Así vivían, de la mañana a la noche, desde la primera crecida del río al último canto de la alondra, desde el olor de las ortigas al de las piñas, desde el plácido sol de la mañana hasta la pálida luna azul en el claro. Así pasaban Alexandr y Tatiana sus días lilas.
Alexandr cortaba leña para ella y la disponía en paquetes atados con juncos. Ella le preparaba tartas de arándanos, compota de arándanos, y tortitas de arándanos. Ese verano abundaban los arándanos.
Él fabricaba cosas para ella, y ella le horneaba pan.
Jugaban al dominó. Se sentaban en la galería de Naira y jugaban al dominó los días de lluvia, y Tatiana le ganaba todas las partidas; por mucho que lo intentara, él no conseguía ganarle. Cuando estaban solos, jugaban al strip-póquer. Tatiana siempre perdía.
Jugaban al escondite, el juego favorito de Alexandr.
Tatiana le hizo cinco camisas y dos pares de calzoncillos. «Para que me sientas debajo del uniforme», le dijo.
Buscaban setas juntos.
Él le daba clases de inglés. Le enseñó los poemas en inglés que recordaba; algunos de Robert Frost: «Los bosques son hermosos, oscuros y profundos, pero tengo promesas que cumplir y millas que recorrer antes de poder dormir».
Y otros de Emma Lazarus: «Aquí en nuestras puertas bañadas por el mar, se alzará una poderosa mujer».
Alexandr encendía el fuego en la cabaña y le leía páginas de Pushkin mientras ella preparaba la cena. Pero al cabo de un tiempo, él abandonó la lectura de «El jinete de bronce». Era demasiado para ambos.
Alexandr encontró en el libro una foto suya que le había dado a Dasha el año anterior. Aparecía en el momento de recibir la medalla al valor por Yuri Stepanov.
—¿Mi esposa está orgullosa de su marido? —le preguntó, mientras le enseñaba la foto.
—Revienta de orgullo —le contestó ella, con una sonrisa—. Piensa en esto, Shura. Cuando yo era una niña que remaba en el lago Ilmen, tú ya habías perdido a tus padres, había ingresado en el ejército y te habías convertido en un héroe.
—No eras una niña que remaba en el lago Ilmen —afirmó él, y la abrazó—. Eras una reina que remaba en el lago Ilmen, que esperaba mi aparición.
—¿Sabes que todavía no tenemos las fotos de la boda?
—¿Quién tiene tiempo para ir a Molotov? —replicó Alexandr.
No hablaban de su marcha, pero de todas maneras pasaban los días. Al final no pasaban, sino que parecían correr delante de ellos al triple de velocidad, como si las agujas del implacable reloj giraran enloquecidas.
Alexandr y Tatiana no hablaban del futuro.
No, no lo hacían.
No podían.
No después de la guerra, no durante la guerra, no después del 20 de julio. Alexandr descubrió que apenas si podía hablar con Tatiana del día siguiente. No tenían pasado. No tenían futuro. Sencillamente eran, y punto. Jóvenes en Lazarevo.
Mientras comían y jugaban, hablaban y contaban chistes, pescaban y luchaban, caminaban por el bosque y mejoraban el conocimiento del inglés de Tatiana, nadaban desnudos a través del río, mientras él la ayudaba a hacer la colada de los dos, y la colada de las cuatro ancianas, cargaba con el cubo de agua y los cubos de leche, le cepillaba el pelo todas las mañanas, y le hacía el amor varias veces al día, sin cansarse nunca, sin dejar de sentirse excitado por ella, Alexandr comprendió que estaba viviendo los días más felices de su vida.
No se hacía ilusiones. Lazarevo no iba a volver nunca más, para ninguno de los dos.
Tatiana se hacía ilusiones.
Se dijo que era mejor tenerlas.
Que lo miraran a él.
Y que la miraran a ella.
Tatiana hacía tantas cosas por él —sonreírle, tocarle, reír, incluso mientras sus ciclos lunares de veintinueve días giraban rápidamente alrededor del eje de la pena— que Alexandr se preguntaba si ella alguna vez pensaba en el futuro. Sabía que ella algunas veces pensaba en el pasado. Sabía que ella pensaba en Leningrado. Tenía una callada tristeza que no había tenido antes, pero, en cuanto al futuro, parecía verlo de color de rosa o, como mínimo, mostraba una complaciente despreocupación.
