20

Tania y Shura jugaban una partida de póquer y apostaban las prendas que vestían. Tania, Tania, Tania. La que desafiaba a la muerte, la que reafirmaba la vida, la hacedora de estrellas, la indomable, la extravagantemente hermosa. Tania, que detestaba perder en cualquier juego. Y era espléndida perdiendo en el póquer. Alexandr necesitaba centrarse en las cartas y no en ella.

Después de perder la camisa, su adorable esposa estaba sentada en el suelo, apoyada en los brazos, mientras Alexandr, de rodillas, le chupaba los pezones suavemente. Estaban en el claro, delante de la hoguera, alumbrados por la gibosa luna creciente.

—Llévame adentro —susurró ella.

—No hasta que pierdas otra mano. —Pero él no podía apartarse—. Mírame, Tania. Estoy en un estado gaseoso cuando estoy contigo.

—No todo está en un estado gaseoso —replicó ella, que lo cogió al tiempo que se tumbaba sobre la mano—. No estoy dispuesta a perder otra mano para no obtener nada.

El juego no había favorecido mucho a Tatiana, pero sí a Alexandr. Ahora a ella sólo le quedaba jugarse las bragas.

—Las bragas y mi anillo de bodas —comentó ella—. Creo que a partir de ahora cambiará mi suerte.

—Quítate el anillo, y ponlo a buen recaudo —le dijo Alexandr mientras repartía las cartas.

La observó mientras ella estudiaba las cartas. Alexandr apenas si podía prestar atención a las suyas. Junto al fuego, el rostro poético de Tatiana estaba centrado en las cartas, que mantenía muy cerca de los pechos para impedir que él las espiara. Alexandr quería que bajara las cartas. Inspiró profundamente. No tardaría en tenerla.

—¿Cómo se dice…? «pégame» —le preguntó ella en inglés. Sonrió—. «Dos veces».

Se concentró en las cartas con mucha diligencia. De pronto, su rostro se despejó. Lo miró con los ojos muy brillantes y le dijo en ruso:

—Muy bien. Ahí van dos kopeks.

—Los veo —contestó Alexandr, que hacía lo imposible por mantener una expresión grave—. Venga, Tatia, enséñame lo que tienes. —Sonrió.

—¡Ajá! —Tatiana echó las cartas sobre la manta. Tenía un ful.

—¡Bah, eso no es nada! —afirmó Alexandr y le mostró sus cartas—. Cuatro reyes.

—¿Qué? —Tatiana frunció el entrecejo.

—Yo gano. Póquer de reyes. —Le señaló las bragas—. Venga, fuera bragas.

—¿Qué quieres decir?

—El póquer gana al ful.

—¡Serás mentiroso! —protestó, furiosa. Cogió las cartas y se las tiró.

Después se tapó los pechos.

—Esto no es Luga —le recordó Alexandr, mientras le apartaba las manos—. Ya te los he visto. —Sonrió—. Yo…

Ella volvió a taparse los pechos.

—Ahora por fin comprendo cómo ganas todas las veces. Haces trampa.

Alexandr no podía controlar las carcajadas. Era incapaz de seguir barajando.

—¿Cuántas veces tendré que explicártelo, camarada-yo-recuerdo-todo-lo-que-me-dices? ¿Eh? —Le cogió las bragas—. Las reglas son las reglas. Venga, fuera bragas.

Tatiana se apartó.

—Sí, las reglas de los tramposos —afirmó, con un tono de desafío—. Juguemos otra vez.

—Jugaremos otra vez, pero tendrás que jugar en cueros, porque esta mano la has perdido.

—¡Shura! El otro día le dijiste a Naira Mijailovna que tu ful le ganaba a su póquer. Eres un tramposo de tomo y lomo. No pienso jugar contigo si haces trampas.

—Tania, el otro día, Naira Mijailovna tenía un trío, y no un póquer, y yo tenía un ful, y el ful gana al trío. —Alexandr la miró con una sonrisa de oreja a oreja—. No necesito hacer trampas para ganarte al póquer. Al dominó, sí, pero no al póquer.

—Si no necesitas hacer trampas, entonces, ¿por qué las haces? —le acusó ella.

—Se acabó —dijo Alexandr. Dejó las cartas sobre la manta—. Tienes que quitarte las bragas. He ganado limpiamente.

—Querrás decir que has hecho trampas limpiamente.

Alexandr estaba desnudo hasta la cintura. Tatiana seguía tapándose los pechos con las manos pero sus labios estaban húmedos y entreabiertos, y su mirada se regodeaba con la visión de su torso.

—Tania, ¿quieres que te haga cumplir las reglas?

—Sí —replicó ella. Se levantó de un salto—. Me gustaría ver cómo lo intentas.

A Alexandr le encantaba su espíritu de lucha. Ella sólo le llevaba unos segundos de ventaja cuando él se levantó, pero Tatiana estaba dispuesta a no dejarse pillar. Ya se había metido en el río cuando él aún no había cruzado la mitad del claro. Su marido se detuvo en la orilla.

—¿Te has vuelto loca? —vociferó.

—¡Sí, y tú haces trampas en el póquer sólo para conseguir que me quite la ropa! —le gritó ella desde el río.

—¿Crees en serio que necesito hacer trampas en el póquer para que te quites la ropa? —Alexandr se cruzó de brazos—. ¡Si no hay manera de evitar que te desnudes!

—Serás mentiroso… —escuchó él que le decía.

—Venga, sal. —Se echó a reír, pero no la veía. No era más que un espacio oscuro en el agua—. Vamos, sal de una vez.

—Ven y sácame si eres tan listo.

