5

A la mañana siguiente, antes de salir al pasillo, Tatiana abrazó a Alexandr y le dijo mientras abría la puerta del dormitorio:

—Sé amable.

—Siempre soy amable —replicó el capitán.

Inga y Stanislav estaban en el vestíbulo. Stanislav se puso de pie, le tendió la mano a Alexandr, se presentó, le pidió disculpas por el incidente y lo invitó a sentarse y a fumar. Alexandr no se sentó, pero sí que aceptó el cigarrillo que le ofrecía el otro.

—Vivir de esta manera es muy duro para todos, lo sé, pero no será para siempre. ¿Sabe usted lo que dice el partido, capitán? —Stanislav le sonrió, en un intento por congraciarse.

—No, ¿qué dice el partido, camarada? —Alexandr miró a Tatiana, que estaba a su lado, cogida de su mano.

—El ser determina la conciencia, ¿no es así? Si vivimos así durante un tiempo bastante largo, acabaremos por acostumbrarnos, y entonces nos convertiremos en otras personas.

—Pero, Stanislav, ¡yo no quiero vivir de esta manera! —se lamentó Inga—. Teníamos un apartamento muy bonito. Quiero tenerlo otra vez.

—Ya lo tendremos, Inga. El ayuntamiento nos ha prometido uno con dos dormitorios.

—¿Cuánto tiempo cree usted, Stanislav, que tendremos que vivir de esta manera antes de cambiar? ¿En qué nos convertiremos? —replicó el oficial.

Miró a Tatiana, y ella, al ver la expresión de su marido, se apresuró a intervenir.

—Shura, me queda un poco de kasha. Cariño, ¿quieres que te prepare un tazón?

Alexandr asintió mientras fumaba como si fuera su desayuno. A ella no le gustó nada la expresión de sus ojos.

Cuando volvió con dos tazones de kasha y una taza de café para él, Stanislav le comentaba a Alexandr que Inga y él llevaban veinte años casados, que ambos eran ingenieros y que eran miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética desde la juventud.

Alexandr apenas si se molestó en murmurar una disculpa antes de irse a comer su kasha al dormitorio. Tampoco le pidió a Tatiana que lo acompañara.

Tatiana se comió su tazón de kasha con Inga y Stanislav, sin responder a las preguntas que Inga, dominada por la curiosidad, le hizo sobre Alexandr. Después fregó los platos de la noche anterior, limpió la cocina y por último, y a regañadientes, fue a reunirse con él en el dormitorio. Era consciente de que estaba escurriendo el bulto. No quería enfrentarse con su marido a solas.

Él estaba guardando las cosas de Tatiana en la mochila negra.

—¿Has querido volver para esto? —le preguntó en cuanto la vio entrar—. ¿Echabas de menos a estos extraños? ¿A estos extraños del Partido Comunista, que escuchan todas y cada una de tus palabras, cada uno de tus gemidos; echabas de menos esto, Tania?

—No. Te echaba de menos a ti.

—Aquí no hay lugar para mí. Apenas si hay lugar para ti.

Después de observarlo durante unos momentos, Tatiana le preguntó qué hacía.

—Preparo tu equipaje.

—¿Mi equipaje? —repitió ella en voz baja.

Cerró la puerta. «Ya estamos —pensó Tatiana—. No lo quería. Deseaba no tener que llegar a esto. Pero aquí está».

—¿Adónde vamos?

—Al otro lado del lago. Puedo conseguir llevarte sin mayores problemas hasta Siastroi, y después te llevaré hasta Volodga en un camión del ejército. Allí tomarás el tren. Tenemos que irnos ahora mismo. Tardaré en el viaje de regreso, y debo presentarme en Morozovo mañana por la noche.

Tatiana sacudió la cabeza vigorosamente.

—¿Por qué sacudes la cabeza? —exclamó Alexandr, impaciente.

Ella volvió a sacudirla.

—Tatiana, te lo advierto. No me provoques.

—De acuerdo. Pero no voy a ninguna parte.

—Sí que irás.

—No, ni lo sueñes —manifestó ella en voz baja.

—¡Irás! —gritó Alexandr.

—A mí no me levantes la voz —le advirtió Tatiana, sin cambiar de tono.

Alexandr dejó caer la mochila al suelo de madera, se acercó a ella y se inclinó para espetarle a la cara:

—Tatiana, dentro de un segundo te voy a levantar algo más que la voz.

Tatiana se sentía triste por dentro. Pero cuadró los hombros y no desvió la mirada.

—Alexandr, no te tengo miedo —afirmó, con voz tranquila.

—¿No? —El capitán apretó los dientes por un momento—. Pues a mí me aterrorizas.

Se apartó para recoger la mochila. Tatiana recordó el primer día de la guerra, recordó a Pasha cuando le dijo a su padre: «No, no quiero ir», pero lo hicieron marchar, y acabó muerto.

—Alexandr, déjalo. No iré a ninguna parte.

—Claro que irás, Tania. —Se volvió hacia ella, con el rostro desfigurado por la furia—. Irás. Te llevaré a Vologda, aunque tenga que cargarte a hombros, y me da lo mismo que chilles y patalees.

Tatiana se apartó, pero no mucho.

—Muy bien. No chillaré ni patalearé. Pero en cuanto tú te vayas, emprenderé el camino de regreso.

Alexandr lanzó la mochila contra la pared, muy cerca de la cabeza de Tatiana. Se acercó a ella con los puños apretados y descargó un puñetazo a sólo unos centímetros de su rostro que atravesó el tabique.

Tatiana, con las piernas temblorosas y los ojos cerrados, retrocedió otro medio paso y se detuvo.

—¡Maldita sea! —vociferó Alexandr, al tiempo que descargaba otro par de puñetazos contra el tabique—. ¿Qué hace falta para que me escuches, aunque no sea más que una condenada vez, qué hace falta para que hagas lo que te digo? —La sujetó por los brazos y la empujó contra la pared.

—Shura, esto no es el ejército —susurró Tatiana, con voz trémula, con miedo de mirarlo.

—¡No te quedarás aquí!

—Me quedaré —insistió ella, casi sin fuerzas.

Llamaron a la puerta. Alexandr la abrió.

—¿Qué? —gritó.

