4

Alexandr no pensó en otra cosa que no fuera el momento en que volvería a verla al día siguiente. Tatiana se presentó alrededor del mediodía con la bandeja de la comida.

—Yo le daré de comer, Ina —le dijo alegremente a la enfermera que le estaba tomando la temperatura.

Ina no pareció muy complacida, pero Tatiana no le hizo caso.

—La enfermera Metanova cree que es la dueña de mi paciente —protestó mientras anotaba la temperatura en el parte diario.

—Le pertenezco, Ina —señaló Alexandr—. ¿No fue ella la que me llevó el plasma?

—No sabe usted ni la mitad —murmuró Ina malhumorada. Miró a Tatiana con una expresión severa y se marchó.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó el comandante.

—No lo sé —contestó Tatiana—. Abre la boca.

—Tania, puedo comer solo.

—¿Quieres comer solo?

—No.

—Deja que te mime —le dijo Tatiana cariñosamente—. Deja que haga lo que tú sabes que me muero por hacer. Deja que lo haga por ti.

—Tania, ¿dónde está mi anillo de boda? Lo llevaba colgado de un cordel alrededor del cuello. ¿Lo perdí?

Tatiana metió la mano por debajo del cuello del uniforme y sacó un cordel donde estaban ensartados los dos anillos.

—Yo los guardaré hasta que podamos volver a llevarlos —comentó con una sonrisa.

—Dame de comer —le pidió él con la voz ahogada por la emoción.

El coronel Stepanov apareció en aquel momento antes de que pudiera servirle el primer bocado.

—Me avisaron de que estaba despierto. —El oficial miró a Tatiana—. ¿Llego en mal momento?

Tatiana sacudió la cabeza, dejó la cuchara en la bandeja y se levantó.

—¿Es usted el coronel Stepanov? —preguntó. Miró alternativamente al militar y a su marido.

—Sí —respondió el coronel, intrigado—. ¿Y usted es…?

Tatiana cogió la mano del coronel entre las suyas.

—Soy Tatiana Metanova. Sólo quiero darle las gracias, coronel, por todo lo que ha hecho por el comandante Belov. —No le soltó la mano, y él no hizo nada por retirarla—. Muchas gracias, señor.

Alexandr sintió un deseo enorme de abrazar a su esposa.

—Coronel —dijo sonriente—, mi enfermera sabe que mi comandante ha sido muy bueno conmigo.

—Nada que usted no se merezca, comandante —replicó Stepanov. No apartó la mano hasta que Tatiana se la soltó—. ¿Ha visto su medalla?

La condecoración colgaba del respaldo de una silla junto a la cama de Alexandr.

—¿Por qué no esperaron a que recuperara el conocimiento para dármela? —preguntó Alexandr.

—No sabíamos si…

—No es una medalla cualquiera, comandante —le interrumpió Tatiana—. Es la condecoración más alta. ¡La medalla de Héroe de la Unión Soviética! —exclamó arrebolada.

Stepanov miró a Tatiana y después a su subordinado.

—Su enfermera parece estar muy orgullosa de usted, comandante.

—Sí, señor. —Alexandr intentó no sonreír.

—Le diré lo que vamos a hacer —añadió Stepanov—. Vendré en otro momento, cuando usted no esté tan ocupado.

—Espere, por favor, señor —dijo Alexandr, que apartó la vista de Tatiana por un momento—. ¿Qué tal están nuestras tropas?

—Muy bien. Han disfrutado de sus diez días de permiso, y ahora intentan desalojar a los alemanes de Siniavino. Una misión muy difícil. Pero ya sabe, poco a poco —Stepanov hizo una pausa— las noticias mejoran: von Paulus se rindió en Stalingrado el mes pasado. —Stepanov se rio—. Hitler nombró a von Paulus mariscal de campo dos días antes de la rendición. Dijo que ningún mariscal de campo se había rendido en toda la historia de Alemania.

—Es evidente que von Paulus quería hacer historia. —Alexandr sonrió—. Desde luego, son buenas noticias. Stalingrado resistió hasta alcanzar la victoria. Leningrado ha roto el cerco. Quizás incluso lleguemos a ganar esta guerra. —Permaneció en silencio durante unos momentos—. Claro que será una victoria pírrica.

—Por supuesto. —Stepanov estrechó la mano de Alexandr—. Con las bajas que tenemos no sé quién quedará para celebrar la victoria aunque sea pírrica. —Exhaló un suspiro—. Recupérese cuanto antes, comandante. Le espera otro ascenso. Pase lo que pase, conseguiremos sacarle de la primera línea.

