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Alexandr consultó su reloj. Eran las primeras horas del 12 de enero de 1943, y la Operación Chispa —la batalla de Leningrado— estaba a punto de comenzar. Ya no habría más intentos. Éste sería el definitivo. El camarada Stalin había ordenado romper el cerco alemán, y no volverían hasta haber cumplido la orden.

El comandante había pasado los últimos tres días con sus respectivas noches en un búnker de madera en la orilla del Neva, junto con Marazov y seis cabos. El emplazamiento de la artillería estaba delante mismo del búnker y, ocultos a los ojos del enemigo, había dos morteros de 120 mm de retrocarga, dos morteros portátiles de 81 mm de avancarga, una ametralladora antiaérea pesada Zenith, un lanzacohetes Katiusha y dos cañones ligeros de 76 mm. La mañana del ataque, Alexandr no sólo estaba dispuesto a combatir contra los alemanes, sino que se hubiera enfrentado al propio Marazov, si con eso pudiera salir del encierro del búnker. Jugaron a las cartas, fumaron, hablaron de la guerra, contaron chistes, durmieron, y así pasaron las primeras seis horas, pero llevaban encerrados setenta y dos. Alexandr pensó en la última carta de su esposa. ¿Qué demonios había querido decir con «Esperanza»? ¿Cómo podía ayudarlo? Era evidente que ella no había podido explicárselo, pero deseó que ella no hubiera excitado su imaginación cuando no sabía en qué momento volverían a encontrarse.

Necesitaba llegar hasta ella.

Se asomó un momento, vestido con el uniforme blanco de camuflaje. El río estaba disfrazado como Alexandr; la costa sur apenas era visible en la luz gris. Él se encontraba en la orilla norte del Neva al oeste de Schiisselburg. La unidad de artillería de Alexandr cubría el flanco más alejado del cruce del río y el más peligroso; los alemanes estaban muy bien atrincherados y defendidos en Schiisselburg. Alexandr veía la fortaleza de Oreshek a un kilómetro de distancia en la desembocadura del lago Ladoga. Unos pocos centenares de metros delante de la fortaleza yacían los cadáveres de los seiscientos hombres que habían fracasado en el ataque por sorpresa realizado seis días antes. Alexandr quería saber si habían fracasado gloriosamente, o en vano. En una muestra de valor extraordinario y sin apoyo, habían avanzado a través del hielo, y habían caído uno tras otro. ¿La historia los recordaría?, se preguntó Alexandr mientras mantenía la vista fija al frente.

Ese día tenía encomendada la vigilancia aérea. Marazov se encargaría de lanzar los cohetes de combustible sólido de la Katiusha. Sabía que era la hora decisiva. Lo sentía. Romperían el cerco o morirían en el intento. Las tropas del 67 Ejército avanzarían a través del río a lo largo de un frente de ocho kilómetros a cualquier precio. La estrategia del ataque era encontrarse con el Segundo Ejército al mando de Meretskov en el Voljov, que atacaría al mismo tiempo al Grupo de Ejércitos Norte de Manstein, por la retaguardia. El ataque lo iniciarían cuatro divisiones de infantería con el apoyo de carros blindados ligeros. Dos horas más tarde los seguirían otras tres divisiones de infantería, esta vez con el apoyo de tanques medianos y pesados, incluidos seis de los que estaban bajo el mando directo de Alexandr. Por su parte, él permanecería junto a su ametralladora antiaérea. Cruzaría el río con la tercera oleada, en un tanque T-34, al mando de una sección acorazada.

Faltaban un par de minutos para las nueve de la mañana, y apenas si se veía una débil pincelada de luz en el horizonte.

—Comandante, ¿tu teléfono funciona? —preguntó Marazov. Apagó el cigarrillo y se reunió con Alexandr.

—El teléfono funciona perfectamente, teniente. Vuelve a tu puesto. —Le sonrió. Marazov le devolvió la sonrisa.

—¿Cuántos kilómetros de cable telefónico le pidió Stalin a los norteamericanos? —preguntó el teniente.

—Cien mil —replicó Alexandr. Le dio una larga chupada al cigarrillo.

—Y así y todo tu teléfono todavía no funciona.

—¡Teniente!

—Estoy preparado, comandante —Marazov lo saludó y se acercó al lanzacohetes—. Cien mil kilómetros son muchos, ¿no?

Alexandr arrojó la colilla a la nieve, y se preguntó si tendría tiempo de encender otro cigarrillo.

—Eso no es nada —comentó—. Los norteamericanos tendrán que poner más del triple para poder servirnos.

—Cualquiera diría que podrían haberte dado un teléfono que funcionara —murmuró Marazov, sin mirar al comandante.

—Paciencia, soldado.

