15

Se habían levantado temprano, y después de ir a pescar y nadar un rato, Tatiana estaba en cuclillas junto al hogar, muy entretenida enseñándole a Alexandr cómo se preparaba la pasta para las tortitas. No sabía qué le pasaba, pero él no le prestaba atención.

—¡Shura! No pienso pasarme todo el día enseñándote cómo se preparan las tortitas. ¿Por qué te niegas a aprender?

—Soy un hombre. Soy incapaz físicamente de aprender a cocinar para mí —le respondió con una sonrisa. Estaba acostado en el suelo de madera, muy cerca de Tatiana, mientras ella batía la leche tibia con la harina y el azúcar.

—Pero bien que hiciste helado para mí.

—Porque era para ti. Me refería a cocinar para mí.

—¡Shura!

—¿Qué?

—¿Por qué me miras a mí y no a la pasta? —Él estaba despatarrado en el suelo, y la miraba con una expresión muy tierna.

—No puedo apartar mi mirada de ti —afirmó él plácidamente—, porque me resultaba muy excitante que cocines para mí con tanto abandono. Lo que yo quiero. No puedo apartar mi mirada de ti —añadió, un poco más agitado—, porque ya no tengo hambre de tortitas.

—Deja de mirarme —replicó Tatiana, cada vez más agitada—. ¿Qué harás cuando te encuentres solo en el bosque y tengas que comer?

—¿Es necesario que aprenda a preparar la pasta de las tortitas? Comeré cortezas, bayas, setas.

—Hazme un favor, no comas setas. ¿Quieres mirar, por favor?

Alexandr echó una mirada a la olla.

—¿A ver? ¿Leche, harina, azúcar? ¿Eso es todo lo que necesita? ¿Lo he dicho bien? ¿Puedo volver a mirarte?

Tatiana, como si fuese por accidente, movió la espátula, y le salpicó la cara con unas gotas de la pasta.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Cuidado!

Alexandr la miró con una expresión incrédula, después metió la mano en la olla, cogió un puñado de pasta y se la arrojó a la cara.

—¿Con quién te crees que te las tienes?

—No lo sé —respondió ella con voz pausada. Se quitó la pasta de los ojos y continuó batiendo mientras añadía—: Pero creo que no tienes idea de con quién te las tienes en esta casa.

Antes de que él pudiera reaccionar, Tatiana cogió la olla, le vació el contenido sobre la cabeza y salió corriendo de la casa.

Alexandr chorreaba pasta de tortitas por todo el cuerpo cuando la alcanzó en el claro. La levantó en el aire y frotó todo su cuerpo contra el de ella, mientras le tapaba la boca para que no se riera, pero ella no podía parar, dominada por el deleite y el deseo. Se retorcía de risa, y tenía muy claro que a su marido le recordaba cómo se retorcía su cuerpo de placer, porque él ya estaba en el paso siguiente, cuando ella aún continuaba riéndose. Temblorosos, sucios y pegajosos, con los pechos juntos, se volcaron el uno en el otro como crema espesa y azúcar caliente, se lamieron, resbalando el uno sobre el otro, y después Alexandr, saciado y jadeante, le preguntó alegremente:

—Si no nos comemos las tortitas, pero sí la pasta cruda, ¿cuenta como desayuno?

—Estoy casi segura de que sí —contestó Tatiana, casi sin resuello.

El sol estaba en lo más alto de su trayecto. Alexandr limpiaba las truchas en la mesa pequeña que había construido. Utilizaba su cuchillo militar para cortarles la cabeza y vaciarles las tripas. Tatiana permanecía a su lado, con una bolsa para los desperdicios y una cacerola con agua para echar los pescados limpios. Iba a preparar sopa de pescado con patatas. Disponía de un solo cuchillo, y Alexandr lo manejaba con mucha habilidad.

—Mientras no tengas que cocinar la comida que caces o pesques, nunca te morirás de hambre, ¿no es así, Shura? —le preguntó ella, que lo miraba con admiración.

—Tania, si es necesario, cocinaré este pescado en la hoguera que encenderé. —La miró—. ¿Qué?

—Alexandr, tú pescas, enciendes fuego, haces muebles, peleas, cortas leña. ¿Hay algo que no sepas hacer? —Tatiana se ruborizó antes de acabar la pregunta.

