Tatiana no estaba dispuesta a quedarse sola ni un segundo más en Lazarevo.
Le escribió a Alexandr diez cartas alegres, amorosas, tranquilizadoras, con comentarios que seguían un orden cronológico y de acuerdo con las estaciones. Se hizo con la ayuda de Naira Mijailovna para que se las enviara a su marido, una a una, a intervalos de una semana.
Tenía muy claro que si se marchaba sin decir palabra, las ancianas le escribirían a Alexandr o, todavía peor, encontrarían la manera de enviarle un telegrama para comunicarle su desaparición, y si él todavía estaba vivo y lo leía, su reacción incontrolable podría costarle la vida. Así que le dijo a las mujeres que se trasladaría a Molotov para trabajar en el hospital y que regresaría para Navidad. No estaba dispuesta a admitir protestas y, después de responder brevemente a las pocas preguntas de Dusia, no se habló más del tema.
Naira Mijailovna quiso saber por qué Tatiana no enviaba las cartas directamente desde Molotov. La muchacha le contestó que Alexandr no quería verla fuera de Lazarevo y que se inquietaría mucho si descubría que estaba trabajando en la ciudad. No quería inquietarlo mientras luchaba y, por lo tanto, era mejor que no viera otro matasellos en las cartas.
—Ya sabes lo protector que puede llegar a ser, Naira Mijailovna.
—Protector e irrazonable —manifestó la anciana, que sacudió la cabeza enérgicamente. Estaba muy dispuesta a formar parte de un plan que veía como una manera de esquivar el carácter intransigente del capitán. Aceptó enviar las cartas.
Tatiana se confeccionó un montón de prendas nuevas, y después de meter en la mochila todas las botellas de vodka y latas de tushonka que podía cargar, se marchó una mañana muy temprano. Se despidió de las cuatro ancianas. Dusia rezó una oración y la bendijo. Naira lloró. Raisa lloró mientras temblaba. Axinia le susurró al oído: «Estás loca».
«Loca por él», pensó Tatiana. Se marchó vestida con pantalones de color marrón oscuro, medias marrones, botas marrones y un abrigo bien grueso color marrón. Se cubrió el pelo rubio con un pañuelo color marrón. No quería llamar la atención. Había guardado los dólares en un bolsillo cosido en el interior del pantalón. Antes de marcharse se quitó el anillo y lo ensartó en un cordel que se colgó alrededor del cuello. Mientras lo besaba antes de metérselo debajo de la camisa, susurró: «De esta manera te tendré junto a mi corazón, Shura».
Mientras caminaba por la carretera a través del bosque, pasó junto al sendero que llevaba al claro. Se detuvo por un momento. Pensó en acercarse al río y echar una última ojeada. El solo hecho de pensarlo, de imaginarlo, fue demasiado. Sacudió la cabeza y continuó su camino.
Había algunas cosas que no podía hacer.
Había visto cómo Alexandr había echado una última mirada: ella no podía. Desde que Vova había cargado con el baúl hacía ya dos meses, Tatiana no había vuelto más al lugar donde había vivido con Alexandr. Vova se había encargado de tapiar las ventanas, echar el candado y de llevar la leña que había cortado Alexandr a casa de Naira.
Lo primero que hizo al llegar a Molotov fue ir a la oficina del Soviet local para ver si había llegado el dinero de Alexandr del mes de septiembre.
Para su gran sorpresa, ahí estaba.
Preguntó si había alguna carta o telegrama además del dinero. No había nada.
Si él aún recibía la paga, era evidente que seguía vivo y que no había desertado. Tatiana cogió los mil quinientos rublos mientras se preguntaba por qué su marido le había enviado el dinero, pero no le había escrito. Entonces recordó los meses que habían tardado las cartas de su abuela en llegar a Leningrado. Bueno, no le importaba si recibía treinta cartas de Alexandr a la vez, una por cada día de septiembre.
