4

Tatiana arrastraba los pies. Seguía atendiendo a sus últimos pacientes a pesar de que había pasado hacía mucho su hora de salida. Tenía hambre, pero cocinar para ella sola le molestaba tanto que deseó alimentarse por vía intravenosa como hacían con algunos de los heridos. Atender a los hombres y mujeres en estado crítico era preferible a estar sola en su habitación.

Por fin se marchó del hospital, sin levantar la cabeza, y caminó lentamente de regreso a su casa en medio de la oscuridad.

Entró en el apartamento colectivo. Inga estaba sentada en el diván del vestíbulo. Tomaba una taza de té. ¿Por qué estaba en la casa de Tatiana? Era incongruente que ella y Stanislav siguieran allí.

—Hola, Inga —saludó con voz cansada. Se quitó el abrigo.

—Hola. Ha venido alguien a verte.

—¿Hiciste lo que te pedí y no lo dejaste entrar?

—Sí. Pero no pareció gustarle mucho. Otro soldado.

—¿Qué soldado?

—No lo sé.

—¿Quién era? —susurró Tatiana, acercándose a la mujer—. ¿No era el mismo soldado?

—No. Era otro. Muy alto.

El corazón de Tatiana le dio un brinco. ¡Muy alto!

—¿Adónde…? —tartamudeó—. ¿Adónde fue?

—No lo sé. Le dije que no podía entrar. No quiso escuchar nada más. Tienes un montón de soldados que te siguen, ¿no?

Tatiana se volvió sin preocuparse de recoger el abrigo, abrió la puerta y se encontró de cara con Alexandr.

—¡Oh! —exclamó. Se le doblaron las rodillas—. ¡Oh, Dios! —Al ver la expresión de sus ojos, comprendió lo que él sentía. No le importó. Llorosa, apoyó la cabeza en su abrigo. Él ni siquiera levantó los brazos.

—Ven —dijo Alexandr con un tono frío—. Entremos.

—Tania me dijo que no dejara entrar a nadie, capitán —intervino Inga—. Tania, ¿no vas a presentarnos? —Dejó la taza de té.

—No —contestó Alexandr, que empujó a Tatiana al interior de la habitación y cerró la puerta de un puntapié.

Ella se le acercó, con los brazos temblorosos abiertos, el rostro empapado por el llanto. Apenas si pudo pronunciar su nombre porque la embargaba la emoción.

—Shura.

—No te acerques a mí. —Alexandr levantó las manos.

Tatiana se acercó sin hacer el menor caso de la advertencia.

—Shura, estoy feliz de verte. ¿Cómo están tus manos?

Él la apartó sin miramientos.

—¡No, Tatiana! —gritó—. ¡Apártate de mí!

El capitán cruzó la habitación para ir hasta la ventana. Hacía frío junto a la ventana. Tatiana lo siguió. La necesidad que tenía de tocarlo y de que él la tocara llegaba a tal punto que se olvidó del dolor que le había provocado la visita de Dimitri, la desaparición de los cinco mil dólares y su propia confusión.

—Shura, ¿por qué me apartas? —le preguntó con la voz quebrada.

—¿Qué has hecho? —La mirada de Alexandr era amarga y furiosa—. ¿Por qué estás aquí?

—Tú sabes por qué estoy aquí. Me necesitabas y he venido.

—¡No te necesito para nada aquí! —vociferó Alexandr. Cogió unos libros y los arrojó contra la pared. Tatiana se encogió un poco ante aquella manifestación de mal genio, pero no se apartó—. No te necesito aquí —repitió—. ¡Necesito saber que estás segura!

—Lo sé. Por favor, tócame.

—Apártate de mí.

—Shura, te lo dije, no puedo estar lejos de ti. No creo que puedas sentirme si estoy en Lazarevo. Necesitas que esté cerca de ti.

—¿Cerca de mí? No cerca de mí, Tatiana —manifestó él, con un tono desagradable, de pie contra el marco de la ventana.