«¿Qué haces?», le preguntaba ella mientras él permanecía sentado en el banco con un cigarrillo en los labios. «Nada», le respondía Alexandr. «Nada, aparte de alimentar mi dolor», pensaba.
Fumaba y la deseaba.
Era como el deseo que sentía por Estados Unidos cuando era unos años más joven.
El deseo de una vida con ella, una vida llena exclusivamente con ella, una sencilla y larga vida de casados donde pudiera olerla, saborearla, escuchar la lira de su voz y ver la miel de su pelo. Sentir su tremendo consuelo. Todo, todos los días.
¿Podría encontrar la manera de volverle la espalda a Tatiana y conseguir que su rostro leal lo dejara libre? ¿Lo perdonaría? ¿Por dejarla, por morir, por matarla?
Sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago cada vez que la veía salir desnuda de la cabaña y lanzarse al río dando alaridos, y después verla salir y cruzar el claro para acercarse a él y sentarse en el tronco muerto que era su corazón. Rechinaba los dientes cuando veía sus pezones duros por el frío, su cuerpo perfecto que esperaba tembloroso a que él lo abrazara, y sonreía y daba gracias a Dios porque cuando la estrechaba entre sus brazos, ella no podía verle el rostro crispado.
Alexandr fumaba y la observaba desde su banco hecho con un tronco seco.
—¿Qué haces? —le preguntaba ella.
—Nada —le respondía él. «Nada aparte de alimentar mi dolor hasta convertirlo en locura».
Cada día estaba de peor talante.
Le enfurecía ver que ella atendía a otras personas. Tatiana, al ver su enfado, se esforzaba todavía más en servirlo, hasta el punto de abrumarlo. «¿Qué quieres que te traiga?», «¿Qué más te puedo traer?», «¿Qué necesitas?», eran preguntas que repetía incesantemente.
Él le contestaba: «No, no necesito nada». Y ella venía con un cigarrillo, se lo ponía en la boca, se lo encendía y le besaba en la comisura de los labios, con sus ojos llenos de amor a unos centímetros de los suyos, torturados. Alexandr quería decirle: «Basta, apártate. ¿Qué será de ti cuando me haya ido y te quedes sin mí? ¿Qué te quedará cuando yo no esté, y tú me lo hayas dado todo?».
Alexandr era consciente de que Tatiana no sabía cómo darle de otra manera. Ella tenía una manera, y eso era lo que había. Su adoración por él era indeleble; su incapacidad para ocultar su verdadero ser era la razón por la que se había enamorado de ella. «Muy pronto tendrá que aprender», pensaba Alexandr cuando levantaba el hacha y la descargaba centenares de veces al día. Aprender a ocultar, incluso a él, su verdadero ser.
Se enfadaba con ella por las cosas más tontas. Su invariable alegría era una fuente de irritación permanente. Siempre estaba cantando y saltando a su alrededor con aquella magia infantil. No podía comprender cómo ella podía mostrarse tan despreocupada cuando sabía que él se marcharía al cabo de quince, diez, cinco, tres días.
Sentía unos celos tan tremendos que él mismo estaba sorprendido. No soportaba que nadie la mirara. No podía soportar ver que le sonreía a otras personas. No podía soportar verla hablar con Vova, y mucho menos que lo sirviera. Perdía los estribos con una regularidad cronométrica, pero no podía estar enfadado con ella más de cinco minutos. El arsenal que utilizaba Tatiana para sacar a Alexandr de su agujero sin fondo tenía demasiadas armas.
Alexandr nunca conseguía estar cerca de ella todo lo que deseaba. Ni cuando caminaban, comían, dormían o hacían el amor. Sus sentimientos, que oscilaban entre una tremenda ternura y una lujuria descarada, le empujaban a necesitarla muchas veces al día. Experimentaba un dolor físico cuando tenía que estar sin ella porque había ido al círculo de costura o a ayudar a las cuatro ancianas. La tímida ansia de Tatiana, su incomparable dulzura, su abierta vulnerabilidad, destrozaban el corazón de Alexandr. Lo único que deseaba era sentir su carne contra su cuerpo mientras gritaba: «¡Oh, Shura!».