En la estación de Molotov, Tatiana le dijo al inspector del partido que se ocupaba de los pasaportes interiores que en Leningrado necesitaban enfermeras y que regresaba para reincorporarse a su puesto. Le enseñó el sello de la oficina de personal del hospital Gresheski que aparecía en el pasaporte. Él no tenía por qué saber que su trabajo había consistido en fregar suelos, lavabos, platos y coser los sacos de los cadáveres. A cambio de su ayuda, Tatiana le ofreció una botella de vodka.
El funcionario le pidió que le enseñara la carta del hospital donde la invitaban a regresar a Leningrado. Tatiana le contestó que la carta se había quemado, pero que allí tenía las credenciales de la fábrica Kirov, del hospital Gresheski, además de una mención al valor del Cuarto Ejército de Voluntarios y otra botella de vodka por las molestias.
El inspector le selló el pasaporte interior y ella compró el billete.
Antes de subir al tren fue a ver a Sofía, que aparentemente tenía por delante todo el tiempo del mundo. Tuvo la sensación de haber envejecido mientras esperaba. Estaba segura de que acabaría por perder el tren, pero Sofía por fin encontró las dos fotos que había sacado de Alexandr y Tatiana en la escalinata de la iglesia de San Serafín el día de la boda. Tatiana las metió en la mochila y regresó a la estación a toda prisa.
El tren era mucho mejor que el otro en el que había llegado. Se parecía más a un tren de pasajeros y se dirigía al sudoeste, a Kazan. El sudoeste no era el rumbo más adecuado para Tatiana, que necesitaba ir al norte. Pero Kazan era una ciudad importante y allí podría tomar otro tren. Su plan era llegar a Kobona y una vez allí encontrar sitio en una de las barcazas que cruzaban el lago Ladoga hasta Kokkorevo.
Tatiana miró a través de la ventanilla cuando el tren salió de la estación. A lo lejos se veían los pinos y los abedules en las orillas del Kama, y se preguntó: «¿Volveré a ver Lazarevo alguna vez?».
No lo creía.
En Kazan, Tatiana subió a un tren que iba a Nizhni Novgorod, no el Novgorod de su infancia y la de Pasha, sino otro Novgorod, que entonces se llamaba Gorki. Ahora se encontraba a menos de trescientos kilómetros al este de Moscú. Cogió otro tren, había uno de carga que la transportó al nordeste hasta Yaroslavl, y de allí viajó en autocar hacia el norte hasta Vologda.
Allí, Tatiana se enteró de que podía tomar un tren a Tijvin, pero que la ciudad estaba sometida al bombardeo de los alemanes día y noche. Y desde Tijvin al parecer era imposible llegar a Kobona. Los trenes dejaban de circular varias veces al día debido a los ataques de los aviones alemanes, con grandes pérdidas de vidas humanas y de abastecimientos. Dio gracias al cielo porque el taquillero que le vendió el pasaje a Tijvin estuviera dispuesto a charlar con ella.
Le preguntó cómo transportaban la comida a Leningrado si no podían utilizar la ruta de Kobona, batida por la artillería alemana.
En cuanto el taquillero se lo explicó, Tatiana decidió que lo mejor era seguir a la comida. Desde Vologda tomó un tren que iba a Petrozavodsk, en el extremo norte de la orilla occidental del lago Onega, y se apeó antes, en Podporozhie, para emprender la caminata de cincuenta kilómetros hasta Lodeinoie Pole, que estaba a diez de la orilla del lago Ladoga.
En Lodeinoie Pole, Tatiana sintió el temblor de la tierra debajo de sus pies y supo que estaba cerca.