Alexandr intentó calcular si el Neva era más ancho que el Kama. Decidió que lo era, pero no por mucho. Había tardado unos veinticinco minutos en llegar hasta la otra orilla del Kama y volver, a pesar de la fuerza de la corriente. ¿Cuánto tiempo tardaría en cruzar los seiscientos metros de hielo del Neva, batido por la artillería alemana?

Alexandr llegó a la conclusión de que debía tardar menos de veinticinco minutos.

Sonó el teléfono. Alexandr sonrió. Marazov sonrió.

—Por fin —exclamó el teniente.

—Todas las cosas buenas acaban por llegar si se sabe esperar —manifestó Alexandr. Su corazón voló por un momento hasta Tatiana—. Venga, soldados —gritó—. A vuestros puestos. Ha llegado la hora. —Ocupó su lugar en el sillín de la batería antiaérea y accionó el mecanismo que movía el cañón de la Zenith—. Valor, muchachos.

Cogió el teléfono y transmitió la orden de abrir fuego a los cabos al mando de los morteros. Los artilleros dispararon tres bombas de humo que estallaron al otro del río, y cubrieron inmediatamente las líneas alemanas con una densa cortina de humo gris. En el acto, los soldados del Ejército Rojo bajaron hasta la orilla y avanzaron por el hielo en una hilera de ocho kilómetros de largo. Un pelotón pasó al lado mismo de la posición de Alexandr.

Durante dos horas las descargas de los cuatro mil quinientos fusiles no cesaron un momento. El ruido de los morteros era ensordecedor. Alexandr se dijo que los soldados soviéticos se estaban comportando mejor de lo esperado; muchísimo mejor. A través de los prismáticos vio los cadáveres que se amontonaban en el hielo, pero también vio a muchos que subían por la orilla opuesta y desaparecían entre los árboles.

Tres cazas alemanes hicieron una pasada rasante, disparando sus ametralladoras contra los soldados soviéticos y el hielo, donde las balas abrían boquetes que harían más difícil el paso de los camiones y de los hombres. «Un poco más bajo, venga un poco más bajo», pensó Alexandr mientras disparaba contra los cazas. Uno de los aviones estalló en pleno vuelo, y los otros subieron rápidamente para no ser alcanzados. Alexandr cargó una bala explosiva en la Zenith y disparó. Un segundo caza se incendió y acabó por estallar al cabo de unos segundos. El último siguió subiendo hasta alcanzar una altura desde donde no podía disparar, así que el piloto puso rumbo a alguno de los aeródromos en el lado alemán del Neva. Alexandr encendió un cigarrillo.

—Lo estáis haciendo muy bien —le gritó a sus hombres, que no dejaban de cargar y disparar sus armas ni un segundo, y en el estrépito no oyeron la felicitación. Él casi no se oía a sí mismo, porque llevaba orejeras para protegerse los oídos.

A las once y media de la mañana, el estallido de un cohete verde transmitió la orden para que las divisiones motorizadas avanzaran a través del Neva en la segunda oleada de ataque.

La orden de avanzar se había anticipado, pero Alexandr confiaba en que el elemento sorpresa actuaría a su favor, siempre que pudieran cruzar el río rápidamente. Le indicó a Marazov que avanzara con sus hombres.

—¡Adelante! —gritó Alexandr—. ¡Cabo Smirnoff! —El soldado se volvió—. Llévese las armas.

Marazov saludó a Alexandr, recogió la ametralladora pesada, llamó a sus hombres, y todos corrieron hacia el río helado. Los otros dos cabos llevaban los morteros de 81 mm. Los de 120 mm los dejaron en sus emplazamientos. Pesaban demasiado y hacía falta un camión para transportarlos. Los tres soldados que corrían en la vanguardia iban armados con metralletas.

Alexandr vio cómo Marazov caía alcanzado por una ráfaga, cuando no había recorrido más de treinta metros.

—¡Dios, Tolia! —gritó al tiempo que alzaba la vista.

El caza alemán que volaba a muy baja altura se cebaba con los soldados de Marazov. Antes de que el piloto tuviera tiempo para elevar el avión e iniciar una segunda pasada, Alexandr hizo girar el cañón antiaéreo y disparó. Fue un disparo certero. El aparato se convirtió en una bola de fuego que se precipitó sobre el río.

Marazov permanecía inmóvil en el hielo. El comandante vio que los hombres de Marazov miraban a su jefe, sin saber qué hacer, mientras se sucedían las descargas de la artillería alemana.

—¡Por Dios bendito! —exclamó. Le ordenó al cabo Ivanov que se ocupara de la Zenith, cogió el fusil y echó a correr hacia su camarada herido, mientras le gritaba a los soldados que continuaran avanzando—: ¡En marcha! ¡En marcha! ¡Adelante!

Los soldados recogieron los morteros, la ametralladora pesada, y corrieron hacia la orilla opuesta.

