2

Tatiana sólo quería averiguar si Alexandr estaba bien y cuál era su destino.

No conocía al centinela de la reja; se llamaba Viktor Burenich. El joven se mostró amable y muy dispuesto a ayudarla. A ella le gustó. El centinela repasó el registro de entradas y salidas, y le informó de que Alexandr Belov no se encontraba en el cuartel. Tatiana le preguntó si sabía dónde estaba. Burenich le respondió con una sonrisa que no lo sabía.

—¿Sabes al menos si está bien?

—Supongo que sí —contestó el soldado—. Pero a nosotros no nos dicen estas cosas.

Tatiana le preguntó si Dimitri Chernenko estaba vivo, y contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta.

Lo estaba. Tatiana soltó el aire retenido en los pulmones. Burenich le dijo que Chernenko no estaba en ese momento en el cuartel, pero iba y venía con los suministros.

Tatiana intentó recordar el nombre de algún otro conocido.

—¿Está Anatoli Marazov?

Esta vez le sonrió la fortuna. Marazov estaba.

Al cabo de unos pocos minutos lo vio aparecer al otro lado de la reja.

—¡Tatiana! —exclamó el oficial, que pareció alegrarse al verla—. Vaya sorpresa encontrarla aquí. Alexandr me dijo que la habían evacuado con su hermana. —Hizo una pausa—. Siento mucho lo de su hermana.

—Gracias, teniente. —Las lágrimas asomaron en sus ojos. Sentía un profundo alivio. Si Marazov había mencionado a Alexandr con tanta despreocupación, eso significaba que todo estaba bien.

—No pretendía alterarla, Tania.

—No, no es nada. —Estaban en el pasillo.

—¿Quiere dar una vuelta a la manzana? —le propuso Marazov—. Dispongo de unos minutos.

Salieron a dar un paseo por la plaza del Palacio, con los abrigos abrochados.

—¿Ha venido a ver a Dimitri? Ya no está en mi unidad.

—Oh, lo sé —tartamudeó. ¿Cómo podía recordar todas las mentiras?—. Sé que lo hirieron. Me encontré con él en Kobona hace unos meses. —«Si no estaba aquí para ver a Dimitri, ¿a quién venía a ver?».

—Sí, ahora está de este lado. Está en suministros. Y también se siente desgraciado. Sencillamente no sé qué quiere sacar de esta guerra.

—¿Todavía está usted en la compañía blindada de Alexandr?

—No, Alexandr ya no está al mando de ninguna compañía. Resultó herido… —Marazov se interrumpió al ver que Tatiana se tambaleaba—. ¿Está usted bien?

—Lo siento. Sí, por supuesto. Tropecé —manifestó. Cruzó los brazos y se apretó el estómago. Estaba segura de que en cualquier momento se desmayaría. Tenía que controlarse a cualquier precio—. ¿Qué le pasó?

—Se quemó las manos durante un ataque en septiembre.

—¿Las manos? —«Sus manos».

—Sí. Sufrió quemaduras de segundo grado. Se pasó semanas sin poder sostener ni un vaso de agua. Ahora está mejor.

—¿Dónde está?

—De regreso en el frente.

—Teniente, quizá sea la hora de volver —dijo Tatiana, incapaz de aguantar ni un segundo más—. Debo marcharme.

—Como usted quiera —dijo Marazov, intrigado, mientras daban la vuelta—. Por cierto, ¿cómo es que decidió regresar a Leningrado?

—Faltan enfermeras. Volví para trabajar de enfermera. —Aceleró el paso—. ¿Está usted destinado en Schiisselburg?

—Por el momento. Tenemos una nueva base de operaciones para el frente de Leningrado, en Morozovo.

—¿Morozovo? Me alegro de que esté usted bien. ¿Cuál es su próximo destino?

El teniente sacudió la cabeza.

—Hemos perdido a tantos hombres en el intento de romper el asedio, que nos estamos reagrupando constantemente. Pero creo que cuando salga para el frente volveré a estar con Alexandr.

—¿Sí? —Tatiana notó que le flaqueaban las piernas—. Espero que así sea. Me alegro mucho de haberle visto.

—Tania, ¿está usted bien? —Marazov la miró y en sus ojos apareció aquella extraña expresión que Tatiana recordaba de cuando se lo habían presentado en septiembre del año anterior. La había mirado como si la conociera de antes.