—Sólo quería saber si Tania estaba bien —respondió Inga con el rostro rojo de vergüenza—. Escuché los gritos y los golpes.

—Estoy bien. Inga. —Tatiana se apartó de la pared.

—Escuchará mucho más antes de que acabemos con esto —le dijo Alexandr, furioso—. No tiene más que apoyar el maldito vaso en la pared.

Le cerró la puerta en las narices. Se volvió otra vez y fue hacia Tatiana, que se apartó al tiempo que levantaba las manos. La muchacha susurró: «Shura, por favor», pero él, sin atender a razones, la lanzó sobre el diván de un empellón. Ella cayó sentada. Se cubrió el rostro con las manos en una actitud defensiva. Alexandr se las apartó de un manotazo.

—¡No te tapes la cara! —chilló. La cogió por las mejillas y la sacudió—. ¡No hagas que me vuelva todavía más loco!

Tatiana soltó un grito e intentó apartarlo, pero fue inútil.

—¡Basta! ¡Déjame!

—¿Segura o muerta? —gritó el capitán—. ¿Segura o muerta? ¿Qué prefieres?

Tatiana se aferró a sus brazos; quería responderle pero no podía. «Muerta, —quería decirle—. Muerta, Shura».

—¡Ves lo que me haces al estar aquí! —Alexandr le apretó el rostro cada vez con más fuerza mientras ella intentaba soltarse—. Lo ves, pero te importa una mierda.

Tatiana dejó de resistirse. Apoyó sus manos sobre las de su marido.

—Por favor —susurró, intentando mirarle a los ojos—. Por favor, para. Me haces daño.

Alexandr aflojó la presión, pero no la soltó, ni Tatiana se apartó, aunque apenas si podía respirar. Tatiana yacía en el diván debajo de su marido, con la respiración entrecortada. Él la cubría con su cuerpo, con la respiración entrecortada. A través del ruido ensordecedor de la sangre en su cabeza, Tatiana escuchó apenas el aullido de las sirenas y el estallido de las bombas en el exterior. Apartó un poco la boca de las manos de Alexandr para respirar mejor. Levantó los brazos para abrazarlo.

—Oh, Shura —susurró.

Alexandr soltó a su esposa; permaneció inmóvil delante de ella durante unos segundos, con una expresión desgarradora, y después se dejó caer de rodillas.

—Tatiana, este pobre desgraciado —dijo, con la voz ahogada por la emoción— te suplica que te vayas. Si me quieres, aunque sólo sea un poco, por favor, regresa a Lazarevo. Ponte a salvo. No tienes idea del peligro que corres.

Tatiana, sin aliento, temblando como una hoja, con el rostro dolorido, se sentó en el borde del diván y atrajo a Alexandr hacia ella. La estaba destrozando ver su sufrimiento.

—Me duele verte enojado —dijo, mientras le sujetaba el rostro entre sus manos—. Por favor, no te enojes conmigo.

—¿No escuchas las bombas? —replicó el capitán, que le apartó las manos—. ¿Las escuchas, o estás sorda? ¿No ves que no hay comida?

—Sí que hay comida —contestó ella. Volvió a apoyar las manos en el rostro de su marido—. Me dan una ración de setecientos gramos al día. Además, como y ceno en el hospital. Me arreglo bastante bien. —Sonrió—. Mucho mejor que el año pasado. Y no me preocupan las bombas.

—Tatiana.

—Shura, deja ya de mentirme. No son los alemanes ni las bombas lo que te asusta. ¿De qué tienes miedo?

Los estallidos se sucedían en el exterior. Una bomba cayó muy cerca. Tatiana sujetó a Alexandr.

—Escucha —dijo, y apretó la cabeza del capitán entre sus pechos—. Escucha mi corazón.

Alexandr la abrazó. Ella permaneció quieta durante un momento, abrazada a su esposo, con los ojos cerrados. «Dios, permite que sea fuerte por él —rezó—. Necesita mi fuerza; por favor, no dejes que me debilite». Lo apartó suavemente y se levantó para acercarse a la cómoda.

—Te dejaste algo en Lazarevo, Shura. Aparte de mí.

Alexandr se levantó del suelo, y se dejó caer pesadamente en el diván.

Tatiana rasgó la bolsa cosida en la parte interior de los pantalones y sacó los cinco mil dólares.

—Mira, regresé para darte esto. —Lo miró fijamente—. Sólo te llevaste la mitad. ¿Por qué?

Calma. Respira. Espira.

Los ojos color bronce de Alexandr eran como lagos de amor y sufrimiento.

—No estoy dispuesto a hablar de esto con Inga pegada a nuestra puerta —dijo, casi sin mover los labios.

—¿Por qué no? Hacemos todo lo demás con Inga en la puerta.

Cada uno miró en una dirección opuesta. Tatiana comprendió que ambos se estaban desmoronando. ¿Quién recogería los trozos? Ella. Ella se encargaría de recogerlos. Tatiana dejó el dinero sobre la cómoda, se acercó a él, se sentó sobre sus muslos con las piernas separadas y apoyó la cabeza de Alexandr contra su pecho.

—Esto no es Lazarevo, ¿verdad, Shura? —susurró, con los labios contra el pelo del hombre.

—¿Qué es, Tatia? —replicó Alexandr, con la voz ahogada. La abrazó.

Tatiana le hizo el amor, arrodillada sobre él, apretando su frágil ser contra su cuerpo. Rezó por él. Quería que él la engullera, que la empalara, que la salvara y la matara, lo quería todo de él, y sin embargo, no quería nada para ella, sólo darle, sólo devolverle su vida. Al final, lloró otra vez, agotadas las fuerzas.

—Tatiasha —susurró Alexandr, sin dejar de moverse—, deja de llorar. ¿Qué debe pensar un hombre que cada vez que le hace el amor a su esposa, ella se echa a llorar?

—Que él es la única familia de ella —replicó Tatiana, acunándole la cabeza—. Que él es toda su vida.

—Como ella es la de él. Pero no lo ves llorar. —Se volvió. Tatiana no le veía el rostro.

En cuanto sonaron las sirenas para avisar de que había terminado el bombardeo, se abrigaron bien y salieron.

—Hace mucho frío —comentó Tatiana.

—¿Por qué no llevas el sombrero?

