17

Al cabo de unos pocos días de un calor sofocante, Tatiana estaba saltando otra vez.

—¿Ahora qué estás haciendo? Ya has hecho un banco. Deja ya de hacer cosas. Vamos a nadar. ¡A nadar! Venga, incluso el Kama está caliente en estos días. Vamos a zambullirnos. A ver si esta vez aguanto sumergida más tiempo que tú.

Alexandr se encontraba en el interior de la casa. Acaba de traer los dos troncos que había aserrado con tanto esfuerzo; medían casi un metro de largo. Puestos de pie le llegaban a la altura de las caderas.

—Más tarde. Tengo que hacer esto.

—¿Qué estás haciendo? —repitió Tatiana.

—Espera y lo verás.

—¿Por qué no me lo dices y acabamos antes?

—Un mostrador.

—¿Para qué? Lo que necesitamos es una mesa. —Volvió a dar saltitos—. Seguimos comiendo en el suelo. ¿Por qué no haces una mesa? Mejor todavía, ven a nadar conmigo. —Comenzó a tirarle del brazo.

—Quizá más tarde. ¿No hay de beber? Dios, qué calor.

Tatiana salió un momento y volvió con un vaso de agua y un pepino cortado.

—¿Quieres un cigarrillo?

—Sí.

Le llevó un cigarrillo.

—Shura, no necesitamos un mostrador. Necesitamos una mesa.

—Haré una mesa alta. O podremos usar esto como un banco alto.

—¿Por qué directamente no lo haces un poco más bajo?

—Espera y verás. Tania, ¿nunca te ha dicho nadie que la paciencia es una virtud?

—¡Sí! —exclamó ella, impaciente—. Dime lo que estás haciendo.

Alexandr la sacó de la casa sin responderle.

—¿Puedes traerme un poco de pan, por favor? Estoy hambriento.

—Muy bien. Pero tendré que ir a casa de Naira. No nos queda pan.

—Pues entonces ve a casa de Naira. Pero no tardes mucho.

Tatiana no tardó en volver con pan, mantequilla, huevos y una col.

—¡Shura! Esta noche prepararé un pastel de col.

—¡Que sea deprisa! Me estoy muriendo de hambre.

—Siempre estás muerto de hambre. No hay manera de llenarte. —Sonrió—. ¿Tienes calor? Quítate la camisa.

—Me estoy asando.

—¿Ya has acabado?

—Casi. Ahora lo estoy cepillando.

Tatiana se acercó al mostrador, lo miró y después miró a Alexandr.

—¿Cepillando?

—Lo aliso. No queremos clavarnos una astilla.

—¿No queremos? —Tatiana estaba intrigada—. Shura, ¿sabes lo que me ha dicho Dusia?

—No, cariño. ¿Qué te ha dicho Dusia?

—Que éste es el verano más caluroso que han tenido en Lazarevo en setenta y cinco años, ¡desde 1867! Desde que ella tenía cuatro años.

—¿De veras? —Cogió la cantimplora que le ofreció Tatiana. Se la bebió toda y pidió más. Dejó la cantimplora llena a su lado y continuó con el pulido de la madera.

—No lo entiendo —comentó Tatiana, atenta a su trabajo—. Me llega a la altura de las costillas. ¿Por qué lo has hecho tan alto?

Alexandr sacudió la cabeza y dejó el cepillo. Fue a lavarse las manos y la cara en el cubo de agua.

—Ven aquí —le dijo, cuando acabó de refrescarse—. Te ayudaré a subir. —La sentó en el mostrador y se colocó delante de ella—. Bueno, ¿qué te parece?

—Tengo la sensación de ser muy alta —respondió Tatiana. Miró los ojos serenos y la sonrisa en los labios de su marido—. Pero no me da miedo la altura. —Hizo una pausa—. Y mi cara está casi al mismo nivel que la tuya. Me gusta. Acércate, soldado.

Alexandr le separó las piernas y se puso entre ellas. Por un momento, se miraron con los ojos casi a la misma altura, y después se besaron. Él le metió las manos debajo del vestido y le acarició los muslos hasta las caderas. Ella no llevaba ropa interior.

—Humm. —Jugó con ella un momento y después se desató los cordones del pantalón corto—. Dime, Tatiasha —murmuró Alexandr, mientras la penetraba y la atraía hacia él—. ¿Esto te parece bastante cerca?

—Creo que sí —contestó ella con voz ronca. Sus manos se aferraron al borde del mostrador.

Alexandr la sujetaba por las caderas mientras se movía rítmicamente y después le bajó el vestido hasta la cintura para poder chuparle los pezones.