—Por supuesto. Estoy bien. —Esbozó una sonrisa. Se acercó y apoyó una mano en el brazo del oficial—. Muchas gracias, teniente.

—¿Le digo a Dimitri que vino a verle?

—¡No! ¡No es necesario!

Marazov asintió. Tatiana ya se alejaba cuando él le gritó:

—¿Se lo digo a Alexandr?

Tatiana se volvió.

—Por favor, no —le contestó con voz débil.

A la noche siguiente, cuando Tatiana regresó del hospital, se encontró a Dimitri que la esperaba en el vestíbulo con Inga y Stanislav.

—¿Dimitri? —Tatiana se quedó boquiabierta—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Miró a Inga y Stanislav con una expresión de mal disimulada furia.

—Le dejamos entrar, Tanechka —le explicó Inga—. Dijo que os veíais el año pasado.

Dimitri se acercó para abrazarla. Tatiana dejó los brazos caídos.

—Me enteré de que habías preguntado por mí. Me sentí muy conmovido. ¿Quieres que hablemos en tu habitación?

—¿Quién te lo dijo?

—Burenich, el soldado que estaba de guardia. Me dijo que una muchacha había preguntado por mí. No le diste tu nombre, pero él te describió. Estoy conmovido, Tania. Éstos han sido unos meses muy duros para mí.

No hacía falta que lo dijera, porque bastaba verle el rostro demacrado y ojeroso.

—Dimitri, éste no es buen momento para mí —afirmó, con otra mirada de furia a Inga y Stanislav—. Estoy muy cansada.

—Seguramente tienes hambre. ¿Quieres cenar?

—Cené en el hospital —mintió Tatiana—, y en casa no tengo casi nada. —¿Cómo conseguiría que se fuera?—. Mañana tengo que levantarme a las cinco. Hago dos turnos de nueve horas seguidas. Estoy de pie todo el día. Quizás en otra ocasión.

—No, Tania. No sé si habrá otra ocasión. Venga. Quizá podrías prepararme una taza de té. ¿Alguna cosilla de comer? ¿Por los viejos tiempos?

Tatiana no quería ni pensar en la reacción de Alexandr cuando descubriera que Dimitri había estado en la misma habitación que ella. Enfrentarse a Dimitri no figuraba en sus planes. No sabía qué hacer con él. Pero entonces pensó: «Alexandr todavía tiene que enfrentarse a él, así que a mí también me toca. No es sólo un problema de Alexandr. Es de los dos».

Tatiana le preparó un puñado de habas de soja en la pequeña cocina a petróleo que le había pedido prestada a Slavin a cambio de guisar para él de vez en cuando. Le añadió un par de zanahorias y media cebolla pasada. Le dio una rebanada de pan negro con mantequilla. Cuando Dimitri le preguntó si tenía vodka, Tatiana le respondió que se le había acabado, porque no quería que se emborrachara mientras estaban a solas. La única luz de la habitación la suministraba la lámpara de petróleo; tenían electricidad, pero Tatiana no había encontrado ni una sola bombilla en las tiendas.

Dimitri comenzó a comer con el plato sobre las rodillas. Ella se sentó en el otro extremo del diván. Se dio cuenta de que no se había quitado el abrigo. Se lo quitó y mientras él comía aprovechó para ir a prepararse una taza de té.

—¿Cómo es que hace tanto frío en esta habitación? —preguntó Dimitri.

—No tenemos calefacción —le informó Tatiana. Llevaba el uniforme blanco de las enfermeras y el pelo recogido debajo de la cofia.

—Cuéntame, Tania, ¿qué tal has estado? Tienes buen aspecto. Ya no pareces una niña. —Sonrió—. Estás hecha toda una mujer. Pareces mayor.

—La vida te curte y no puedes evitarlo.

—Pues a ti se te ve estupenda. Esta guerra te sienta bien. —Dimitri volvió a sonreír—. Has ganado peso desde la última vez que nos vimos…

Tatiana le dirigió una mirada que lo frenó en seco.

—Dimitri, la última vez que me viste, yo estaba en Kobona —le recordó en voz baja—. Te pedí que me ayudaras a enterrar a mi hermana. Quizá tú lo has olvidado, pero yo no.

—Tania, lo sé —dijo, con un gesto indiferente—. Simplemente hemos perdido el contacto. Pero nunca dejé de pensar en ti. Me alegro de que consiguieras salir de Kobona. Muchas personas no lo consiguieron.