Llegó un momento en que no podía acabar cuando estaba encima y le veía el rostro, y veía cómo ella lo miraba a él. Para acabar ahora necesitaba ponerse detrás, para que ella no lo mirara.
Lo único que pretendía con todo esto era sentirse mejor ante el hecho de dejarla.
Dejarla era impensable.
Alexandr se había formulado la pregunta tantas veces, que ahora casi no recordaba la respuesta.
¿Cuál era el precio que debía pagar por Tatiana?
Al principio la respuesta había sido clara.
Tatiana era la respuesta.
Pero éste ya no era el principio. Era el final.
Tatiana había ido a la fábrica de pescado porque había oído que quizá tuvieran arenques, mientras Alexandr se había quedado en el claro, como aturdido, mientras esperaba a que volviera. Entró en la casa y buscaba algo en el baúl de Tatiana que le ayudara en la espera cuando encontró algo casi en el fondo, como si hubieran querido ocultarlo. El baúl había pertenecido al abuelo de Tatiana, así que Alexandr no le dio mucha importancia, pero después de quitar los juegos de sábanas, las prendas, unos cuantos papeles y tres libros, encontró una mochila de lona negra. La abrió, impulsado por una súbita curiosidad. En el interior encontró su vieja pistola P-38, vodka, botas de invierno, quince latas de tushonka, galletas, una cantimplora y un fajo de rublos. También había prendas de invierno, todas de color oscuro.
Alexandr se fumó diez cigarrillos mientras esperaba su regreso.
Oyó a Tatiana antes de verla. Silbaba el vals que él había cantado para ella.
—¡Shura! —gritó ella alegremente—. ¡No te lo creerás! ¡Traigo un arenque! ¡Un arenque de verdad! Esta noche nos daremos un banquete. —Corrió a echarse en sus brazos y le rodeó el cuello con los suyos.
Alexandr la besó, con la sensación de que se le partía el alma. Le pareció notar que el rostro de Tatiana estaba un poco húmedo y después le enseñó la mochila.
—¿Qué es esto?
Tatiana miró la mochila.
—¿Qué?
—¡Esto! ¿Qué es?
—¿Has estado hurgando en mis cosas? Déjalo y ayúdame con el arenque.
—No pienso tocar el arenque hasta que me digas qué es esto.
—Te lo diga o no, tenemos que comer. Tardé treinta…
—¡Tatiana!
La muchacha exhaló un suspiro.
—Es mi mochila.
—¿Para qué? ¿Piensas ir de camping?
—No… —Dejó el arenque y se sentó en el banco.
Alexandr sacó todas las prendas oscuras y un sombrero marrón.
—¿A qué viene un conjunto tan atractivo? —Vio cómo ella se ponía tensa.
—Sólo para pasar más inadvertida.
—¿Más inadvertida? Entonces más te vale ocultar esos labios que dicen bésame. ¿Adónde vas?
—¿Se puede saber qué te ha dado?
—¿Adónde vas, Tania? —La voz de Alexandr subió de tono.
—Sólo quería estar preparada.
—¿Para qué?
—No lo sé. —Agachó la cabeza—. Para ir contigo.
—¿Para ir conmigo adónde? —exclamó el capitán.
—A cualquier parte. —Alzó la vista—. A cualquier parte donde tú vayas, iré contigo.
Alexandr intentó hablar pero no pudo; no encontraba las palabras.
—Pero, Tania…, regreso al frente.
—¿Eso harás, Alexandr? —preguntó ella en voz baja.
—Por supuesto. ¿A qué otro lugar podría ir?
Sus ojos lo miraron con una profunda emoción.
—Dímelo tú.
Alexandr parpadeó al tiempo que se apartaba, como si el estar demasiado cerca de ella lo dejara indefenso.
—Tania, regreso al frente —insistió, sin soltar la mochila—. El coronel Stepanov me dio un permiso más largo para que pudiera venir aquí. Le di mi palabra de que regresaría.
—Algo muy importante para vosotros, los norteamericanos. Siempre mantenéis vuestra palabra.
—Sí, es algo muy importante para nosotros —admitió Alexandr, con un tono amargo—. Ahora no sirve de nada discutirlo. Sabes que debo regresar.
Tatiana lo miró, temblorosa.