—Quiero sentir tus pezones mojados contra mi pecho. Cógete del cuello. —Ella no pudo—. Cógete, Tania —insistió él, acelerando el ritmo—. ¿Todavía crees que el mostrador es demasiado alto? —Ella no le pudo contestar—. Eso era lo que pensaba —murmuró, encerrando el cuerpo desnudo en sus manos ávidas—. De pronto, parece tener la altura exacta, ¿no es así, mi querida e impaciente esposa, no es así?

Después, mientras Alexandr seguía de pie entre las piernas de ella, cansado y sudoroso, Tatiana, también cansada y sudorosa, le dio un beso en la garganta y le preguntó:

—Dime, ¿lo has hecho sólo para esto?

—No del todo. —Alexandr bebió un buen trago de la cantimplora y después vació el resto del agua sobre el rostro y los pechos de Tatiana—. Podemos poner patatas encima.

—Se da el caso de que no tenemos patatas —dijo Tatiana, riéndose.

—Pues es una lástima.

—Shura, tenías toda la razón. ¡El mostrador tiene la altura perfecta! Por fin tengo un lugar para amasar la pasta de mis pasteles. —Tatiana le sonrió mientras se enharinaba las manos. La masa leudada había subido, y ahora, finalmente, se disponía a preparar el pastel de col.

Alexandr estaba sentado en el mostrador; balanceaba las piernas como un chiquillo.

—Tatiana, ¡no intentes cambiar de tema! ¿Me estás diciendo sinceramente que Pedro el Grande no tendría que haber construido Leningrado y de paso modernizar Rusia?

—No estoy diciendo nada de eso —afirmó Tatiana—. Cuidado, no metas la pierna en la harina. Lo dice Pushkin. Nuestro Pushkin tenía una postura ambivalente cuando escribió «El jinete de bronce».

—¿Cuánto tiempo tardará en estar listo el pastel? —preguntó Alexandr sin moverse ni un milímetro. Arrojó un pellizco de harina al rostro de Tatiana—. Y Pushkin no era ambiguo al respecto. En «El jinete de bronce» insiste en la necesidad de que Rusia entre en el mundo moderno, por mucho que chille y patalee.

—Pushkin no creía que Leningrado hubiera sido construido a un precio justo, y no comiences —dijo, arrojándole un puñado de harina—, porque sabes que llevas las de perder. —Sonrió—. El pastel estará listo en cuarenta y cinco minutos.

—Sí, después de que lo metas en el horno. —Alexandr se quitó la harina de la cara y balanceó las piernas más rápidamente, sin apartar la mirada de Tatiana—. Mira lo que escribió Pushkin: «¿No fuiste tú, un ídolo imponente, templado ante el abismo, quien con mano de hierro elevó a Rusia a su destino?». Destino, Tania, destino. No se puede luchar contra el destino.

—Shura, apártate un poco, por favor. —Tatiana cogió el rodillo para estirar la masa—. Pushkin también escribió: «Los generales del emperador fueron corriendo a salvar al pueblo que, sin hacer caso, dominado por el miedo, se ahogaba allí donde vivía». Miedo, Alexandr, ¡se ahogaba! A eso me refiero cuando hablo de ambivalencia. Pushkin escribió que las personas no querían ser salvadas ni modernizadas.

Alexandr no se movió. Al contrario, golpeaba el rodillo con el muslo cada vez que se acercaba.

—Tania, hay una ciudad donde no había ninguna. Hay civilización donde antes sólo había pantanos.

—¡Deja de golpear el rodillo! Díselo a Evgeni. Se volvió loco. Díselo a Parasha. Ella se ahogó.

—Evgeni era débil. Parasha era débil. No he visto que nadie les haya levantado una estatua. —No dejó de golpear el rodillo.

—Quizá. Pero Shura, no me negarás que el propio Pushkin era ambivalente. Preguntaba si el precio en vidas humanas que se había pagado por la construcción de Leningrado no había sido demasiado alto.

—Claro que lo negaré —afirmó él, poco dispuesto a dar el brazo a torcer—. No creo que fuera ambivalente en absoluto. ¿El pastel llevará algún relleno, o simplemente pondrás la masa en el horno?

Tatiana dejó de estirar la masa y lo miró fijamente.

—Shura, ¿cómo puedes decir eso?

—¿Cómo puedo decirlo? No veo el relleno.

La muchacha le tocó la pierna con el rodillo.