—Mi hermana fue una de ellas.

Tatiana quería preguntarle cómo demonios había podido mirar a Alexandr a la cara y mentirle sobre Dasha, pero Tatiana no podía soportar el decir el nombre de su esposo delante de Dimitri.

—Lamento lo de tu hermana. Mis padres también murieron. Así que sé cómo te sientes. —Dimitri hizo una pausa. Tatiana esperó. Esperó a que él terminara de comer y se marchara—. ¿Cómo conseguiste regresar a Leningrado?

Tatiana le relató el trayecto que había seguido, pero no quiso hablar de sí misma. No quería hablar de nada. ¿Dónde estaba Dasha, dónde estaba Alexandr, dónde estaban sus padres, para rodearla y evitar que ella estuviera sola con Dimitri en la habitación?

Se armó de valor y le preguntó qué hacía ahora, que tenía una lesión permanente.

—Estoy en abastecimientos. Soy furriel. ¿Sabes qué es?

Tatiana lo sabía, pero sacudió la cabeza. Mientras hablara de él mismo no le formularía más preguntas.

—Llevo suministros al frente. Los recojo en las unidades de la retaguardia y los reparto en diferentes puntos.

—¿Los repartes? ¿Aquí en Leningrado?

—Aquí también. Hay otros puntos de reparto a este lado del Neva y Carelia, cerca de Finlandia. —Miró a Tatiana de reojo—. ¿Ahora entiendes por qué soy tan desgraciado?

—Por supuesto. La guerra es peligrosa. No quieres estar metido en esta guerra.

—No quiero estar en este país —murmuró Dimitri, con una voz casi inaudible. Pero audible.

—¿Dices que llevas suministros a la frontera con Finlandia? —La voz de Tatiana reflejó la debilidad que la dominaba.

—Sí, a las tropas fronterizas en el istmo de Carelia. También llevo cosas a nuestro nuevo cuartel general en Morozovo, desde donde dirigen las operaciones en el Neva. Construyeron el puesto de mando allí mientras planean nuestro próximo movimiento.

—¿En qué parte del istmo de Carelia?

—No sé si has oído mencionar un lugar llamado Lisii Nos.

—Conozco el nombre. —Tatiana apretó con fuerza el brazo del sofá.

—Allí distribuyo los suministros a pie entre los puestos de mando. ¿Sabes?, incluso llevo suministros a los generales. —Dimitri enarcó las cejas.

—¿Ah, sí? —dijo ella, casi sin escucharlo—. ¿Alguien interesante?

—Me estoy haciendo muy amigo del general Mejlis —afirmó Dimitri, como si revelara un gran secreto—. Le llevo recado de escribir, y si consigo algún extraordinario, tú ya me entiendes, también se lo llevo. Nunca le pido que me pague. Cigarrillos, vodka, lo que quiera. Ahora espera ansioso mis visitas.

—Vaya. —Tatiana no tenía idea de quién podía ser el tal Mejlis—. ¿El general Mejlis está al mando de algún cuerpo de ejército?

—Tania, ¿me tomas el pelo?

—No. ¿Por qué? —Tatiana no daba más del cansancio.

—¡Mejlis está al mando del ejército del NKVD! —susurró Dimitri, entusiasmado—. ¡Es el brazo derecho de Beria!

Tatiana había tenido miedo de las bombas, del hambre y de la muerte. Había tenido miedo de perderse en el bosque. También había tenido miedo de que un ser humano quisiera hacerle daño por puro placer.

El daño era el medio y el fin.

Esa noche, Tatiana no sentía miedo por ella misma.

Pero al observar el rostro depravado y malévolo de Dimitri, tuvo miedo por Alexandr.

Hasta esa noche había tenido remordimientos por haber dejado Lazarevo y haber roto la promesa hecha a su marido. Pero ahora se convenció de que Alexandr no sólo necesitaba tenerla cerca, sino que la necesitaba más de lo que ella misma había creído posible.

Alguien tenía que proteger a Alexandr, no sólo de la muerte en el combate, sino de la destrucción deliberada.

Sin moverse, sin parpadear, sin encogerse, Tatiana observó a Dimitri. Le observó mientras él dejaba la taza y se movía un poco en el sofá. Entonces, parpadeó y salió de su ensimismamiento.