—Entonces, regresaré contigo —afirmó con una voz apenas audible—. Regresaré a Leningrado. —Sin duda había interpretado su silencio como un asentimiento—. Me dije que si tú estabas en el cuartel…
—¡Tatiana! —gritó él, pasmado—. ¿Lo dices en serio? ¿Me tomas por un imbécil?
Alexandr estaba tan alterado que se marchó al bosque durante unos minutos hasta que recuperó el control. Cuando volvió, ella estaba limpiando el arenque. Muy típico. Se sintió mortificado. Se acercó y de un manotazo le hizo soltar el pescado.
—¡Ay! —gritó ella—. ¡Basta! ¿Qué te pasa?
Alexandr volvió una vez más al bosque para calmarse. La observó mientras ella recogía el arenque, lo lavaba para quitarle la arena y la suciedad, y continuaba limpiándolo.
En cuanto regresó, cogió el condenado arenque, lo dejó sobre un papel en el suelo, hizo levantar a Tatiana y la sujetó de los hombros.
—Mírame, Tania. Intento mantenerme sereno, ¿de acuerdo? ¿Te das cuenta de lo que me cuesta? —Hizo una pausa—. ¿Qué demonios estás pensando? No puedes regresar conmigo.
Ella sacudió la cabeza, pero lo que dijo suavemente se escuchó con toda claridad:
—Regresaré contigo.
—¡No! ¡De ninguna manera! No, mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo. Tendrás que matarme para que te lleve conmigo. Olvídalo. Vendré a verte cuando me den otro permiso.
—No. No regresarás nunca más. Morirás allí sin mí. Lo presiento. No me quedaré aquí.
—Tania, ¿quién te dejará regresar? Yo no. ¿Te olvidas de que Leningrado sigue cercada? No puedes regresar a Leningrado. ¡Todavía estamos evacuando a la gente! ¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado lo que era Leningrado? No me lo puedo creer, porque han pasado sólo seis meses y todavía te despiertas en mitad de la noche. Leningrado es una ciudad sitiada. Todavía la bombardean todos los días. No hay vida en Leningrado. Es muy peligroso, y tú no vas a volver allí. —Alexandr jadeaba.
—De acuerdo, avísame si se te ocurre alguna otra idea. Tengo que limpiar este arenque.
Alexandr cogió el arenque y a punto estaba de arrojarlo al río, cuando Tatiana le sujetó el brazo.
—¡No! Es nuestra cena y si lo tiras aquellas pobres ancianas se quedarán sin comer.
—No vendrás conmigo y se acabó. No quiero hablar más de este tema. —Puso la mochila boca abajo y vació todo el contenido en el suelo.
Tatiana lo miró sin inmutarse.
—¿Quién va a recoger todo eso?
Sin decir palabra, Alexandr recogió las prendas y las hizo pedazos con su cuchillo.
Tatiana siguió observándolo desde el banco, con una expresión decidida a pesar del miedo.
—Ah, ¿a esto le llamas tú estar calmado? Shura, por si no lo sabes, puedo confeccionar otras prendas.
Alexandr soltó una maldición y se enfrentó a ella con los puños cerrados.
—Por todos los demonios, ¿estás intentando provocarme?
Alexandr recogió la mochila, dispuesto a cortarla en pedazos, pero esta vez Tatiana puso una mano directamente sobre la hoja del cuchillo.
—No, no, por favor. —Intentó arrebatarle el cuchillo, al tiempo que con la otra mano sujetaba la mochila.
No era rival para el soldado, y Alexandr estuvo a punto de apartarla de un empujón, pero se detuvo al ver que ella continuaba luchando a pesar de que estaba en inferioridad de condiciones. Para detenerla, tendría que hacerle daño. Dejó que le quitara el cuchillo y la mochila. Tatiana volvió a ocuparse de limpiar el arenque. Con su cuchillo.
Alexandr no habló mucho mientras cenaban en la casa de Naira; estaba demasiado inquieto. Cuando Tatiana le ofreció un poco más de tarta de arándanos, él le replicó con un «¡Ya te he dicho que no!» furioso, y vio el reproche en la mirada de su esposa. Quiso disculparse pero no pudo.
