún derecho a que me acojan en Estados Unidos. Alexandr, iré contigo a cualquier parte del mundo. ¿Quieres ir a Estados Unidos? Sí. ¿Quieres ir a Australia? Sí. ¿A Mongolia? ¿Al desierto de Gobi? ¿A Daguestán? ¿Al lago Baikal? ¿A Alemania? ¿Al infierno? Te preguntaré: «¿Cuándo nos vamos?». Allí donde quieras ir, iré contigo. Pero si tú te quedas, también me quedo yo. No pienso dejar al padre de mi bebé en la Unión Soviética.
Tatiana se inclinó sobre Alexandr y apretó los pechos contra su rostro, mientras le besaba la cabeza. Después volvió a sentarse y le besó las manos temblorosas.
—¿Qué me dijiste en Leningrado? ¿Qué vida podría construirme sabiendo que te he dejado morir o pudrirte en la Unión Soviética? Te estoy citando. Ésas fueron tus palabras. —Sonrió—. Y en este punto, estoy plenamente de acuerdo contigo. —Tatiana asintió—. Si te dejo, no importa la ruta que tome, con sonoro galope me perseguirá el jinete de bronce durante toda la larga noche.
—Tatiana, estamos en guerra —replicó Alexandr, emocionado—. Estamos en medio de una guerra. —No podía mirarla—. Los hombres mueren en las guerras.
Una lágrima rodó por la mejilla de Tatiana, a pesar de su intento por no llorar.
—Por favor, no te mueras —le suplicó—. No creo que pueda enterrarte. Ya he enterrado a todos los demás.
—¿Cómo puedo morir cuando tú has vertido tu sangre inmortal en mis venas? —preguntó el comandante con voz entrecortada.
Dimitri apareció una mañana muy fría, con la mochila de Alexandr en la mano. Llevaba un brazo vendado y cojeaba mucho de la pierna derecha. El recadero de los generales, el lacayo inútil, que llevaba cigarrillos, vodka y libros de cuartel en cuartel en la retaguardia, el sirviente que se negaba a llevar armas. El soldado se acercó al lecho y le entregó la mochila al comandante.
—Vaya, así que al final la encontraron —comentó Alexandr, con voz tranquila—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
—No te lo vas a creer. Una tontería. Unos tipos que estaban cabreados por no sé qué. Mírame la cara.
Alexandr vio los moretones.
—Dijeron que les cobraba demasiado por los cigarrillos. Tened, os los podéis quedar todos, les dije. Se los quedaron, pero de todas maneras me dieron una paliza. Pero, no tardarán en lamentarlo —afirmó Dimitri con una sonrisa siniestra. Se sentó en la silla debajo de la ventana—. Tatiana me arregló el brazo de maravilla. Mira qué vendaje. —Había algo en la voz de Dimitri que le revolvía el estómago a Alexandr—. Es fantástica, ¿verdad?
—Sí, es una buena enfermera —admitió Alexandr.
—Una buena enfermera, una buena mujer, una buena… —Dimitri se interrumpió.
—Muchas gracias por traerme la mochila.
—No se merecen. —Dimitri se levantó como si fuera a marcharse, pero después, como si se lo hubiera pensado mejor, volvió a sentarse—. Quise asegurarme de que tenías todo lo que necesitabas en la mochila: tus libros, tu estilográfica, papel. Resultó que no tenías papel ni pluma, así que hice bien en mirar, porque te puse una pluma nueva y unas cuantas hojas de papel. Por si quieres escribir alguna carta. —Sonrió amigablemente—. También encontrarás un par de paquetes de cigarrillos y otro mechero.
—¿Has revisado mis cosas? —preguntó Alexandr con una mirada sombría. La sensación de asco fue en aumento.
—Sólo pretendía ser útil. —Dimitri hizo como si fuera a irse una vez más—. Pero sabes, encontré algo muy interesante.
Alexandr desvió la vista. Había quemado todas las cartas de Tatiana, pero había una cosa que había sido incapaz de quemar. Un faro de esperanza que siempre llevaba con él.
—Dimitri —dijo Alexandr, que arrojó la mochila sobre la cama para después cruzarse de brazos y mirar al soldado con una expresión de desafío—. ¿Qué quieres?
Dimitri, sin alterarse lo más mínimo, recogió la mochila, abrió la solapa y sacó el vestido blanco con las rosas bordadas de Tatiana.
—Mira lo que encontré en el fondo.
—¿Y qué? —preguntó Alexandr con una expresión imperturbable.
—Muy cierto. ¿Y qué? ¿Por qué no ibas a llevar en tu mochila un vestido que es de la hermana de tu novia muerta?
—¿Eso es lo que te sorprende, Dimitri? ¿Que encontraras el vestido? No creo que te haya sorprendido mucho —manifestó el comandante con un tono desabrido—. Sobre todo cuando revisaste mis pertenencias personales para ver si lo encontrabas.
—Bueno, no voy a negarlo —admitió Dimitri, jovial—. Pero en cualquier caso, me sorprendí un poco.
—¿Sorprendido por qué?
—Me dije que era muy interesante. El vestido, y Tatiana está aquí en el frente, trabajando codo con codo con un médico de la Cruz Roja, y tenemos a Alexandr en el mismo hospital. Sospeché que no podía ser una coincidencia. Siempre he creído que os caíais bien. —Miró a Alexandr—. Siempre. Desde el primer momento. Así que fui a ver al coronel Stepanov, que me recordaba de los viejos tiempos, y que se mostró muy amable. Me cae bien ese hombre. Le dije que iba a recoger tu paga para que pudieras comprarte tabaco, mantequilla, vodka o lo que te hiciera falta y él autorizó para que me entregaran la paga. Pero cuando vi que me daban sólo quinientos rublos y comenté que era muy poco sueldo para un comandante, ¿sabes lo que me dijeron?
Alexandr esperó un momento para recuperar el control y después preguntó:
—¿Qué te dijeron?
—¡Que habías dado la orden de que transfirieran el resto de tu paga a una tal Tatiana Metanova en Quinto Soviet!
—Así es, efectivamente.
—Eso digo yo. Así que fui otra vez a ver al coronel Stepanov. «Coronel —le dije—, ¿no es fantástico que nuestro disoluto Alexandr haya encontrado por fin a una muchacha buena, como la enfermera Metanova?», y el coronel me contestó que él también se había sorprendido mucho cuando se enteró de que te habías casado en Molotov durante el permiso de verano y de que no se lo hubieras dicho a nadie.
Alexandr permaneció en silencio.
—¡Sí! Eso es lo que me dijo —exclamó Dimitri cortés y alegremente—. Le comenté que desde luego era sorprendente porque yo era tu mejor amigo y no lo sabía, y el coronel estuvo de acuerdo en que eras un tipo muy reservado. «No tiene usted idea cuánto, señor», le dije.
El comandante desvió la vista para mirar a los soldados que yacían en las camas. Se preguntó si podría levantarse. ¿Podría? ¿Podría caminar? ¿Qué podía hacer?
—¡Escucha, es fantástico! —afirmó Dimitri. Dejó la silla—. Sólo quería felicitarte. Ahora mismo iré a buscar a Tatiana para felicitarla a ella también.
Tatiana fue a ver a Alexandr a última hora de la tarde. Después de darle de comer fue a buscar un cubo de agua caliente y jabón.
—Tania, no cargues con ese cubo. Pesa demasiado para ti.
—Calla —le respondió ella con una sonrisa—. Cargo con tu bebé. ¿Crees que un cubo es demasiada carga para mí?
No hablaron mucho. Tatiana le lavó el cuerpo con una esponja, lo afeitó y después le secó el rostro. Él mantuvo los ojos cerrados para evitar que descubriera sus pensamientos, pero de vez en cuando olía su aliento cálido y notaba el roce de sus labios en las cejas y en los dedos. Sintió sus caricias en la cara, y la oyó suspirar.