—Para que veas mi pelo. Sé que te gusta. —Sonrió.

Alexandr se quitó el guante y le pasó la mano por el pelo.

—Ponte el pañuelo. —Él la ayudó a atarlo—. Así no tendrás tanto frío.

—Estoy bien. —Lo cogió del brazo—. Me gusta tu abrigo nuevo. Es grande, como una tienda. —Bajó la cabeza, apenada. No tendría que haber pronunciado la palabra «tienda». Demasiados recuerdos de Lazarevo. Algunas palabras eran así. Tenían añadidas vidas enteras. Fantasmas, vidas, éxtasis y penas. Una palabra tan sencilla, y de pronto se quedó sin habla—. Parece cálido —añadió, en voz baja.

—La semana que viene —manifestó Alexandr, con una sonrisa—, tendré algo mejor que una tienda. Me darán una habitación en el cuartel general, a tan sólo cinco puertas de Stepanov. El edificio tiene calefacción. Estaré bien caliente.

—Me alegro. ¿Tienes una manta?

—Uso el abrigo como manta, y tengo otra. Estoy bien, Tania. No olvides que estamos en guerra. ¿Dónde quieres ir?

—A Lazarevo, contigo —respondió ella, incapaz de mirarlo—. La segunda opción es el Jardín de Verano.

—Pues entonces al Jardín de Verano. —Alexandr exhaló un suspiro.

Caminaron en silencio durante muchos minutos. Tatiana, cogida del brazo, apretaba la cabeza contra la manga de Alexandr, pero después se decidió a hablar.

—Habla conmigo, Alexandr. Dime, ¿qué pasa? Ahora estamos solos. No hay nadie que nos espíe. Dime, ¿por qué te llevaste la mitad del dinero?

Alexandr no contestó. Tatiana esperó. Nada. Apoyó el rostro en el abrigo de lana. Nada. Miró la nieve sucia a sus pies, al autobús que pasaba, al policía a caballo que los adelantó al trote, a los cristales rotos que cubrían las aceras, la luz roja del semáforo. Nada. Nada. Nada.

Exhaló un suspiro. ¿Por qué a él esto le resultaba tan difícil? Más difícil de lo habitual.

—Shura, ¿por qué no te llevaste todo el dinero?

—Porque te dejé lo que era mío —respondió él lentamente.

—Es todo tuyo. Todo el dinero es tuyo. ¿De qué estás hablando?

Silencio.

—¡Alexandr! ¿Para qué cogiste los cinco mil dólares? Si vas a escapar, lo necesitarás todo. Si no te vas a escapar, no lo necesitas. ¿Por qué te llevaste la mitad?

Ninguna respuesta. Como en Lazarevo. Tatiana preguntaba y él respondía, entre dientes y pensativo. Entonces ella se pasaba una hora intentando descifrar lo que había entre las palabras sueltas: Lisii Nos, Viborg, Helsinki, Estocolmo, Yuri Stepanov, polisílabos con Alexandr oculto entre ellos, sin decir nada.

—¿Sabes qué? —Tatiana se apartó, enfadada—. Estoy cansada de este juego. Se acabó. Me lo cuentas todo sin reservarte nada, sin todas esas estúpidas adivinanzas cuando tengo que descubrir cómo son las cosas y me equivoco. Dímelo todo ahora mismo, o da media vuelta, recoge tus cosas y aléjate de mí. Adelante. La decisión es tuya. —Tatiana se detuvo cerca del canal Fontanka, se cruzó de brazos y esperó.

Alexandr también se detuvo, pero no replicó.

—¿Te lo estás pensando? —Le tiró del brazo, al tiempo que intentaba ocultar su sufrimiento. Después lo soltó, y le dijo con una voz que reflejaba claramente su angustia—: Sé, Alexandr, que cuando llevas esas prendas, tu uniforme de soldado, las llevas como una armadura contra mí, para no tener que decirme nada. También sé que cuando estás desnudo y me haces el amor, estás completamente indefenso, y si yo fuera más fuerte, podría preguntarte lo que fuera, y tú me lo dirías. El problema es… —Su voz se quebró—. No soy más fuerte. Me encuentro indefensa ante ti. Así que tú, temeroso de que vea la verdad y tu agonía, temeroso de que vea que me dices adiós, tratas de engañarme porque crees que si no lo veo, no puedo sentirlo. —Se echó a llorar. «No lo estoy haciendo bien —pensó—. ¿Dónde está mi fuerza?».

—Por favor, calla —susurró Alexandr, sin mirarla.

—Pues lo siento, Shura. —Tatiana se enjugó las lágrimas y le cogió la mano. Él la apartó—. Viniste aquí, sí, furioso; desesperado, sí, porque creías que me habías dicho adiós para siempre en Lazarevo.

—No es por eso por lo que estoy furioso y desesperado.

—Pues tal como han resultado las cosas, ahora tendrás que decirme adiós en Leningrado. Pero ahora tendrás que decírmelo a la cara, ¿de acuerdo?

Tatiana vio el tormento en los ojos de su marido.

Dio un paso adelante. Él retrocedió. Era como si estuvieran bailando un vals en la mañana helada. Pero el corazón de Tatiana era fuerte: podía soportarlo.

—Alexandr, lo sé ¿Crees que no lo sé? No tengo otra cosa que hacer que pensar en lo que me dices. Llevas queriendo escapar a Estados Unidos desde el momento en que pisaste la Unión Soviética. Fue la única cosa que te ha sostenido durante todos los años anteriores a que me conocieras, durante todos tus años en el ejercito. La idea de que algún día regresaras a casa. —Le tendió la mano. Él la acepto—. ¿Tengo razón?

—Tienes razón —admitió Alexandr—. Pero entonces te conocí.

«Entonces te conocí. Alto, alto. Oh, el verano pasado, las noches blancas junto al Neva, el Jardín de Verano, el sol del norte, tu rostro sonriente». Tatiana miro su rostro hermoso. Quería hablar. ¿Dónde estaban todas las palabras que conocía?, ¿dónde estaban ahora cuando más las necesitaba?

