Alexandr abrió los ojos y se encontró con Tatiana sentada en la silla. Dormía profundamente con la cabeza apoyada en el borde de la cama, el pelo rubio cubierto por la toca blanca de las enfermeras. En la sala en penumbra reinaba el silencio y hacía frío. Le quitó la toca y le acarició el mechón que le caía sobre los ojos, las pecas; siguió con la punta de los dedos el perfil de las cejas, de la nariz respingona y de los labios carnosos. Tatiana se despertó.
—Humm —dijo. Levantó una mano y le dio una palmadita en la suya—. Será mejor que me vaya.
—Tania —susurró él—, ¿cuándo volveré a sentirme sano?
—Cariño, ¿no te sientes sano? —replicó ella, con un tono tranquilizador. Se inclinó sobre él y lo acunó—. Abrázame, Shura, abrázame fuerte. —Hizo una pausa y después añadió con pasión—: Como a mí me gusta.
Alexandr la rodeó con sus brazos. Tatiana le echó los brazos al cuello mientras le besaba tiernamente en la cara, con su pelo rozándole el suyo.
—Dime un recuerdo —le pidió Alexandr.
—¿Qué clase de recuerdo estás buscando?
—Ya sabes lo que busco.
Ella continuó besándole en el rostro mientras le susurraba entre beso y beso:
—Recuerdo una noche de lluvia cuando regresamos de casa de Naira y extendimos nuestras mantas delante del fuego, y tú me hiciste el amor de la manera más dulce, y me decías que no dejarías de amarme hasta que yo te lo suplicara. —Tatiana sonrió, con los labios apoyados en la mejilla de su marido—. ¿Te supliqué que pararas?
—No —dijo él, con voz ronca—. No eres persona dada a suplicar, Tatiasha.
—Ni tú. Y después, te quedaste dormido encima de mí. Me quedé despierta durante no sé cuánto tiempo abrazada a tu cuerpo dormido. No te moví para nada. Me quedé dormida y por la mañana tú seguías encima de mí. ¿Lo recuerdas?
—Sí. —El comandante cerró los ojos—. Lo recuerdo.
«Lo recuerdo todo, cada palabra, cada aliento, cada sonrisa, cada beso que me diste, cada juego que jugamos, cada pastel de col que cocinaste. Lo recuerdo todo».
—Ahora cuéntame tú un recuerdo. Pero hazlo en voz baja, porque si no al ciego, al otro extremo de la sala, le dará un ataque.
Alexandr le apartó el pelo de la cara y sonrió.
—Recuerdo a Axinia en la puerta de la banya, mientras nosotros estábamos dentro, bien calientes y enjabonados, y yo tenía que chistarte continuamente para que callaras.
—Shhh —susurró Tatiana, con la mirada puesta en el hombre que dormía en la cama al otro lado del pasillo.
Alexandr advirtió que ella intentaba apartarse.
—Espera —le dijo, sujetándola. Echó una ojeada a la sala en penumbras—. Necesito algo.
—¿Sí? ¿Qué podrá ser? —Tatiana sonrió. Alexandr sabía que ella conocía el significado de su mirada—. Te estás curando por momentos, soldado.
—Mucho más rápido de lo que te imaginas.
—Claro que me lo imagino —replicó Tatiana con el rostro casi pegado al de su marido.
Alexandr comenzó a desabrocharle la pechera del uniforme. Tatiana se apartó.
—No, no lo hagas —le dijo suavemente.
—¿Cómo que no lo haga? Tania, desabróchate el uniforme. Necesito tocar tus pechos.
—No, Shura. Cualquiera que se despierte nos verá. Entonces, nos meteremos en problemas. Ten por seguro que alguien nos verá. Quizá como enfermera podría pasar que te tuviera cogida la mano, pero esto sería muy mal visto. Creo que incluso el doctor Sayers lo encontraría reprochable.
—Necesito mi boca en tu cuerpo —insistió Alexandr, sin soltarle la mano—. Quiero sentir tus pechos contra mi cara, sólo por un segundo. Venga, Tatiasha, ábrete la pechera del uniforme, inclínate sobre mí como si me estuvieras acomodando la almohada y déjame sentir tus pechos en mi cara.