—Shura, hoy he visto a Dimitri —dijo con un tono compungido.
—Sí. —No era una pregunta.
—Sí. Estaba… —Se interrumpió—. Me comentó que tú le habías dicho que estábamos casados y que se sentía muy feliz por nosotros. —Exhaló un suspiro—. Supongo que era inevitable que acabara por enterarse.
—Así es, Tatiana. Hicimos todo lo posible por ocultarnos de Dimitri, pero a sabiendas de que acabaría por enterarse.
—Escucha, quizás esté en un error, pero no parecía tan nervioso como antes. Como si ya no le importáramos para nada. ¿Tú qué opinas? —preguntó con un tono ilusionado.
Alexandr sintió el deseo de preguntarle: «¿Crees que esta guerra lo ha convertido en un ser humano? ¿Crees que esta guerra es una escuela de humanitarismo y que Dimitri está preparado para graduarse con honores?». Pero entonces Alexandr abrió los ojos y vio la expresión atemorizada de su esposa.
—Creo que tienes razón —mintió mientras le cogía una mano—. Me parece que ya ha perdido cualquier interés por nosotros.
Tatiana se aclaró la garganta. Apoyó una mano en el rostro afeitado de su marido. Se inclinó un poco hacia delante.
—¿Crees que tardarás mucho en levantarte? No es que quiera meterte prisa. Ayer vi que intentabas caminar. ¿Te duele cuando estás de pie? ¿Te molesta la espalda? Te estás curando, Shura. Lo haces muy bien. En cuanto estés preparado, nos marcharemos. Y entonces no lo volveremos a ver nunca más.
Alexandr la miró durante unos minutos que se hicieron eternos.
—Shura, no te preocupes —añadió Tatiana, sin darle tiempo a que abriera la boca—. Mis ojos están bien abiertos. No me llamo a engaño. Veo a Dimitri tal como es.
—¿Seguro?
—Sí. Porque él, como todos los demás, es la suma de sus partes.
—No se le puede redimir, Tania. Ni siquiera tú eres capaz de hacerlo.
—¿Eso crees? —Tatiana intentó sonreír.
—Él es exactamente como quiere ser. —Alexandr le apretó la mano—. ¿Cómo se le puede redimir cuando ha construido toda su vida sobre lo que él cree que es la única manera de vivir? No la tuya, ni la mía, sino la suya. Se ha hecho a sí mismo a base de mentiras, engaños, manipulaciones, malicia, de desprecio hacia mí y falta de respeto hacia ti.
—Lo sé.
—Vete con mucho cuidado con él, ¿de acuerdo? Y no le digas nada.
—De acuerdo.
—¿Qué haría falta, Tatiana, para que tú lo rechazaras, para que le volvieras la espalda? Para decir: no puedo cogerlo de la mano porque él no quiere la salvación. ¿Qué?
—Sí que quiere la salvación, Shura. Sólo que no tiene ninguna esperanza de conseguirla.
Dimitri fue a ver a Alexandr al día siguiente. Caminaba con la ayuda de un bastón. «Esto se está convirtiendo en parte de mi vida. Están combatiendo al otro lado del río, atienden a los heridos en la sala vecina, los generales elaboran sus planes, los trenes transportan comida a Leningrado, los alemanes nos diezman desde las alturas de Siniavino, el doctor Sayers se prepara para abandonar la Unión Soviética, Tatiana cuida de los soldados que agonizan, mientras una nueva vida crece en su vientre, y yo estoy aquí en mi cama, donde me cambian las sábanas todos los días, mientras veo cómo el mundo pasa a mi lado. Veo cómo los minutos pasan raudos a mi lado». Alexandr estaba tan harto que apartó las mantas y dejó la cama. Estaba desenganchando la bolsa de suero, cuando Ina se acercó corriendo y lo obligó a meterse en la cama, mientras le decía que no volviera a intentarlo nunca más. «O se lo diré a Tatiana», susurró antes de marcharse y dejarlo solo con Dimitri, que se dejó caer en la silla.
—Alexandr, necesito hablar contigo. ¿Estás lo bastante fuerte como para escucharme?
—Sí, Dimitri. Estoy lo bastante fuerte como para escucharte —respondió Alexandr, que apeló a todas sus fuerzas para volver la cabeza hacia su visitante. Pero no pudo enfrentarse a su mirada.
—Escucha, me siento muy feliz porque tú y Tania estéis casados. Lo digo de todo corazón. Pero, Alexandr, como tú sabes, hay una cosa todavía pendiente entre nosotros.
—Lo sé —admitió el comandante.
—Tania es muy buena, sabe mantener la compostura. Creo que la he subestimado. Es mucho más fuerte de lo que creía.
Dimitri no tenía idea.
—Sé que vosotros dos estáis planeando alguna cosa. Lo sé. Es una sensación que tengo. Intenté hablar con ella. Insistió en que no sabía de qué le estaba hablando. Pero ¡lo sé! —Dimitri parecía excitado—. Te conozco, Alexandr Barrington, así que te pregunto si quizás hay un lugar para tu viejo amigo en tus planes.
—No sé de qué me estás hablando —respondió Alexandr sin vacilar, mientras pensaba: «Hubo un tiempo en el que no podía confiar en nadie más que en este hombre, y puse mi vida en sus manos»—. Dimitri, no tengo planes.
—De acuerdo, pero verás, ahora comprendo muchas cosas —afirmó Dimitri con una sonrisa servil—. Tatiana es la razón por la que arrastras los pies en lugar de correr. —Hizo una pausa—. ¿Estás buscando la manera de escapar con ella? ¿No quieres largarte y dejarla a ella atrás? En cualquier caso, no te culpo. —Se aclaró la garganta—. Pero lo que digo ahora es que debemos irnos, todos juntos.
—No tenemos ningún plan —insistió Alexandr—. Pero si hay algún cambio, te lo haré saber.
Dimitri volvió una hora más tarde, pero esta vez con Tatiana. La hizo sentarse en la silla, y él se puso en cuclillas junto a la muchacha.
—Tatiana, necesito que hagas entrar en razón a tu marido —manifestó Dimitri—. Explícale que lo único que quiero de vosotros dos es que me saquéis de la Unión Soviética. Veréis, cada vez estoy más inquieto y nervioso, porque no soporto la idea de que vosotros dos os marchéis y me dejéis aquí, en mitad de una guerra. ¿Lo comprendéis?
Alexandr y Tatiana permanecieron callados.
El comandante miraba la manta. Tatiana miraba a Dimitri. Y entonces, cuando él vio que Tatiana miraba a Dimitri sin pestañear, se sintió fuerte y también miró a Dimitri.
—Tania, estoy de tu parte —añadió Dimitri—. No quiero que a ti ni a Alexandr os pase nada. Todo lo contrario. —Sonrió—. Os deseo la mejor de las suertes. Es muy difícil para cualquiera encontrar la felicidad. Lo sé. Lo he intentado. Lo que vosotros habéis conseguido, no sé cómo, es un milagro. Ahora lo único que quiero es una oportunidad para mí también. Es lo único que siempre he querido. Sólo quiero que me ayudéis.
—La supervivencia de uno mismo es un derecho inalienable —afirmó Alexandr.
—¿Qué? —exclamó Dimitri.
—Nada —replicó el comandante.
—Dimitri, la verdad es que no sé qué tiene que ver todo esto conmigo —señaló Tatiana.
—Pues tiene que ver todo, mi querida Tanechka, todo tiene que ver contigo. A menos, por supuesto, que estés dispuesta a escapar con ese médico norteamericano tan sano y apuesto, y no con tu esposo herido. Has estado elaborando planes para marcharte con Sayers cuando él regrese a Helsinki, ¿no es verdad?