—Tania, ahora es demasiado tarde para mí —el capitán sacudió su cabeza— desde el momento en que mi padre decidió abandonar la vida que teníamos en Estados Unidos, nos condenó a todos. Yo fui el primero en saberlo, incluso entonces. Mi madre fue la segunda. Mi padre el tercero, el último, pero quien más lo sufrió. Mi madre podía aliviar su pena acusándolo a él. Yo creí que podía aliviar la mía alistándome en el ejército y porque era joven, pero ¿a quién tenía mi padre para señalar con el dedo?

Tatiana se acercó y le cogió del abrigo. Respiraba con mucha suavidad para no perder ni un solo aliento de su marido. Alexandr la abrazó.

—Tania, cuando te encontré, sentí durante aquel par de horas que estuvimos juntos, antes de Dimitri, antes de Dasha, que las cosas iban a cambiar en mi vida —sonrió con amargura— tuve una sensación que no puedo explicar ni comprender, algo relacionado con la esperanza y el destino —ya no sonreía— entonces se metió por medio nuestra vida soviética. Tú lo viste, intenté mantenerme apartado. Pensé: «Debo apartarme, tengo que apartarme» antes de Luga. Después de Luga. Mira como lo intenté después de aquella visita al hospital. Intenté mantener la distancia entre nosotros después de San Isaac, después de que los alemanes cerraran el cerco de Leningrado. —Hizo una pausa. Sacudió la cabeza—. No sé cómo, pero tendría que…

—No querías hacerlo —apuntó Tatiana, con voz débil.

—Oh, Tatia, si no hubiese ido a Lazarevo…

—¿De qué estás hablando? ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo puedes lamentar…? —No pudo acabar. ¿Cómo podía lamentarlo? Lo miró, perpleja, con el rostro ceniciento.

—Vaya destino —exclamó el capitán—. No he hecho más que destrozar tu corazón desde el día en que nos conocimos, y lo que es peor, te he arrastrado a mi propia destrucción —sacudió la cabeza tan fuerte que se le cayó la gorra.

Tatiana recogió la gorra, le quitó la nieve sucia y se la devolvió.

—¿De qué hablas?, ¿destrozar mi corazón? Olvida todas esas tonterías, Alexandr. Vine aquí voluntariamente —frunció el entrecejo— ¿destrucción? No estoy condenada —afirmó Tatiana lentamente, sin comprender—. Soy una mujer afortunada.

—Estás ciega.

—Entonces, ábreme los ojos. Como hiciste antes —se ajustó el pañuelo alrededor del cuello. Quería abrigarse, estar junto al fuego, estar en Lazarevo.

Tatiana vio cómo Alexandr se tragaba el miedo. El capitán desvió la mirada y comenzó a caminar por la acera que daba al canal.

—Me llevé los cinco mil dólares porque iba a dárselos a Dimitri. Intento convencerlo para que se vaya solo.

Tatiana se echó a reír, con una risa amarga, sacudió la cabeza.

—No digas más. Sospechaba que ése era el motivo para llevarte la mitad del dinero. ¿El hombre que no fue capaz de caminar medio kilómetro conmigo en el hielo? ¿Ése es el hombre que tú crees capaz de marcharse solo a Estados Unidos? Francamente, Shura —se detuvieron junto a un semáforo en rojo, un poco más allá del Castillo de los Ingenieros, que durante el invierno anterior había servido de hospital y que los bombarderos habían convertido en un montón de escombros—, Dimitri jamás se marchará por su cuenta. Te lo avisé. Es un cobarde y un parásito. Tú eres su valor y su anfitrión. ¿Cómo se te ocurre? En cuanto Dimitri se dé cuenta de que tú no te irás, sabrá que él tampoco, y si tiene que quedarse en la Unión Soviética sin ninguna esperanza de que algún día escapará, irá a ver inmediatamente a su nuevo amigo Mejlis del NKVD, y tú acabarás…

Tatiana se interrumpió, con la mirada fija en Alexandr. Poco a poco se hizo la luz en su mente. La expresión de Alexandr era demasiado compungida.

—Tú lo sabes. Sabes que nunca se irá sin ti. Tú ya lo sabías.

Alexandr no le respondió.

Reanudaron su paseo y cruzaron el puente de Fontanka, eludiendo escombros y los agujeros provocados por las bombas.

—Entonces ¿de qué estás hablando? —Tatiana lo empujó suavemente.

Lo miró a la cara, donde se reflejaba una expresión de miedo que no comprendía. Le parecía imposible que Alexandr temiera por él mismo. ¿Por quién sentía miedo?

—No estarás pensando en mí… —Tatiana quería continuar, pero las palabras se le atravesaron en la garganta.

Se abrieron sus ojos, se abrió su corazón.

Entró la verdad, pero no la verdad que había conocido con Alexandr. No. Era la verdad que iluminaba el terror. La verdad que iluminaba los siniestros rincones de una habitación horrible, con la madera podrida, la pintura desconchada y los muebles carcomidos. En cuanto la vio, en cuanto vio lo que quedaba…

Se colocó delante de Alexandr y lo detuvo. Había demasiadas cosas que se estaban aclarando en ese sábado desolado en Leningrado. Alexandr pensaba en ella. Sólo pensaba en ella.

—Dime, ¿qué le hacen a las esposas de los oficiales del Ejército Rojo arrestados como presuntos sospechosos de alta traición, detenidos como presuntos espías extranjeros? ¿Qué le hacen a las esposas de los norteamericanos que saltan de los trenes cuando los trasladan a la cárcel?

Alexandr no dijo nada. Cerró los ojos.

De pronto, el reverso. Él tenía los ojos cerrados y ella los tenía abiertos.

—Oh, Shura, no. ¿Qué le hacen a las esposas de los desertores?

Alexandr no respondió. Intentó esquivarla, pero Tatiana se lo impidió, apoyando las manos sobre el pecho de su marido.

—No me vuelvas la cara. Dime, ¿qué le hace la Comisaría de Asuntos Internos a las esposas de los soldados que desertan, de los soldados que corren a través de los bosques y los pantanos para refugiarse en Finlandia, qué le hacen a las esposas soviéticas que dejan detrás?

Alexandr continuó sin responderle.

—¡Shura! —gritó—. ¿Qué hará el NKVD conmigo? ¿Lo mismo que les hacen a las esposas de los desaparecidos en combate? ¿A las esposas de los prisioneros de guerra? ¿Lo que Stalin llama custodia preventiva? Ese eufemismo, ¿qué oculta?