Tatiana exhaló un suspiro y, visiblemente incómoda, se desabrochó el uniforme. Alexandr deseaba tanto tocarla que se había olvidado de cualquier recato. «Todo el mundo está dormido», pensó, mientras observaba cómo ella se desabrochaba el uniforme hasta la cintura, y después, inclinándose sobre la cama, se alzaba la camiseta.
Alexandr soltó una exclamación tan sonora cuando le vio los pechos que Tatiana se apartó rápidamente y se bajó la camiseta. Sus pechos eran el doble de su tamaño anterior; los tenía hinchados y de un color blanco lechoso.
—Tatiana —gimió Alexandr, y antes de que ella pudiera apartarse más la sujetó por un brazo y la acercó.
—Shura, basta, suéltame —protestó.
—Tatiana —repitió el comandante—. Oh, no. Tania.
Tatiana dejó de resistirse a su mano. Se inclinó para darle un beso.
—Venga, déjame —murmuró.
Alexandr no la soltó.
—Oh, Dios mío, estás…
—Sí, Alexandr. Estoy embarazada.
Él miró el rostro radiante de su esposa, sin saber muy bien qué decir.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —preguntó por fin.
—Nosotros —respondió Tatiana, besándolo— vamos a tener un hijo. ¡En Estados Unidos! Así que date prisa y cúrate pronto, para que podamos marcharnos de aquí.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —Quiso saber Alexandr, a falta de una pregunta mejor.
—Desde diciembre.
A Alexandr le corrió un sudor frío por la espalda.
—¿Lo sabías antes de venir al frente?
—Sí.
—¿Te lanzaste a cruzar el hielo sabiendo que estabas embarazada?
—Sí.
—¿Me diste tu sangre sabiendo que estabas embarazada?
—Sí. —Tatiana sonrió—. Sí.
Alexandr volvió la cabeza hacia la tienda de oxígeno, lejos de la pared, de la silla y de ella.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Shura, es por esto por lo que no te lo dije. Sabía que te volverías loco de preocupación por mí, y sobre todo porque todavía no estás bien. Sufrirías por no poder protegerme. Pero estoy bien —afirmó, sin dejar de sonreír—. Estoy muy bien, y todavía es pronto. El bebé no nacerá hasta agosto.
Alexandr se tapó los ojos con el brazo. No podía mirarla. La oyó murmurar:
—¿Quieres mirarme los pechos otra vez?
—Ahora quiero dormir —anunció Alexandr, mientras sacudía la cabeza en respuesta a la pregunta—. Ven a verme mañana. —Ella le besó en el antebrazo.
Tatiana se marchó, y Alexandr se quedó despierto hasta el amanecer.
¿Cómo podía Tatiana no comprender los terrores que le acosaban, el miedo que le helaba el corazón mientras se imaginaba el intento de esquivar a guardias fronterizos del NKVD y cruzar Finlandia, un país hostil, con una esposa embarazada? ¿Qué había pasado con su sentido común, con su sensatez?
«¿Qué estoy pensando? Ésta es la misma chica que caminó tan tranquila ciento cincuenta kilómetros por una zona bombardeada por las tropas de Manstein para traerme el dinero que necesitaba para huir y dejarla a ella atrás. Una auténtica insensata».
«No voy a sacar a mi esposa y a mi hijo de Rusia a pie», se prometió Alexandr firmemente. Sus pensamientos volaron en un instante al apartamento colectivo de Quinto Soviet, a la mugre, el hedor, las sirenas de alarma antiaérea que sonaban por la mañana y por la noche, el frío. Recordó haber visto a una joven madre, sentada en la nieve, congelada, con su bebé congelado en los brazos, y se estremeció. ¿Qué era peor para él como hombre: permanecer en la Unión Soviética o arriesgar la vida de Tatiana para llevarla a casa?
Alexandr, un valiente, un oficial condecorado en el ejército más grande del mundo, se sintió despojado de su hombría al verse enfrentado a unas opciones imposibles.