Tatiana se detuvo a tomar un plato de sopa y un poco de pan en una cantina, y mientras comía escuchó a cuatro camioneros que conversaban en la mesa vecina. Al parecer, los alemanes casi habían suspendido del todo el bombardeo a Leningrado para concentrar todo su poderío aéreo y su artillería en el frente de Voljov, que era precisamente el lugar al que iba ella. El Segundo Cuerpo de Ejército soviético, al mando del general Meretskov, se encontraba a tan sólo cuatro kilómetros del Neva, y el mariscal de campo Manstein no estaba dispuesto a que las tropas rusas lo desalojaran de sus posiciones a lo largo del río.
—¿Estáis enterados de lo que le ocurrió a la división 861? —dijo uno de los hombres—. ¡No consiguieron arrancarle ni un palmo de terreno a los alemanes, que los bombardearon durante todo el día! ¡Al final tuvieron que retirarse después de perder el sesenta y cinco por ciento de sus hombres y a todos los oficiales!
—¡Eso no es nada! —afirmó otro—. ¿Sabéis cuántos hombres perdió Meretskov durante agosto y septiembre en Voljov? ¿Cuántos muertos, heridos y desaparecidos en acción? ¡Ciento treinta mil!
—¿Eso te parece mucho? —terció un tercero—. En Moscú…
—¡Más de ciento cincuenta mil!
Tatiana ya había escuchado más que suficiente, pero necesitaba una pequeña información. Trabó conversación con los camioneros y se enteró de que las barcazas que cruzaban el Ladoga con los suministros zarpaban al sur de una ciudad pequeña llamada Siastroi, unos diez kilómetros al norte del frente de Voljov. Siastroi se encontraba unos cien kilómetros al sur de donde Tatiana estaba en ese momento.
Tatiana iba a pedirle a los hombres que la llevaran, pero no le inspiraron confianza, y sobre todo la manera que uno de ellos la miraba, a pesar de su pañuelo marrón.
Se limpió los labios, les dio las gracias y se marchó. Se sintió mejor al recordar que llevaba la P-38 de Alexandr en el bolso.
Tatiana tardó tres días en recorrer a pie los cien kilómetros hasta Siastroi. Estaban a principios de octubre y el aire era frío, pero aún no habían caído las primeras nevadas y la carretera era de cemento. Muchas otras personas caminaban con ella: aldeanos, refugiados, trabajadores itinerantes y, de vez en cuando, algún soldado que regresaba al frente. Caminó medio día con uno que volvía de permiso. Parecía tan triste como seguramente había estado Alexandr. Después se montó en un camión militar cuyo conductor se ofreció a llevarlo, y Tatiana continuó caminando.
Las bombas y los obuses que estallaban no muy lejos hacían vibrar el suelo mientras ella caminaba, con la mochila a la espalda y la vista fija en el pavimento. Por muy malo que pareciera, eso era mucho mejor que correr a través de los campos de patatas en Luga. Era mejor que estar sentada en la estación ferroviaria de Luga, consciente de que los alemanes no se marcharían hasta que ella estuviera muerta. Era mejor que aquello, pero no mucho. Siguió caminando, con la vista fija en el pavimento.
Caminaba incluso de noche, todo estaba más tranquilo por la noche; después de las once cesaban los bombardeos. Caminaba dos o tres horas, hasta que encontraba algún granero donde dormir. Una noche se quedó con una familia que le dio de cenar y le ofreció a su hijo mayor. Tatiana se comió la cena, pasó del hijo y a cambio les ofreció dinero. Ellos lo aceptaron.
Diez kilómetros al oeste de Siastroi, en la orilla del río Voljov, Tatiana encontró una pequeña barcaza que se disponía a cruzar el lago por la ruta del cabo de Novaia Ladoga. El patrón estaba desatando las amarras. Esperó a que fuera a retirar la pasarela y entonces corrió hacia el hombre. Le dijo que tenía comida para colaborar en el esfuerzo bélico, para resistir el asedio. Sacó de la mochila las cinco latas de jamón y una botella de vodka. El patrón miró la botella de vodka con una expresión nostálgica y Tatiana se la regaló a cambio de que la llevara a Leningrado, porque quería ver a su madre agonizante. La mentira surtió efecto porque todo el mundo tenía algún pariente moribundo en la ciudad. El hombre aceptó el vodka agradecido y la invitó a subir a bordo.
