Alexandr había ido al bosque a recoger leña. Tatiana lo llamó varias veces, sin obtener respuesta. Quería verlo antes de ir un momento a casa de Naira. Le dejó en el banco un plato con patatas fritas, dos tomates y un pepino. Siempre tenía hambre cuando volvía del bosque. Junto al plato, dejó una taza de té solo con azúcar, un cigarrillo y el mechero.
El gracioso marido de Tatiana había perdido el interés por las cosas graciosas. Aún le interesaba fumar y cortar leña. Ahora era todo lo que hacía. Fumaba para él y cortaba leña para ella. De vez en cuando, se despertaban antes del alba y salían a pescar cuando la superficie del Kama parecía un cristal y el aire era húmedo y azul. Caminaban somnolientos y silenciosos hasta su roca en un recodo del río que semejaba una piscina, al lado mismo del claro. Alexandr tenía razón. Era la mejor hora para ir a pescar. Pescaban media docena de truchas en cinco minutos. Él las conservaba vivas metidas en una bolsa de red sumergida en el agua y que colgaba de la rama de un árbol. Luego se sentaba a fumar mientras Tatiana se cepillaba los dientes y volvía a la cama.
Después de fumar y nadar un rato, Alexandr volvía a la cama, y Tatiana, como siempre, lo recibía después de esperarlo, de estar atenta a sus pasos, de rezar por él. Alexandr la excitaba de una manera increíble. Él era su amo y señor. Tatiana aceptaba lo que quisiera darle aunque fuera al alba y con hielo.
Pero mientras que antes Alexandr había disfrutado con el juego de tocarla con sus miembros helados, no hacía mucho que había comenzado a tocarla como si ella estuviera al rojo vivo, como si se consumiera al tocarla. Se sentía atraído por el fuego, no podía dejar de tocarla, pero ahora la tocaba como si supiera que las quemaduras le dejarían cicatrices para toda la vida, si es que primero no lo mataban.
¿Qué le había pasado al Shura que la perseguía, la tumbaba en el suelo, y la lamía y le hacía cosquillas? ¿Qué le había pasado al Shura que quería amarla a plena luz del día para verla con toda claridad? ¿Dónde estaba el hombre que reía, el hombre que bromeaba, el hombre descarado, el hombre despreocupado? Poco a poco, se había ido apagando para resucitar después convertido en el Alexandr que parecía estar satisfecho con fumar, cortar madera y mirarla.
Algunas veces, cuando Tatiana estaba profundamente dormida, bien acurrucada contra su cuerpo, feliz y contenta, Alexandr la despertaba bruscamente en mitad de la noche. Ella no se movía ni le decía palabra alguna. Sabía que él estaba despierto, sin poder respirar, la ahogaba, le robaba el aliento con su abrazo. Ella escuchaba su respiración entrecortada, sentía el roce de sus labios contra su pelo, y deseaba ser capaz de dejar de respirar para siempre.
Tatiana le preparaba los tomates, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. De pronto, escuchó su voz:
—¿Vas a alguna parte?
Alexandr era un soldado demasiado sigiloso. Ella se enjugó las lágrimas en un santiamén y se tragó el nudo que le oprimía la garganta.
—Espera un momento, ya acabo. —La luz era escasa; quizá no vería las huellas de las lágrimas. Volvió la cabeza y le sonrió. Alexandr chorreaba sudor y estaba cubierto de astillas—. ¿Has estado recogiendo más leña? —El corazón comenzó a latirle deprisa—. ¿Cuánta leña voy a necesitar? —Se acercó y le besó el pecho—. Mmm, hueles tan bien… —jadeó, encantada con su olor, con su presencia.
—¿Por qué tienes el rostro enrojecido?
—Estuve cortando cebollas para acompañar los tomates. Ya sabes lo que pasa con las cebollas.
—Sólo veo un plato. ¿Vas a alguna parte? —Lo dijo sin sonreír.
—Por supuesto que no.
—Espera un momento, voy a lavarme.
—No te preocupes. —Se acercó descalza a Alexandr. Se sentía vulnerable y excitada—. Siempre me siento pequeñita cuando llevas las botas —susurró, mirándolo con adoración.
El cuerpo de Alexandr la aprisionó toda entera. La mano izquierda le sujetaba la cabeza, la derecha le sujetaba las nalgas, su cuerpo estaba sobre y dentro de ella. No podía hacer el menor movimiento si él no se lo permitía. Tatiana se sometió totalmente, mientras sentía cómo Alexandr con cada uno de sus movimientos le transmitía su amor, la necesidad que tenía de ella. Ahora comprendía que Alexandr conocía muy bien su fuerza.
