—¿Alexandr? —dijo el doctor Sayers, que se sentó en la silla junto a la cama—. Si hablo en voz baja, ¿puedo hablar en inglés? Hablar en ruso me cuesta un esfuerzo tremendo.
—Por supuesto —contestó Alexandr en inglés—. Me gusta escuchar el idioma otra vez.
—Lamento no haber podido venir antes. —Sayers sacudió la cabeza—. Cada vez me encuentro más hundido en el infierno que es el frente soviético. Me estoy quedando sin suministros de todo tipo, los cargamentos de Préstamo y Arriendo no llegan lo bastante rápido. Estoy comiendo comida rusa, no tengo un colchón donde dormir.
—Tendrían que darle un colchón.
—Los colchones son para los heridos. A mí me han dado un trozo de cartón grueso.
Alexandr se preguntó si Tatiana también dormía en un trozo de cartón grueso.
—Creía que a estas alturas ya me habría marchado, pero míreme, todavía sigo aquí. Hago jornadas de veinte horas al día. Pero, por fin, he conseguido un rato libre. ¿Quiere hablar?
Alexandr se encogió de hombros, mientras estudiaba al médico.
—¿De dónde es usted, doctor Sayers?
—De Boston. —El médico sonrió—. ¿Conoce Boston?
—Sí —asintió Alexandr—. Mi familia era de Barrington.
—Ah, bueno —exclamó Sayers—. Prácticamente somos vecinos. —Hizo una pausa—. Cuénteme. ¿Es una historia muy larga?
—Bastante larga.
—¿Me la quiere contar? Me muero por saber cómo un norteamericano ha acabado como comandante del Ejército Rojo.
Alexandr volvió a estudiar al médico.
—¿Cuánto tiempo lleva sin poder confiar en nadie? Confíe en mí —dijo el médico con un tono amable.
Alexandr se lo contó. Si Tatiana confiaba en ese hombre, eso ya era una garantía.
—Una situación un tanto complicada —comentó el médico, cuando el comandante acabó su relato.
—Ya lo puede decir.
Ahora fue el doctor Sayers quien estudió a Alexandr.
—¿Hay alguna cosa en la que le pueda ayudar?
El comandante no contestó.
—¿Quiere usted regresar a casa?
—Sí —respondió Alexandr—. Quiero volver a casa.
—¿Qué puedo hacer? —repitió Sayers.
—Hable con mi enfermera —respondió Alexandr, con la mirada fija en el médico—. Hable con ella. Ella le dirá lo que debe hacer. —¿Dónde estaba su enfermera? Necesitaba mirarla.
—¿Ina?
—No, Tatiana.
—Ah, Tatiana. —En el rostro del médico apareció una expresión de afecto—. ¿Ella está enterada de todo esto?
Alexandr se sorprendió por un momento al ver la expresión del otro, y después se rio por lo bajo, al tiempo que meneaba la cabeza.
—Doctor Sayers, creo que tendré que confiar en usted hasta el final. Tendrá dos vidas en sus manos. Tatiana…
—¿Sí?
—… es mi esposa. —Estas palabras fueron una corriente cálida que le infundió nuevas fuerzas.
El médico lo miró, incrédulo.
—¿Es su esposa?
El comandante observó, un tanto divertido, cómo cambiaban las expresiones del médico hasta que acabó por aceptar la situación con un cierto aire de tristeza.
—Oh, qué estúpido por mi parte —manifestó Sayers—. Tendría que haberme dado cuenta de que Tatiana era su esposa. Ahora de pronto se entienden muchas cosas. —Un tanto agitado, añadió—: Bueno, bueno, mejor para usted.
—¿Cómo…?
—No, comandante. Me refiero a que usted es un hombre afortunado.
—Nadie lo sabe excepto usted, doctor. Hable con ella. Ella no toma morfina. No está herida. Ella le dirá lo que quiere que haga.
—De eso no me cabe la menor duda —afirmó Sayers—. Veo que ya no me marcharé tan pronto como esperaba. ¿Hay alguien más al que quiera que ayude?
—No, muchas gracias.
El doctor Sayers estrechó la mano de Alexandr y se marchó.
—Ina —le preguntó Alexandr a la enfermera que lo atendía entre las visitas de Tatiana—, ¿cuándo me trasladarán a la sala de convalecientes?
—¿Qué prisa tiene? Apenas si ha recuperado el conocimiento. Aquí lo cuidaremos mejor que en cualquier otra parte.
—Lo único que perdí fue un poco de sangre. Déjeme salir de aquí. Iré caminando por mi propio pie.
—Comandante Belov, tiene un agujero en la espalda del tamaño de mi puño —contestó Ina—. Usted no irá a ninguna parte.