A la mañana siguiente, cuando Tatiana fue a darle el desayuno, Alexandr le comentó en voz baja:
—Confío en que me comprenderás si te digo que no iré a ninguna parte contigo embarazada.
—¿De qué me hablas? Por supuesto que irás.
—Olvídalo.
—Dios, Shura, por eso no quería decírtelo. Sé cómo te pones.
—¿Cómo me pongo, Tatiana? —replicó él, furioso—. Dime, ¿cómo me pongo? No puedo levantarme de la cama. ¿Cómo quieres que me ponga? Estoy aquí, indefenso, mientras mi esposa…
—¡No estás indefenso, Alexandr! —afirmó ella—. Sigues siendo todo lo que eres, aunque estés herido. Así que no me vengas con ésas. Todo esto es transitorio. Tú eres permanente. Así que coraje, soldado. Mira lo que encontré para ti: huevos. El doctor Sayers me ha garantizado que son huevos de verdad, no deshidratados. Espero tu opinión de experto.
Alexandr se estremeció mientras pensaba en el viaje en camión desde Helsinki a Estocolmo por carreteras cubiertas de hielo, a lo largo de quinientos kilómetros, bajo el fuego de los alemanes. Ni siquiera aguantaba mirar los huevos que ella le ofrecía.
La escuchó suspirar.
—¿Cuál es la naturaleza de tu bestia? —le preguntó ella—. ¿Por qué siempre te pones de esta manera?
—¿Cómo me pongo?
—Así —afirmó Tatiana, mientras le daba el tenedor para los huevos—: Come, por favor.
Alexandr cogió el tenedor y lo arrojó en la bandeja metálica.
—Tania, ve y que te practiquen un aborto —dijo inflexible—. Dile al doctor Sayers que se encargue. Ya tendremos más bebés. Tendremos muchos, muchos bebés, te lo prometo; lo único que haremos es tener bebés, haremos como los católicos, de acuerdo, pero no podemos seguir adelante con nuestros planes si tú estás embarazada; sencillamente no podemos. Al menos, yo no puedo. —Le cogió la mano, pero ella la apartó bruscamente y se levantó.
—¿Estás bromeando?
—Por supuesto que no. Las chicas abortan continuamente. —Hizo una pausa—. Dasha tuvo tres abortos. —Alexandr, al ver la expresión de su esposa, comprendió que estaba horrorizada.
—¿Contigo? —preguntó con una voz apenas audible.
—No, Tatia —respondió él, fatigado. Se frotó los ojos—. Conmigo no.
Tatiana exhaló un suspiro de alivio, aunque su rostro no recuperó el color normal.
—Creía que la práctica del aborto era ilegal desde mil novecientos treinta y ocho.
—¡Por Dios! —exclamó el comandante—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua?
—Eso es. Sí. Muy bien —dijo ella. Le temblaban las manos mientras intentaba recuperar el control de sus nervios—. Quizá tendría que haber tenido yo también tres abortos ilegales antes de conocerte. Tal vez así hubiese conseguido parecer más atractiva y menos ingenua.
Alexandr tuvo la sensación de que un puño helado le apretaba el corazón.
—Lo siento, no quería decir tal cosa. —Hizo una pausa. Ella estaba demasiado lejos y demasiado alterada como para que él pudiera cogerle la mano—. Creía que Dasha te lo había dicho.
—No, no me lo dijo. —La voz de Tatiana reflejaba su sufrimiento—. Nunca me hablaba de esas cosas. Mi familia me protegía lo mejor que podían. Claro que en el apartamento colectivo, donde vivíamos todos apiñados, acababas enterándote. Sé que mi madre tuvo media docena de abortos en los treinta. Nina Iglenko tuvo ocho, pero no es de eso de lo que estoy hablando.
—¿Entonces? ¿Cuál es el problema? ¿De qué estás hablando?
—¿Crees que es algo que yo podría hacer, sabiendo lo que siento por ti?