—Te advierto que es una travesía muy dura. Demasiado tiempo de navegación y los alemanes se ensañan con las barcazas.
—Lo sé. Estoy preparada.
La travesía se realizó sin incidentes y la barcaza atracó en el muelle de Osinovets, al norte de Kokkorevo, donde Tatiana le ofreció las cuatro latas de tushonka que le quedaban y otra botella de vodka a un camionero que transportaba comida a Leningrado. El hombre la invitó a sentarse en la cabina e incluso compartió con ella un trozo de pan.
Tatiana miraba a través de la ventanilla. ¿Conseguiría por fin llegar a su apartamento en Quinto Soviet? Como si tuviera alguna otra opción. No tenía ningún otro lugar adonde ir.
Pero ¿regresar a Leningrado?
Se estremeció. No quería ni pensarlo. El camionero la dejó en la estación de Finlandia, al norte de la ciudad. Tomó el tranvía para ir hasta Nevski Prospekt y después se fue caminando hasta su casa de la plaza de la Insurrección.
Leningrado se veía triste y desierta. Era de noche y las calles apenas si estaban iluminadas, pero al menos había electricidad. Había llegado en un buen momento, porque reinaba la calma; no había bombardeos. Pero mientras caminaba vio tres incendios que todavía humeaban, y muchos agujeros donde antes habían estado las ventanas y las puertas.
Confiaba en que el edificio de Quinto Soviet siguiera en pie.
Lo estaba. Con el mismo color verde, los mismos desconchados y la misma suciedad.
Tatiana se detuvo un momento en la puerta doble de la entrada. Intentaba encontrar aquello que Alexandr llamaba coraje.
El coraje para subir los tres tramos de escaleras hasta las dos habitaciones donde habían latido seis corazones. Cuartos llenos de chistes, vodka, cenas, pequeños sueños, pequeños deseos y vida.
Miró a un lado y a otro de la calle. Más allá de Gresheski, la iglesia seguía en pie y sin ningún daño aparente. Volvió la cabeza hacia Suvorovski. Vio a unas pocas personas que entraban en sus edificios, personas que volvían a casa después del trabajo. Muy pocas, quizás unas tres. El pavimento se veía limpio y seco. El aire frío le hacía cosquillas en la nariz.
Era por él.
Su corazón seguía latiendo y la llamaba.
Él sería su coraje.
Asintió para sus adentros y abrió la puerta. El vestíbulo pintado de un color verde oscuro olía a orina. Tatiana subió poco a poco, ayudándose con el pasamano, los tres tramos de escaleras hasta su apartamento colectivo.
Abrió con su llave la puerta de la vivienda.
No se escuchó ningún ruido. No había nadie en la cocina de delante y las puertas de las otras habitaciones estaban cerradas. Todas excepto la de Slavin, que estaba entreabierta. Tatiana llamó y asomó la cabeza al interior.
Slavin estaba tumbado en el suelo; escuchaba la radio.
—¿Quién eres? —le preguntó él, con una voz aguda.
—Tatiana Metanova, ¿me recuerdas? ¿Quién eres tú? —Ella sonrió. Había cosas que no cambiaban nunca.
—¿Dónde estabas tú en la guerra de 1905? ¡Ah, menuda paliza le dimos a aquellos japoneses! —Señaló la radio—. Escucha, escucha con atención.
En la radio sólo transmitían el sonido del metrónomo.
Tatiana se retiró discretamente. Recordó que los rusos habían perdido aquella guerra. Slavin la miró desde el suelo.
—Tendrías que haber venido el mes pasado, Tanechka. Durante el mes pasado sólo cayeron siete bombas en Leningrado. Hubieras estado bien segura.
—No te preocupes. Si necesitas cualquier cosa, estoy al otro lado del vestíbulo.