—No quiero que me aparten del combate, señor.

Tatiana le tocó en el hombro.

—Quiero decir… sí, muchas gracias, señor.

Stepanov miró a la pareja una vez más.

—Me alegra verlo de tan buen ánimo, comandante. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi tan alegre. Está visto que las heridas casi mortales le sientan bien.

El coronel se marchó.

—Bueno, has dejado al coronel sin aliento —comentó Alexandr, con una sonrisa orgullosa—. ¿Qué quiso decir con una herida casi mortal?

—Una exageración. Tenías toda la razón. Es un hombre agradable. —Tatiana miró a su marido con una falsa expresión de reproche—. Por cierto, que te olvidaste de darle las gracias por mí.

—Tania, somos hombres. No vamos por ahí dándonos palmaditas en la espalda.

—Abre la boca.

—¿Qué me has traído de comer?

Tatiana le había traído sopa de col y patatas, pan blanco y mantequilla.

—¿De dónde has sacado tanta mantequilla? —Había un cuarto de kilo en el plato.

—A los soldados heridos les dan doble ración de mantequilla, y tú tienes una triple.

—¿Como la triple dosis de morfina? —comentó el comandante, con una sonrisa.

—Piensa que tienes que recuperarte cuanto antes.

Cada vez que ella acercaba la mano con la cuchara a su boca, Alexandr inspiraba a fondo, en un intento por oler sus manos por encima del olor de la sopa.

—¿Has comido?

—¿Quién tiene tiempo para comer? —replicó ella con un tono despreocupado, al tiempo que se encogía de hombros. Acercó la silla un poco más a la cama.

—¿Crees que los demás pacientes se quejarán si mi enfermera me da un beso?

—Sí —contestó Tatiana, y se apartó un poco—. Creerán que beso a todo el mundo.

Alexandr echó una ojeada. El ocupante de la cama al otro lado del pasillo, que había perdido las piernas, agonizaba. Los médicos lo habían desahuciado. En la tienda de oxígeno instalada en la cama vecina un hombre respiraba afanosamente. Le recordaba los jadeos de Marazov.

—¿Qué le pasa?

—¿A Nikolai Ouspenski? Ha perdido un pulmón —le informó Tatiana. Carraspeó—. Se pondrá bien. Es un buen hombre. Su esposa vive en una aldea vecina. Siempre le envía cebollas.

—¿Cebollas?

Tatiana se encogió de hombros.

—Campesinos. Qué te voy a contar.

—Tania, Ina dijo que había necesitado una reposición de fluidos. ¿Es que…?

—Estarás como nuevo mucho antes de lo que imaginas —le interrumpió Tatiana—. Perdiste un poco de sangre, eso es todo. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza como si quisiera borrar un mal recuerdo—. Escucha —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, escucha con mucha atención.

—¿Por qué no estás aquí conmigo todo el día? ¿Por qué no eres tú mi enfermera?

—Espera un momento. ¿Hace dos días me dijiste que me fuera, y ahora quieres que me quede permanentemente?

—Sí.

—Cariño —murmuró ella, sonriendo—. Él está aquí a todas horas. ¿Es que no me escuchaste cuando te lo dije? Procuro mantener un distanciamiento profesional. Ina es una excelente enfermera de cuidados intensivos. Muy pronto estarás en condiciones de que te trasladen a una sala de convalecientes si tú quieres.

—¿Es allí donde estás tú? Mejoraré en una semana.

—No, Shura, no estoy allí.

—¿Dónde estás tú?

—Escucha, necesito hablar contigo, y tú no haces más que interrumpirme.

—No te interrumpiré —prometió Alexandr—, si me das la mano por debajo de la manta.

Tatiana metió la mano debajo de la manta y le cogió la mano, entrelazando el dedo meñique con el de su marido.

—Si yo fuera más fuerte y grande como tú —murmuró dulcemente— te hubiera cogido en brazos y te hubiera llevado hasta la orilla yo misma.

—No me hagas sufrir, ¿de acuerdo? —Alexandr le apretó la mano—. Me siento muy feliz de ver tu hermoso rostro. Por favor, dame un beso.

—No, Shura. ¿Quieres hacer el favor de escucharme?

—¿Cómo puedes estar tan preciosa? ¿Cómo es que rezumas tanta felicidad? No creo haberte visto nunca tan feliz.

Tatiana se inclinó sobre su marido, con los labios entreabiertos.