Recorrieron en silencio el camino de regreso a través del bosque, pero en la cabaña, mientras se desnudaban para irse a la cama, Tatiana le preguntó:
—No sigues enojado, ¿verdad?
—¡No! —respondió Alexandr. No se quitó los calzoncillos. Se tapó con las mantas y le volvió la espalda.
—Shura… —Le acarició la espalda y le besó la cabeza.
—Estoy cansado. Quiero dormir.
No quería que ella dejara de acariciarlo, y, por supuesto, ella no lo hizo. ¿Cómo podía?
—Venga —susurró Tatiana—. Venga, grandullón. Tócame, estoy desnuda. ¿Lo notas?
Alexandr se volvió para ponerse boca arriba, sin mirarla.
—Tatiana, quiero que me prometas que te quedarás aquí; estarás fuera de cualquier peligro.
—Sabes que no puedo quedarme —replicó ella, en voz baja—. No puedo estar sin ti.
—Por supuesto que puedes, y lo harás. Lo mismo que antes.
—No existe un antes.
—Calla. No entiendes nada.
—Entonces, cuéntamelo todo.
Alexandr no respondió.
—Dímelo —le suplicó ella, con su mano pequeña y tibia sobre sus brazos, su estómago, más abajo.
—Sólo nos quedan tres días —manifestó él. Le apartó la mano—. No pienso arruinarlos de esta manera.
—No, pero estás dispuesto a arruinarlos con tu mal humor y tu antagonismo. —Su mano lo acarició una vez más, como una muestra de su disposición a perdonarlo.
De pronto, Alexandr, cuando volvía a apartarle la mano, lo comprendió todo.
—Ah, ¿así que por eso estabas tan contenta, como si no te importara nada mi marcha? ¿Creías que me acompañarías?
Ella apretó su cuerpo contra el de su marido; le besó el brazo.
—Shura, ¿cómo crees que he podido vivir estos días contigo? No hubiese podido si aceptaba que te marcharías sin mí. Marido mío —su voz sonó como un pozo sin fondo—, te he dado todo lo que tenía. Si te marchas, te lo llevarás todo.
Alexandr tenía que levantarse si no quería volverse loco. Saltó de la cama.
—¡Pues será mejor que consigas más de donde sea, Tania! —gritó—. Porque yo me marcho, y me marcharé sin ti.
Ella sacudió la cabeza sin decir palabra.
—¡A mí no me sacudas la cabeza! —Alexandr estaba fuera de sí—, ocultarme tus secretos. ¡Tatiana, no voy a discutir esto contigo! ¿Lo entiendes?
—¡No!, ¿por qué te casaste conmigo si todo lo que querías era continuar con las mentiras?
—¡Me casé contigo para follarte cada vez que me venía en gana! —vociferó el capitán—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Cuando me venía en gana! ¿Crees que un soldado de permiso puede querer otra cosa? ¡Si no me hubiera casado contigo, todo Lazarevo estaría ahora comentando que tú eres mi puta!
Alexandr tuvo suficiente con ver el rostro para saber que ella no podía dar crédito a las palabras que acababan de salir de su boca. Ella se apoyó en la pared para no desplomarse, mientras no sabía qué taparse primero: si la cara o el cuerpo.
—¿Te casaste conmigo para hacer qué?
—Tatia… —Alexandr comenzó a temblar.
—¡Ahora no me vengas con Tatia! Primero me insultas y después Tatia… ¿Tu puta, Alexandr? —Gimió, indefensa, y se cubrió el rostro con las manos.
—Tania, por favor…
—¿Crees que no sé lo que estás haciendo? ¿Que no sé que pretendes que te odie? Pues, ¿sabes? —le dijo Tatiana, furiosa—. Después de intentarlo durante tantos días, creo que por fin lo has conseguido.
—Tania, te lo ruego…
—¡Llevas días apartándome para que te resulte más fácil dejarme!
—Volveré —señaló Alexandr con voz ronca.
—¿Quién querrá aceptarte? ¿Es cierto que volverás? ¿Estás seguro de que no has venido aquí por esto? —Corrió al baúl, rebuscó en el interior hasta dar con el ejemplar de «El jinete de bronce» y sacó del libro un puñado de billetes de cien y mil dólares—. ¿Era esto? —gritó, arrojándole el dinero a la cara—. ¿Has venido por esto, por tu dinero norteamericano? ¿Por los diez mil dólares que encontré en tu libro? ¿Viniste por esto, para poder escapar a Estados Unidos sin mí? ¿Acaso pensabas en dejarme un poco por haber abierto las piernas?