—Ve a buscarme la sartén. ¿Cómo puedes decir que no era ambivalente? —repitió Tatiana, con la mirada puesta en Alexandr—. Mira lo que escribe Pushkin. ¡Es el significado de todo el poema! —Cogió aire—. «Y en el pálido resplandor de la luz de la luna, cabalga en la bestia al galope, la mano extendida en medio del clamor, el jinete de bronce en feroz persecución». Pushkin no acaba el poema como lo empezó con los hermosos parapetos de piedra, las cúpulas doradas de Leningrado, las noches blancas y el Jardín de Verano. —Tatiana sonrió con el corazón henchido de gozo al recordar el Jardín de Verano, y Alexandr le devolvió la sonrisa—. Pushkin acaba el poema diciéndonos que sí, Leningrado fue construido, pero la estatua de Pedro el Grande nace como en una pesadilla y persigue a Evgeni, nuestro pobre desgraciado, por toda la eternidad, a lo largo de las hermosas calles de Leningrado. «Y durante toda aquella larga noche, no importa la calle que pueda escoger el pobre desgraciado, se escuchará el terrible galopar del jinete de bronce en su estela». —Tatiana se estremeció. ¿Por qué se estremecía? Hacía mucho calor.

Alexandr le ofreció la sartén de hierro.

—Tania, ¿puedes discutir conmigo y rellenar el pastel al mismo tiempo? No pretenderás que esté de acuerdo contigo para que acabes de preparar la cena.

—¡Shura, ése fue el precio que se pagó por Leningrado! Parasha ahogada. Evgeni perseguido por el jinete de bronce por toda la eternidad. —Tatiana echó el relleno en el pastel y comenzó a cerrar los bordes—. Creo que Parasha hubiera preferido seguir viva, y que Evgeni hubiera preferido seguir cuerdo, aunque representara continuar viviendo en un pantano.

Alexandr volvió a sentarse en el mostrador, con las piernas bien separadas.

—«Aquí yace mi desafortunado bribón, y aquí enterraron caritativamente el cadáver helado en la fosa común» —recitó. Se encogió de hombros—. En cualquier caso, insisto en que sacrificar a Evgeni es un precio justo por tener un mundo libre.

—¿Sacrificar a Evgeni también es un precio justo para imponer el socialismo en un país? —le preguntó Tatiana, en voz baja.

—¡Eh, no me vengas con ésas! —exclamó Alexandr—. No puedes comparar a Pedro el Grande con Stalin.

—Respóndeme.

—¡Por mucho que chille y patalee, Tatiana, pero en el mundo libre, Tatiana! —Alexandr se bajó del mostrador—. ¡No por mucho que chille y patalee en la esclavitud! Es una diferencia vital, esencial, crucial. Es la diferencia entre morir por Hitler y morir por detenerlo.

—Pero no deja de ser morir, ¿verdad, Shura? —Tatiana se le acercó—. No deja de ser morir.

—Yo también me moriré si no como algo pronto —protestó Alexandr.

—Ahora mismo lo meto en el horno. —Metió el pastel en el horno y después se puso en cuclillas para lavarse la cara y las manos en el cubo. En la cabaña no se podía estar del calor que hacía con el horno encendido. No servía de nada tener la puerta y las ventanas abiertas. Miró a su marido—. Tendremos que esperar cuarenta y cinco minutos. ¿Qué quieres hacer? No, espera. Olvídalo. Bueno, de acuerdo, pero ¿puedes esperar a que limpie el mostrador? Me estoy poniendo perdida de harina. A ti te gusta, ¿no? Oh, Shura, eres insaciable. No podemos hacer esto a todas horas.

»Oh, Shura, no podemos…

»Oh, Shura…

»Oh…

—Sé que quieres llevarme la contraria —comentó Tatiana mientras cenaban fuera de la casa, en el claro iluminado con los últimos reflejos del día y con la luna en cuarto creciente que asomaba por encima de las montañas. La muchacha había preparado una ensalada de tomate y cebolla, además del pastel de col, y rebanadas de pan negro con mantequilla—. Para ti morir por Hitler o hacerlo por Stalin equivale a la misma cosa.

—Efectivamente, pero no es lo mismo morir por detener a Hitler. —Engulló un bocado de pastel—. Soy un aliado de Estados Unidos. Lucho en el bando de Estados Unidos. —Asintió con un gesto, muy decidido—. Acepto esa pelea.

Tatiana miró el pastel de col.

—Creo que no lo he tenido en el horno el tiempo necesario —opinó en voz baja.

—Son las nueve de la noche. Me lo hubiese comido crudo hace cuatro horas.