—¿Ni siquiera en Lazarevo? —preguntó con voz ronca.

—Basta. Conseguirás hacer llorar a un hombre hecho y derecho. Pareces resplandecer.

—Estás vivo. Estoy extasiada. —Parecía extasiada.

—¿Cómo conseguiste llegar al frente?

—Si te callas, te lo diré. —Sonrió—. Cuando me marché de Lazarevo, tenía muy claro que quería ser enfermera en la unidad de cuidados intensivos. Después de que tú vinieras a verme en noviembre, decidí alistarme. Iba a estar en el frente donde tú estabas. Si tú ibas a luchar en la batalla de Leningrado, yo también. Iba a estar en el hielo con los camilleros.

—¿Ése era tu plan?

—Sí.

—Me alegro de que no me lo dijeras entonces y, por supuesto, me cuesta escucharlo ahora. —Alexandr sacudió la cabeza.

—Vas a necesitar muchas más fuerzas cuando escuches lo que voy a decirte. —Tatiana apenas si podía contener la excitación—. Así que cuando el doctor Sayers vino a Gresheski, le pregunté inmediatamente si necesitaba una enfermera. Vino a Leningrado a petición del Ejército Rojo para colaborar en la atención de los heridos que calcularon que se producirían en este ataque. —Tatiana bajó un poco la voz—. Entre nosotros, creo que los soviéticos se equivocaron muchísimo en sus cálculos. Sencillamente no hay lugar para atender ni a un solo herido más. La cuestión es que después de que el doctor Sayers me dijera que vendría al frente de Leningrado, le pregunté si había algo en lo que yo pudiera ayudar. La única enfermera que había traído con él cayó enferma, y tal como se desarrollaron las cosas, necesitaba mi ayuda. No es ninguna sorpresa dado el frío que hace en Leningrado. La pobre mujer pilló una tuberculosis. —Tatiana sacudió la cabeza—. Imagínatelo. Ahora está mejor, pero se quedó en Gresheski. La necesitaban. Como todavía no me había alistado, vine aquí como su enfermera suplente. Mira. —Tatiana le mostró orgullosa el brazalete blanco con la cruz roja—. En lugar de ser una enfermera del Ejército Rojo, ¡soy una enfermera de la Cruz Roja! ¿No es fantástico? —Su expresión era radiante.

—Me alegro de que disfrutes tanto de estar en el frente, Tania —comentó el comandante.

—¡Shura! No estoy en el frente. ¿Sabes de dónde viene el doctor Sayers?

—¿De Estados Unidos?

—Me refiero desde dónde vino a Leningrado con su camión de la Cruz Roja.

—Renuncio.

—¡Helsinki! —exclamó ella, emocionada.

—Helsinki.

—Sí.

—De acuerdo.

—¿Y sabes adónde regresará dentro de poco?

—No. ¿Adónde?

—¡A Helsinki, Shura!

Alexandr no dijo nada. Volvió la cabeza en la almohada lentamente y cerró los ojos. Escuchó que ella lo llamaba. Abrió los ojos y la miró. A Tatiana le brillaban los ojos, tenía el rostro arrebolado y respiraba deprisa mientras sus dedos acariciaban el brazo de su marido.

Él se echó a reír.

Una enfermera al otro extremo de la sala se volvió.

—No, no te rías —le advirtió Tatiana—. Calla.

—Tatia, Tatia, te lo ruego. No sigas.

—¿Quieres escucharme? En cuanto conocí al doctor Sayers comencé a pensar.

—Oh, no.

—Oh, sí.

—¿En qué pensabas?

—En Gresheski. Pensé y pensé, con la intención de encontrar algún plan…

—Oh, no, otro plan no.

—Sí, otro plan. Me pregunté a mí misma: «¿Puedo confiar en el doctor Sayers?». Me dije que sí, que podía confiar en él porque parecía un buen norteamericano. Iba a confiar en él, le hablaría de nosotros, y le rogaría que te ayudara a regresar a casa, que nos ayudara a llegar a Helsinki. Sólo hasta Helsinki. Desde allí, tú y yo nos apañaríamos para seguir viaje hasta Estocolmo por nuestra cuenta.

—Tania, no pienso seguir escuchándote.