Estaba oscuro en la habitación. La única luz era la que entraba de la calle. El rostro de Alexandr estaba en la sombra, sus ojos estaban en la sombra.

—¿De qué hablas? —Su voz tembló con la súplica—. Cerca de ti, por supuesto. ¿De quién, sino?

—¿Cómo demonios se te ocurrió presentarte en el cuartel y preguntar por Dimitri? —la acusó el capitán.

—¡No pregunté por Dimitri! —protestó ella débilmente—. Fui a buscarte a ti. No sabía lo que te había pasado. Dejaste de escribirme.

—¡No me escribiste en seis meses! —replicó él, airado—. Podrías haber esperado un par de semanas, ¿no?

—Fue más de un mes y no pude esperar. Shura, estoy aquí por ti. —Se acercó un paso—. Por ti. Tú me dijiste que nunca apartara la vista de ti. Aquí estoy. Mírame a los ojos y dime lo que siento. —Le extendió las manos en un gesto de súplica—. ¿Qué siento, Shura?

Alexandr parpadeo y apretó las mandíbulas hasta que se hizo daño.

—Mira mis ojos y dime lo que siento, Tatiana.

Ella unió las manos.

—¡Me lo prometiste! —añadió Alexandr, furioso—. Me lo prometiste. ¡Me diste tu palabra!

Tatiana recordaba la promesa. Miró el rostro de su amado. Ella era tan débil… y lo necesitaba. Y veía que él también la necesitaba, incluso más. Él simplemente no veía más allá de su furia. Como siempre.

—Alexandr, esposo mío, soy yo. Soy tu Tania. —Casi se echó a llorar mientras le enseñaba las palmas—. Shura, por favor.

Al ver que no le contestaba, se quitó los zapatos y se acercó para ponerse delante de él, frente a la ventana. Se sentía más vulnerable que nunca, vestida con su uniforme blanco delante de él, con el pelo negro, las botas negras y el abrigo negro, que la dominaba con su estatura, tan emocionado, tan inquieto.

—Por favor, no peleemos. Me siento tan feliz de verte… Sólo quiero… —No podía bajar la vista—. Shura —añadió temblorosa—, no me rechaces.

Él volvió el rostro. Tatiana se desabrochó el uniforme y le cogió una mano.

—«Besa la palma de tu mano y póntela sobre tu corazón», me escribiste una vez. —Le besó la palma y después apoyó su mano grande, morena, tibia, la mano que la había llevado y acariciado, sobre los pechos desnudos, y al sentir su contacto cerró los ojos y gimió.

—Oh, Dios mío, Tatiana. —Alexandr la estrechó contra su cuerpo. La tumbó sobre el diván, con los labios apretados con los de ella, con las manos en su pelo—. ¿Qué quieres de mí? —Le arrancó el uniforme y la ropa interior, y la dejó totalmente desnuda excepto el liguero. Le sujetó los muslos desnudos más arriba de las medias—. Tania, ¿qué quieres de mí?

Tatiana no le respondió; sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo la había dejado muda.

—Estoy furioso contigo. —La besaba como si se estuviera muriendo—. ¿No te importa que esté furioso contigo?

—No me importa… descarga tu furia en mí —gimió Tatiana—. Adelante, descárgala en mí, Shura. Ahora.

La penetró en cuestión de segundos.

Las manos de Tatiana le sujetaban la cabeza.

—Tápame la boca —le pidió, consciente de que no podría contener los gritos.

Alexandr no se había quitado el abrigo ni las botas.

Llamaron a la puerta.

—Tania, ¿estás bien?

—¡Márchese! —rugió Alexandr con la boca sobre la de Tatiana.

—Tápame la boca, Shura —susurró Tatiana, que lloraba de felicidad—. Oh, Dios, tápamela.

—No, no te apartes, por favor, no te apartes —murmuró ella. Se cogió a su abrigo, a su cabeza, a cualquier parte de su cuerpo—. ¿Cómo están tus manos? —No podía verlas en la oscuridad. Las notaba ásperas.