—Tania…
La muchacha cogió el fusil por el cañón, se acercó a Alexandr y le golpeó el estómago con la culata al tiempo que apuntaba el arma hacia ella.
—Quiero que me devuelvas lo que me quitaste. —Calló por un momento, ahogada por la furia—. Lamento haberme salvado para ti, pero ahora mátame, mentiroso y ladrón, porque después de todo, eso es lo que quieres. Aparta tu maldita mano de mi garganta y aprieta el gatillo. —Volvió a golpearlo con la culata en el plexo solar, y esta vez se apoyó la boca del fusil entre los pechos—. Adelante, Alexandr, dispara las treinta y cinco balas directamente a mi corazón.
Él le quitó el arma de las manos sin decir palabra. Tatiana lo abofeteó con todas sus fuerzas.
—Quiero que te marches ahora mismo —añadió, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Disfrutamos de unos momentos muy buenos, que ciertamente no volveremos a tener. Me has follado —dijo con un tono feroz— cada vez que te ha venido en gana. Ahora lo entiendo. Era la única cosa que querías desde el primer día. Conseguiste lo que querías, ya has terminado, así que vete. —Tatiana se arrancó el anillo del dedo y se lo arrojó a la cara—. Ten, ¡ya puedes dárselo a tu próxima puta!
Se subió a la cama, con el cuerpo sacudido por unos temblores tremendos y se envolvió con la sábana, como alguien muerto de inanición.
Alexandr abandonó la cabaña y se fue a nadar al Kama, con el deseo de que el agua helada se llevara a la tundra su dolor, su remordimiento, su amor, toda su vida. A la luna le faltaban tres días para ser llena. «Si me quedo en el agua —pensó—, quizás el río me lleve flotando hasta el Volga, hasta el mar Caspio, y nadie me encontrará. Flotaré sostenido por el dolor y mi corazón; flotaré sin sentir nunca más. Es todo lo que quiero. No sentir nunca más».
Regresó a la casa y buscó el anillo entre los billetes de cien y mil dólares.
Después se metió en la cama y se tendió en silencio junto a su Tania, atento a su respiración. De vez en cuando, ella se sacudía como alguien que ha llorado mucho rato. Yacía en posición fetal, de espaldas a él y de cara a la pared.
Por fin, le quitó la sábana y se abrazó a ella. Le separó un poco las piernas, y la penetró con la boca apretada primero en la nuca y después en la cabeza. Deslizó la mano izquierda por debajo de su cuerpo para tocarle los pechos mientras que con la derecha le sujetaba la cadera. La acunó contra su cuerpo, como siempre, de la misma manera que ella lo acunaba, como siempre.
Tatiana apenas si se movió. No se apartó, pero tampoco emitió el menor sonido. «Me está castigando —pensó Alexandr, con los ojos cerrados—. Me merezco algo mucho peor». No obstante, era insoportable escuchar su silencio. Le besó la cabeza, el pelo, los hombros. No podía hundirse lo suficiente en la tibieza de su cuerpo para encontrar la paz. Por fin, ella no pudo evitarle; soltó un gemido y le cogió la mano, y él esta vez no reprimió la descarga. Luego, él continuó dentro y escuchó su llanto.
—Tatiasha, lo lamento tanto. Lamento haberte dicho todas esas cosas horribles. No las dije de verdad. Ni una sola palabra. Tú lo sabes. —Le apretó el estómago.
—Las dijiste de verdad —replicó Tatiana—. Eres un soldado. Las dijiste de verdad, todas y cada una de ellas.
—No, Tania —insistió Alexandr, que se detestaba a sí mismo—. Por encima de todo lo demás, soy tu marido. No las dije en serio. —La apretó contra sí—. Siénteme, Tania, siente mi cuerpo, mis manos, mis labios, mi corazón; no las decía en serio.
—Shura, quisiera que no dijeras más cosas que no sientes.
Él olió todos sus olores; frotó el rostro contra su pelo.
—Lo sé. Lo siento.
Tatiana no le respondió, pero tampoco apartó la mano.
