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En Morozovo, Alexandr estaba sentado frente a su mesa de trabajo en la tienda cuando entró Dimitri con varios paquetes de cigarrillos y una botella de vodka. El capitán llevaba puesto el abrigo y tenía las manos entumecidas por el frío. Había pensado en ir al comedor para comer algo y calentarse, pero no podía abandonar la tienda. Era viernes y tenía una reunión con el general Govorov al cabo de una hora para discutir los preparativos de un nuevo asalto a las posiciones alemanas al otro lado del río.

Era noviembre, y después de cuatro intentos fallidos para cruzar el Neva, las tropas del 67 Ejército esperaban impacientes que el río se helara. Por fin, el alto mando en Leningrado había decidido que sería mejor atacar con la infantería desplegada en lugar de utilizar las barcazas, que eran un blanco fácil para la artillería enemiga.

Dimitri dejó el vodka y los cigarrillos encima de la mesa. Alexandr le pagó. Quería que Dimitri se marchara. Había estado leyendo una carta de Tatiana que lo había intrigado. No le había escrito durante las semanas que había tenido las manos vendadas, aunque hubiera podido pedirle a una enfermera que escribiera la carta por él. Alexandr tenía muy claro que si Tatiana veía una carta con la letra de otra persona, se volvería loca en un intento por descubrir entre líneas cuál era la verdadera gravedad de sus heridas. Para no preocuparla, le había enviado el dinero correspondiente a septiembre y después había esperado a que le quitaran los vendajes. Le había escrito de su puño y letra hacia finales de mes.

Le escribió que las quemaduras habían sido una muestra de la protección divina. Imposibilitado para el manejo de las armas, no había intervenido en ninguno de los dos desastrosos ataques a través del Neva en septiembre, que habían diezmado al Primer y Segundo ejércitos hasta el punto de que debieron recurrir a todas las tropas de reserva de la guarnición de Leningrado. También el mando del frente del Voljov les hubiera enviado gustosamente tropas, de haberlas tenido. Pero después de las órdenes de Hitler a Manstein para que mantuviera las posiciones a lo largo del Neva y el asedio a Leningrado a cualquier precio, ya casi no quedaban soldados en el Segundo Ejército de Meretskov en Voljov.

En los demás frentes, Stalingrado estaba a punto de caer. Toda Ucrania estaba en manos de Hitler. Leningrado se aguantaba de milagro. El Ejército Rojo estaba muy debilitado. Govorov planeaba otro ataque contra los alemanes a través del Neva y Alexandr estaba sentado delante de su escritorio, muy ocupado en descubrir qué demonios pasaba con su esposa.

Estaban en noviembre y en ninguna de sus cartas que llegaban puntualmente, aunque escritas con un poco menos del cándido fervor habitual, hacía la menor mención a sus heridas. Se devanaba los sesos intentando descifrar algo entre líneas, cuando Dimitri entró con los cigarrillos y la bebida. Y ahora Dimitri no parecía dispuesto a marcharse.

—Alexandr, ¿me invitas a una copa? ¿Por los viejos tiempos?

El capitán sirvió dos copas, la suya más pequeña, con evidente desgana. Dimitri se sentó en una silla delante del escritorio. Hablaron del siguiente ataque y de las terribles batallas libradas contra los alemanes al otro lado del Neva, en el frente del Voljov.

—Alexandr, ¿cómo puedes estar tan tranquilo sabiendo lo que te espera? Han intentado cruzar el Neva en cuatro ocasiones, hemos perdido la mayoría de nuestras tropas y alguien me comentó que el quinto, que se hará en cuanto el río se hiele, será el último. No permitirán que regrese ni un solo hombre hasta que rompan el cerco. ¿Lo sabías?

—Sí, yo también escucho los rumores.

—No puedo seguir aquí ni un minuto más. Ayer mismo, cuando llevaba los suministros hasta el Neva para las tropas de Nevski Patch, los cohetes alemanes disparados desde Siniavino, al otro lado del río, mataron a todos los miembros de un pelotón que se disponía a embarcar. Yo me encontraba a unos cien metros, y mira… —Le mostró los cortes en el rostro—. Esto no se acaba.

—No, Dimitri, no se acaba.

—¡Alexandr, no te creerás lo desprotegida que está ahora mismo la zona de Lisii Nos! —añadió Dimitri, en un tono más bajo—. Le llevo los suministros a las tropas que vigilan la frontera y he visto a los finlandeses en el bosque. No hay más de una docena de hombres. Es obra de la providencia. Podrías venir conmigo en el camión; antes de llegar a la frontera, abandonaremos el camión y entonces…

—¡Dima! ¿Abandonar el camión? Mírame. Apenas si puedes caminar sobre terreno llano. Hablamos de esto en junio.