—¿Qué estás haciendo?

—Es evidente —respondió él— que ya no eres una niña.

Ella no movió ni un solo músculo de la cara cuando él se acercó un poco más.

—Inga y Stanislav me han dicho que trabajas tantas horas en el hospital porque sales con uno de los médicos. ¿Eso es verdad?

—Si Stanislav e Inga te lo dijeron, debe serlo —replicó Tatiana, con un tono cáustico—. Los comunistas nunca mienten, Dimitri.

El soldado se acercó todavía más.

—¿Qué estás haciendo? —Tatiana se levantó del sofá—. Escucha, es muy tarde.

—Venga, Tania. Estás sola. Yo también. Odio esta vida, odio cada minuto de ella. ¿Tú no sientes lo mismo de vez en cuando?

«Sólo esta noche», pensó Tatiana.

—No, Dima. Estoy bien. Dentro de todo, tengo una buena vida. Trabajo, en el hospital me necesitan, mis pacientes me necesitan. Estoy viva. Tengo comida.

—Pero, Tania, debes estar muy sola.

—¿Cómo puedo estar sola? Estoy constantemente rodeada de personas. Además, ¿no dices que salgo con un médico? Escucha, acabemos de una vez. Es tarde.

Dimitri dejó el sofá e intentó acercarse a ella. Tatiana levantó las manos.

—Dimitri, aquello se acabó. No soy la mujer que te conviene. —Lo miró significativamente—. Siempre lo has sabido y sin embargo nunca has dejado de insistir. ¿Por qué?

Dimitri soltó una risa que pretendía ser simpática.

—Quizá porque esperaba, querida Tania, que el amor de una buena mujer como tú pudiera redimir a un truhán como yo.

Tatiana lo miró con una expresión rayana en el desprecio.

—Me alegra oírtelo decir, porque eso significa que crees que aún te puedes redimir.

—Ya ha pasado la oportunidad de redimirme. —Dimitri volvió a reírse—. Porque no tuve el amor de una buena mujer como tú. —La miró—. Pero ¿quién lo tuvo? —añadió en voz baja.

Tatiana no le respondió, de pie en el lugar donde había estado la mesa de comedor, antes de que Alexandr la hiciera pedazos para que ella y Dasha la utilizaran como leña. Había tantos fantasmas metidos en aquel pequeño cuarto en penumbras que parecía como si estuviera lleno de sentimientos, deseos y hambre.

—No lo entiendo —manifestó Dimitri, con un tono cercano al enojo—. ¿Por qué fuiste al cuartel y preguntaste por mí? Creí que era esto lo que querías. ¿Estás intentando pescarme? ¿Quieres provocarme? —Su voz sonó demasiado fuerte para quedar contenida dentro de las cuatro paredes. Se acercó—. En el ejército tenemos un nombre para las chicas que nos provocan. —Se echó a reír—. Las llamamos mamás.

—Dima, ¿en qué estás pensando? He sido muy clara contigo desde el principio. Fui al cuartel y pregunté por ti, por Marazov. Sólo quería ver un rostro conocido. —Tatiana no iba a echarse atrás, aunque por dentro se sentía indiferente y muy lejana a Dima.

—¿Quizá también preguntaste por Alexandr? —le increpó Dimitri, a voz en cuello—. Porque si lo hubieras hecho, no lo hubieses encontrado en el cuartel. Alexandr está en Morozovo si tiene servicio, y si no, en todos los prostíbulos de Leningrado.

—Pregunté por todos los que conozco —replicó Tatiana, que palideció por dentro y por fuera, mientras rogaba que Dimitri no se diera cuenta.

—Preguntaste por todos excepto por Petrenko —señaló Dimitri, como si lo supiera—. A pesar de que te habías hecho amiga de él después de tratarlo tanto el año pasado. ¿Por qué no preguntaste por tu amigo, Iván Petrenko? Antes de conseguir que lo mataran, me contó que algunas veces te acompañaba a la tienda a buscar las raciones. Por orden del capitán Belov, por supuesto. Os ayudó mucho a ti y a tu familia. ¿Cómo es que no preguntaste por él?

Tatiana se quedó pasmada. De pronto necesitó a Alexandr con auténtica desesperación, necesitó que algo o alguien la protegiera de ese hombre, porque ella no sabía qué responder.