—Dímelo tú. —Alexandr se inclinó y comenzó a besarla, y no se detuvo hasta que ella gimió en su boca—. No seas tan deliciosa —susurró.

—Tengo que dejar de ruborizarme —comentó ella en voz baja.

—Por favor, no. Por cierto, hay una cosa que no sé hacer: la pasta de las tortitas. —Le sonrió.

—¿Cuándo iremos a Molotov para recoger las fotos de la boda que nos sacó la mujer del joyero?

—Querrá que le demos nuestras alianzas de oro a cambio de las fotos. Ya lo verás.

Tatiana le besó el brazo, apretó el rostro contra su hombro.

—¿Tenemos bastante petróleo para la cocina?

—Mucho, ¿por qué?

—Después de que prepare la sopa, ¿podríamos salir un rato? —Tatiana se armó de valor—. Shura, Dusia me preguntó si podía echarle una mano en la iglesia. —Miró a Alexandr—. Por favor. Siento remordimientos porque ya no voy casi por su casa y…

—Vas demasiado. —Él dejó de sonreír.

—Creía que era tu sombra.

—Excepto cuando te vas allí. —Alexandr exhaló un suspiro—. ¿Qué necesita esta vez?

—El cristal de una de las ventanas está a punto de caerse —le informó Tatiana, más tranquila—. Me preguntó si tú podías repararlo. Es la única vidriera de la iglesia.

—Vaya, así que esta vez me necesita.

—Yo iré contigo. Dice que te dará una botella de vodka por la molestia.

—Dile que te deje en paz, y cerramos el trato.

Tatiana lo dejó por un momento y volvió con un cigarrillo y un encendedor.

—Ten, abre la boca.

—Cómo hablas —dijo Alexandr, y abrió la boca.

Tatiana lo observó mientras él daba unas cuantas chupadas. Después, sin saber qué hacer con el cigarrillo, lo olió, se lo llevó a la boca, le dio una chupada, y de inmediato comenzó a toser. Él le cogió el cigarrillo, le dio tres o cuatro chupadas y dijo:

—Ya está. Y no vuelvas a intentarlo otra vez. Escucho cómo respiras por la noche: tus pulmones suenan como fuelles.

—Eso no es por la tuberculosis. —Tatiana aplastó la colilla—. Es por la fuerza de tus abrazos. —Desvió la mirada.

Alexandr no hizo ningún comentario.

En la iglesia, Tatiana ayudó a Alexandr a sostener el pequeño cristal emplomado. Estaba subida a una escalera, mientras él ponía en el marco una mezcla hecha con piedra pómez pulverizada, arcilla y agua.

—¿Shura? ¿Puedo hacerte una pregunta hipotética?

—No.

—¿Qué hubiéramos hecho si Dasha estuviera viva? ¿Alguna vez te lo has planteado?

—No.

—Pues yo sí. Algunas veces.

—¿Cuándo?

—Ahora, por ejemplo. —Tatiana insistió al ver que él no le contestaba—. ¿No quieres preguntártelo? ¿Qué hubiéramos hecho?

—No quiero pensarlo.

—Hazlo.

—¿Por qué disfrutas torturándote? —Alexandr exhaló un suspiro—. ¿Crees que la vida ha sido demasiado buena contigo?

—La vida ha sido demasiado buena conmigo —respondió ella, con voz pausada y sin dejar de mirarlo.

—Sostén el cristal bien firme. Es la única vidriera de Dusia. No creo que te perdone si la rompes. ¿Pesa demasiado para ti?

—No, ya puedo. Espera, deja que me acerque un poco más al marco.

—Aguanta un poco más. Ya casi he terminado.

Tatiana se movió en la escalera, resbaló y se cayó, soltando el cristal, que se desprendió del marco. Alexandr lo cogió al vuelo, lo dejó en el suelo y después ayudó a Tatiana a levantarse del suelo. Se había pegado un buen susto, pero no se había hecho daño, salvo un pequeño rasguño en el tobillo. Sin embargo, miraba a su marido con el entrecejo fruncido.

—¿Qué? —dijo Alexandr—. ¿Qué te han parecido mis reflejos? A partir de ahora, Dusia rezará por mi vida todos los días. —Intentó quitar el polvo del vestido de Tatiana, pero sólo consiguió ensuciarla más—. Mira mis manos, me quedaré pegado a ti si no voy con cuidado. —Sonrió mientras le besaba la clavícula.