El capitán no abrió la boca.

—¡Shura! —Tatiana no estaba dispuesta a dejarle salir del puente bombardeado—. ¿Es un eufemismo de fusilamiento? ¿Lo es?

Tatiana miró a Alexandr, incrédula, muda, mientras respiraba el aire húmedo y helado, con la nariz dolorida por la escarcha, y recordó el Kama, la sensación del agua fresca en su cuerpo desnudo que también lo bañaba a él, pensó en todo lo que Alexandr había intentado ocultarle en los rincones de su alma donde confiaba que ella no miraría. Pero en Lazarevo, los ojos de Tatiana sólo veían el amanecer en el río. Era sólo ahí, en la desgarrada Leningrado, donde todo quedaba a la vista, la oscuridad y la luz, el día y la noche.

—¿Me estás diciendo que tanto si te vas como si te quedas, estoy condenada?

Alexandr volvió la cabeza en un intento por ocultar su expresión atormentada. El pañuelo de Tatiana cayó al suelo. Lo recogió, aturdida, y lo retuvo en las manos.

—No me extraña que no quisieras decírmelo. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta? —susurró.

—¿Cómo? Porque nunca piensas en ti —dijo Alexandr, con el fusil en la mano, apoyándose alternativamente en un pie y en el otro, sin mirarla—. Por eso quería que te quedaras en Lazarevo. Quería que te mantuvieras lo más lejos posible de aquí, lo más lejos de mí que fuera posible.

Tatiana se estremeció. Metió las manos en los bolsillos del abrigo.

—¿Qué pensaste? —preguntó en voz muy baja—. ¿Que estaría segura si me dejabas en Lazarevo? —Sacudió la cabeza—. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría el comité local, que está al lado mismo de la casa de baños, en recibir un telegrama transmitido por la red instalada gracias al acuerdo de Préstamo y Arriendo, para que me citaran a responder unas cuantas preguntas?

—Por eso me gustaba tanto Lazarevo —señaló él, sin mirarla—. El comité soviético del pueblo no tiene telégrafo.

—¿Por eso te gustaba tanto Lazarevo?

Alexandr agachó la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla. La mirada de sus ojos se enfrió, su aliento no era más que una tenue nubecilla de vapor. Apoyó la espalda en el murete de piedra.

—¿Ahora lo ves? ¿Ahora lo entiendes? ¿Ahora tienes los ojos abiertos?

—Ahora lo veo todo. Ahora lo comprendo todo. Mis ojos están abiertos.

—¿Ves que sólo se abre un camino ante nosotros?

Tatiana guardó silencio, con la mirada puesta en su marido; dio un pasó atrás, sus pies se enredaron con el pañuelo y cayó en el pavimento del puente bombardeado y desierto. Alexandr fue a ayudarla, pero después se contuvo. No podía tocarla. Tatiana se dio cuenta, y, por un momento, ella tampoco pudo tocarlo. Pero fue sólo un momento. Al principio se sintió como sumida en la más negra oscuridad, pero dentro de su cabeza comenzó a verlo todo claro. De pronto, en la oscuridad se hizo la luz, ¡la luz! La vio delante, y voló hacia ella, sabiendo lo que era, y antes de decir nada, sintió un alivio tremendo, como si le hubieran quitado a ella —y a él— una carga tremenda.

Tatiana miró a Alexandr con sus ojos más claros.

Él le devolvió la mirada, sorprendido. Tatiana le tendió los brazos.

—Shura, mira, mira aquí —le dijo, muy suavemente.

El capitán la miró.

—Estás rodeado de oscuridad —añadió Tatiana—, pero delante de ti, estoy yo.

Él continuó mirándola.

—¿Me ves? —le preguntó ella débilmente.

—Sí —contestó Alexandr con idéntica debilidad.

Tatiana se le acercó entre los escombros. Alexandr se dejó caer de rodillas. Ella lo observó durante unos segundos, y después se arrodilló delante de su marido, que se cubrió el rostro con manos temblorosas.

—Cariño, soldado, marido. Oh, Dios, Shura, no tengas miedo. Por favor, ¿me escucharás? Mírame.

Alexandr se resistió.

—Shura —prosiguió Tatiana, con los puños apretados para mantener la compostura. Respira. Espira. Rogó a Dios para que le diera fuerzas—. ¿Crees que tu muerte es nuestra única opción? ¿Recuerdas lo que te dije en Lazarevo? ¿No te acuerdas de mí en Lazarevo? No puedo soportar la idea de que tú mueras. Haré todo lo que esté a mi alcance en mi patética e indefensa vida para evitar que suceda. No tienes ninguna posibilidad de conseguirlo en la Unión Soviética. Ninguna. Si no te matan los alemanes, lo harán los comunistas. Ése es su único objetivo. Y si tú mueres en la guerra, tu muerte significará que me pasaré el resto de mi vida comiendo setas venenosas en la Unión Soviética, sola y sin ti. ¡Y tú lo sabes! ¡Tu sacrificio supremo servirá para que viva en las tinieblas! —«¡Venga, Tatiana, sé fuerte!», pensó—. ¿Querías que te dejara marchar? ¿Querías que mi parte leal te liberara? —Le costaba evitar que la voz se le quebrara—. ¡Pues aquí me tienes! ¡Aquí está mi cara! —Deseó que él la mirara—. ¡Vete, Alexandr, vete! —exclamó apasionadamente—. ¡Escapa a Estados Unidos, y nunca mires atrás! —Inspira. Espira. Otra vez. Ni siquiera podía enjugarse las lágrimas. «De acuerdo, estoy llorando, pero lo he hecho bien —se dijo Tatiana—. Además, no me mira».

Alexandr apartó las manos del rostro y la miró con los ojos casi fuera de las órbitas.

—Tatiana, ¿te has vuelto loca? Necesito que ahora mismo —dijo, marcando cada una de las palabras— dejes de decir cosas ridículas. ¿Podrás hacerlo por mí?

—Shura, nunca imaginé que pudiera amar a nadie como te amo a ti. Daría mi vida por ti con los ojos cerrados. Hazlo por mí. ¡Vete! Regresa a tu casa y no vuelvas a pensar nunca más en mí.

—Tania, calla, no lo dices en serio.