—No, por supuesto que no. ¿Por qué ibas a hacerlo? —Alexandr alzó la voz—. ¿Por qué ibas tú a hacer algo que me diera un poco de paz?
—Tienes toda la razón. —Tatiana se inclinó sobre su marido, con una expresión de furia—. Tendrás que escoger entre la paz y tu hijo. No creo que te cueste mucho escoger. —Arrojó el plato con los huevos sobre la bandeja y se marchó sin decir nada más.
Tatiana no apareció en todo el día, y Alexandr llegó a la conclusión de que no podía soportar que su esposa estuviera enfadada con él, ni por un minuto, y mucho menos durante las dieciséis horas que tardó en presentarse. Le pidió a Ina y al doctor Sayers que la llamaran, pero al parecer estaba muy ocupada y no podía acudir.
Tatiana apareció en mitad de la noche, con una rebanada de pan blanco y mantequilla.
—Estás enfadada conmigo —dijo Alexandr, mientras cogía la rebanada de pan.
—Enfadada no. Desilusionada.
—Eso es todavía peor. —Alexandr sacudió la cabeza, resignado—. Tania, mírame. —Tatiana le miró, y allí, en los bordes de los iris como corrientes marinas vio cómo fluía el amor por él—. Lo haremos exactamente como tú quieras —añadió—. Como siempre.
Tatiana se sentó en el borde de la cama, con una sonrisa complacida, y sacó un cigarrillo del bolsillo.
—Mira lo que te he traído. ¿Quieres fumar?
—No, Tania —contestó Alexandr, que tendió los brazos y la atrajo hacia él—. Quiero sentir tus pechos en mi cara. —Le dio un beso. Comenzó a desabrocharle el uniforme.
—Esta vez no te espantarás, ¿verdad?
—Tú calla e inclínate sobre mí.
La sala estaba en penumbras y todo el mundo dormía. Tatiana se levantó la camiseta. Alexandr se quedó sin aliento. Ella se inclinó para apretarse contra el rostro de su marido. Con los ojos bien abiertos, él hundió el rostro entre los pechos rotundos y tibios. Inspiró a fondo, mientras besaba la piel blanca sobre su corazón.
—Oh, Tatiasha…
—¿Sí?
—Te quiero.
—Yo también te quiero, soldado. —Frotó suavemente sus pechos sobre la boca, la nariz, las mejillas de su esposo—. Tendré que afeitarte. Estás muy barbudo y me pinchas con la barba.
—Y tú eres tan suave… —murmuró Alexandr, metiéndose en la boca uno de sus pezones.
Se dio cuenta de que Tatiana hacía lo imposible por no gemir. Pero cuando no pudo controlarse, y soltó un gemido, Tatiana se apartó rápidamente y se bajó la camiseta.
—Shura, no, no me excites. Te aseguro que se despertarán todos los hombres de la sala. Pueden oler el deseo.
—Yo también —replicó Alexandr con la voz ronca.
Tatiana, con el uniforme abrochado y muy compuesta, lo abrazó.
—Shura, ¿no lo entiendes? Nuestro bebé es una señal de Dios.
—¿Lo es?
—Por supuesto —afirmó ella, con el rostro brillante.
De pronto, Alexandr lo comprendió todo.
—¡Eso explica el brillo! —exclamó—. ¡Por eso eres como una llama cuando caminas por este hospital! ¡Es el bebé!
—Sí —reconoció ella—. Eso es lo que significa para nosotros. Piensa en Lazarevo. ¿Cuántas veces hicimos el amor durante aquellos veintinueve días?
—No lo sé. —El comandante sonrió—. ¿Cuántas? ¿Cuántos ceros detrás del veintinueve?
Tatiana se rio silenciosamente.
—Dos o tres. Hicimos el amor como dos locos, y sin embargo no me quedé embarazada. Pero después viniste a verme un fin de semana, y ya ves el resultado: una diana perfecta.
—Muchas gracias, pero a ti te la debo. Pero, Tania, debo recordarte que también hicimos el amor no sé cuántas veces durante aquel fin de semana.
—Sí.