—¿Quieres darte la vuelta? —le preguntó. Se apartó un poco para dejarle sitio.
—No.
—Por favor. Vuélvete, por favor, y dime que me perdonas. —Se apartó otro poco para dejarle sitio.
Tatiana se volvió; tenía los ojos hinchados.
—Oh, cariño… —Alexandr se interrumpió. No podía soportar su expresión—. Dame tu aliento —susurró—. Quiero sentir tu aliento de arándano en mi rostro.
Ella lo hizo. Alexandr inhaló el cálido espíritu de los pulmones de ella en su boca y en sus pulmones. La abrazó.
—Por favor, dime que me perdonas, Tania.
—Te perdono. —Su voz sonó inexpresiva.
—Bésame. Quiero sentir que tus labios me perdonan.
Ella lo besó. Alexandr vio que tenía los ojos cerrados.
—No me has perdonado. Otra vez.
Tatiana lo volvió a besar suavemente. Lo besó; entonces sus labios se abrieron y soltó un leve gemido de perdón. Bajó las manos para sujetarlo. Lo acarició, lo acarició y siguió acariciándolo.
—Muchas gracias —dijo él, con la vista fija en su rostro—. Dime: «Shura, sé que no lo decías en serio. Sólo estabas furioso».
—Sé que no lo decías en serio. —Tatiana exhaló un suspiro.
—Dime: «Sé que me quieres con locura».
—Sé que me quieres.
—No, Tania —exclamó él, con una voz que era pura emoción—. Te quiero con locura. —Pasó sus labios por sus cejas de seda, incapaz de respirar, temeroso de perder el aliento de ella que guardaba en los pulmones.
—Siento haberte pegado.
—Me sorprende que no me mataras.
—Alexandr, ¿por eso viniste aquí? —La voz se le quebró pese a sus esfuerzos—. ¿Por tu dinero?
—Tania, déjalo ya. —Alexandr la apretujó entre sus brazos, con la mirada puesta en la pared—. No, no vine por mi dinero.
—¿Dónde conseguiste los dólares?
—Me los dio mi madre. Te dije que mi familia tenía dinero en Estados Unidos. Mi padre decidió que vendría a la Unión Soviética sin nada, y mi madre estuvo de acuerdo, pero trajo el dinero con ella por si surgía algún contratiempo. Nunca se lo dijo. Fue la única cosa que me dejó, unas pocas semanas antes de que la detuvieran. Lo ocultamos en la tapa del libro de Pushkin. Diez mil dólares en una y los cuatro mil rublos en la otra. Creyó que me ayudarían si llegaba el momento en que decidiera marcharme.
—¿Dónde dejaste el libro cuando te arrestaron en mil novecientos treinta y seis?
—Lo escondí en la biblioteca de Leningrado, y allí se quedó hasta que te lo di a ti.
—Oh, mi previsor Alexandr. Me lo diste justo a tiempo, ¿no es así? La biblioteca sacó de Leningrado sus libros más valiosos, incluida toda la colección de Pushkin, en julio pasado, y el resto de los libros los guardó en los sótanos. Tu dinero se hubiera perdido hace tiempo.
Alexandr no hizo ningún comentario.
—¿Por qué me lo diste? ¿Querías guardarlo en algún lugar seguro?
El capitán volvió la vista hacia ella.
—Porque quería confiarte mi otra vida.
Tatiana reflexionó durante unos momentos.
—El libro no estuvo siempre en la biblioteca, ¿no es así?
Una vez más, Alexandr no respondió.
—En 1940, cuando fuiste a combatir contra los finlandeses, te llevaste el dinero contigo, ¿verdad?
Él siguió sin responder.
—Oh, Alexandr. —Tatiana hundió el rostro en su pecho.
Alexandr quería hablar. Pero sencillamente no podía, y Tatiana habló por él.
—Una cosa más que Dimitri no te perdonó, como si no fueran bastantes. Cuando fuiste a buscar al hijo de Stepanov, te llevaste a Dimitri contigo porque los dos ibais a escapar a través de Finlandia, ¿no es así?
Alexandr no movió ni un músculo.