Marazov estaba tendido boca abajo. Alexandr comprendió por qué sus hombres lo habían observado, impotentes. Se arrodilló a su lado. Por un momento, pensó en darle la vuelta pero la respiración era tan laboriosa que tuvo miedo de tocarlo.

—¡Tolia! —dijo—. ¡Tolia, aguanta!

Marazov tenía una herida en el cuello. El casco se le había caído. Alexandr miró con desesperación a uno y otro lado para ver si había algún enfermero cercano que pudiera darle una inyección de morfina.

Alexandr vio a un hombre que corría por el hielo, pero en lugar de ir armado con un fusil, llevaba un maletín de médico. El hombre vestía un grueso abrigo de lana y sombrero. ¡Ni siquiera llevaba casco! Corría a la derecha del comandante hacia un grupo de hombres tumbados cerca de un agujero en el hielo. Pensaba en lo ridículo de la escena, ver a un médico en el hielo, y se dijo que era un loco, cuando oyó a los soldados, detrás de él, que le gritaban al médico: «¡Tírese al suelo! ¡Tírese al suelo!». Pero el estallido de los obuses era ensordecedor, las nubes de humo negro lo tapaban todo, y el médico que seguía de pie, se volvió y gritó en inglés:

—¿Qué? ¿Qué dicen? ¿Qué?

Alexandr vaciló sólo un instante. Vio al médico en el hielo, en medio del fuego enemigo, pero lo que era más importante, el borde de la trayectoria de los obuses que disparaban del lado alemán. Fue consciente de que sólo tenía una fracción de segundo para pensar. Se levantó de un salto y gritó a voz en cuello en inglés: «¡Al suelo!».

El médico escuchó la orden y se tiró cuerpo a tierra. Justo a tiempo. El proyectil cónico pasó a un metro por encima de su cabeza y estalló al impactar en el hielo unos pocos metros más allá. El médico salió despedido como una bala humana y cayó de cabeza en el agujero.

Alexandr miró a Marazov, quien, con los ojos velados, escupía sangre. Trazó la señal de la cruz sobre el cuerpo de su amigo, recogió su fusil y corrió veinte metros por el hielo, cayó de bruces y se arrastró los otros diez metros hasta el agujero.

El médico flotaba en el agua, inconsciente. Alexandr intentó sujetarlo, pero el hombre estaba boca abajo y demasiado lejos. El comandante dejó caer el arma, las municiones y la mochila, y saltó al agujero. El agua helada actuó como un anestésico instantáneo, y en un segundo notó todo el cuerpo dormido como si le hubiesen inyectado morfina. Sujetó al médico por el cuello, lo arrastró hasta el borde y con una mano lo lanzó fuera del agua mientras que con la otra se aferraba al hielo. Luego, él también salió del agua y se desplomó sobre el cuerpo del otro, agotado por el esfuerzo. El médico recobró el conocimiento. Soltó un gemido.

—Dios, ¿qué ha pasado? —preguntó en inglés.

—Silencio —le ordenó Alexandr, también en inglés—. No se mueva. Tenemos que llevarle hasta aquel vehículo blindado que está sobre las traviesas de madera, ¿lo ve? Hay que recorrer veinte metros. Si podemos ponernos detrás, estaremos a salvo. Aquí nos encontramos desprotegidos.

—No puedo moverme —afirmó el médico—. Me estoy congelando.

Alexandr, que también notaba cómo el frío iba penetrando cada vez más en su cuerpo, miró en derredor. La única protección eran los tres cadáveres junto al agujero. Se arrastró por el hielo, acercó uno de los cadáveres y lo puso sobre el médico.

—No se mueva, mantenga el cadáver sobre usted. No se mueva.

Acercó otro de los muertos, se lo cargó a la espalda y después recogió la mochila, el arma y las municiones.

—¿Está preparado? —le preguntó al médico, en su idioma.

—Sí, señor.

—Cójase del abrigo, y no lo suelte porque le va en ello la vida. Vamos a patinar un poco.

Lo más aprisa que pudo con el peso de un cadáver a la espalda, Alexandr arrastró al médico y al otro cadáver hacia el vehículo blindado.

Tenía la sensación de que se estaba quedando sordo, el ruido de las explosiones a su alrededor sólo le llegaba a rachas a través del casco para entrar en su mente. Tenía que hacerlo. Tatiana había atravesado el cerco, sin un cadáver como escudo. «Puedo hacerlo», pensó, arrastrando al médico cada vez más rápido entre el estrépito y las balas. Oyó el rugir de un avión en vuelo rasante y se preguntó por qué Ivanov no lo abatía de una vez por todas.

Lo último que recordó fue un silbido agudo que sonaba muy cerca, una explosión y luego un impacto indoloro que lo arrojó con una fuerza tremenda contra un costado del vehículo acorazado. «Es una suerte que cargue con un muerto», se dijo Alexandr.