—No sólo en junio. Hablamos de esto hasta el agotamiento. Estoy cansado de esperar, no puedo esperar más tiempo. Vámonos de una vez por todas. Si nos sale bien, fantástico, y si no lo conseguimos, nos matarán. ¿Cuál es la diferencia? Al menos de esta manera, tendremos una oportunidad.

—Escúchame. —Alexandr se levantó.

—¡No, escúchame tú a mí! Esta guerra me ha cambiado…

—No me digas.

—Sí. Me ha demostrado que debo luchar si quiero sobrevivir. De la manera que sea. Todo lo que he hecho hasta ahora no ha funcionado. Ni los traslados de compañía en compañía, ni la herida en el pie, ni los meses en el hospital, ni la temporada en Kobona. Hago todo lo posible por resguardar mi vida hasta que lo volvamos a intentar. Pero los alemanes parecen decididos a matarme y no pienso dejarles que lo hagan. —Dimitri volvió a bajar la voz—. Hace que tu pequeña farsa con el ahora muerto y olvidado Yuri Stepanov resulte todavía más estúpida. —Ahora apenas si se le escuchaba—. Él está muerto y nosotros seguimos aquí. Todo porque a ti se te ocurrió traerlo de vuelta. Ahora estaríamos en Estados Unidos, si no fuese por ti.

Alexandr se acercó a Dimitri, mientras hacía todo lo posible por contener su furia. Se inclinó sobre el soldado.

—Entonces te dije lo mismo que te digo ahora. Te lo he repetido hasta el agotamiento. ¡Vete! ¡Márchate! Te daré la mitad de mi dinero. Conoces el camino para llegar a Helsinki y Estocolmo como la palma de la mano. ¿Por qué no te marchas de una vez?

Dimitri se apartó de Alexandr con silla y todo.

—Sabes muy bien que no me puedo marchar por mi cuenta. No hablo ni una palabra de inglés.

—¡No necesitas hablar inglés! No tienes más que ir a Estocolmo y pedir asilo. Te aceptarán, Dimitri, aunque no hables inglés. —Alexandr se apartó un poco.

—Pero la pierna…

—Olvídate de la pierna. Arrástrala si es necesario. Te daré la mitad del dinero…

—¿Darme la mitad del dinero? ¿De qué demonios me hablas? Se suponía que íbamos a marcharnos juntos, ¿lo recuerdas? Ése era el plan. Irnos juntos. —Dimitri hizo una pausa—. ¡No me iré solo!

—Si no quieres irte solo —replicó Alexandr, furioso—, entonces tendrás que esperar a que yo diga cuál es el momento correcto. —Abrió los puños—. Éste no es el momento adecuado. En primavera…

—¡No pienso esperar a que llegue la condenada primavera!

—¿Qué otra opción te queda? ¿Quieres salir con bien o condenarte al fracaso por las prisas? Sabes muy bien que los soldados del NKVD fusilan a los desertores en el acto.

—Estaré muerto cuando llegue la primavera —afirmó Dimitri—. Tú estarás muerto cuando llegue la primavera. ¿Qué pasa contigo? ¿Qué mosca te ha picado? ¿Ya no quieres marcharte? ¿Acaso prefieres morir?

Alexandr no le contestó. Intentaba controlar el tormento interior.

—Hace cinco años, cuando no eras nada, cuando no tenías a nadie, cuando me necesitaste, te hice un favor, capitán del Ejército Rojo.

Alexandr dio un paso adelante y se acercó tanto a Dimitri, que el soldado se cayó de culo en la silla. Miró al capitán, casi con miedo.

—Sí, lo hiciste, y nunca lo he olvidado.

—De acuerdo, está bien. No hace falta que…

—¿Me he explicado con toda claridad? Esperaremos el momento oportuno.

—¡Pero la frontera en Lisii Nos está desprotegida ahora! —insistió Dimitri—. ¿A qué estamos esperando? Ahora es el momento ideal para largarse. Más adelante, los soviéticos traerán más tropas, los finlandeses traerán las suyas, se reanudarán los combates. Ahora las cosas están en punto muerto. Yo digo que nos marchemos ahora antes de que la batalla de Leningrado te mate.

—¿Quién te detiene? ¡Vete!

—Alexandr, por última vez, no me marcharé sin ti.

—Dimitri, por última vez, no me iré ahora.

—Entonces, ¿cuándo?

—Ya te diré cuándo. Primero tendremos que romper el cerco. Sí, nos costará todo lo que tenemos, pero lo conseguiremos, y entonces, cuando llegue la primavera…

Dimitri se echó a reír.

—Quizá tendríamos que enviar a Tania para que lo hiciera.

Por un momento, Alexandr creyó haber oído mal. ¿Dimitri acababa de mencionar a Tatiana?

—¿Qué acabas de decir? —preguntó con voz pausada.

—Dije que quizá tendríamos que enviar a Tania. Es una experta en esquivar el cerco.

—¿De qué hablas?