La pareja no le contestó.
—No tengo tiempo para estos juegos —afirmó Dimitri, que se levantó con la ayuda del bastón—. Tania, te hablo a ti. Si no me llevas contigo, mucho me temo que Alexandr tendrá que quedarse en la Unión Soviética conmigo.
Tatiana permaneció sentada estoicamente en la silla, con la mano cogida a la de Alexandr. Después miró a su marido y luego se encogió de hombros.
Alexandr le apretó la mano con tanta fuerza que ella soltó un quejido.
—Vamos, vamos —dijo Dimitri—. Ése es el momento que quiero ver. Ella te convence, porque milagrosamente lo ve todo. Tatiana, ¿cómo lo haces? ¿Cómo es que tienes esa habilidad sorprendente de verlo todo? Tu marido, que no la tiene, intenta resistirse, pero al final acaba cediendo al saber que es la única manera.
Alexandr y Tatiana no dijeron ni una palabra. Él aflojó la presión sobre la mano de su esposa. Dimitri se cruzó de brazos.
—No me marcharé de aquí sin una respuesta —anunció—. ¿Qué dices, Tania? Alexandr es amigo mío desde hace seis años. Os aprecio a los dos. No quiero tener problemas. —Dimitri puso los ojos en blanco—. Creedme, detesto los problemas. Lo único que quiero es una pequeña parte de lo que estáis planeando para vosotros. Eso no es mucho pedir, ¿verdad? Sólo quiero una parte muy pequeña. ¿No tendrás remordimientos, Tania, si me niegas la oportunidad de una nueva vida? Venga, tú, que el año pasado le diste las gachas que te quedaban a Nina Iglenko para que no se muriera de hambre, ¿vas a negarme tan poco cuando tienes tanto? —añadió con la vista puesta en Alexandr.
—Tania, no lo escuches —declaró Alexandr, en cuyo corazón el dolor y la furia estaban librando un duro combate—. Dimitri, déjala en paz. Esto es algo entre nosotros. Esto no tiene nada que ver con ella. —Dimitri estaba callado. Tatiana acariciaba la palma de su marido, pensativa, fuerte, rítmicamente. Abrió la boca—. No digas ni una palabra, Tatiana —le ordenó él.
—Dila, Tatiana —insistió Dimitri—. Te toca a ti. Por favor, déjame escuchar tu respuesta, porque no me queda mucho tiempo.
Alexandr miró a Tatiana, que se puso de pie.
—Dimitri —respondió Tatiana, sin pestañear—, pobre de aquel que está solo cuando cae, porque no tiene a nadie que lo ayude a levantarse.
El soldado se encogió de hombros.
—Debo entender que eso significa que tú… —Se interrumpió—. ¿Qué? ¿Qué me estás diciendo? ¿Es un sí o un no?
—Mi marido te hizo una promesa —contestó Tatiana, en voz muy baja y con la mano cogida a la de Alexandr—. Él siempre cumple su palabra.
—¡Sí! —exclamó Dimitri, al tiempo que intentaba acercarse a la muchacha. Alexandr vio cómo ella se apartaba rápidamente.
—Las personas nobles nunca olvidan las buenas acciones —afirmó Tatiana—. Dimitri, ya te informaré de nuestros planes más adelante. Pero tienes que estar preparado para partir al primer aviso, ¿de acuerdo?
—Ya estoy preparado —dijo Dimitri, entusiasmado—, y va en serio. Quiero marcharme cuanto antes mejor. —Le extendió la mano izquierda a Alexandr, que hizo como si no la viera. No tenía la intención de estrechar la mano del soldado.
Fue Tatiana la que se encargó de unir las manos de ambos.
—Todo irá bien —señaló con voz temblorosa—. Todo irá bien.
Dimitri se marchó.
—Shura, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella mientras le daba de comer—. Tendrá que funcionar. Cambia las cosas un poco, pero ya le buscaremos alguna solución. —Alexandr la miró. Ella asintió—. Quiero sobrevivir por encima de todo lo demás. Tú mismo me lo dijiste.
«¿Qué más me dijiste, Tatiana? —pensó Alexandr—. ¿Qué me dijiste en la cúpula de San Isaac bajo el cielo oscuro de Leningrado?».
—Lo llevaremos con nosotros. Nos dejará en paz. Ya lo verás. Ahora ocúpate de sanar cuanto antes.
—Vámonos, Tania —le rogó el comandante—. Dile al doctor Sayers que nos marcharemos cuando diga. Ya me encargaré yo de estar preparado.
Tatiana marchó.
Pasó un día.
Al siguiente, volvió Dimitri.
Se sentó en la silla junto a Alexandr, que no lo miró. El comandante miró a larga, media y corta distancia la manta de lana marrón, mientras intentaba recordar el último nombre del hotel de Moscú donde había vivido con sus padres. El hotel cambiaba de nombre cada dos por tres. Había sido una fuente de hilaridad y confusión para Alexandr, que ahora intentaba borrar de su mente a Tatiana y a la persona que ocupaba la silla a un metro de él. «Oh, no», pensó Alexandr, con una punzada de dolor.
Recordó el último nombre del hotel.
Era Kirov.
Dimitri carraspeó. El comandante esperó.
—Alexandr, ¿podemos hablar? Esto es muy importante.
—Todo es importante —afirmó Alexandr—. Lo único que hago es hablar. ¿Qué pasa? —No miraba a su visitante.
—Se trata de Tatiana.
—¿Qué pasa con ella?
Alexandr miró el frasco de suero. ¿Cuánto tiempo tardaría en desconectarlo? ¿Se desangraría? Echó una ojeada a la sala. Acababan de comer, y los demás pacientes dormían o leían. La enfermera de turno también leía sentada en una silla junto a la puerta. Alexandr se preguntó dónde estaría Tatiana. No necesitaba el suero. Tatiana se lo había dejado para obligarle a permanecer en la sala de cuidados intensivos, para mantenerlo en la cama. «No, no pienses en Tatiana». Se sentó en la cama, con la espalda apoyada en la pared.
—Alexandr, sé lo que sientes por ella.
—¿Lo sabes?
—Por supuesto.
—No sé por qué, pero lo dudo. ¿Qué pasa con ella?
—Está enferma.
Alexandr no dijo nada.
—Sí, está enferma. Tú no sabes lo que yo sé. No ves lo que yo veo. Es como un fantasma que ronda por el hospital. Se desmaya continuamente. El otro día se quedó desmayada en la nieve durante no sé cuánto tiempo. Un teniente tuvo que levantarla. La llevamos para que la viera el doctor Sayers. Intentó hacerse la valiente.
—¿Cómo sabes que estaba tendida en la nieve?
—Me lo contaron. Lo escuché todo. También la veo en la sala de terminales. Se apoya en la pared cuando camina. Le dijo al doctor Sayers que no le dan bastante comida.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Me lo dijo Sayers.
—Por lo que se ve, tú y el doctor Sayers os habéis hecho grandes amigos.
—No. Yo sólo le traigo los suministros médicos que llegan a través del lago. Nunca parece tener bastante. Hablamos unos minutos, pero eso es todo.
—¿A qué viene todo esto?
—¿Tú sabías que no se encontraba bien?
Alexandr mostraba una expresión pensativa. Sabía la razón por la que Tatiana no tenía bastante comida, y sabía el motivo de los desmayos. Pero lo último que estaba dispuesto a hacer era confiar a Dimitri cualquier cosa relacionada con Tatiana. El comandante retrasó un poco más la respuesta, y después preguntó a su vez:
—Dimitri, ¿tienes algo concreto que decir?