—Están bien.

Tatiana le besó los labios, la barbilla, la barba, los ojos, no podía apartar los labios de sus ojos; le apretó la cabeza contra su cuerpo.

—Shura, cariño, no te apartes, por favor. Te he echado mucho de menos, quédate aquí. Quédate donde estás. —Durante unos momentos oscuros, Tatiana se apretó contra su marido—. No te apartes de mí. ¿Sientes lo caliente que estoy? No me arrojes al frío. —Permaneció debajo de él e intentó no llorar. No lo consiguió—. ¿Por eso no me escribiste? ¿Por tus manos?

—Sí, no quería que te preocuparas.

—¿No pensaste que no recibir tus cartas me volvería loca?

—Confiaba en que esperarías. —Se apartó.

—Cariño, amor mío, ¿tienes hambre? No puedo creer que te esté tocando otra vez. No puedo tener tanta suerte. ¿Qué quieres que te prepare? Tengo chuletas de cerdo, patatas. ¿Quieres comer?

—No. —Alexandr la ayudó a sentarse—. ¿Por qué hace tanto frío en esta habitación?

—La estufa está rota y la bourzhuika está en la otra habitación. Slavin me deja usar su cocina de petróleo para cocinar. —Sonrió, mientras pasaba las manos por el abrigo del capitán—. Shura, cariño, ¿quieres que te prepare una taza de té?

—Tania, te helarás. ¿No tienes nada más que ponerte? ¿Algo abrigado?

—Estoy ardiendo —contestó ella, sin apartar las manos del abrigo—. No tengo frío. —Lo abrazó.

—¿Por qué está el sofá en medio de la habitación?

—Mi cama está detrás del sofá.

Alexandr miró detrás del sofá. Cogió una manta del catre y la echó sobre los hombros de su esposa.

—¿Por qué duermes entre el sofá y la pared?

Al ver que ella no le respondía, Alexandr se inclinó para tocar la pared con la mano. Se miraron el uno al otro en la oscuridad.

—¿Por qué les diste a ellos la habitación con la estufa, Tania?

—No se la di. Ellos la tomaron. Son dos, y yo una sola. Están tristes. Él tiene mal la espalda. Shura, ¿quieres que te prepare un baño caliente? Pondré a calentar el agua.

—No. Vístete. Ahora mismo.

Alexandr se abrochó el cinturón y salió del dormitorio con el abrigo puesto. Tatiana lo siguió, mientras terminaba de abrocharse. El capitán pasó junto a Inga, que estaba en el vestíbulo, y entró en el otro dormitorio, donde Stanislav leía el periódico. Le dijo a Stanislav que cambiara de habitación con Tatiana. Stanislav le respondió que no tenía la menor intención de moverse. Alexandr le replicó que se cambiaría, por las buenas o por las malas, y con la ayuda de Tatiana comenzó a trasladar todas las cosas de la pareja a la habitación helada, y las cosas de Tatiana a la habitación caliente.

Tatiana escuchó durante quince minutos las protestas de Stanislav, que estaba de pie en el vestíbulo junto con su mujer, y una de las veces oyó que Inga susurraba: «Stanislav Stepanich, calla, por favor. No lo provoques».

Stanislav no hizo caso de la advertencia. Cuando vio pasar a Alexandr con su baúl, le increpó:

—¿Quién se cree que es? Usted no sabe con quién está tratando. No tiene ningún derecho a tratarme de esta manera.

Alexandr dejó caer el baúl, cogió el fusil y aplastó a Stanislav contra pared con la boca del arma debajo de la barbilla.

—¿Quién demonios se cree que es usted, Stanislav? —le gritó—. ¡No sabe con quién está tratando! ¿Qué, acaso cree que yo también le tengo miedo, imbécil? Se ha equivocado de hombre. Ahora, vaya a la otra habitación y no me moleste más porque no estoy de humor. —Rechinó los dientes—. Y no vuelva a molestarla a ella nunca más, ¿me oye? —Le golpeó en la barbilla con la boca del fusil y se apartó, para después volcar el baúl de un puntapié—. ¡Tenga, cargue usted con su maldito baúl!