Tatiana era consciente de que no había preguntado por Petrenko porque el sargento estaba muerto. Pero sólo podía saber que estaba muerto por las cartas de Alexandr y era imposible que él le escribiera.

¿Qué hacer? ¿Qué podía hacer para acabar con esa repugnante mentira que la aprisionaba?

Tatiana estaba tan harta, tan frustrada, tan cansada, tan desesperada, que a punto estuvo de abrir la boca y hablarle a Dimitri de Alexandr. La verdad era mejor que eso. Decir la verdad y vivir con las consecuencias.

Fueron las consecuencias lo que la contuvo.

—Dimitri, ¿qué demonios intentas sonsacarme? —Se encaró con el soldado con una expresión desdeñosa—. Deja ya de querer manipularme con tus preguntas insidiosas. Pregunta directamente lo que quieras saber o calla de una vez. Estoy demasiado cansada para aguantar tus juegos. ¿Qué quieres saber? ¿Por qué no pregunté por Petrenko? Porque primero pregunté por Marazov y en cuanto me dijeron que estaba en el cuartel dejé de preguntar. ¡Ahora basta!

Dimitri la miró sorprendido e inquieto a la vez.

Llamaron a la puerta. Era Inga.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz somnolienta, abrigada con un albornoz gris raído—. He escuchado los gritos. ¿Pasa alguna cosa?

—No, no pasa nada; muchas gracias. Inga —respondió Tatiana y le cerró la puerta en las narices. Ya se ocuparía de Inga más tarde.

—Lo siento, Tania —dijo Dimitri. Se acercó—. No pretendía inquietarte. Sólo malinterpreté tus intenciones.

—De acuerdo, Dimitri. Es tarde. Buenas noches.

Dimitri intentó acercarse todavía más y Tatiana se apartó. Al ver su movimiento, él también se apartó, al tiempo que se encogía de hombros.

—Siempre deseé que esto hubiera funcionado, Tania.

—¿De verdad, Dimitri?

—Por supuesto.

—¡Dimitri! ¿Cómo…? —Tatiana se interrumpió.

Dimitri estaba en la habitación donde había pasado muchas veladas durante el último verano a cuerpo de rey. Se había sentado con la familia de Tatiana, que lo había invitado a su casa y lo había hecho parte de su vida. Llevaba allí más de una hora. Había hablado sin tapujos de él mismo, había acusado a Tatiana de Dios sabe qué. Le había dicho cosas que sonaban a mentiras. Ella no lo sabía. Lo que no había hecho era preguntarle qué le había sucedido a las seis personas que en otro tiempo habían estado en esa habitación con él. No le había preguntado por su madre, su padre o sus abuelos. Ni tampoco por Marina, o la madre de su madre. No le había preguntado cómo había salido adelante en Kobona en enero, ni cómo estaba ahora. Si conocía su destino, no había pronunciado ni una sola palabra de conmiseración, no había hecho ni un solo gesto de consuelo. ¿Cómo podía Dimitri pensar que las cosas hubiesen podido funcionar para él y cualquiera, pero sobre todo para él y Tatiana, cuando él era incapaz de mirar ni por un segundo más allá de él mismo, en la vida y el corazón de los demás? A Tatiana no le importaba que no hubiese preguntado por su familia. Lo que quería era que no le mintiera, como si ella no supiese la verdad.

Tatiana quería decírselo, pero no valía la pena.

No obstante, sospechó que la verdad estaba muy clara en sus ojos, porque Dimitri agachó la cabeza y pareció encorvarse todavía más cuando tartamudeó:

—Por lo visto, nunca acierto a decir las palabras correctas.

—Di buenas noches —replicó Tatiana, con un tono frío— y acertarás.

Dimitri caminó hacia la puerta y Tatiana lo siguió.

—Tania, creo que esto es un adiós. No creo que nos volvamos a ver nunca más.

—Nos veremos si lo quiere el destino. —Tatiana notaba el cuerpo entumecido. Le flaqueaban las piernas.

—Me voy a un lugar, Tatiana, donde no me verás nunca más —afirmó el soldado, en voz baja.

—¿Sí? —A Tatiana ya no le quedaban más fuerzas.

Se marchó por fin y Tatiana, dominada por la más negra desesperación, se acostó vestida en el catre encajado entre la pared y el respaldo del sofá, con su anillo de bodas apretado en la mano, pero no pudo pegar ojo.