—Sí que lo tengo. —Dimitri bajó la voz, y acercó la silla un poco más a la cama. Alexandr contuvo el impulso de apartarse—. Lo que estamos planeando es peligroso. Requiere fuerza física, coraje, entereza.
Alexandr miró a Dimitri.
—¿Sí? —dijo, sorprendido de que una palabra como «entereza» pudiera salir de la boca de Dimitri—. ¿Y qué?
—¿Crees que Tatiana será capaz de salir adelante?
—¿De qué estás hablando? —Alexandr palideció.
—¡Alexandr, escúchame un segundo! Espera, antes de decir nada más. Escucha. Ella es débil y nos espera un viaje muy arduo. Incluso con la ayuda de Sayers. ¿Sabes que hay seis puestos de control desde aquí a Lisii Nos? Seis. En cuanto diga la más mínima cosa, estaremos perdidos. Alexandr —Dimitri hizo una pausa—, ella no puede venir.
—No pienso escuchar más estupideces —manifestó Alexandr.
—No me estás escuchando.
—Tienes razón. No te escucho.
—Deja de ser tan obstinado. Sabes que tengo razón.
—¡En absoluto! —exclamó Alexandr, con los puños apretados—. Sé que sin ella… —Se interrumpió. ¿Qué estaba haciendo? ¿Intentaba convencer a Dimitri? Hablar bajo le requería un esfuerzo que no estaba dispuesto a hacer—. Estoy cansado —afirmó en voz alta—. Acabaremos esta conversación en otro momento.
—¡No hay más momentos! —siseó Dimitri—. ¡No levantes la voz! Se supone que nos marcharemos dentro de cuarenta y ocho horas. Te lo advierto, no estoy dispuesto a jugármela porque tú no veas las cosas claras.
—Las veo claras como el cristal, Dimitri —replicó Alexandr, con un tono que no admitía discusión—. Ella está bien, y vendrá con nosotros.
—Se vendrá abajo en cuanto llevemos seis horas de camino.
—¿Seis horas? ¿Dónde has estado? Está aquí las veinticuatro horas del día. No está sentada en un camión, fumando y bebiendo vodka en las horas de trabajo. Duerme sobre un trozo de cartón, come lo que los soldados no se acaban, y se lava la cara en la nieve. No me vengas con eso de que no aguantará.
—¿Qué pasará si ocurre algún incidente en la frontera? ¿Qué pasará si a pesar de los esfuerzos de Sayers nos detienen para interrogarnos? Tú y yo podemos utilizar nuestras armas, podemos luchar si es necesario.
—Se hará lo que debamos hacer. —Alexandr miró furioso el bastón de Dimitri, su rostro lleno de morados, el cuerpo encorvado.
—Sí, pero ¿qué hará ella?
—Ella hará lo que tenga que hacer.
—¡Se desmayará! Caerá de bruces en la nieve, y tú no sabrás si disparar contra los guardias o correr en su ayuda.
—Haré las dos cosas.
—No puede correr, no puede disparar, no puede luchar. Se desmayará en cuanto surja el primer problema, y créeme que siempre aparecerá algún problema.
—¿Puedes correr, Dimitri? —preguntó Alexandr, con un tono que reflejaba el odio que sentía.
—Sí. Todavía soy un soldado.
—¿Qué me dices del doctor? Él tampoco puede luchar.
—¡Él es un hombre! Francamente, me preocupa muy poco lo que le pueda pasar.
—¿Estás preocupado por Tatiana? Me alegra saberlo.
—Me preocupa lo que pueda hacer.
—Ah, ésa es una diferencia muy sutil.
—Me inquieta que tú estés tan preocupado por ella que acabes por estropearlo todo con algún error estúpido. Ella nos retrasará, hará que te pienses dos veces los riesgos que podamos asumir. El puesto de control en el bosque de Lisii Nos está mal defendido, pero no sin defensas.
—Tienes razón. Quizá tengamos que luchar por nuestra libertad.
—Entonces, ¿estás de acuerdo?
—No.
—Alexandr, escúchame. Ésta es nuestra última oportunidad. Lo sé. Tenemos un plan perfecto, podría funcionar muy bien. Pero ella nos llevará a la ruina. No está a la altura. No seas estúpido ahora que estamos tan cerca. —Dimitri sonrió—. ¡Esto es lo que estábamos esperando! Se acabaron los ensayos, los mañanas y la próxima vez. Esta vez va en serio.
—Sí. Esta vez va en serio. —Cerró los ojos un momento, pero le costó volver a abrirlos.
—Así que escúchame.
—No te escucharé.
—¡Me escucharás! —exclamó Dimitri—. Tú y yo venimos planeando esto desde hace mucho tiempo. ¡Aquí está nuestra oportunidad! No te digo que dejemos a Tania para siempre en la Unión Soviética. En absoluto. Lo que digo es que nosotros, dos hombres, hagamos lo que debemos hacer para escapar. Para escapar, y lo que es más importante, ¡escapar vivos! Tú no le servirás de nada muerto y yo no disfrutaré en Estados Unidos si me matan. Vivos, Alexandr. Además, si tenemos que ocultarnos en los pantanos…
—Vamos a ir a Helsinki en camión. ¿De qué pantanos hablas?
—He dicho si tenemos. Tres hombres y una muchacha débil, ¡somos una muchedumbre! Más que ocultarnos, estamos pidiendo que nos atrapen. Si algo le ocurre a Sayers, si a Sayers lo matan…
—¿Por qué nadie iba a matar a Sayers? Es un médico de la Cruz Roja. —Alexandr observó a Dimitri atentamente.
—No lo sé. Pero si tenernos que abrirnos paso a través del mar Báltico, en el hielo, a pie, ocultos en camiones, bueno, dos hombres pueden conseguirlo, pero ¿tres personas? Llamaríamos mucho la atención. Nos detendrán en menos que canta un gallo. Y ella no lo conseguirá.
—Consiguió cruzar el cerco. Consiguió cruzar el Volga helado. Sobrevivió a Dasha. Lo conseguirá —manifestó Alexandr, aunque en su corazón no estaba tan seguro. Los peligros que señalaba Dimitri eran los mismos que provocaban su ansiedad en cuanto a Tatiana—. Todo lo que dices puede que sea cierto —añadió con un gran esfuerzo—, pero te olvidas de dos cosas muy importantes. ¿Qué crees que le pasará a ella en cuanto informen de mi desaparición?
—¿A ella? Nada. Se sigue llamando Tatiana Metanova. —Dimitri asintió con una expresión taimada—. Tú te has ocupado a conciencia de que nadie esté enterado de vuestro matrimonio. Eso te ayudará mucho.
—A ella no la ayudará.
—Nadie lo sabrá.
—Te equivocas —señaló Alexandr—. Yo lo sabré. —Apretó los dientes para reprimir el gemido de dolor.
—Sí, pero tú estarás en Estados Unidos. Tú habrás vuelto a casa.
—Ella no se puede quedar —insistió el comandante.
—Claro que puede. Estará bien, Alexandr. No conoce otra vida que ésta.
—¡Tú tampoco!
—Saldrá adelante, y será como si nunca te hubiera conocido.
—¿Cómo?
Dimitri se echó a reír.
—Sé que te tienes por un gran tipo, pero ella lo superará. Otras lo han hecho. Sé que seguramente te quiere mucho, pero con el paso del tiempo conocerá a algún otro y estará bien.
—¡Deja de comportarte como un idiota! ¡La arrestarán al tercer día! La esposa de un desertor. Tres días. Y tú lo sabes. Deja de decir idioteces.
—¡Nadie sabrá quién es!
—¡Tú lo descubriste!