Tatiana, que miraba a su marido, no acudió al rescate de Stanislav, aunque pensó que Alexandr estaba tan furioso que acabaría por hacerle daño.

—¿Qué clase de enfermos vienen a verte, Tania? —murmuró Inga—. Vamos, Stanislav.

Stanislav se frotó la garganta y se dispuso a decir algo, pero Inga no le dio oportunidad.

—¡Venga, Stanislav! —gritó—. ¡Cierra la boca y ven!

En el dormitorio bien caldeado, Tatiana se apresuró a quitar las sábanas de Stanislav e Inga, las arrojó al vestíbulo y puso sábanas limpias en su vieja cama.

—Esto está mucho mejor, ¿no te parece? —comentó Alexandr. Se sentó en el sofá y palmeó el cojín para indicarle que fuera a sentarse a su lado.

—Eres incorregible —exclamó Tatiana—. ¿Quieres comer?

—Más tarde. Ven aquí.

—¿Esta vez te quitarás el abrigo?

—Ven aquí y lo averiguarás.

Tatiana se lanzó a sus brazos.

—Déjatelo puesto. Déjatelo todo puesto.

Tatiana preparó un baño caliente para su marido. Lo llevó de la mano hasta el baño, lo desnudó, lo enjabonó, lo enjuagó, lloró y lo besó. No dejaba de repetir: «Oh, tus pobres manos». Le parecía que los dedos enrojecidos tenían muy mal aspecto, pero Alexandr le aseguró que cicatrizarían casi sin dejar marcas. Llevaba el anillo de bodas colgado de un cordel alrededor del cuello, lo mismo que ella.

—¿La temperatura del agua está bien?

—Perfecta.

—Puedo calentar más. —Sonrió—. Después vendré y te echaré toda el agua caliente encima. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —dijo él, sin sonreír.

—Oh, Shura. —Tatiana le besó la frente mojada y le hizo volver el rostro hacia ella mientras se arrodillaba junto a la bañera—. Ya lo sé —exclamó, más animada—. Jugaremos a un juego.

—Ahora mismo no estoy para juegos.

—Éste te gustará. Haremos como si estuviésemos en Lazarevo, y yo soy tú que me acaricias los dedos en el fregadero. ¿Lo recuerdas? —Tatiana metió los brazos hasta los codos en el agua caliente y jabonosa.

—Lo recuerdo —admitió Alexandr, que cerró los ojos y sonrió.

Mientras él se secaba y se cambiaba de ropa, Tatiana fue a la cocina y le preparó la cena. Cocinó casi toda la comida que tenía: patatas, zanahorias y carne de cerdo. Después llevó la cena al dormitorio y se sentó a su lado en el sofá, para verlo comer.

—No tengo hambre —le explicó Tatiana—. Cené en el hospital. Come, cariño, come.

Durante la noche, Tatiana le contó a Alexandr todo lo que le había dicho Dimitri: el general del NKVD, Lisii Nos y otras alusiones. Alexandr la escuchaba con la vista fija en el techo.

—¿Esperas que te responda antes de que me preguntes?

—No voy a preguntarte nada —dijo Tatiana. Estaba acostada entre sus brazos, entretenida en hacer dar vueltas al anillo de Alexandr.

—No voy a hablar contigo de Dimitri aquí.

—Me parece bien.

—Porque las paredes tienen oídos. —Alexandr dio varios golpes contra la pared.

—Pues entonces ya lo han escuchado todo.

El capitán le besó la frente.

—Todo lo demás que te ha dicho, sobre todo de mí, no es verdad.

—Lo sé. —Tatiana se rio suavemente—. Pero, Shura, dime, ¿cuántos prostíbulos hay en Leningrado y por qué tendrías que haber ido tú a todos?