Tatiana continuó mirándole con una expresión ceñuda.

—¿Qué pasa?

—Me encantan tus reflejos. Rápidos como una centella. Bien hecho. Sólo que me gustaría señalar que puestos a elegir entre el cristal y tu esposa, has escogido el cristal con una rapidez digna de encomio.

Alexandr se echó a reír. La ayudó a subir a la escalera y se quedó de pie detrás de ella. No la tocó con las manos sucias de argamasa, pero le mordió suavemente las nalgas a través del vestido.

—Yo no escogí el cristal. Tú ya estabas en el suelo.

—Pues no vi que tus reflejos legendarios intentaran sujetarme mientras caía en picado como un cohete.

—¿Ah, sí? Dime, ¿qué hubiese pasado si el cristal se te cae encima? Entonces sí que no hubieras estado muy contenta conmigo.

—Tampoco estoy muy contenta contigo ahora —replicó ella, pero con una sonrisa.

Alexandr le mordió de nuevo en las nalgas y volvió a ocuparse de la colocación de la vidriera. Por fin, el cristal quedó bien sujeto.

Dusia, que también estaba en la iglesia, se acercó para darle las gracias, e incluso le dio un beso en la mejilla, mientras le decía que era un buen hombre.

Alexandr aceptó el cumplido con la mirada puesta en Tatiana.

—¿Qué te había dicho?

—Venga, buen hombre —dijo Tatiana, que lo cogió de la camisa—. Vamos. Es hora de lavarte.

Regresaron a casa por el sendero a través del bosque que olía a resina de pino. En cuanto llegaron, Tatiana entró para buscar el jabón y una toalla.

—Tania, ¿me puedes dar de comer primero?

—Shura, no puedes comer así de sucio.

—Pruébalo. Sé muy bien cómo va esto del baño. Tardaremos dos horas en comer y me estoy muriendo de hambre. Sirve la sopa en el cuenco, coge una cuchara y dame de comer.

—Bueno, si no puedes esperar dos horas… —protestó Tatiana por lo bajo, que ya sentía como se reavivaba la llama en su vientre.

—Dame de comer, Tatia. Ya me reñirás más tarde. —Alexandr enarcó las cejas. Los ojos le brillaban como dos ascuas.

Tatiana, con el corazón henchido de gozo, cogió la cuchara, y mientras le daba de comer, volvió a la carga.

—No has respondido a mi pregunta hipotética.

—Afortunadamente, la he olvidado.

—Sobre Dasha.

—Ah, eso. —Masticó un trozo de patata y pescado y se lo tragó—. Creo que ya sabes la respuesta.

—¿La sé?

—Por supuesto. Sabes que si estuviera viva, hubiera tenido que casarme con ella, como le había prometido, y tendrías que haberte ido a la cama con el buenazo de Vova.

—¡Shura!

—¿Qué?

—No voy a hablar contigo de esto si no te lo tomas en serio.

—Está bien. ¿Puedo tomar un poco más de sopa?

Después de comer, fueron al río y él se lavó las manos mientras Tatiana le enjabonaba la espalda.

—Nunca me hubiese casado con Dasha si tú estuvieras viva —manifestó Alexandr—. Lo sabes. Mi verdad hubiera salido a la luz aquí, en Lazarevo. ¿La tuya también?

Tatiana no le respondió.

Estaban sentados en el río, cerca de la orilla. Alexandr cogió la botella de champú. Le pidió que se volviera y comenzó a lavarle la cabeza.

—¿La echas de menos? —le preguntó mientras le frotaba el pelo.

—La echo de menos. Me pregunto cómo hubiese sido estar en Lazarevo con ella. —Se apoyó en el hombre—. Echo de menos a mi familia. —Hizo una pausa cuando se le quebró la voz—. De la misma manera que tú seguramente echas de menos a tus padres.

—No tuve tiempo para echarles de menos. Estaba demasiado ocupado intentando salvar mi vida. —Le echó la cabeza hacia atrás para enjuagarle el pelo.

Sin embargo, Tatiana sabía la verdad.

—¿Sabes?, algunas veces tengo una sensación muy curiosa cuando pienso en Pasha.

—¿Qué sensación?