Tatiana, poco dispuesta a abandonar la discusión, porque sabía que ella estaba en lo cierto, comentó:

—Volvamos a Pushkin. Rusia, tal como está representada en el personaje de Evgeni, no quiere ser modernizada. Pedro el Grande hubiera hecho bien en dejarla como estaba.

—¿Hubiera hecho bien? —exclamó Alexandr—. ¡Pero si Rusia no existía! Mientras el resto de Europa estaba en la Ilustración, Rusia seguía enterrada en el Medievo. Después de que Pedro construyera Leningrado, aparecieron como por arte de magia el francés, la cultura, la educación y los viajes, la economía de mercado, una cada vez más floreciente clase media, una aristocracia muy sofisticada. Había música y libros. Los libros, Tania, que tanto te gustan. Familias felices que sirvieron de tema a Tolstoi. Él nunca hubiese podido escribir sus libros de no haber sido por lo que Pedro el Grande construyó cien años antes. El sacrificio de Evgeni y Parasha significó que prevaleciera un orden mundial mucho más beneficioso. —Hizo una pausa—. El triunfo de la luz sobre las tinieblas.

—Sí, a ti te resulta muy fácil hablar de su sacrificio. A ti no te persigue un trozo de bronce.

—Míralo de otra manera —dijo Alexandr, con la boca llena de pan—. ¿Qué estamos cenando, si es que a estas horas se puede llamar cena? Pastel de col. Pan. ¿Por qué? ¿Sabes por qué?

—No veo que…

—Ten paciencia, y lo verás en un minuto. Estamos cenando comida de conejos porque no quisiste levantarte a las cinco de la mañana. Te lo dije. Tenemos que ir ahora si queremos pescar unas cuantas truchas. De lo contrario, los peces se marcharán. ¿Me escuchaste?

—Algunas veces te escucho…

—Sí, y los días que me escuchas, comemos pescado. ¿Tenía razón? Por supuesto. Claro que es terrible levantarse tan temprano. Pero después tenemos comida de verdad. —Alexandr se engullía el pastel alegremente—. Ahí es donde quiero ir a parar: todas las grandes cosas que vale la pena tener requieren un sacrificio. Es eso, lo siento por Leningrado. Valía la pena el sacrificio.

—¿Stalin? —apuntó Tatiana, después de una pausa.

—¡No, no y no! —Alexandr dejó el plato sobre la manta—. Dije todas las grandes cosas que vale la pena tener. Sacrificarse por el orden mundial de Stalin no sólo es execrable, sino que no tiene sentido. ¿Qué dirías si yo te mandara levantarte, te obligara, te dijera que no tienes otra opción, tienes que levantarte, agotada y con los ojos somnolientos, y salir con un frío tremendo, no a pescar, sino a buscar setas? Y no las setas que tú quieres, sino las setas que yo recojo, las venenosas que arranco del suelo, las que te destrozan el hígado y te matan en cinco minutos. —Alexandr se echó a reír—. Dime, ¿querrías levantarte?

—Tampoco quiero levantarme ahora —manifestó Tatiana. Le señaló el plato—. Come. Ya sé que no es pescado…

—No, es el delicioso pastel que hace mi Tania —afirmó él, con la boca llena, mientras le guiñaba un ojo alegremente—. Hay algunas batallas que por mucho que no quieras librarlas, tienes que hacerlo. Que vale la pena sacrificar tu vida por ellas.

—Si tú lo dices… —Tatiana desvió la mirada.

Alexandr tragó el bocado y dejó el plato.

—Ven aquí.

—No hablemos más de esto —le rogó Tatiana, abrazándolo con todas sus fuerzas.

—No hablemos más —dijo Alexandr—. Vamos a zambullirnos en el Kama.

A la mañana siguiente, Tatiana chillaba con verdadera desesperación en el interior de la cabaña. Sus alaridos llegaron hasta Alexandr, que se encontraba en el bosque cortando leña, y se hicieron escuchar por encima del ruido de los hachazos. Dejó caer el hacha y corrió de regreso a la casa. Al entrar, se encontró a Tatiana acurrucada encima del mostrador. Las rodillas casi le tocaban el cuello.

—¿Qué pasa? —le preguntó, sin resuello.

—Shura, un ratón ha pasado entre mis pies cuando estaba cocinando.

Alexandr miró los huevos sobre la cocina, el pote con el café que hervía en la cocina, los tomates cortados en los platos, y después a Tatiana, a un metro de altura. En su rostro comenzó a dibujarse una sonrisa.

—¿Qué estás…? —Se interrumpió porque cada vez le resultaba más difícil contener la risa—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

—¡Te lo he dicho! —chilló ella—. Pasó un ratón y me rozó —se estremeció al recordarlo— la pierna con la cola. ¿Puedes encargarte de ese bicho asqueroso?