—Tatiana Metanova regresará al hospital Gresheski, y continuará con su vida en Leningrado. Y si todavía la quieres cuando estés instalado en Estados Unidos, después de que la guerra se acabe, puedes enviarle una carta formal invitándola a visitar a una tía lejana que está muy enferma. Viajará por los medios convencionales, si puede, en tren y en barco. Piensa en esto como una separación temporal, hasta que llegue el momento oportuno para ella. Para todos nosotros.
Alexandr se rascó la nariz con la mano izquierda. «Que alguien venga y me rescate de este infierno», pensó. Comenzó a tener dificultades para respirar.
—Dimitri. —Alexandr lo miró a la cara—. Tienes la oportunidad, por segunda vez en tu vida, de hacer algo decente. Aprovéchala. La primera fue cuando me ayudaste a ver a mi padre. ¿Qué más te da que venga con nosotros?
—Tengo que pensar en mí mismo, Alexandr. No puedo pasarme todo el tiempo pensando en cómo proteger a tu esposa.
—¿Cuánto tiempo has dedicado a pensar en protegerla? —exclamó Alexandr—. Nunca has pensado en nadie más que en ti mismo.
—Mira quién habla. —Dimitri se rio.
—Ven con nosotros. Ella te tendió su mano.
—Para protegerte.
—Sí, pero eso no significa que no te la extendiera. Cógela. Ella conseguirá sacarnos de aquí. Todos seremos libres. Tendrás aquello que más ambicionas: vivir en libertad lejos de la guerra. Es lo que más deseas, ¿no? —Alexandr recordó las palabras de Tania en San Isaac. «Quiere que le des lo que tú más quieres». Pero Alexandr no se dejaría derrotar. «Nunca te lo quitará todo, Alexandr —le había dicho su Tatiana—. Él nunca tendrá tanto poder»—. Vivirás en libertad por ella. No moriremos por ella.
—Nos matarán a todos por ella.
—Te lo garantizo; tú no morirás. Aprovecha esta oportunidad, vive tu vida. No te estoy negando lo que te pertenece legítimamente. Te prometí que te sacaría y lo haré. Tatiana es muy fuerte, y no nos fallará. Ya lo verás. No flaqueará. Sólo tienes que decir que sí. Ella y yo haremos el resto. Tú mismo lo dijiste: «ésta es nuestra última oportunidad». Estoy de acuerdo. Ahora más que nunca.
—No lo dudo —afirmó Dimitri despectivamente.
—¡Deja que te guíe alguna otra cosa! —dijo Alexandr en un intento por disimular la rabia—. Esta guerra te ha encerrado en ti mismo, te has olvidado de las demás personas. Recuérdalo. Aunque sólo sea una vez. Tú sabes que si se queda aquí, morirá. Sálvala, Dimitri. —Alexandr estuvo a punto de agregar: «por favor».
—Si viene con nosotros, moriremos todos —opinó Dimitri, con toda frialdad—. Estoy convencido.
Alexandr movió el cuerpo hacia delante, y una vez más se enfrentó a la media distancia. Sus ojos se nublaron, se aclararon, volvieron a nublarse.
Lo envolvió la oscuridad.
—Alexandr, piensa en esto como en morir en el frente. Si tú hubieras muerto en el hielo, ella hubiera tenido que buscar la manera de continuar viviendo en la Unión Soviética, ¿no? Pues es la misma cosa.
—Es toda la diferencia del mundo. —Alexandr miró sus manos agarrotadas. Porque ahora había luz delante de ella.
—Para ella, no habrá diferencia alguna. De una manera u otra, está sin ti.
—No.
—¡Ella es un precio muy pequeño que pagar por América! —exclamó Dimitri.
Alexandr se estremeció, pero no abrió la boca. Su corazón amenazaba con estallar en cualquier momento.
—Ella nos condenará a todos.
—Dimitri, ya he dicho que no —replicó el comandante, con voz acerada.
Dimitri entrecerró los párpados.
—¿Es que no quieres darte por enterado? Ella no viene.
—¡Por fin! —Alexandr se rio—. Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en proferir tus inútiles amenazas. ¿Dices que no puede venir?
—No, no puede.
—De acuerdo. Entonces yo tampoco. La cosa queda cancelada. Se acabó. El doctor Sayers se marcha a Helsinki inmediatamente. Dentro de tres días, me enviarán de nuevo al frente. Tania volverá a Leningrado. —Miró a Dimitri con una mirada de odio y desprecio—. No irá nadie. Ya puedes marcharte, soldado. Nuestra entrevista ha concluido.
Dimitri miró a Alexandr, boquiabierto.
—¿Me estás diciendo que no te marcharás sin ella?
—¿Qué pasa? ¿Estás sordo?
—Vaya. —Dimitri hizo una pausa y se frotó las manos. Se inclinó sobre la cama—. ¡Me subestimas, Alexandr! Veo que no quieres atender a razones. Peor para ti. Quizás entonces tenga que ir a hablar con Tania y explicarle cuál es la situación. Ella es mucho más razonable. En cuanto Tania vea que su marido está en grave peligro, vaya, estoy seguro de que ella misma propondrá quedarse. Y…
Dimitri no acabó la frase. Alexandr sujetó el brazo de Dimitri. El soldado gritó, al tiempo que intentaba levantar la otra mano, pero ya era demasiado tarde. Alexandr le sujetaba las dos.
—A ver si lo entiendes —dijo Alexandr mientras retorcía la muñeca de Dimitri—. Me importa una mierda que hables con Tania, con Stepanov, con Mejlis o con toda la Unión Soviética. ¡Diles lo que quieras! No me marcharé sin ella. Si ella se queda, yo me quedo. —Alexandr dio un tirón salvaje y le rompió el cubito. Incluso en su furia, Alexandr oyó el chasquido. Sonó como un hachazo contra un tronco de pino en Lazarevo. Dimitri soltó un alarido. Alexandr no lo soltó—. ¡Tú me has subestimado, maldito cabrón! —Volvió a retorcerle la muñeca hasta que el hueso roto perforó la carne.
Dimitri seguía chillando. Comenzó a darle puñetazos en la cara y el gancho de izquierda hubiera hecho que el hueso roto de la nariz se clavara en el lóbulo frontal de Dimitri de no haber sido porque el impacto lo amortiguó un enfermero, que sujetó el brazo del comandante justo a tiempo; y después casi se echó encima de Alexandr mientras gritaba:
—¡Basta! ¿Qué está haciendo? ¡Suéltelo, suéltelo!
Alexandr apartó a Dimitri de un empellón y el soldado cayó al suelo.
—Apártese de mí —le ordenó al enfermero que lo miraba, atónito.
En cuanto el otro se apartó, Alexandr comenzó a limpiarse las manos. Se había arrancado la aguja del suero y ahora la sangre goteaba de la vena abierta. «¿Así que sangra?», pensó.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —gritó la enfermera acercándose a la carrera—. ¿Qué escándalo es éste? El soldado viene a visitarlo, y ¿esto es lo que usted le hace?
—La próxima vez no lo deje pasar —replicó Alexandr. Apartó las mantas y se levantó de la cama.
—¡Métase en la cama ahora mismo! Mis órdenes son que usted no debe levantarse de la cama bajo ninguna circunstancia. Espere a que venga Ina. Nunca había trabajado en cuidados intensivos. ¿Por qué siempre tiene que pasar todo en mi turno?
Después de media hora de discusiones se llevaron a Dimitri, que seguía inconsciente, y el enfermero en persona se encargó de ordenar las cosas mientras rezongaba que ya tenía bastante trabajo como para que los heridos convirtieran en heridos a hombres perfectamente sanos.
—¿A eso llamas sano? —le preguntó Alexandr—. ¿Has visto cómo cojea? ¿Has visto cómo tiene la cara? Pregunta por ahí. No es la primera vez que le dan una paliza y te garantizo que no será la última.