Tatiana apretó los labios contra su cuello.
—Oh, Shura, te necesito tanto…
—Estoy aquí —respondió él, con la voz quebrada—. Siénteme.
—Te siento, soldado —susurró ella—. Te siento.
Tatiana sintió demasiado pronto la ola ardiente que la inundaba y apretó los labios para suprimir los gemidos. Pero sabía que Alexandr también la sentía, porque abrazándola con todas sus fuerzas se detuvo y se apartó. «Aquí comienza —pensó Tatiana, que abrió las manos en una súplica muda—. Aquí comienza y dura toda la noche hasta que él finalmente suave y brutalmente, rítmica y entrecortadamente, descarga su hambre y su añoranza en mí, hasta que nos agotamos, hasta que los dos no podemos apartarnos de su doloroso pesar».
Anochecía. Tatiana miraba fijamente a Alexandr acostado boca abajo, con el rostro vuelto hacia ella y los ojos cerrados. Ella permanecía en silencio atenta a su respiración, en un intento por determinar si dormía. Le parecía que no. Cada tres o cuatro inspiraciones, Alexandr se sacudía, como si estuviera pensando. Tatiana no quería que pensara. Con mucha suavidad y lentamente dibujó con los dedos círculos pequeños en su espalda. Alexandr murmuró algo y giró la cabeza para el otro lado.
«¿Qué necesita? —se preguntó—. ¿Qué puedo darle?».
—¿Quieres que te haga un masaje? —Le besó el antebrazo y le pasó la mano por los hombros musculosos—. ¿Me oyes?
Él se volvió otra vez y abrió un ojo.
—¿Sabes hacer un masaje?
—Sí. —Tatiana sonrió. Él estaba en calzoncillos. Se montó sobre las nalgas.
—Tatia, ¿qué sabes tú de masajes?
—¿A qué te refieres? —replicó ella con un tono de burla. Le pellizcó las nalgas—. He dado muchísimos masajes.
—¿Sí?
Sabía que eso le llamaría la atención.
—Sí. ¿Preparados? Raíl, raíl —cantó Tatiana mientras que con la punta de los dedos trazaba dos líneas paralelas a la columna vertebral desde la nuca a la cintura elástica de los calzoncillos.
»Traviesas, traviesas, traviesas. —Trazó líneas perpendiculares.
»Aquí llega el tren. —Una línea en zigzag hasta abajo.
»Y vuelca todo el grano. —Le hizo cosquillas en la espalda.
Alexandr se echó a reír, con las manos en la cabeza.
Tatiana quería besarlo, pero no formaba parte del juego.
—Vinieron las gallinas y comenzaron a picotearlo. —Le pinchó con los dedos.
»Llegaron los gansos y lo pellizcaron. —Le pellizcó por todas partes.
—¿Qué clase de masaje es éste?
—Aparecieron los niños y los pisotearon. —Le hundió las palmas en la espalda.
—¡Eh! ¿Por qué me pisotean?
—Llegaron los ladrones, le echaron sal y pimienta, y se lo comieron —chilló Tatiana, y le hizo cosquillas.
Él se retorció. «Me encanta que tenga cosquillas», pensó Tatiana. No pudo resistirse, le mordió la espalda. Era demasiado hermoso. Le encantaba tenerlo debajo de ella y ver cómo se retorcía mientras le hacía cosquillas. Cuando lo mordió, él ronroneó de placer.
—Aquí llega Dedushka, que recoge los granos. —Volvió a golpearle con los dedos—. Aquí viene el guardián del zoológico.
—Oh, no, el guardián del zoológico, no —protestó Alexandr.
—Se sienta y comienza a escribir. —Tatiana dibujó una mesa y una silla. Le pasó el dedo por la espalda como si escribiera.
»Por favor, dejad que mi hija entre en el zoo, y, por favor, recolectad el grano. Varios puntos… —Le pinchó en las costillas. Él saltó. Tatiana se echó a reír—. Pega el sello.
Le dio una palmadita. Alexandr volvió a saltar.
—¡Es hora de echarla al buzón! —Tatiana tiró del elástico del calzoncillo y lo soltó. La goma le azotó suavemente. Le bajó un poco el calzoncillo y le acarició las nalgas.
Alexandr se quedó muy quieto.
—¿Se ha acabado? —preguntó con voz ahogada.
Tatiana se tumbó sobre él sin dejar de reír.