—Ibais a escapar, a través de los pantanos, con la intención de llegar a Viborg, después a Helsinki y luego a Estados Unidos. Tenías el dinero, estabas preparado. Era el momento con el que soñabas desde hacía años. —Le besó el pecho—. ¿No fue así, esposo mío, mi corazón, mi Alexandr, mi vida entera aquí en esta cabaña, no fue así? Dímelo. —Lloraba.
El capitán había perdido la voz. Estaba a punto de perderlo todo. Nunca había querido hablar de aquello con Tatiana.
—Era un plan magnífico —prosiguió Tatiana—. Hubieras desaparecido y nadie se hubiera preocupado de ir a buscarte; hubieran dado por hecho que estabas muerto. No contaste con que Yuri Stepanov estuviese vivo. Lo creías muerto. Ir a buscarlo sólo fue una excusa para regresar al bosque. Pero resultó que él estaba vivo. —Tatiana se rio por lo bajo—. Dimitri debió sorprenderse mucho cuando le dijiste que llevarías a Yuri de regreso. Seguramente te dijo: «¿En qué estás pensando? ¿Estás loco? ¡Hace años que sueñas con volver a Estados Unidos, aquí tienes la oportunidad, aquí está mi oportunidad!». ¿Me equivoco?
Alexandr hundió el rostro en el pelo de la muchacha. Después de una pausa bastante larga, susurró con un tono de asombro:
—Es como si hubieses estado allí. ¿Cómo lo has sabido?
—Porque yo, mejor que nadie, sé cómo eres. —Le sujetó el rostro entre sus manos—. Regresaste a la Unión Soviética con el hijo de Stepanov, convencido de que tendrías otra oportunidad. ¿Qué tuviste que hacer, Shura? ¿Prometerle a Dimitri que, si no te mataban, conseguirías de una manera u otra llevarlo a Estados Unidos?
Él le apartó las manos y se tendió de espaldas, con los ojos cerrados.
—Tania, basta. No puedo seguir con esto, sencillamente no puedo.
Ella se interrumpió sólo para recuperar el control de la voz.
—Así que ahora, ¿qué?
—Ahora nada —contestó Alexandr, sombrío, con la vista puesta en las vigas del techo—. Ahora tú te quedarás aquí y yo regresaré al frente. Dimitri está lisiado. Ahora lucho por Leningrado. Ahora muero por Leningrado.
—¡Dios! ¡No digas eso! —Tatiana lo cogió por los brazos, para volverlo hacia ella, y, llorando, se abrazó a su pecho. Lo estrechó todo lo que pudo, pero no fue bastante para ninguno de los dos—. ¡No digas eso, Shura! —Ahora lloraba sin control—. Shura, por favor, no me dejes sola en la Unión Soviética.
Alexandr nunca había visto a Tatiana tan alterada. No sabía qué hacer.
—Ven —le dijo con la voz quebrada, con el corazón roto. «Ven, Tatiana, no me quieras tanto, déjame ir, déjame libre».
Pasaron las horas. En mitad de la noche, Alexandr la amó otra vez.
—Sigue —susurró él—, separa las piernas como a mí me gusta. —Ella tenía un sabor como si hubiese estado llorando lágrimas de néctar en su garganta—. Promete —le dijo, mientras le besaba el vello rubio y le lamía la parte interior de los muslos—, prométeme que no dejarás Lazarevo.
La única respuesta de Tatiana fueron unos gemidos ahogados.
—¿Eres mi nena buena? —le preguntó; sus dedos cada vez más suaves, más insistentes—. ¿Eres mi nena adorable? —susurró; su boca más gentil, más insistente, su aliento cálido dentro de su cuerpo—. Prométeme que te quedarás aquí y me esperarás. Prométeme que serás una buena esposa y esperarás a tu marido.
—Te lo prometo, Shura. Te esperaré.
Más tarde, la voz entrecortada de Tatiana volvió a escucharse en la noche:
—Te esperaré mucho tiempo, aquí sola en Lazarevo —dijo sin sentir el menor alivio.
Alexandr la abrazó con tanta fuerza que ella casi no podía respirar.
—Sola, pero a salvo —afirmó él, sin sentir el menor alivio.
Ninguno de los dos sabía cómo habían hecho para pasar aquellos tres días. Envueltos en una marea de hostilidad y desesperación, lucharon, discutieron y destrozaron sus cuerpos, incapaces de encontrar un solo instante de solaz.