Pero Alexandr sabía que su intención no había sido darle una paliza. De no haberlo evitado el enfermero hubiera matado a Dimitri con sus propias manos.
Alexandr se quedó dormido. Cuando se despertó echó una ojeada a la sala.
Era la primera hora de la tarde. Ina estaba junto a la puerta, charlando con tres hombres de paisano. Alexandr los miró. No habían tardado mucho.
Inmóvil y solo, permaneció sentado en la cama con las dos manos metidas en la mochila: sujetaba el vestido blanco con las rosas bordadas. Por fin tenía la respuesta a la pregunta.
Sabía cuál era el precio a pagar por Tatiana.
El coronel Stepanov fue a verlo al cabo de unas horas, con los ojos hundidos en el rostro ceniciento. Alexandr saludó a su comandante, que se sentó pesadamente en la silla.
—Alexandr, casi no sé cómo decirle esto. Comprenda que no estoy aquí como su comandante, sino como alguien que…
—Señor —le interrumpió Alexandr respetuosamente—, su sola presencia es un bálsamo para mi alma. Más de lo que se imagina. Sé por qué está aquí.
—¿Lo sabe?
—Sí.
—Entonces, ¿es verdad? El general Govorov vino a verme y me dijo que Mejlis —Stepanov pareció escupir el nombre— fue a verle con la información de que usted había escapado de la prisión donde estaba por ser un agente provocador extranjero, que era norteamericano. —Stepanov se echó a reír—. ¿Cómo puede ser? Dije que era ridículo.
—Señor, he servido con orgullo durante seis años en el Ejército Rojo.
—Ha sido un soldado ejemplar, comandante —afirmó Stepanov—. Se lo dije a ellos. Les dije que no podía ser cierto. Pero como usted sabe —Stepanov se interrumpió— la acusación lo es todo. ¿Recuerda el caso de Meretskov? Ahora es el comandante general del frente del Voljov, pero hace nueve meses, estaba sentado en un calabozo del NKVD, a la espera de que se desocupara algún paredón.
—Conozco el caso de Meretskov. ¿Cuánto tiempo calcula que me queda?
Stepanov permaneció callado durante unos momentos.
—Vendrán a buscarlo por la noche. No sé si usted está familiarizado con su modo de actuar.
—Desgraciadamente, señor, lo conozco de sobra —contestó Alexandr, sin mirar a su comandante—. Hay que hacerlo todo con el máximo silencio y discreción. No sabía que disponían de instalaciones en Morozovo.
—Un tanto rudimentarias, pero las tienen. Las tienen en todas partes. Sin embargo, usted tiene un rango muy alto. Lo más probable es que lo lleven a través del lago hasta Voljov. A través del lago.
—Muchas gracias, señor. —Consiguió sonreírle a su comandante—. ¿Cree que primero me ascenderán a teniente coronel?
—De todos mis hombres es usted de quien siempre he esperado lo mejor, comandante.
—No tendré más ocasiones para demostrárselo, señor. Por favor, hágame un favor. Si le interrogan, comprenda —buscó las palabras— que a pesar de su valor, hay algunas batallas que están perdidas desde el principio.
—Sí, comandante.
—Mientras lo comprenda, no desperdiciará ni un segundo en defender mi honor, ni mi hoja de servicios. Distánciese todo lo que pueda, señor. —Alexandr desvió la vista—. Y llévese todas sus armas con usted.
Aún quedaban cosas sin decir entre ellos.
Alexandr no podía pensar en él mismo, no podía pensar en Stepanov. Tenía que preguntar por lo que no le había dicho.
—¿Sabe usted si se hizo alguna mención a mi…? —No pudo continuar.
Stepanov lo entendió de todas maneras.
—No —respondió en voz baja—. Pero sólo es una cuestión de tiempo.
Así que Dimitri no los había denunciado a los dos. Lo que había querido era que no se tuvieran el uno al otro, pero seguía queriendo escapar. «Nunca te lo quitará todo, Alexandr». Aún quedaban esperanzas.
—¿Puedo hacer algo por ella? —Oyó que le preguntaba Stepanov—. ¿Que arregle un traslado a un hospital de Leningrado, o quizás a un hospital de Molotov? ¿Que la saque de aquí?
Alexandr contuvo un espasmo, y después le habló a su comandante, sin mirarlo.
—Sí, señor, hay algo que puede hacer para ayudar a mi esposa.
Alexandr no tenía tiempo para pensar, ni tenía tiempo para sentir. Sabía que si lo hacía se quedaría sin tiempo. En esos momentos sólo podía actuar. En cuanto Stepanov se marchó, llamó a Ina y le pidió que fuera a buscar al doctor Sayers.
—Comandante —dijo Ina—, no sé si le permitirán visitas después de lo de esta tarde.
Alexandr miró a los hombres de paisano.
—No fue más que un pequeño accidente, Ina. Nada importante. Pero hágame un favor. No se lo diga a la enfermera Metanova, ¿de acuerdo? Ya sabe como las gasta.
—Sé cómo las gasta. Más le vale portarse bien a partir de ahora o se lo diré.
—Prometo ser bueno, Ina.
Sayers apareció al cabo de unos minutos y se sentó en la silla.
—¿Qué pasa, comandante? —preguntó alegremente—. ¿A qué viene toda esa historia de un soldado con un brazo roto? ¿Qué pasó?
—Echamos un pulso y perdió. —Alexandr se encogió de hombros.
—Ya vi cómo perdió. ¿Qué me dice de la nariz rota? ¿También fue por un pulso?
—Doctor Sayers, escúcheme. Olvídese de él por un momento. —Alexandr apeló a la voluntad que le quedaba para hablar. Toda su fuerza se había ido con una muchacha pecosa—. Doctor, la primera vez que hablamos…
—No lo diga. Lo sé.
—Usted me preguntó si podía ayudarme, ¿lo recuerda? Le dije que no me debía nada. Pues resulta que me equivoqué. Necesito su ayuda con desesperación.
—Comandante Belov, ya hago todo lo que puedo por usted. Su enfermera terminal es muy persuasiva. —Sayers sonrió.
«Mi enfermera terminal».
—No, escúcheme con atención. Sólo quiero que haga una cosa por mí, y sólo una.
—¿De qué se trata? Si puedo, lo haré.
—Saque a mi esposa de la Unión Soviética —dijo Alexandr con un hilo de voz.
—Es lo que haré, comandante.
—No, doctor, me refiero a ahora mismo. Llévese a mi esposa… —le costó un triunfo decirlo—, y llévese a Chernenko, el cabrón con el brazo roto. Sáquelos de aquí.
—¿De qué está hablando?
—Doctor, tenemos muy poco tiempo. En cualquier momento se acercará alguien para decirle que se vaya y no podré acabar.
—Usted vendrá con nosotros.
—No iré.
Sayers se dejó llevar por la sorpresa y se expresó en inglés.
—Comandante, ¿de qué demonios está hablando?
—Shh. Tendrá que marcharse mañana como muy tarde.
—¿Qué me dice de usted?
—Olvídese de mí —respondió Alexandr sin vacilar—. Doctor Sayers, Tania necesita su ayuda. Está embarazada, ¿lo sabía?
Sayers sacudió la cabeza.
—Pues lo está, y pasará mucho miedo. Necesitará que usted la proteja. Por favor, sáquela de la Unión Soviética y cuídela. —Alexandr desvió la vista.
Sus ojos se llenaron con… el río Kama, con el cuerpo de Tania enjabonado. Se llenaron con… sus brazos alrededor de su cuello y su cálido aliento en la oreja, mientras susurraba: «¿Tortitas de patata, Shura, o huevos?».