—¿Qué? —exclamó ella, de rodillas—. ¿Qué parte crees que no es verdad? ¿Que te prefiero vivo en Estados Unidos antes que muerto en la Unión Soviética? ¿Crees que no lo digo de verdad? Shura, es la única manera, y tú lo sabes. —Hizo una pausa, pero él no dijo nada—. Yo sé lo que haría si estuviese en tu lugar.

—¿Qué harías si estuvieses en mi lugar? —replicó Alexandr—. ¿Me dejarías morir aquí? ¿Me abandonarías en el apartamento de Quinto Soviet, con Inga y Stanislav, solo y huérfano?

Tatiana se mordió el labio inferior con fuerza. Había que elegir entre el amor o la verdad.

Venció el amor.

—Sí —respondió con el resto de valor que le quedaba—. Escogería Estados Unidos antes que a ti.

—Ven aquí, mentirosa. —Alexandr la estrechó entre sus brazos.

El hielo comenzaba a formarse en el canal Fontanka cuando se cayeron contra el parapeto de piedra.

—Shura, escúchame —dijo Tatiana con los labios pegados al pecho de su marido—. Si por mucho que intentemos evitarlo seguimos enfrentados a esta decisión imposible, si, no importa lo que hagamos, no me puedo salvar; entonces te ruego, te suplico…

—¡Tania! ¡Dios, no pienso seguir escuchándote ni un segundo más! —gritó. La apartó con violencia y se levantó de un salto, con el fusil en las manos.

Ella lo miró con una expresión de súplica, de rodillas en el hielo.

—Tú te puedes salvar, Alexandr Barrington. Tú. Mi marido. El único hijo de tu padre. El único hijo de tu madre. —Tatiana levantó las manos como si suplicara a Dios—. Soy Parasha —susurró—, y soy el precio a pagar por el resto de tu vida. ¡Por favor! Una vez salvé mi vida para ti. Mírame, estoy de rodillas. —Se echó a llorar—. Por favor, Shura, por favor. Salva tu única vida para mí.

—¡Tatiana! —Alexandr la levantó con una fuerza tan tremenda que los pies de la muchacha perdieron el contacto con el suelo. Ella se aferró a él, con alma y vida—. ¡Tú no serás el precio por el resto de mi vida! —gritó apasionadamente mientras la dejaba en el suelo—. Ahora, quiero que dejes de hacer esto.

—No lo haré. —Tatiana sacudió la cabeza contra su pecho.

—Oh, sí que lo harás. —La apretó contra su cuerpo.

—¿Prefieres que nos maten a los dos? —protestó Tatiana—. ¿Es eso lo que prefieres? ¿Prefieres todo el sufrimiento, todo el sacrificio, y no tener a Leningrado al final? —Lo sacudió—. ¿Te has vuelto loco? ¡Tienes que marcharte! ¡Te irás para comenzar una nueva vida!

Alexandr la apartó y se distanció unos pasos.

—Si no te callas ahora mismo, juro por Dios que te dejaré aquí y me marcharé —señaló el otro lado del puente— y no volveré nunca más.

Tatiana apuntó inmediatamente en la misma dirección.

—Eso es exactamente lo que quiero. Vete, pero lejos, Shura —susurró—. Lejos.

—¡Por amor de Dios! —gritó Alexandr. Descargó un culatazo contra el hielo—. ¿En qué clase de mundo loco vives tú? ¿Crees que puedes venir aquí, volando con tus alitas, y decir: «muy bien, Shura, vete», y que yo me iré sin más? ¿Crees que puedo dejarte? ¿Crees que sería capaz de hacerlo? Si no fui capaz de dejar morir a un extraño en el bosque, ¿cómo crees que podría dejarte aquí?

—No lo sé —respondió Tatiana, tranquila. Se cruzó de brazos—. Pero más te vale encontrar la manera, grandullón.

Guardaron silencio. ¿Qué hacer? Ella lo miró con un cierto distanciamiento.

—¿No es lo imposible lo que propones? —manifestó el oficial—. ¿Lo ves, o has perdido completamente la cabeza?

Ella tenía muy claro lo imposible de la propuesta.

—He perdido completamente la cabeza. Pero tú debes irte.

—Tania, no iré a ninguna parte sin ti —proclamó él con vehemencia—, excepto al paredón.

—Basta. Debes irte.

—Si no te callas… —vociferó Alexandr.

—¡Alexandr! —gritó ella a voz en cuello—. Si no te callas tú, volveré ahora mismo a Quinto Soviet, y me ahorcaré en la bañera, para que puedas marcharte a Estados Unidos sin mí. Lo haré el domingo, a los cinco segundos después de que te marches, ¿está claro?

Se miraron el uno al otro, sin decir palabra.

Tatiana miró a Alexandr.

Alexandr miró a Tatiana.

Entonces él abrió los brazos y ella se echó en ellos; él la levantó en el aire, y se abrazaron. Durante muchos minutos se abrazaron en silencio en el puente de Fontanka. Alexandr fue el primero en hablar.

—Hagamos un trato, Tatiasha, ¿de acuerdo? Te prometo que haré todo lo posible por mantenerme con vida, si tú me prometes que no te acercarás a la bañera.

—Trato hecho. —Tatiana lo miró a la cara—. Soldado —dijo, sin soltarlo—, detesto insistir en lo que es evidente en un momento como éste, pero debo señalar que yo tenía toda la razón. Eso es todo.

—No, estabas absolutamente equivocada. Eso es todo. Te dije que algunas cosas merecían el mayor de los sacrificios. Ésta no es una de esas cosas.

—No, Alexandr. Lo que tú me dijiste, tus palabras exactas fueron que todas las grandes cosas merecían los más grandes sacrificios. ¿No crees que tu vida…?

—Tania, ¿por qué demonios no piensas un poco? Me refiero a que sólo por un segundo, salgas del mundo en que vives, y entres en el mío, aunque sólo sea una fracción de segundo, y me digas: ¿qué clase de vida crees que podría tener en Estados Unidos a sabiendas de que te dejé en la Unión Soviética para que murieras, o te pudrieras de asco? —Sacudió la cabeza—. El jinete de bronce me perseguiría a través de toda aquella larga noche hasta llevarme a la locura.

—Sí, y ese sería tu precio por tener la luz en lugar de la oscuridad.