—Tania, mírame.

Ella lo miró.

—No es verdad. Yo…

—Shura, cariño, lo sé. —Lo besó en el pecho y subió las mantas para taparlos a los dos—. Sólo hay una única cosa cierta en estos días, Alexandr.

—Sólo una —susurró él, mirándola fijamente en la oscuridad—. Oh, Tatia.

—Shhh.

—¿Tienes aquí alguna foto tuya? ¿Una foto que pueda llevarme?

—Mañana te buscaré una. Me da miedo preguntar, pero ¿cuándo te marchas?

—El domingo.

—¿Tan pronto? —A Tatiana se le encogió el corazón.

—Mi comandante se juega la cabeza cada vez que me da un permiso especial.

—Es un buen hombre. Dale las gracias de mi parte.

—Tatiana, algún día tendré que explicarte qué significa mantener una promesa. Cuando das tu palabra, tienes que cumplirla. —Le acarició el pelo.

—Sé lo que significa mantener una promesa.

—No, sólo sabes lo que significa hacer una promesa. Eres muy buena haciendo promesas. El problema lo tienes con mantenerlas. Me prometiste que te quedarías en Lazarevo.

—Te lo prometí porque eso era lo que querías que hiciera —comentó ella, con una expresión pensativa. Intentó acomodarse en el pliegue del codo—. En el momento aquel que me pediste la promesa, te hubiera prometido cualquier cosa. —No estaba cómoda. Se puso encima de él—. Y lo hice. —Lo besó tiernamente—. Querías que te lo prometiera. Te lo prometí. Siempre hago lo que tú quieres que haga.

Alexandr le acarició la espalda hasta las nalgas.

—No, tú siempre haces lo que quieres. Lo que sí haces son los ruidos correctos.

—Hmmm. —Tatiana se frotó contra su cuerpo.

—Sí, es lo que haces. —Las manos de Alexandr se hicieron más insistentes—. Desde luego siempre dices las cosas correctas: «Sí, Shura; por supuesto, Shura; lo prometo, Shura; quizás incluso te quiero, Shura», pero después haces lo que quieres.

—Te quiero, Shura —dijo Tatiana, y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de su marido.

Tatiana se guardó todas las palabras de aflicción que había querido decirle a Alexandr, un tanto sorprendida de que él también se guardara sus propias palabras de angustia, y se daba cuenta de que tenía muchas. Pero sabía que la interminable noche de noviembre en Leningrado era demasiado breve para los lamentos, demasiado breve para lo que sentían, demasiado breve para ellos. Alexandr quería escucharla gemir, y gimió para él, indiferente a la presencia de Inga y Stanislav al otro lado del tabique. A la suave luz del fuego que ardía en la salamandra, Tatiana le hizo el amor a su Alexandr. Se entregó a él, se abrazó a él, incapaz de evitar las lágrimas cada vez que ella acababa, cada vez que él acababa, cada vez que acababan juntos. Le hizo el amor con el abandono de una golondrina que hace su último vuelo hacia el sur y sabe que si no consigue llegar al calor le espera la muerte.

—Tus pobres manos —susurró mientras le besaba las costras en los dedos y las muñecas—. Tus manos, Shura. Se curarán, ¿verdad? ¿No te quedarán cicatrices?

—Tus manos sanaron. Las tuyas no tienen cicatrices.

—La verdad es que no sé cómo no tengo cicatrices —comentó Tatiana, mientras recordaba cómo apagó la bomba incendiaria en la azotea del edificio el año anterior.

—Yo sí lo sé. Tú las curaste. Ahora cura las mías, Tania.

—Oh, mi soldado. —Tatiana estaba encima de su marido, con la cabeza del hombre apretada contra sus pechos desnudos.

—No puedo respirar.

Ella lo abrazaba de la misma manera que él la había abrazado en Lazarevo, y por la misma razón.

—Abre la boca —susurró, inclinándose sobre su rostro—. Yo respiraré por ti.