—De esa chica —respondió Dimitri, con admiración—. Estoy convencido de que podría marcharse ahora mismo a Australia si se lo propusiera. —Volvió a soltar una sonora carcajada—. Antes de que nos diéramos cuenta habría establecido un servicio de distribución de comida entre Molotov y Leningrado.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Te digo, Alexandr, que en lugar de desperdiciar a doscientos mil hombres, incluidos tú yo, tendríamos que encargarle a Tatiana Metanova que rompa el asedio.

El capitán aplastó la colilla.

—No tengo idea de lo que me hablas. —Apretó los barrotes de la silla con tanta fuerza que los nudillos se quedaron sin sangre.

—Le dije: «Tania, tendrías que alistarte. Llegarías a general en menos que canta un gallo». Y ella me respondió que estaba pensando en unirse a…

—¿Qué quieres decir…? —Alexandr le interrumpió. Le costaba trabajo hablar—. ¿A qué te refieres con eso de ella te dijo?

—Hace una semana. Me preparó la cena en Quinto Soviet. Por fin le arreglaron las tuberías. En el apartamento están viviendo unos extraños, pero… —Dimitri sonrió—. Se ha convertido en toda una cocinera.

Alexandr apeló a sus últimas reservas de energía para mantenerse impasible.

—¿Estás bien? —le preguntó Dimitri, con una expresión risueña.

—Perfectamente. Pero ¿de qué hablas, Dima? ¿Es otra de tus pequeñas mentirijillas? Tania no está en Leningrado.

—Alexandr, créeme. Reconocería a Tania en cualquier parte. —Sonreía—. Tiene un aspecto estupendo. Me dijo que sale con un médico. —Se echó a reír—. ¿Te lo puedes creer? Nuestra pequeña Tanechka. ¿Quién hubiera dicho que sería la única en salvarse?

A Alexandr le hubiera gustado decir: «Cállate», pero no confiaba en su voz. No dijo nada, con las manos aferradas a los barrotes de la silla.

Había recibido una carta de ella el día anterior. ¡Una carta!

—Tania fue a buscarme al cuartel. Me preparó la cena. Dijo que llevaba en Leningrado desde mediados de octubre. No quieras saber cómo llegó a la ciudad. —Dimitri se echó a reír—. Vino a pie por el frente del Voljov, como si Manstein y sus bombas de mil kilos no existieran. —Sacudió la cabeza—. Si me veo metido en un combate, la quiero tener a mi lado.

—¿Cuándo crees que tú participarás en un combate? —replicó Alexandr a punto de perder el dominio sobre sí mismo.

—Muy gracioso.

—Dimitri, me importa un comino. Esto no tiene ninguna importancia. Pero acabo de darme cuenta de que se me hace tarde. Tengo una reunión con el general Govorov dentro de unos minutos. Tendrás que perdonarme.

Alexandr dio rienda suelta a su furia en cuanto Dimitri salió de la tienda. Cogió la silla donde se había sentado Dimitri y la destrozó contra el suelo.

Ahora ya sabía lo que estaba mal en las cartas de su esposa. Temblaba de furia y no tuvo tiempo para calmarse antes ni después de su reunión con el general Govorov. La furia le impedía pensar con claridad. Después de la reunión fue a ver al coronel Stepanov.

—Oh, no —exclamó el coronel en cuanto lo vio entrar. Se puso de pie—. Conozco bien esa mirada, capitán Belov. —Sonrió.

—Señor, ha sido usted muy bueno conmigo —manifestó Alexandr con la gorra en la mano—. No he tenido ni un solo día de permiso desde julio.

—Pero, Belov, disfrutó de un permiso de cinco semanas en julio.

—Lo único que le pido, señor, son un par de días. Si usted quiere, puedo conducir un camión con suministros a Leningrado. De esa manera, también sería un tema militar.

—¿Qué pasa, Alexandr? —preguntó Stepanov en voz baja mientras se acercaba a su subordinado.

Alexandr sacudió la cabeza.

—Todo va bien, señor.

—¿Tiene alguna relación con el dinero que envía todos los meses a Molotov? —El coronel lo observó atentamente.

—Quizá tendríamos que suspender las transferencias a Molotov.

—¿Tiene algo que ver con el sello del registro civil de Molotov que vi en su pasaporte interior cuando se lo firmé?

—Señor, necesito ir con urgencia a Leningrado. —Hizo una pausa para recuperar el control de sus nervios—. Sólo serán un par de días.

—Si no se presenta cuando pasen lista el domingo a las diez…

Stepanov exhaló un suspiro.

—Señor, estaré aquí. Es tiempo más que suficiente. Muchas gracias. No le fallaré y tampoco olvidaré nunca este favor.

—Ocúpese de sus asuntos personales, hijo —le dijo el coronel cuando Alexandr se marchaba—. No tendrá otra oportunidad para hacerlo hasta que rompamos el cerco.