Tampoco había nadie en su cocina. Se llevó una sorpresa al descubrir que la puerta de su vestíbulo y de las dos habitaciones estaban cerradas sin llave. En el sofá del vestíbulo, se encontró con dos extraños: un hombre y una mujer que tomaban té.
Tatiana los miró por un momento, desconcertada.
—¿Quiénes sois vosotros?
Le respondieron que eran Inga y Stanislav Krakov. Ambos rondaban los cuarenta y tantos; él tenía barriga y se estaba quedando calvo; ella era pequeña y enjuta.
—Pero ¿quiénes sois vosotros? —insistió Tatiana.
—¿Y tú quién eres? —replicó Stanislav, sin molestarse en mirarla.
—Éstas son mis habitaciones. —Tatiana dejó la mochila en el suelo—. Estás sentado en mi sofá.
Inga se apresuró a explicarle que habían vivido en Séptimo Soviet y Suvorovski.
—Teníamos un apartamento muy bonito, nuestro propio apartamento. Nuestro baño, una cocina y un dormitorio.
Al parecer, el edificio se había derrumbado con el impacto directo de una bomba en agosto. Dada la escasez de viviendas en Leningrado debido a los edificios derrumbados por los bombardeos, el ayuntamiento había asignado a Inga y Stanislav las habitaciones de los Metanov, que estaban vacías.
—No te preocupes —le dijo Stanislav, que seguía sin mirarla—. Dicen que no tardarán en encontrarnos otro apartamento, quizás incluso uno con dos dormitorios. ¿No es así, Inga?
—Pues yo ya estoy aquí. Las habitaciones ya no están desocupadas.
«Alexandr lo había limpiado todo tan bien…», pensó con tristeza.
—¿Sí? ¿Y dónde se supone que debemos irnos ahora? —preguntó Stanislav—. Estamos registrados en el consejo como los ocupantes de estas habitaciones.
—¿Por qué no os mudáis a alguna de las otras habitaciones? —preguntó, mientras echaba una ojeada al vestíbulo. Las otras habitaciones cuyos ocupantes habían muerto.
—Están todas ocupadas —dijo Stanislav—. Escucha, ¿qué necesidad hay de seguir hablando de todo este asunto? Aquí hay espacio para todos. Puedes disponer de una habitación para ti sola. ¿Qué sentido tiene quejarse?
—Así y todo, las dos habitaciones son mías —puntualizó Tatiana.
—En realidad, no —replicó Stanislav. Bebió un trago de té—. Ambas habitaciones pertenecen al Estado. Y el Estado está en guerra. —Soltó una carcajada que no tenía nada de alegre—. No estás siendo una buena proletaria, camarada.
—Stanislav y yo somos miembros del partido. Pertenecemos al cuerpo de ingenieros de Leningrado —le informó Inga.
—Eso es fantástico —opinó Tatiana, que de pronto se sintió muy cansada—. ¿Qué habitación es la mía?
Inga y Stanislav habían ocupado su antigua habitación, donde había dormido con Dasha, su madre, su padre y Pasha. También era la única que tenía calefacción. La estufa de la habitación que había sido de sus abuelos estaba rota. Pero aunque no lo hubiera estado, Tatiana tampoco tenía leña para encenderla.
—¿No podría al menos recuperar mi bourzhuika?
—Si te la damos, ¿qué usaríamos nosotros? —contestó Stanislav.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó Inga.
—Tania.
—Escucha, Tania —añadió Inga, con una clara expresión de vergüenza—, ¿por qué no instalas el catre junto a la pared que da a la estufa de nuestra habitación? La pared está caliente. ¿Quieres que Stanislav te ayude?
—Inga, ya está bien, sabes que me duele la espalda —exclamó Stanislav, irritado—. Ya lo moverá ella si quiere.
—Sí —admitió Tatiana.
Movió el sofá de deda lo justo para encajar el catre que había sido de Pasha entre el respaldo del sofá y la pared.