Se llenaron con ella en el momento en que salía del hospital Gresheski en noviembre, pequeña, sola, vestida con un abrigo enorme, con la vista fija en el suelo; ella ni siquiera podía levantar la vista cuando pasó a su lado, camino a su vida en Quinto Soviet, sola a su vida en Quinto Soviet.
—Salve a mi esposa —susurró Alexandr.
—No entiendo nada —protestó el doctor Sayers.
—¿Ve usted a aquellos hombres de paisano que están junto a la puerta? Son hombres del NKVD. ¿Recuerda lo que le dije del NKVD, doctor? ¿Lo que les pasó a mis padres y a mí?
Sayers perdió el color.
—El NKVD impone la ley en este gran país y dirige los campos de concentración. Han venido a por mí, otra vez. Mañana ya no estaré aquí. Tania no se puede quedar aquí ni un minuto más después de que me lleven. Está en grave peligro. Tiene que sacarla de aquí.
El doctor seguía sin comprenderlo. Protestó, sacudió la cabeza, se puso cada vez más nervioso.
—Alexandr, llamaré personalmente al consulado estadounidense. Los llamaré mañana en su nombre.
Alexandr comenzó a preocuparse por el doctor. ¿Podría hacer lo que se necesitaba? ¿Sabría mantener la compostura cuando más la necesitara? En ese momento no parecía muy compuesto.
—Doctor —dijo Alexandr, que hizo lo posible por no perder su compostura—. Sé que no lo entiende, pero no tengo tiempo para explicaciones. ¿Dónde está el consulado? ¿En Suecia? ¿En Inglaterra? Para cuando usted los llame y ellos se pongan en contacto con el Departamento de Estado, los muchachos de Mejlis no sólo me habrán llevado a mí, sino a ella también. ¿Qué tiene que ver Tatiana con Estados Unidos?
—Ella es su esposa.
—Yo sólo tengo mi nombre ruso, el nombre con el que me casé con ella. Cuando los representantes norteamericanos se reúnan con los del NKVD para aclarar la confusión, ya será demasiado tarde para ella. Olvídese de mí. Sólo cuide de ella.
—No. —Sayers no podía estarse quieto. Comenzó a arreglar las mantas.
—Doctor, no tiene tiempo para pensarlo. Lo sé. Pero ¿qué cree que le pasará a una muchacha rusa en cuanto se descubra que está casada con un hombre sospechoso de ser norteamericano y que se ha infiltrado en el alto mando del Ejército Rojo? ¿Qué cree que hará la Comisaría de Asuntos Internos con mi esposa rusa embarazada?
Sayers se había quedado mudo.
—Yo le diré lo que hará. La utilizarán como un arma contra mí cuando nos interroguen. «Confiéselo todo o su esposa será juzgada “con toda severidad”». ¿Sabe lo que significa eso, doctor? Significa que me veré forzado a contarlo todo. No tendré la menor oportunidad. Me usarán a mí contra ella. «A su marido no le pasará nada, pero sólo si nos dice la verdad». Ella lo hará. Después…
—¡No! —exclamó el médico—. Lo subiremos a mi ambulancia ahora mismo y lo trasladaremos a Leningrado, a Gresheski. Ahora mismo. Levántese. De Leningrado iremos a Finlandia.
—De acuerdo. Pero aquellos hombres —los señaló con un gesto— vendrán con nosotros. Nos acompañarán todos y cada uno de los pasos del camino. No conseguirá sacarnos a ninguno de los dos.
Alexandr vio que el doctor Sayers hacía todo lo posible por entender la situación. Lo vio mirar a Ina, a los hombres que fumaban mientras charlaban con la enfermera. Sacudió la cabeza. Sayers no lo entendía.
—¿Qué me dice de Chernenko? —preguntó el médico—. ¿Por qué tengo que llevarlo? No lo conozco ni le debo nada.
—Tiene que llevarlo —insistió Alexandr—. Después de esta tarde, acabo de entenderlo de una vez por todas. Creía que la sacrificaría para salvarme a mí mismo porque no podía imaginar otra cosa. Ahora sabe la verdad. También sabe que no la sacrificaré a ella para destruirlo a él. No le impediré que se vaya para evitar que él escape. Y tiene razón. Así que lléveselo. La ayudará, y a mí me importa un pimiento todo lo demás.
El doctor Sayers no sabía qué decir.
—Doctor —añadió Alexandr suavemente—, deje de luchar por mí. Ella ya lo hace. No quiero que usted se preocupe por mí, mi destino está sellado. Pero el de ella está abierto. Preocúpese sólo de ella.
Sayers se rascó la mejilla y volvió a sacudir la cabeza.
—Alexandr, he visto a esa chica… —Se le quebró la voz—. La he visto quedarse sin sangre para dársela a usted. Lucho por usted porque sé lo que le hará a ella…
—¡Doctor! —Alexandr estaba muy cerca de perder la paciencia—. No me está ayudando. ¿Se cree que no lo sé? —Cerró los ojos. «Todo lo que tenía me lo dio a mí».
—Comandante, ¿cree que ella se iría sin usted?
—Nunca. —En aquel momento, Alexandr amó a Tatiana más que nunca.
—¡Dios! Entonces, ¿qué haré? —exclamó el médico.
—No debe saber que me han arrestado. Si se entera, no se irá. Se quedará para descubrir qué me ha pasado, para ayudarme de alguna manera, para verme por última vez, y entonces será demasiado tarde.
Alexandr le dijo a Sayers lo que debían hacer.
—¡Comandante, no puedo hacer tal cosa!
—Sí, claro que puede. ¡Para usted, no serán más que palabras, doctor! Palabras y un rostro impasible.
Sayers sacudió la cabeza.
—Muchas cosas pueden salir mal, y así será. No es un plan perfecto, ni seguro. Pero no tenemos otra opción. Si queremos ganar, tendremos que usar todas las armas a nuestro alcance. Incluso aquellas que no necesitan munición.
—Comandante, está usted loco. Nunca me creerá.
—¡Eso dependerá de usted, doctor! —Alexandr le cogió la muñeca—. La única posibilidad que tiene ella de seguir viviendo es que usted la saque de aquí. Si vacila, si es poco convincente, si da señales de flaqueza cuando se enfrente a su dolor, y ella vea durante una fracción de segundo que no le está diciendo la verdad, no se irá. Si cree que estoy vivo, no se irá. Recuérdelo, y si ella no se va, no olvide que tendrá los días contados. Cuando vea mi cama vacía se vendrá abajo ante sus ojos, caerá la fachada, y ella lo mirará con su carita llorosa y le dirá: «Me está mintiendo. Sé que me está mintiendo. Siento que él todavía está vivo», y será entonces cuando usted la mirará y querrá consolarla, porque la ha visto consolar a tantos. Usted no podrá soportar su pena. Ella le rogará: «Dígame la verdad e iré con usted a cualquier parte». Si usted vacila, parpadea o frunce los labios, tenga presente que en aquel instante la habrá condenado a ella, y a nuestro bebé, a la cárcel o a la muerte. Es muy persuasiva y es muy difícil decirle que no. Ella insistirá hasta que usted ceda. Pero en cuanto la consuele con la verdad, la habrá matado. —Casi sin voz, añadió—: Si quiere salvarla, me ayudará.
El comandante vio las lágrimas en los ojos del médico cuando se levantó.
—Este condenado país es demasiado para mí —afirmó.
—Para mí también. —Alexandr le tendió la mano—. Ahora, ¿puede ir a llamarla? Necesito verla por última vez. Pero venga con ella. Venga con ella y no se aparte de mi lado. Es tímida cuando hay otras personas presentes. Tendrá que mostrarse distante.
—¿Quizás un minuto a solas?
—Doctor, ¿recuerda lo que le dije de mirarla a los ojos? No puedo enfrentarme a ella solo. Quizás usted pueda ocultarle algo, pero yo no.
