No llegaron más cartas de Alexandr.
Agosto dejó paso a septiembre, sin que llegaran más cartas. Tatiana hizo todo lo posible por centrarse en las ancianas, en los habitantes del pueblo, en los libros, en sus clases de inglés, en John Stuart Mill. Iba al bosque y lo leía en voz alta, complacida al comprobar que lo entendía casi todo.
Sin embargo, seguía sin tener noticias de él. Su alma no podía controlar la inquietud ni encontraba consuelo.
Un viernes, mientras estaba con el grupo de mujeres que hacían calceta, Tatiana concentrada en el suéter que tejía para Alexandr, oyó que Irina Persikova le preguntaba si había recibido alguna carta de su marido.
—Hace un mes que no recibe ninguna —comentó Naira, en voz baja—. Pero calla, nunca hablamos del tema. En la oficina del Soviet local de Molotov no tienen noticias. Ella va allí todas las semanas para ver si saben algo. No digas nada.
—En cualquier caso. Dios está con él —opinó Dusia.
—No te preocupes, Tatiasha —intervino Axinia, con un tono jovial—. Ya sabes lo mal que funciona el correo. Las cartas tardan una eternidad.
—Lo sé, Axinia —contestó ella con la vista puesta en las agujas—. No estoy preocupada.
—Te contaré una historia que hará que te sientas mejor. Hasta unos pocos meses antes de que tú vinieras, vivía aquí una mujer llamada Olga. Su marido estaba en el frente. Ella esperaba y esperaba sus cartas, pero nada. Lo mismo que tú, no podía más de la impaciencia, y entonces recibió diez cartas juntas.
—¿No sería fantástico? —exclamó Tatiana, con una sonrisa—. ¡Recibir diez cartas de Alexandr a la vez!
—Claro que sí, cariño. —Axinia sonrió—. Así que no te preocupes.
—Sí, tienes razón —intervino Dusia—. Olga ordenó las cartas cronológicamente y comenzó a leerlas. Leyó nueve. La décima era del comandante, para informarle de que su marido había muerto en el frente.
Tatiana palideció. Un «¡Oh!» escapó de sus labios.
—¡Dusia! —Axinia miró a la beata con una expresión de reproche—. Por todos los santos, ¿es que no tienes sentido común? Sólo te falta contarle cómo se suicidó Olga arrojándose al Kama.
Tatiana dejó el suéter sobre la mesa y se levantó.
—Ustedes acaben lo que están haciendo, mientras yo me ocupo de la cena. Voy a preparar un pastel de col.
Regresó a la casa con paso vacilante, y sin perder ni un segundo, sacó del baúl el libro de Pushkin. Alexandr le había dicho que el dinero estaba allí. Después de mucho mirar la tapa, exhaló un suspiro y cortó el papel con una cuchilla de afeitar. El dinero estaba allí. Mucho más tranquila, lo cogió.
Después lo contó.
Cinco mil dólares.
Sin alarmarse, volvió a contar los billetes nuevos, separándolos uno por uno. Diez billetes de cien dólares. Cuatro billetes de mil dólares.
Cinco mil dólares.
Los volvió a contar.
Cinco mil dólares.
Tatiana comenzó a dudar de ella misma: por un momento se dijo que tal vez siempre habían sido cinco mil dólares, que se había equivocado en la cantidad.
Todo hubiese estado en orden de no haber sido que la voz de Alexandr en la noche iluminada con la luz de la lámpara de petróleo continuaba sonando en su memoria: «Fue la última cosa que me dejó mi madre antes de que la arrestaran. Escondimos el dinero juntos. Diez mil dólares, y cuatro mil rublos».
Tatiana se tendió en la cama, con la vista puesta en las vigas del techo.
Él le había dicho que le dejaba todo el dinero.
No, él no le había dicho tal cosa. Le había dicho: «Te dejo el dinero». Ella le había visto pegar la tapa.
¿Por qué se había llevado sólo cinco mil dólares?
¿Para tranquilizarla? ¿Para que no se preocupara? ¿Para que no le montara otro escándalo? ¿Para que no regresara a Leningrado con él?
Tatiana cerró los ojos, con el dinero contra su pecho, e intentó averiguar qué había en el corazón de su marido.
Alexandr era el hombre que, cuando estaba a unos pocos metros de la libertad, de Estados Unidos, había elegido volverle la espalda al sueño de toda su vida. Sentía de una manera. También se comportaba de una manera. Quizás Alexandr soñaba con Estados Unidos, pero creía más en él mismo. Amaba a Tatiana por encima de todo lo demás.
Él sabía quién era.
Era un hombre que mantenía su palabra.
Y se la había dado a Dimitri.