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En diciembre, la Cruz Roja Internacional llegó al hospital Gresheski.

Quedaban muy pocos médicos en Leningrado. Los tres mil quinientos que había antes de la guerra se habían reducido a dos mil, y había más de doscientas cincuenta mil personas ingresadas en los diversos hospitales de la ciudad.

Tatiana conoció al doctor Matthew Sayers cuando ella curaba la herida en la garganta de un joven cabo.

El médico entró, y antes de que abriera la boca, Tatiana sospechó que era norteamericano. En primer lugar olía a limpio. Era delgado, bajo, de pelo rubio oscuro, y la cabeza era un tanto desproporcionada con respecto al resto del cuerpo, pero transmitía una confianza y una seguridad en sí mismo que Tatiana no había visto en ningún otro hombre salvo en Alexandr, y ahora este hombre, que entró en la sala, estudió el informe diario, miró al paciente, la miró a ella, volvió a mirar al herido, chasqueó la lengua, sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco y comentó en inglés:

—No tiene buena pinta, ¿verdad?

Tatiana lo entendió perfectamente, pero permaneció muda, al recordar las advertencias de Alexandr.

El médico repitió el comentario en un ruso macarrónico.

—Creo que se salvará —le respondió Tatiana—. Los he visto peores.

—No me cabe la menor duda. —El médico soltó una sonora carcajada muy poco rusa, y se acercó a ella con la mano extendida—. Estoy con la Cruz Roja. Soy el doctor Matthew Sayers. ¿Puede decir Sayers?

—Sayers —dijo Tatiana con una pronunciación perfecta.

—¡Muy bien! ¿Cómo se dice Matthew en ruso?

—Matvei.

—Matvei. —Sayers le soltó la mano—. ¿Le gusta?

—Me gusta más Matthew —contestó, mientras volvía a ocuparse del paciente.

Tatiana había acertado con el médico; era competente, amigable, y mejoró al instante la atención de enfermos y heridos, porque había traído con él un montón de milagros: penicilina, morfina y plasma. También acertó con el cabo herido. Vivió.