Ella se puso de pie y le cogió el jabón de las manos.

—No lo sé. Bombardearon el tren, no encontraron ningún cadáver. Es como si el no saber a ciencia cierta lo que le pasó hiciera que su muerte parezca menos real.

Alexandr también se levantó y la condujo a aguas más profundas.

—¿Me estás diciendo que sólo lo crees cuando ves morir a las personas que quieres?

—Algo así. ¿Tiene sentido?

—En absoluto. No vi morir a mi madre, ni tampoco vi morir a mi padre. Pero están muertos de todas maneras.

—Lo sé. —Ella lo enjabonó con mucho cariño, como si quisiera consolarlo—. Pero Pasha es mi hermano mellizo. Es como mi otra mitad. Si está muerto, ¿qué pasa conmigo? —Se enjabonó los pechos y frotó sus pezones duros y erguidos contra el pecho de su marido.

—Eso tiene fácil respuesta. Estás muy viva. —Alexandr sonrió—. Te diré una cosa. ¿Quieres seguir jugando a las preguntas hipotéticas? Tengo una pregunta para ti. —Le cogió el jabón de las manos y lo tiró a la orilla—. Digamos que Dasha está viva, y que tú y yo todavía no estamos casados, pero… —Alexandr se interrumpió mientras levantaba a Tatiana, que inmediatamente le rodeó la cintura con las piernas—, yo, Tania, te había hecho el amor de pie. De esta manera. —Ambos gimieron—. Aquí, en nuestro río… dime, oh, mi muy viva esposa, ¿qué hubieras hecho? ¿Me hubieras dejado ir, sabiendo…?

Ella gritó.

—¿… esto? —acabó Alexandr.

Como si Tatiana pudiera soñar en responder.

—No quiero jugar a este juego nunca más —dijo, aflojando un poco la presión de las piernas, pero con los brazos bien sujetos alrededor de su cuello.

—Bien —asintió Alexandr.

Más tarde, Tatiana se sentó en el agua menos profunda con la espalda apoyada en una piedra que afloraba del río y Alexandr se tumbó delante de ella, con la nuca apoyada en su pecho. Conversaron en murmullos y contemplaron el Kama y las montañas hasta que, en un momento dado, Tatiana advirtió que Alexandr estaba muy callado. Se había quedado dormido, con las piernas sumergidas en la suave corriente y el torso apretado contra su cuerpo. Lo abrazó, y con una sonrisa de felicidad, le besó suavemente la cabeza, y dejó los labios apoyados en el pelo húmedo.

Permaneció sentada durante mucho rato sin moverse, hasta que el fin aspiró a fondo y se llenó los pulmones con el aire que olía a savia, aguas frescas y cerezos en flor. A hierba mojada, hojas secas, arena y a Alexandr.

—Había una vez —susurró— un hombre, un príncipe resplandeciente entre los campesinos, que era adorado por una frágil doncella. La doncella escapó al país de las lilas y la leche, y esperó, impaciente, que su príncipe viniera para darle a ella el sol. No tenían adónde ir y sí mucho de lo que escapar; no tenían refugio ni salvación; no tenían nada más allá de su diminuto reino en el que vivían, excepto dos personas: el amo, la señora y dos esclavos. —Tatiana hizo una pausa y abrazó más fuerte a Alexandr—. Cada día era un glorioso milagro de Dios. Ellos lo sabían. Entonces llegó el momento en que el príncipe tuvo que marcharse, pero no había de qué alarmarse porque la doncella… —Tatiana se interrumpió. Por un momento le pareció que le había oído contener la respiración—. ¿Shura?

—No te detengas —murmuró él—. Estoy muy interesado en saber cómo sigue. ¿Por qué no había de qué alarmarse? ¿Qué iba a hacer la doncella?

—¿Qué te ha parecido hasta ahora?

—No está mal. Mi parte favorita es esa que habla de un amo.

Tatiana le besó la mejilla.

—Me reservo la opinión hasta el final. —Alexandr frotó la nuca contra los pechos de la muchacha—. Dime por qué no había de qué alarmarse.

—No había de qué alarmarse —continuó Tatiana, pensando deprisa— porque la doncella esperó pacientemente su regreso.

—Es un cuento de hadas. ¿Qué más?

—Él regresó.

—¿Y…?