—Usted tiene el puño pequeño. ¿A qué viene tanto escándalo?
—Yo le diré a qué viene tanto escándalo. Usted no irá a ninguna parte, y se acabó. Ahora dese la vuelta para que pueda limpiarle esa horrible herida que tiene.
Alexandr se puso boca abajo.
—¿Cómo es de horrible?
—Espantosa, comandante. La metralla le arrancó un trozo de carne.
—¿Me arrancó una libra de carne, Ina? —Alexandr sonrió.
—¿Una qué?
—No me haga caso. Dígame la verdad, ¿estaba muy malherido?
—Estaba muy grave —afirmó Ina, mientras le cambiaba el vendaje—. ¿Qué, la enfermera Metanova no se lo dijo? Esa chica es imposible. El doctor Sayers le echó una mirada cuando lo trajeron y opinó que usted no se salvaría.
Alexandr no se sorprendió lo más mínimo. Había flotado mucho tiempo en la periferia de la consciencia. Aquello no se había parecido mucho a la vida, pero morir le había parecido algo inconcebible. Permaneció muy quieto boca abajo, atento a las palabras de Ina mientras le limpiaba la herida.
—El doctor es un buen hombre, y quería salvarlo, porque se sentía personalmente responsable. Pero dijo que usted había perdido demasiada sangre.
—Ah, ¿por eso estoy en cuidados intensivos?
—Ahora está en cuidados intensivos. —Ina sacudió la cabeza—. No vino aquí cuando lo trajeron. —Le palmeó el hombro—. Lo llevaron directamente a la sala de los casos terminales.
—Vaya. —La sonrisa de Alexandr desapareció.
—Todo por esa Tatiana —añadió Ina—. Ella es… bueno, francamente, creo que se centra demasiado en los casos terminales. Tendría que estar ayudando en cuidados intensivos, pero siempre está en la sala de los terminales intentando salvar a los que ya no tienen salvación.
Así que allí era donde trabajaba.
—¿Qué tal le va? —murmuró Alexandr.
—No muy bien. Mueren constantemente. Pero ella se queda con los pacientes hasta el final. No entiendo por qué lo hace. Se mueren, pero…
—¿Mueren felices?
—Felices no, pero… no sé cómo explicarlo.
—¿Sin miedo?
—¡Sí! —La enfermera se inclinó sobre Alexandr—. Eso es. No tienen miedo. Yo le digo: «Tania, si se van a morir de todas maneras. Déjalos, y no pierdas más el tiempo». Y no se lo digo sólo yo. El doctor Sayers le pide continuamente que venga a trabajar a cuidados intensivos. Pero ella no quiere ni oír hablar del tema. —Inga bajó la voz—. Ni siquiera cuando se lo dice el doctor.
Este último comentario hizo que la sonrisa reapareciera en el rostro de Alexandr.
—Además, tiene una boca que hay que ver. No sé cómo le toleran la décima parte de las cosas que le dice a ese pobre hombre que se mata trabajando en este hospital. Cuando a usted lo trajeron aquí, como le dije antes, el doctor lo miró, sacudió la cabeza y dijo: «Se ha desangrado». Y lo dijo con tristeza. Vi que lo sentía mucho.
«¿Desangrado?». Alexandr palideció.
—«Está desahuciado. No podemos hacer nada», dijo. —La enfermera se detuvo por un momento—. ¿Y sabe usted lo que le dijo Tatiana?
—No me lo puedo ni imaginar. ¿Qué?
—No sé quién se cree ella que es —manifestó, indignada—. Se encaró con él, lo miró a los ojos y le dijo en voz baja: «Pues es una suerte, doctor, que él no dijera lo mismo de usted cuando estaba flotando inconsciente en el río. Fue muy bueno para usted que él decidiera no volverle la espalda cuando se cayó al agua, doctor Sayers». —Ina se echó a reír—. No me lo podía creer. Hablarle de esa manera a un médico…
—¿En qué estaría pensando? —murmuró Alexandr, con los ojos cerrados para imaginarse mejor a su Tania.
—Ella estaba muy decidida. Como si fuera una cuestión personal —opinó la enfermera—. Le dio al doctor un litro de sangre para usted.
—¿De dónde lo consiguió?
—Era de ella, por supuesto. —Ina sonrió—. Afortunadamente para usted, comandante, la enfermera Metanova tiene grupo universal.
«No podía ser de otra manera», pensó Alexandr, con los ojos bien cerrados.
—El doctor le dijo que no podía dar más, y ella le replicó que con un litro no tenía bastante, y él le dijo que de acuerdo, pero que no podía dar más, y ella contestó: «Daré más». Él insistió en que no, y ella en que sí, y al cabo de cuatro horas, se presentó con otro medio litro de sangre.