—Sí. —Lo besó entre los omóplatos—. ¿Qué te ha parecido? —Le encantaba sentir su espalda desnuda debajo de su cuerpo, como si fuera una cama muy dura. «Él me cargó a la espalda —pensó—. Me cargó durante nueve kilómetros, a mí y a su fusil». Tatiana frotó la mejilla contra sus omoplatos color caoba. Todo un mes tomando el sol. Parpadeó.
—Muy interesante. ¿Es algún tipo especial de masaje ruso?
Tatiana le dijo que ella y los chicos en Luga se lo hacían los unos a los otros veinte veces al día, cada vez un poco más fuerte y con más cosquillas. Pero no mencionó que era uno de los juegos favoritos de ella y Dasha.
Alexandr se apartó de debajo de Tatiana.
—Es mi turno.
—¡Oh, no! —chilló ella—. Prométeme que serás bueno.
—Date la vuelta.
Tatiana se volvió, con el vestido puesto.
—Espera. Levántate, levántate. Quítate el vestido. —Él la ayudó.
Tatiana permaneció boca abajo delante de Alexandr con las trenzas atadas con cintas blancas, el cuello al aire, la espalda suave, satinada, al aire. Tenía pecas en los hombros de tanto sol, pero el resto era color marfil. Alexandr se inclinó sobre ella y trazó una línea con la lengua desde el omóplato al cuello. Le desató las cintas del pelo.
—Espera, también quitaremos esto —dijo, agitado, tirando de las bragas de seda azul.
—Shura —preguntó Tatiana, que levantó un poco las caderas para ayudarle—, ¿cómo podrás tirar del elástico si me quitas las bragas?
Alexandr, perdido como siempre cuando la veía levantar las caderas, le mordió suavemente la piel de la clavícula.
—Dado que no tenemos un tren cargado con grano, ni osos pisoteándote la espalda, quizá también podamos imaginar el elástico de tus bragas, ¿no? —Vio que ella sonreía, con los ojos cerrados. Él le dio un beso, al tiempo que se quitaba el calzoncillo con una mano.
—No estás jugando de acuerdo con las reglas —protestó Tatiana, cuando él continuó besándola entre los omóplatos.
Alexandr, sin hacerse rogar, se sentó sobre los muslos de Tatiana, apoyado en las rodillas para no aplastarla.
—Muy bien. ¿Cómo empieza?
—Raíles, raíles —dijo Tatiana.
Alexandr trazó las dos líneas desde el cuello hasta la rabadilla.
—Muy bien, pero no hace falta que bajes tanto.
—¿No? —replicó él, sin apartar las manos de los glúteos.
—No —repitió ella, pero su voz sonó agitada.
—Las gallinas. ¿Qué hacen?
—Picotean.
Alexandr la golpeó con los dedos suavemente. Apoyó las manos en la espalda de Tatiana, y las movió desde la columna hacia las costillas, para después deslizarías hasta sus pechos.
—¿Qué pasa con los gansos?
—Pellizcan. —Él le pellizcó los pezones con mucho cuidado—. Shura, tendrás que hacerlo mejor si quieres que parezca un ganso. —Levantó un poco el cuerpo. Él la pellizcó otra vez sin tantos miramientos—. Mmm, mucho mejor.
—Aparecieron los ladrones… —Alexandr se levantó un momento, para separarle las piernas y meterse entre ellas, otra vez de rodillas—. Le echaron sal. —Le levantó las caderas—, le echaron pimienta —añadió, penetrándola por detrás. Tatiana soltó un grito y retorció la sábana con los puños—. Y se la comieron, una vez, y otra, y otra más.
Alexandr se inclinó sobre ella sin detenerse, le apoyó las manos en la espalda y las deslizó hacia arriba hasta tocarle el pelo rubio resplandeciente. Cerró los ojos y volvió a erguirse, sujetándole las caderas con manos de hierro.
—¿Eso qué era? ¿Algún tipo de masaje norteamericano? —le preguntó ella, cuando acabaron—. Porque eso no figuraba en las reglas.
Él se echó a reír, sin abrir los ojos.
—¿Sabes una cosa? —añadió ella—. Este juego ya nunca me parecerá el mismo.
—¿De la misma manera que ya no te parece lo mismo jugar al escondite?
—Sí, también lo has estropeado. Te quiero.
—Yo también te quiero —afirmó Alexandr, que se inclinó para abrazarla por detrás, todavía dentro de ella, y con la sensación de que no podía abrazarla todo lo fuerte que quería.