Se miraron el uno al otro en silencio y sin sonreír. Alexandr lo sabía. Ambos se habían sentido muy cerca de la muerte durante aquel gris fin de semana en Leningrado. No obstante, ahí estaba el resultado.
—Esto es Dios que nos dice que nos vayamos —manifestó Tatiana, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿No lo sientes tú también? Nos está diciendo: «¡Éste es vuestro destino! No permitiré que nada le pase a Tatiana mientras lleve al hijo de Alexandr en su vientre».
—¿Ah, sí? —dijo el comandante mientras acariciaba suavemente el vientre de su esposa—. ¿Dios dice eso? ¿Por qué no se lo dices a aquella mujer que viajó contigo y Dasha en el camión hasta Ladoga, con su bebé muerto en los brazos desde el cuartel hasta Kobona?
—Me siento más fuerte que nunca —afirmó Tatiana, dándole un abrazo—. ¿Dónde está tu famosa fe, grandullón?
—Tania, ¿has hablado con el doctor Sayers? —Alexandr le acariciaba las manos debajo de la manta; le tocaba los dedos, los nudillos, las muñecas, las palmas.
—Por supuesto. No hago otra cosa que hablar con él para repasar los detalles. Estamos esperando a que tú puedas caminar. Todo lo demás está listo. Ya ha rellenado mi documentación como enfermera de la Cruz Roja, con mi nuevo nombre. —Tatiana ronroneó como una gata satisfecha—. Oh, qué agradable, Shura. Creo que me quedaré dormida.
—No te duermas. ¿Cuál es tu nuevo nombre?
—Jane Barrington.
—Muy bonito. Jane Barrington y Tobe Hanssen.
—Tove.
—Mi madre y un finlandés. Vaya pareja que hacemos.
—¿Verdad que sí? —Ella entrecerró los ojos—. ¡Qué agradable, Shura! —murmuró—. No pares, por favor.
—No voy a parar —susurró él clavando sus ojos en ella.
Esto la movió a abrir los ojos.
Un instante. Se miraron, recordando. Un parpadeo.
Tatiana sonrió.
—Por favor, ¿en América podré llevar tu nombre? —susurró ella.
—En América insistiré en que lo lleves. —Él estaba pensativo.
—¿Qué pasa?
—No tenemos pasaportes.
—¿Y? Iremos al consulado de Estados Unidos en Estocolmo. Todo irá bien.
—Lo sé. Pero aún tenemos que pasar de Helsinki a Estocolmo. No podemos quedarnos en Helsinki mucho tiempo. Es demasiado peligroso. Cruzar el mar Báltico no va a ser fácil.
Tatiana sonrió.
—¿Qué pensabas hacer con tu demonio renqueante? Pues lo mismo conmigo. —Hizo una pausa—. «Evgeni llama al barquero… y éste, con una despreocupación temeraria, está deseando pasarlo, por un cuarto de chelín, al otro lado de ese formidable mar». —Con una sonrisa de felicidad, dijo—: Tu madre, tú, tus diez mil dólares nos llevarán de vuelta a tu América. —Sus delicadas manos estaban enlazadas a las de él.
Alexandr se sentía abrumado por el peso de su amor.
—Shura —dijo Tatiana con voz trémula—, ¿te acuerdas del día en que me diste tu libro de Pushkin? ¿Cuando me diste de comer en el Jardín de Verano?
—Como si fuera ayer —Alexandr sonrió—. Fue la noche que te enamoraste de mí. —Tatiana se sonrojó y se aclaró la garganta.
—¿Hubieras… si yo no fuera tan recatada… me hubieras…? —Se interrumpió y por un momento apartó la mirada.
—¿Qué? ¿Qué? —Él le oprimió la mano—. ¿Si te hubiera besado?
—Mmm…
—Tatia, me tenías tanto miedo… —Alexandr meneó la cabeza al recordarlo, con el cuerpo dolorido—. Estaba loco por ti. ¿Besarte? Me habría tirado encima de ti en aquel mismo banco junto a Saturno si me hubieras dado alguna señal.