Alexandr continuó boca abajo, sin perderse palabra, mientras Ina le ponía las vendas limpias. Apenas si respiraba.
—El doctor le dijo: «Tania, está perdiendo el tiempo. Mire la quemadura. Se le infectará». No podíamos darle penicilina hasta que no tuviera el nivel de sangre suficiente. —Alexandr escuchó la risa incrédula de la enfermera—. Así que mientras estaba haciendo la ronda nocturna, ¿a quién me encontré junto a su cama? A Tatiana. Estaba sentada con una jeringa en el brazo, enganchada a un catéter. La miré, y le juro por Dios que no me creerá cuando se lo diga, comandante, pero el catéter lo tenía conectado a la aguja de entrada del suero. —Ina abrió los ojos como platos—. Vi cómo trasvasaba sangre de su arteria radial a sus venas. Me acerqué y le dije: «¿Estás loca? ¿Es que has perdido el juicio? ¿Le estás bombeando tu sangre?». Ella me respondió con ese tono suyo de «no estoy dispuesta a discutir»: «Ina, si no lo hago, morirá». Yo le grité: «Hay treinta soldados en cuidados intensivos que necesitan suturas, vendajes y que limpien las heridas. ¿Por qué no te ocupas de ellos, y dejas que Dios se ocupe de los muertos?». «No está muerto —insistió—. Está vivo, y mientras viva, es mío». ¿Se lo puede creer, comandante? Pues es lo que dijo. «Por todos los santos —exclamé—. De acuerdo, muérete tú también si tanto te empeñas». A mí no me importaba. Pero a la mañana siguiente, cuando fui a quejarme al doctor Sayers de que ella no seguía los procedimientos habituales, le conté lo que había hecho y él salió a buscarla para aclarar las cosas.
Ina hizo una pausa para tomar aliento, y luego añadió con un tono todavía más incrédulo:
—La encontramos inconsciente en el suelo junto a su cama. Parecía estar en coma, pero en cambio usted mostraba una recuperación asombrosa. Todas sus constantes vitales habían subido hasta los valores casi normales. Tatiana se levantó del suelo, pálida como la muerte, y le dijo al doctor con un tono frío: «¿Quizás ahora pueda suministrarle la penicilina que necesita?». Vi que el doctor estaba atónito, pero accedió. Le dio la penicilina, más plasma y más morfina. Después decidió que haría la intervención para sacarle los fragmentos de metralla, y así fue como le salvó el riñón. Ella no se movió de su lado ni un momento. El doctor le dijo que había que cambiar los vendajes cada tres horas para ayudar al drenaje y evitar la infección. Sólo había dos enfermeras en la sala de terminales, ella y yo, así que tuve que ocuparme de todos los demás pacientes, mientras ella se ocupaba exclusivamente de usted. Durante quince días con sus respectivas noches ella se encargó de limpiarle la herida y de cambiarle los vendajes cada tres horas. Al final parecía un fantasma. Pero usted se salvó. Entonces fue cuando lo trajeron a cuidados intensivos. Yo le dije: «Tania, este hombre tendría que casarse contigo después de todo lo que has hecho por él», y me respondió: «¿Tú crees?». —Ina hizo una pausa—. ¿Está usted bien, comandante? ¿Por qué llora?
Aquella tarde, cuando Tatiana fue a darle de comer, Alexandr tomó su mano y durante largo rato no fue capaz de decir palabra.
—¿Qué pasa, cariño? —le susurró—. ¿Qué te duele?
—El corazón —dijo él.
Desde su asiento, ella se inclinó hacia él.
—Shura, cielo, deja que te dé de comer. Tengo que atender a otras diez personas muy enfermas después de ti. Una de ellas ni siquiera tiene lengua. Imagina lo difícil que tiene que ser eso. Volveré esta noche si puedo. Ina me conoce. Cree que me he encariñado de ti. —Tatiana sonrió—. ¿Por qué me miras de esa forma?
Alexandr seguía sin poder hablar.
Más tarde, aquella misma noche, Tatiana volvió. Las luces estaban apagadas y todos dormían; se sentó junto a Alexandr.
—Tatia…
Con gran serenidad, ella dijo:
—Ina es una bocazas. Le dije que no molestara a mi paciente. No quería que te preocuparas. No ha podido contenerse.
—No te merezco.
—Alexandr, ¿qué crees? ¿Crees que iba a dejarte morir sabiendo que tenemos que salir de aquí? No podía acercarme tanto y después perderte.
—No te merezco —repitió él.
—Marido mío, ¿te has olvidado de Luga? ¿Te has olvidado de Leningrado? ¿De nuestro Lazarevo? Yo no. Mi vida te pertenece.