Alexandr mantuvo los ojos cerrados. Al cabo de unos diez minutos, oyó pasos y luego su voz antes de abrir los ojos.
—Doctor, le dije que estaba durmiendo. ¿Qué le hizo pensar que estaba inquieto?
—¿Comandante? —llamó Sayers.
—Sí —dijo Tatiana—. Comandante, ¿está despierto? —Alexandr sintió el contacto de sus manos tibias en la cabeza—. No está caliente. Parece estar bien.
Alexandr puso su mano sobre la de ella.
Aquí está, Tatiana.
Aquí está mi rostro bravo e indiferente.
Alexandr se armó de valor y abrió los ojos. Tatiana lo miraba con tanto amor que volvió a cerrar los ojos.
—Sólo estoy cansado, Tatia. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?
—Abre los ojos, soldado —le dijo Tatiana cariñosamente—. ¿Tienes hambre?
—Tenía hambre, pero tú me diste de comer. —Temblaba como un azogado debajo de las mantas.
—¿Por qué no tienes puesto el suero? —Tatiana le cogió la mano—. ¿Por qué tienes la mano morada, como si te hubieras arrancado la aguja? ¿Qué has estado haciendo esta tarde mientras yo no estaba?
—Ya no necesito el suero, Tania. Casi estoy recuperado del todo.
—Sí que parece tener un poco de frío, doctor —comentó Tatiana, que volvió a tocarle la frente—. ¿Quizá podríamos ponerle otra manta?
Tatiana desapareció. Alexandr abrió los ojos y vio la expresión angustiada de Sayers. Le ordenó con un gesto que se contuviera.
La muchacha volvió con la manta y observó a su marido durante un momento.
—Estoy bien —afirmó Alexandr—. Tengo un chiste para ti. ¿Qué tienes cuando cruzas un oso blanco con un oso negro?
—Dos osos felices —contestó ella.
Se sonrieron. Alexandr no desvió la vista.
—¿Me prometes que estarás bien? —le preguntó Tatiana—. Mañana por la mañana vendré a darte el desayuno.
Alexandr sacudió la cabeza.
—No, no vengas por la mañana. Nunca adivinarás adónde me llevarán mañana por la mañana. —Sonrió.
—¿Adónde?
—A Voljov. Ya sé que no estás muy orgullosa de tu marido, pero finalmente han decidido ascenderme a teniente coronel. —Alexandr miró al doctor Sayers, que estaba al pie de la cama, pálido a más no poder.
—¿Eso harán? —La expresión de Tatiana era radiante.
—Sí. Para que haga juego con mi medalla de Héroe de la Unión Soviética que me dieron por ayudar a nuestro doctor. ¿Qué te parece?
Tatiana se inclinó sobre él, con una amplia sonrisa de felicidad.
—Te convertirás en una persona realmente insufrible, y yo tendré que obedecer todas y cada una de tus órdenes.
—Tania, para conseguir que obedezcas todas mis órdenes, tendré que llegar a general.
—¿Cuándo regresarás?
—Pasado mañana.
—¿Por qué? ¿Por qué no mañana por la tarde?
—Sólo cruzan el lago de madrugada. Es algo más seguro. No bombardean tanto.
—Tania, debemos irnos —dijo Sayers con voz débil.
Alexandr cerró los ojos. Escuchó la replica de Tatiana.
—Doctor Sayers, ¿puedo estar un momento a solas con el comandante Belov?
«¡No!». Alexandr dirigió al médico una mirada muy expresiva.
—Tatiana, tenemos que irnos. Tengo que hacer la ronda de las tres salas.
—Sólo tardaré un segundo. Mire, Lev en la cama número treinta lo está llamando.
El doctor se alejó. Alexandr pensó: «Ni siquiera es capaz de decirle que no cuando le pide cosas sencillas».
Tatiana acercó su rostro pecoso al de su marido. Volvió la cabeza un momento, vio que Sayers los observaba y exclamó:
—Por lo visto, no tendré ocasión de darte un beso, ¿verdad? No veo la hora de que podamos besarnos abiertamente. —Le palmeó el pecho—. Muy pronto saldremos del bosque —murmuró.
—Bésame de todas maneras.
—¿De verdad?
—De verdad.
Tatiana se inclinó, sin apartar las manos de su pecho, y sus labios de miel lo besaron en la boca. Apretó la mejilla contra la suya.
—Shura, abre los ojos.
—No.
—Ábrelos.
Alexandr los abrió.
Tatiana lo miró, con los ojos brillantes, y después parpadeó tres veces rápidamente.
A continuación se apartó de la cama, adoptó una expresión grave y le hizo el saludo militar.
—Que duerma bien, comandante. Ya nos veremos.
—Sí, ya nos veremos, Tatia.
Ella caminó hasta los pies de la cama. «¡No! —Quería gritarle—. No, Tania, por favor, vuelve. Qué puedo dejarle, qué puedo decirle, qué palabras puedo dejar con ella, para ella. ¿Qué palabras le puedo dejar a mi esposa?».
—Tatiasha —llamó Alexandr. Dios, cómo se llamaba el conservador.
Ella lo miró.
—Recuerda a Orbeli.
—¡Tania! —Sonó la voz del doctor Sayers desde el otro extremo de la sala—. Por favor, venga.
—Shura, cariño, lo siento, tengo que irme corriendo. Ya me lo dirás cuando nos veamos, ¿de acuerdo?
Él asintió.
Tatiana se alejó de Alexandr, pasó entre las camas, tocó la pierna de un convaleciente y el hombre se lo agradeció con una sonrisa. Le deseó buenas noches a Ina y se detuvo un segundo a ajustar la manta de alguien. En la puerta le dijo unas palabras al médico, se rio, y luego se volvió hacia Alexandr una última vez, y en los ojos de Tatiana vio su amor. Después cruzó la puerta y desapareció.
«Tatiana —susurró Alexandr—, tú no tendrás miedo del terror de la noche, ni de la flecha que vuela de día, ni de la pestilencia que camina en la oscuridad, ni de la destrucción del mediodía. Un millar caerán a tu lado y diez mil a tu mano derecha, pero no se acercará a ti».
Alexandr se persignó, cruzó los brazos y comenzó su espera. Pensó en las últimas palabras que le había dicho su padre. «Papá, he visto las cosas que di mi vida por romper, pero alguna vez aprenderé a construirlas con mis herramientas gastadas».
Tatiana, descalza, se puso en posición de firme delante de Alexandr, con su vestido amarillo y las trenzas rubias que asomaban debajo de la gorra militar. En su rostro había una sonrisa exuberante. Ella lo saludó.
—Descanse, Tania.
Él respondió al saludo.
—Muchas gracias, capitán —dijo ella, que se acercó para pararse de puntillas en las conteras de sus botas.
Levantó el rostro y lo besó en la barbilla, era lo más alto que podía llegar sin que él inclinara la cabeza. Él la sostuvo con una mano.
Después, ella se apartó un metro y le dio la espalda.
—Atención, me caigo. Será mejor que me cojas. ¿Preparado?
—Llevo preparado cinco minutos. Cáete de una vez.
Se escucharon sus chillidos de gozo mientras ella se caía y Alexandr la levantaba, para besarla desde arriba.
—Muy bien —dijo Tatiana, mientras se reía con los brazos abiertos—. ¡Ahora es tu turno!
Adiós, mi canción de luna y mi aliento, mis noches blancas, mis días dorados, mi agua fresca y mi fuego. Adiós, y que puedas encontrar una vida mejor, volver a encontrar consuelo y tu sonrisa adorable, y cuando tu rostro amado se ilumine al ver el amanecer de Occidente, ten la seguridad de que lo que sentí por ti no fue en vano. Adiós y ten fe, mi Tatiana.