—No, me escucharás —susurró ella—. No sabes que Dios está con nosotros. En diciembre trajeron a Gresheski a un piloto finlandés herido. Continuamente traen a pilotos para que mueran en el hospital. Intentamos salvarlo, pero las heridas que tenía en la cabeza eran mortales. Se estrelló con su avión en el golfo de Finlandia. —La voz de Tatiana apenas si se escuchaba—. Me guardé su mono de vuelo y la placa de identificación. Los oculté en una caja de vendas en el camión del doctor Sayers. Allí es donde están ahora, esperándote.

Alexandr miró a Tatiana, boquiabierto.

—Lo único que me daba miedo era pedirle al doctor Sayers que arriesgara su vida por dos absolutos desconocidos. No sabía muy bien cómo hacerlo. —Tatiana se inclinó para darle un beso en el hombro—. Pero entonces tú, mi heroico marido, apareciste en escena. Tú salvaste al doctor. Ahora estoy segura de que te ayudará a salir de aquí, aunque tenga que cargarte a hombros.

Alexandr se había quedado mudo.

—Te vestiremos con el uniforme finlandés, te convertirás en Tove Hanssen durante unas horas, y nosotros te llevaremos a través de la frontera finlandesa en el camión de la Cruz Roja del doctor Sayers hasta Helsinki. ¡Shura, voy a sacarte de la Unión Soviética!

Alexandr seguía sin recuperar el habla.

—¿No es un golpe de suerte fantástico? —Tatiana se rio en silencio. Señaló el brazalete de la Cruz Roja, y apretó la mano de su marido—. Según lo fuerte que estés, en Helsinki podemos sacar pasaje en un barco mercante si ha comenzado el deshielo en el Báltico, o viajar en un camión en uno de los convoyes que van a Estocolmo. Suecia es neutral, ¿lo recuerdas? —Sonrió—. Y no, nunca olvido ni una sola de las palabras que me dices. —Le soltó la mano, para aplaudir—. ¿No es el mejor plan que has escuchado en tu vida? Mucho mejor que tu idea de esconderte en los pantanos durante meses.

Alexandr la miró con una expresión donde se mezclaban la ilusión y la incredulidad.

—¿Quién es esta mujer que tengo sentada delante de mí?

Tatiana se levantó de la silla y se inclinó para darle un beso en los labios.

—Soy tu muy amada esposa.

La esperanza era un remedio sorprendente.

De pronto a los días le faltaban horas para que Alexandr intentara levantarse, caminar, moverse. No podía abandonar la cama, pero intentó apoyarse en los brazos, hasta que acabó por sentarse y comer con sus propias manos, y vivía para los minutos en que aparecía Tatiana para estar con él.

La ociosidad lo estaba volviendo loco. Le pidió a Tatiana que le trajera trozos de madera y cuchillo, y mientras la esperaba, pasaba las horas tallando los trozos de madera para convertirlos en palmeras y pinos, cuchillos, estacas y figuras humanas.

Ella iba a diario, varias veces al día, y le comentaba cosas como: «Shura, en Helsinki saldremos a dar un paseo en un trineo a caballo, ¿no crees que será muy bonito? ¡También podríamos ir a una iglesia de verdad! El doctor Sayers me dijo que la catedral del emperador Nicolás en Helsinki se parece mucho a San Isaac. ¿Shura, me escuchas?».

Alexandr asentía con una sonrisa y tallaba figuras de madera.

Tatiana iba y le susurraba: «Shura, ¿sabías que Estocolmo está construido todo de granito, como Leningrado? ¿Sabías que nuestro propio Pedro el Grande arrebató a los suecos la tan disputada península de Carelia en 1725? Es una ironía, ¿no te parece? Ya entonces, estábamos peleando por la tierra que ahora nos convertirá en personas libres. Cuando lleguemos a Estocolmo, será primavera, y al parecer en el puerto hay un mercado por las mañanas donde venden frutas, verduras, pescado, y sabes qué más, Shura, jamón ahumado, y algo llamado beicon. Me lo dijo el doctor Sayers. ¿Alguna vez has comido beicon? Shura, ¿me estás escuchando?».

Alexandr asentía con una sonrisa y tallaba figuras de madera.

—Y en Estocolmo iremos a ese lugar, que se llama…, ahora mismo no lo recuerdo, ah, sí, que se llama el Riddarholm, donde entierran a los reyes. —El rostro de la muchacha mostraba una expresión de deleite—. Los reyes y los héroes de Suecia. Estoy segura de que te gustará. ¿Iremos a verlo?

—Sí, amor mío —asintió Alexandr. Dejó a un lado el cuchillo y el trozo de madera y la cogió por los brazos para acercarla—. Iremos a verlo.