—¿Tiene que haber un «Y…» después de eso? Y vivieron felices por siempre jamás.

—¿Dónde? —preguntó Alexandr después de una pausa que a ella le pareció eterna.

Tatiana miró las montañas, sin responder a la pregunta.

—No está mal, Tania —afirmó Alexandr, mientras se levantaba y se volvía para mirarla.

—¿No está mal? ¿Por qué no lo pruebas tú?

—No soy muy bueno contando cuentos.

—Sí, tú siempre prefieres exagerarlo todo. Adelante, inténtalo.

—De acuerdo. —Se sentó con las piernas cruzadas, se echó agua en la cara, la mojó a ella y comenzó—: Veamos. Había una vez una doncella muy hermosa y muy rubia. —La miró—. Una doncella que todas las demás envidiaban. Y un caballero mercenario renegado tuvo la fortuna de ser amado por ella. —Sonrió—. Una y otra vez.

Tatiana lo empujó con el pie, pero su sonrisa era incluso más amplia que la de Alexandr.

—El caballero se marchó para proteger al reino de los invasores. —Hizo una pausa—. Y no regresó. —Dejó de mirar a Tatiana, y dirigió la vista a la orilla—. La doncella esperó a su caballero durante un tiempo adecuado…

—¿Más o menos cuánto?

—No lo sé. ¿Cuarenta años?

—No digas tonterías. —Tatiana le pellizcó la pierna.

—¡Ay! Pero finalmente ella no pudo esperar más y se entregó al señor del castillo.

—Después de cuarenta años, ¿quién la querría?

Alexandr miró a Tatiana.

—Pero, atención, ¡sorpresa! Regresó su caballero y se encontró a su dama convertida en señora del castillo y en la cama con otro tipo.

—Como en Evgeni Onegin de Pushkin —dijo Tatiana.

—Oh, excepto que, a diferencia de Onegin, este caballero, poco dispuesto a quedar como un idiota, desafió al señor a un duelo, luchó por el honor de la dama, si es que le quedaba, y perdió. Después, lo descuartizaron delante de los ojos de la dama, que se enjugó las lágrimas con su pañuelo de seda, mientras recordaba vagamente el país de las lilas donde habían vivido antaño, y a continuación, se encogió de hombros y se fue a tomar el té. —Alexandr se echó a reír—. ¡Esto es lo que yo llamo un cuento!

—Sí —dijo Tatiana, que se levantó para volver a la cabaña—. Un cuento muy estúpido.

Alexandr encendió un cigarrillo mientras ella se vestía para salir.

—¿Por qué siempre tienes que ir a ese estúpido círculo de costura?

—No siempre. Es sólo una hora. —Tatiana sonrió, al tiempo que lo abrazaba—. Puedes esperar una hora, ¿no, capitán? —le susurró con voz ronca.

—Hummm. —Él la sujetó con una mano, porque en la otra sostenía el cigarrillo—. Por todos los diablos, ¿no pueden arreglárselas sin ti?

Tatiana le besó la frente perlada de sudor.

—Shura, ¿te has fijado en que cada día hace más calor?

—Sí. ¿Por qué no puedes coser aquí? Te traje la máquina de coser, tu mesa de costura. Te he hecho un taburete. Te he visto coser; precisamente el otro día te vi cosiendo todas aquellas prendas oscuras. Por cierto, ¿qué eran?

—Nada, una tontería.

—Pues cose tonterías aquí.

—Les estoy enseñando a pescar, Alexandr.

—¿Qué?

—Dale a un hombre un pescado, y comerá un día. Enséñale a pescar, y comerá toda la vida.

Alexandr sacudió la cabeza. Exhaló un suspiro.

—De acuerdo. Te acompañaré.

—Ni hablar. La iglesia es una cosa, pero ningún soldado marido mío asistirá a un círculo de costura. Perderías la virilidad. Además, tú ya sabes pescar. Quédate en casa. Juega con tu fusil, o lo que sea. Regresaré en una hora. ¿Quieres que te prepare algo delicioso de comer antes de que me vaya?

—Sí, y sé exactamente lo que quiero. —La tumbó en la manta sobre la hierba. El sol ardía sobre sus cabezas.

—Shura, llegaré tarde.

—Diles que tu marido estaba muerto de hambre y tuviste que darle de comer.