—¿Crees que me he vuelto loco? No pienso meterme en el río de noche. Ven.

Tatiana imitó el cloqueo de una gallina.

—De acuerdo. —Alexandr dio media vuelta y se alejó de la orilla.

Fue hasta la hoguera, y recogió la baraja, los cigarrillos y las tazas de té. Se llevó todo, incluida la manta, a la casa; y después volvió a salir. El claro estaba en silencio. El río también. Ahora las noches eran un poco más frescas.

—¡Tania! —gritó.

Nada.

—¡Tania! —gritó, un poco más fuerte.

Nada.

Alexandr caminó a paso rápido hacia el río. No veía nada; ni siquiera un espacio oscuro. La luz de la luna era muy débil; las estrellas no se reflejaban en el agua.

—¡Tatiana! —gritó a voz en cuello.

Silencio.

Entonces, sin más, Alexandr recordó la velocidad de la corriente en el centro del río, los peñascos ocultos bajo la superficie, los troncos que arrastraba el agua y se dejó llevar por el pánico.

—¡Tatiana! ¡Esto no tiene ninguna gracia! —Esperó con el oído atento a un chapoteo, a una respiración, a un movimiento.

Nada.

Se metió en el agua sin siquiera quitarse los pantalones.

—¡Ya puedes empezar a correr si ésta es otra de tus bromas!

Nada.

Alexandr nadó contra corriente, sin interrumpir sus gritos.

—¡Tania! ¡Tania!

Miró hacia la orilla.

Allí estaba ella.

De pie, vestida con una camisa larga, secándose el pelo mientras lo miraba. Él no podía verle la expresión porque la hoguera estaba detrás, pero cuando habló, Alexandr se dio cuenta de que sonreía socarronamente.

—Creí que no querías meterte en el agua con los pantalones puestos, so tramposo.

Él estaba mudo. Aliviado pero mudo.

Alexandr salió corriendo del agua y se le acercó con tanta rapidez que ella retrocedió, asustada, y acabó sentada en el suelo. Tatiana lo miró y la sonrisa desapareció de su rostro.

Él la miró durante unos segundos, mientras recuperaba el aliento. Sacudió la cabeza.

—Tania, eres un demonio. —Le tendió una mano para ayudarla a levantarse, pero no volvió a mirarla cuando la soltó, y emprendió el camino de regreso a la cabaña, calado hasta los huesos.

Ella lo siguió y Alexandr la escuchó protestar.

—Sólo era una broma.

—¡Menuda gracia!

—Hay gente que no sabe apreciar una broma —murmuró ella.

—¿Crees que me parecería gracioso que te ahogaras? —gritó él, que se volvió hecho una furia—. ¿Cuál crees que era la parte que me haría más gracia? —Alexandr la sujetó un momento, la soltó y entró en la casa. La escuchó detrás de él, y después ella se le puso delante.

—Shura —susurró, mirándolo con ansia. Le cogió una mano y se la metió debajo de la camisa. No llevaba las bragas. Alexandr contuvo el aliento. Era incorregible. Dejó las manos entre sus muslos—. Se suponía que tú te meterías en el agua para rescatarme —añadió Tatiana, contrita. Le desabrochó el pantalón—. Te olvidaste de la parte en que el caballero rescata a la débil doncella.

—¿Débil? —Alexandr la acarició entre los muslos, mientras la estrechaba contra su cuerpo—. Sin duda hablas de otra persona. Te olvidas de que tu única obligación como doncella es hacerle el amor, no aterrorizar, al caballero.

—No pretendía aterrorizar al caballero —afirmó ella, mientras Alexandr la levantaba para ponerla en la cama. Tatiana le abrió los brazos.

Alexandr contempló el cuerpo desnudo de su esposa, alumbrado con la luz vacilante de la lámpara de petróleo, tumbada en la cama, que temblaba, que se abría, que gemía por él. Llevaban horas amándose, y sabía que a ella ya casi no le quedaba nada, después de haberse consumido una y otra vez en la ola. Sólo podía pensar en Tania. Apoyó una mano en los dedos de los pies de la muchacha, y después fue subiendo por las piernas, los muslos, entre los muslos, muy suavemente, para que no saltara, por el vientre hasta el pecho. Separó los dedos para abarcarle los pechos, y continuó con el recorrido, siempre muy despacio, hasta que le rodeó la garganta con la mano.

—¿Qué, Alexandr? ¿Qué, amado mío? —susurró ella.

Alexandr no le respondió. Mantuvo la mano sobre la garganta de la muchacha.

—Estoy aquí, soldado. —Tatiana apoyó la mano sobre la de él—. Siénteme.

—Te siento. Tania —afirmó él, en voz muy baja—. Te siento.

—Por favor, ven a mí —gimió Tatiana—. Por favor, ven, tómame como a ti te gusta. Tómame como a mí me gusta. Adelante, pero como a mí me gusta, Shura.

Él la tomó como a ella le gustaba, y después cuando estaban bien abrigados debajo de las mantas, agotados, abrazados y saturados el uno en el otro, dispuesto a dormirse, Alexandr abrió la boca para hablar, pero Tatiana se le adelantó.

—Shura, lo sé todo. Lo comprendo todo. Lo siento todo. No digas nada.

Se unieron en un feroz abrazo, sus cuerpos desnudos no simplemente apretados con fuerza el uno contra el otro, sino en un trance, dispuestos a intentar una fundición Bessemer, en la que el calor los alearía y uniría, y quizás acabar templados en su delicioso y triste enfriamiento.

Alexandr no se sentía templado. Sentía como si cada día lo soplaran con una masa de arena incandescente para transformarlo en un cristal todavía tibio.