Efectivamente, la pared estaba caliente.
Tatiana durmió diecisiete horas seguidas tapada con tres mantas y el abrigo.
En cuanto se levantó fue a las oficinas del ayuntamiento para registrarse una vez más como residente de Leningrado.
—¿Por qué has vuelto? —le preguntó la mujer que atendía el mostrador con un tono desabrido mientras rellenaba los documentos para darle una cartilla de racionamiento—. Por si no te has enterado, los alemanes mantienen el asedio.
—Lo sé, pero faltan enfermeras. La guerra continúa. —Hizo una pausa—. Alguien tiene que cuidar de los soldados, ¿no?
La mujer se encogió de hombros, sin alzar la vista. «¿Es que nadie en esta ciudad va a mirarme? —se preguntó Tatiana—. Sólo una persona».
—El verano fue mejor —comentó la empleada—. Había más comida. Ahora no conseguirás patatas.
—Tampoco es tan grave —respondió Tatiana. Sintió una punzada al recordar el mostrador que Alexandr había hecho en Lazarevo.
Salió de las oficinas y fue a la tienda Elisei, en Nevski, con la cartilla en la mano. Le asustaba la idea de ir a la tienda de Fontanka y Nekrasova, donde el año pasado había ido a buscar las raciones para toda la familia. En Elisei ya no quedaba pan, pero le dieron leche de vaca, judías, una cebolla y cuatro cucharadas de aceite. Compró una lata de tushonka por cien rublos. Como todavía no trabajaba, su ración de pan era de trescientos cincuenta gramos; la de los trabajadores era de setecientos gramos. Tatiana estaba dispuesta a conseguir un trabajo.
Intentó comprar una salamandra, pero no tuvo suerte. Fue incluso al centro comercial de Gostini Dvor, al otro lado de Nevski, delante de Elisei, pero tampoco tenían una estufa. Le quedaban tres mil rublos del dinero de Alexandr y hubiera gastado con gusto la mitad para conseguir una salamandra que la mantuviera caliente. Cargada con la bolsa de comida, cruzó Nevski, pasó por delante del hotel Europeo, siguió por Mijailovskaia Ulitsa, cruzó la calle para entrar en los Jardines Italianos y se sentó en el banco donde Alexandr le había hablado de Estados Unidos.
No se movió, ni siquiera cuando comenzó el bombardeo, ni tampoco cuando las bombas cayeron en Mijailovskaia y en Nevski. Vio cómo una bomba explotaba en mitad de la calle y se alzaba una columna de humo negro del boquete abierto en el pavimento. Apenas si sacudió la cabeza. «Alexandr se enfadará conmigo cuando se entere de que estaba aquí», pensó Tatiana. Finalmente se levantó y emprendió el camino a casa. Pero lo quería vivo; le daba lo mismo si él la mataba. Conocía el temperamento de Alexandr; le había dado muestras más que sobradas durante sus últimos días en Lazarevo. Le costaba imaginar cómo había hecho Alexandr para recuperar la cordura, si es que la había recuperado.
Volvió a trabajar en el hospital Gresheski. Había acertado. Necesitaban enfermeras. En la oficina de personal vieron el sello que certificaba que ya había trabajado en el hospital y le preguntaron si era enfermera. Tatiana contestó que había sido ayudante de enfermera y que tardaría muy poco en ponerse al día. Pidió que la destinaran a la sala de pacientes terminales. Le dieron un uniforme blanco y acompañó a una enfermera llamada Elizaveta durante un turno de nueve horas, y después estuvo otras nueve horas con una enfermera llamada María. Ninguna de las dos miró a Tatiana.
Pero sí los pacientes.
Después de dos semanas de trabajar dieciocho horas diarias, le asignaron sus propias rondas y le dieron fiesta los domingos por la tarde. Por fin, reunió el valor necesario para ir a los cuarteles de Pavlov.