—No voy a pagarlo.

—En cualquier caso, Alexandr, mi destino está sellado —afirmó Tatiana sin ningún resentimiento ni amargura—, pero tú tienes una oportunidad, ahora mismo, cuando todavía eres tan joven como para besarme la mano y marcharte con la bendición de Dios porque estás hecho para grandes cosas. —Tomó aliento—. Eres el mejor de los hombres. —Estaba colgada del cuello de su marido y sus pies no tocaban el suelo.

—Oh, sí —manifestó Alexandr, estrechándola contra su cuerpo—. Abandono a mi esposa y me largo a Estados Unidos. Un tipo fantástico.

—Eres sencillamente imposible.

—¿Yo soy imposible? —susurró Alexandr. La dejó en el suelo—. Venga, caminemos un poco antes de que nos quedemos congelados. —Ella le cogió del brazo mientras caminaban lentamente por la nieve a lo largo del Fontanka hasta el Campo de Marte. Cruzaron en silencio el canal de Moika y llegaron al Jardín de Verano.

Tatiana fue a decir algo, pero Alexandr sacudió la cabeza.

—No digas ni una palabra. ¿Cómo se nos ocurre venir a pasear por aquí? Vamos, deprisa.

Con las cabezas gachas y con el brazo de Alexandr sobre los hombros de Tatiana, caminaron rápidamente por el sendero entre los enormes árboles desnudos, y pasaron por delante de los bancos vacíos y la estatua de Saturno que devoraba a su hijo. Tatiana recordó que la última vez que habían estado allí, cuando hacía calor, había deseado que él la tocara, y ahora que hacía frío, ella lo tocaba y sentía que no era merecedora de lo que le habían dado: una vida en la que la amaba un hombre como Alexandr.

—¿Qué te dije entonces? —le preguntó él—. Te dije que era el mejor momento. Y tenía razón.

—Estabas en un error —replicó Tatiana, sin mirarlo—. El Jardín de Verano era el mejor momento.

Ella estaba sentada sobre los hombros desnudos de su marido en el agua, atenta a que él la arrojara al Kama. Alexandr no se movía. «Shura —le dijo—, ¿a qué estás esperando? —Él siguió sin moverse—. ¡Shura!».

«Tú no vas a ninguna parte —le respondió él—. ¿Qué hombre seria tan tonto como para arrojar al agua a una chica que esta sentada desnuda sobre sus hombros?».

«¡Un hombre que tiene cosquillas!», gritó ella.

Salieron por las rejas doradas que daban a la avenida junto al Neva, y caminaron en silencio río arriba. Tatiana, cada vez más débil, tiró del brazo de su marido para que aflojara el paso.

—No puedo seguir caminando contigo por nuestras calles —afirmó con voz ronca.

Dejaron la avenida para seguir a lo largo de la verja de hierro forjado en dirección al parque de Táuride. Pasaron por delante de su banco en Ulitsa Saltikov-Schedrin, avanzaron un poco más, se detuvieron y dieron la vuelta. Se sentaron sobre los abrigos. Tatiana aguantó un minuto sentada junto a su marido. Después se montó sobre sus muslos.

—Así está mejor —dijo con la frente apoyada en la de Alexandr.

—Sí —asintió él—. Así está mejor.

Permanecieron sentados en su banco a pesar del frío glacial. El cuerpo de Tatiana hacía todo lo posible por resistirse a la pena.

—¿Por qué? —susurró en la boca del capitán—, ¿por qué no podemos tener nosotros lo que incluso tienen Inga y Stanislav? Sí, en la Unión Soviética, pero llevan juntos veinte años.

—Porque Inga y Stanislav son espías al servicio del partido —replicó Alexandr—. Porque Inga y Stanislav vendieron sus almas por un apartamento de dos dormitorios, y ahora ni siquiera tienen eso. —Hizo una pausa—. Tú y yo esperamos demasiado de esta vida soviética.

—No quiero nada de esta vida, excepto a ti —afirmó Tatiana.

—Me quieres a mí, y también quieres grifos de agua caliente, electricidad, una cabaña en el desierto y un Estado que no te pida la vida a cambio de estas cosas pequeñas.

—No —insistió Tatiana, sacudiendo la cabeza—. Sólo a ti.

Alexandr le arregló el pelo debajo del pañuelo y la miró a la cara.

—Y a un Estado que no reclame tu vida a cambio de la mía.

—El Estado tiene que pedirnos algo —señaló ella, con un suspiro—. Después de todo, nos protege de Hitler.

—Sí —dijo Alexandr con un tono grave—. Pero, Tania, ¿quién nos protegerá a ti y a mí del Estado?

Tatiana se abrazó un poco más fuerte. De una manera u otra, tenía que ayudar a Alexandr. Pero ¿cómo? ¿Cómo ayudarlo? ¿Cómo salvarlo?

—¿No lo ves? Vivimos en un estado de guerra. El comunismo está en guerra contigo y conmigo —añadió Alexandr—. Por eso quería que te quedaras en Lazarevo. Sólo intentaba salvar mi obra de arte hasta que se acabara la guerra.

—Pues la estabas escondiendo en el lugar equivocado —opinó Tatiana—. Tú mismo me dijiste que no hay ningún lugar seguro en la Unión Soviética. —Hizo una pausa—. Además, esta guerra será muy larga. Nos llevará mucho tiempo reconstruir nuestras almas.

—Tengo que dejar de hablar contigo —murmuró él, mientras la acariciaba—. ¿Nunca olvidas nada de lo que te digo?

—Ni una sola palabra. Cada día tengo miedo de que sea lo único que me quede de ti.

Continuaron sentados. Tatiana se animó.

—Alexandr, ¿quieres que te cuente un chiste?

—Encantado.

—Cuando nos casemos, yo estaré contigo para compartir todos tus problemas y tus penas.

—¿Qué problemas? No tengo ningún problema —protestó Alexandr.

—Dije cuando nos casemos —replicó Tatiana, que le apretó el brazo, con los ojos brillantes—. Estarás de acuerdo conmigo en que a ti te maten en el frente para que yo pueda vivir en la Unión Soviética, o que yo me ahorque en la bañera para que tú vivas en Estados Unidos no deja de ser una ironía, ¿no te parece?