—Sí, pero ¿qué estás haciendo ahí arriba?

—Apartarme del ratón, ¿qué crees? —Frunció el entrecejo, con una expresión de desdicha—. ¿Vas a quedarte ahí sin hacer nada o vas a cogerlo?

Alexandr se acercó al mostrador y la cogió en brazos. Tatiana se aferró a su cuello, sin poner los pies en el suelo. Él la abrazó, la besó y la volvió a besar con muchísimo cariño.

—Tatiasha, cobardica, los ratones pueden trepar, ¿no lo sabías?

—No, no pueden.

—He visto a los ratones subir al mástil de la tienda del comandante en Finlandia, para comerse el trozo de queso que había en la punta.

—¿Qué hacía un trozo de queso en la punta del mástil de una tienda?

—Nosotros lo pusimos.

—¿Por qué?

—Para ver si los ratones trepaban.

Tatiana casi se rio.

—Pues ya puedes despedirte de desayunar, tomar café o estar conmigo en esta casa hasta que no desaparezca ese ratón.

Alexandr sacó a su esposa de la casa y después fue a buscar el desayuno. Se sentaron a comer en el banco.

—Tania, ¿los ratones te dan miedo? —le preguntó, incrédulo.

—Sí. ¿Lo has matado?

—¿Cómo quieres que lo haga? Nunca mencionaste que le tenías miedo a los ratones.

—Nunca me lo preguntaste. ¿Que cómo quiero que lo mates? Por amor de Dios, tú eres un capitán del Ejército Rojo. ¿Qué os enseñan en la academia?

—A matar seres humanos, no ratones.

—Pues no sé, lánzale una granada, o algo así —propuso Tatiana, que apenas si había probado el desayuno—. Utiliza tu fusil. No lo sé. Pero no voy a entrar ahí para convivir con un ratón.

—Recorriste las calles de Leningrado mientras los alemanes lanzaban bombas de quinientos kilos, ni parpadeaste cuando las bombas descuartizaron a no sé cuántas mujeres que hacían la cola contigo, te enfrentaste a los caníbales, saltaste de un tren en marcha para ir a buscar a tu hermano, pero ¿te dan miedo los ratones?

—Veo que lo tienes claro —replicó Tatiana, desafiante.

—No tiene sentido. —Alexandr sacudió la cabeza—. Si una persona no tiene miedo ante los grandes peligros…

—Una vez más vuelves a equivocarte. ¿Has acabado de hacer preguntas? ¿Quieres preguntar o añadir algo más?

—Sólo una cosa más. —El capitán mantuvo la expresión grave—. Me parece que hemos encontrado tres usos para el mostrador que hice ayer. —No aguantó más y se echó a reír.

—Adelante, ríe —exclamó Tatiana—. Adelante, aquí estoy para que el caballero se ría. —Le brillaban los ojos.

Alexandr dejó su plato en el banco, hizo lo mismo con el de ella y después la hizo ponerse de pie entre sus piernas. Tatiana seguía enfurruñada.

—Tania, ¿tienes idea de lo graciosa que eres? —Le besó los pechos—. Te adoro.

—Si es verdad que me adoras —replicó ella, mientras intentaba inútilmente librarse de sus brazos—, no estarías aquí coqueteando conmigo en vez de decretar la ley marcial en la cabaña.

—Antes de ocuparme de ese bicho, te advierto que no se dice coquetear después de que le has hecho el amor a una chica.

En cuanto Alexandr entró en la cabaña, Tatiana se sentó en el banco y acabó de desayunar tranquilamente. Al cabo de unos minutos, Alexandr salió de la casa con el fusil en una mano, la pistola en la otra y la bayoneta entre los dientes. El ratón colgaba de la punta de la bayoneta.

—¿Qué te parece? —le preguntó él con una voz apenas audible.

—Está bien, está bien —respondió Tatiana, que se ahogaba de la risa—. No es necesario que me muestres tu botín de guerra.

—Ah, lo traigo porque sé que no creerías en la muerte del ratón si no lo ves con tus propios ojos.

—¿Quieres hacer el favor de no citar mis palabras? Shura, tú me lo dices, y yo te creo. Ahora vete, aparta esa cosa de mi vista.

—Una última pregunta.

—Oh, no. —Tatiana se tapó el rostro, mientras intentaba no reírse.

—¿Crees que este ratón muerto vale un ratón asesinado?

—¿Quieres marcharte de una vez?

Tatiana escuchó sus carcajadas a lo largo de todo el camino hasta el bosque.