—Puede, pero dado que no dejaremos a nadie detrás, no habrá nadie para que la cuente.

—Así es, pero de todas maneras, no deja de ser muy extraño por nuestra parte, ¿verdad? —Sonrió y le apretó la barbilla.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Alexandr, intrigado—. Encontrar consuelo. Pase lo que pase. ¿Cómo?

—Porque me consuela el amo —contestó ella suavemente. Le dio un beso en la frente.

—Menudo amo estoy hecho. Ni siquiera he conseguido que la renacuaja que tengo por esposa se quedara en Lazarevo.

Tatiana vio que él la miraba con mucha atención.

—¿Qué, marido? ¿En qué estás pensando?

—Tania, tú y yo sólo tuvimos un momento. Un único momento en el tiempo, en tu tiempo y en el mío, un instante, cuando todavía hubiese sido posible otra vida. —Alexandr la besó en los labios—. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

Cuando Tatiana levantó la vista de su helado, vio a un soldado que la miraba desde el otro lado de la calle.

—Recuerdo aquel momento —murmuró Tatiana.

—¿Lamentas que cruzara la calle para acercarme a ti?

—No, Shura —contestó ella—. Antes de conocerte, no podía imaginarme viviendo una vida diferente a la de mis padres, de mis abuelos, Dasha, yo, Pasha, nuestros hijos. No hubiera podido concebirla. —Sonrió—. No soñé con alguien como tú ni siquiera cuando era una niña en Luga. Tú me enseñaste, en un instante, en nuestro temblor, una vida hermosa. —Le miró a los ojos—. En cambio, ¿qué te enseñé yo?

—Que hay un Dios —susurró Alexandr.

—¡Claro que lo hay! —exclamó Tatiana—. Sentí que me necesitabas desde el otro lado de la estepa. Estoy aquí por ti. De una manera u otra, arreglaremos este asunto. —Lo apretó—. Ya lo verás. Tú y yo arreglaremos todo esto, juntos.

—¿Cómo? Y ahora, ¿qué? —Sonó la voz de Alexandr en su cabeza.

Tatiana respiró una bocanada de aire helado, y cuando habló, lo hizo con el tono más alegre posible.

—¿Cómo? No lo sé. En cuanto a ahora, nos lanzaremos ciegamente a cruzar el bosque donde al otro lado nos espera el resto de nuestra breve pero deliciosa estancia en esta tierra. Tú ve y lucha una bonita guerra para mí, capitán, procura seguir vivo, como me prometiste, y quítate a Dimitri de encima.

—Tania, podría matarlo. No creas que no lo he pensado.

—¿A sangre fría? Sé que no podrías, y aun si pudieras, ¿cómo crees que Dios te trataría en la guerra? ¿Y a mí en la Unión Soviética? —Hizo una pausa para recuperar el control de sus sentimientos.

No es que ella no lo hubiera pensado, pero tenía el presentimiento de que no era el Todopoderoso quien mantenía vivo a Dimitri.

—¿Qué me dices de ti? —preguntó Alexandr—. ¿Qué harás? Supongo que no querrás considerar la posibilidad de regresar a Lazarevo, ¿verdad?

Tatiana sacudió la cabeza y le sonrió.

—No te preocupes por mí. Debes tener presente que después de sobrevivir al invierno pasado en Leningrado, estoy preparada para lo peor. —Siguió con la mano enguantada el contorno de las mejillas de Alexandr, mientras pensaba: «Y también para lo mejor»—. Y aunque algunas veces me pregunto —añadió— qué me espera en el futuro si necesité a Leningrado para que allanara el camino… no tiene importancia. Estoy aquí para lo bueno y lo malo. Estoy aquí para quedarme. Estoy preparada. —Tatiana lo abrazó con el corazón henchido de gozó—. ¿Lamentas haber cruzado la calle por mí, soldado?

—Tatiana, me sentí hechizado por ti desde el primer momento en que te vi. —Alexandr le cogió la mano entre las suyas—. Allí estaba yo, viviendo una vida disoluta, y la guerra acababa de comenzar. Todo el cuartel era un desorden, la gente iba de aquí para allá, cerraba las cuentas, se llevaba el dinero, agotaba las existencias de comida en las tiendas, compraba el Gostini Dvor entero, se presentaba voluntaria al ejército, enviaba a sus hijos al campo. —Se interrumpió por un momento—. Y en medio de mi caos, ¡allí estabas tú! —afirmó, apasionado—. Tú estabas sentada sola en aquel banco: joven, rubia, adorable, y comías un helado con tanto abandono, con tanto placer, con un deleite tan místico que no podía creer lo que veían mis ojos. Como si no pasara nada más en el mundo en aquel domingo de verano. Te diré una cosa: si alguna vez en el futuro necesitas fuerzas y yo no estoy, no busques muy lejos. Tú, con tus sandalias rojas de tacón alto, con tu precioso vestido, comiendo tu helado antes de la guerra, antes de ir vete a saber dónde para buscar quién sabe qué, pero sin dudar ni un momento de que lo encontrarás. Por eso crucé la calle, Tatiana. Porque creí que lo encontrarías. Creí en ti.

Alexandr le enjugó las lágrimas. Después le quitó el guante y apoyó sus labios cálidos en la palma de su mano.

—Pero aquel día hubiera vuelto con las manos vacías de no haber sido por ti.

—No —negó Alexandr. Sacudió la cabeza—. Tú no comenzaste conmigo. Vine a ti porque tú ya te tenías a ti misma. ¿Sabes qué te traje yo?

—¿Qué?

—Ofrendas —respondió el capitán, con la voz ahogada por la emoción.

Alexandr y Tatiana permanecieron sentados mucho tiempo con los rostros fríos y húmedos juntos, los brazos de él alrededor de su esposa, y ella con la cabeza de su esposo entre las manos, mientras el viento arrancaba las últimas hojas muertas de los árboles y los nubarrones oscurecían el cielo de noviembre.

Pasó un tranvía. Tres personas pasaron a lo lejos por delante del monasterio de Smolni, oculto bajo los andamios y las lonas de camuflaje. Abajo, el río estaba encerrado en su caparazón de hielo, y más allá del Jardín de Verano la llama eterna ardía silenciosa en el Campo de Marte cubierto de nieve sucia.