12

Tatiana estaba sentada en la manta delante del río, de un azul cristalino, acunando la cabeza de Alexandr entre sus manos, alumbrada por las primeras luces del alba.

—Cariño mío, ¿quieres ir a nadar?

—Lo haría encantado —contestó él, con la cabeza apoyada en los muslos de la muchacha—, si pudiera moverme.

Después de dormir unas horas y de nadar un buen rato, se vistieron y se encaminaron hacia la casa de Naira. Las viejas se encontraban en la galería. Tomaban café mientras chismorreaban.

—Hablan de nosotros —le comentó Tatiana, que se adelantó un paso.

—Espera a que les demos un buen motivo para cotillear —dijo Alexandr. Le dio un empujoncito y le cogió las nalgas.

Las ancianas se mostraron muy disgustadas con Tatiana. Dusia alternó las lágrimas con los rezos. Raisa tembló más de lo habitual. Naira miró a Alexandr con un gesto de reproche. Axinia se estremeció de la excitación, como si no pudiera esperar hasta la tarde para contárselo a sus amigas.

—¿Dónde has estado? No sabíamos lo que había sido de ti. Creímos que te habían matado —manifestó Naira.

—Tania, díselo. ¿Te han matado? —dijo Alexandr, que intentaba no sonreír.

Las mujeres, incluida Tatiana, lo miraron con expresión severa. El capitán las saludó y fue a afeitarse. Tatiana pensó que a ellas debía parecerles un pirata con la barba negra. ¿Qué hacer? ¿Disimular? ¿Darles una explicación? ¿Era algo que podía soportar? ¿Podía explicarles a esas mujeres bienintencionadas los episodios de su vida? Creían que su mundo con ellas era una cosa, y ahora estaba a punto de decirles que era otra. Hacía tan sólo unos días, habían sufrido por Alexandr al creer que tenía el corazón destrozado después de viajar mil seiscientos kilómetros para casarse con su novia, sin saber que ella estaba muerta, y de pronto, esto. Desde luego, no los dejaría muy bien parados a ninguno de los dos.

—Tatiana, ¿quieres explicarnos por favor dónde has estado?

—En ninguna parte, Naira Mijailovna. Fuimos a Molotov a comprar algunas cosas: comida, latas, una botella de vodka. Nosotros…

¿Qué más podía decir?

—¿Dónde has dormido? ¡Llevas tres días fuera de casa! No sabíamos ni una palabra de lo que te había pasado.

Alexandr entró en la galería.

—¿Les has dicho que nos hemos casado? —preguntó sin rodeos.

La mayor parte del oxígeno de la galería fue absorbido por los pulmones de las cuatro viejas, que exclamaron al unísono:

—¡Aaaahhh!

Tatiana se frotó los ojos, sacudió la cabeza. Lo mejor era dejarlo en manos de Alexandr. Se sentó en una silla junto al diván y exhaló un suspiro.

—Estoy hambriento —anunció Alexandr, y entró en la casa—, Tatia, ¿hay algo de comer? —Volvió a salir masticando un trozo de pan.

Le dio un trozo a ella, se sentó junto a Dusia en el diván, y le rodeó los hombros con el brazo mientras comentaba:

—Señoras, en los pueblos les encantan los recién casados, ¿no es así? Quizá podríamos organizar una fiesta. —Sonrió.

—Alexandr, no sé si te habrás dado cuenta —replicó Naira, con un tono agrio—, pero estamos muy disgustadas y tristes.

—¡Casados! —exclamó Axinia.

—¿Qué quieres decir con casados? —preguntó Dusia. Se persignó—. No hablarás de mi Tanechka. Mi Tanechka es pura.

Alexandr comenzó a toser. Se puso de pie.

—Tania, por favor, vamos a comer.

—Shura, espera.

Él volvió a sentarse.

—Tatiana Georgievna, dime que no es verdad —dijo Dusia—. Dime que sólo es una broma, que él se burla de nosotras para convertirnos en viejas antes de tiempo.

—No creo que esté bromeando, Dusia —manifestó Naira Mijailovna.

Tatiana miró a Alexandr. Sacudió la cabeza.

—Dusia, por favor no te disgustes…

—Espera —la interrumpió Alexandr. Miró a Dusia, que estaba sentada a su lado—. ¿Qué motivos tienes para estar disgustada? Nos hemos casado, Dusia. Es una buena cosa.

—¿Buena? —exclamó la anciana—. Tania, ¿qué me dices de Dios?

—¿Qué me dices de tu hermana? —preguntó Naira, indignada.

—¿Qué me dices del decoro y las convenciones? —preguntó Axinia, con un tono entusiasta, como si el decoro y las convenciones fueran las dos cosas que menos quería ver en Lazarevo.

—Tania, el recuerdo de tu hermana todavía no está frío. —Raisa se estremeció.

—Alexandr, creíamos que habías venido para casarte con Dasha, Dios la tenga en la gloria —insistió Naira, con un tono de crítica.

A Tatiana le bastó una mirada para darse cuenta de que su marido estaba a punto de perder la paciencia.

—Un momento, un momento —dijo apresuradamente—. Ahora os lo explicaré todo…

Pero ya era demasiado tarde. Se interrumpió al ver que Alexandr se levantaba.

—No. Ya se lo explico yo. Vine a Lazarevo por Tatiana. Vine a casarme con ella. Ya no tenemos nada más que hacer aquí. Vámonos, Tania. Yo llevaré el baúl. Más tarde, vendremos a recoger la máquina de coser.

—¿Llevarte el baúl? Ni hablar; ella no se marcha de aquí —gritó Naira.

—Sí que se irá —afirmó Alexandr.

—¡No tiene motivos para marcharse!

—Señoras —añadió el capitán, con un brazo alrededor del cuello de Tatiana—, somos unos recién casados. —Enarcó las cejas—. ¿De verdad queréis que nos quedemos en vuestra casa?

Naira soltó una exclamación. Dusia se persignó. Raisa tembló y Axinia aplaudió entusiasmada.

—Espera un momento —le susurró Tatiana a su marido. Le apretó el brazo—. Por favor. Sal al jardín. Déjame hablar un segundo a solas con ellas. ¿De acuerdo?

—Quiero irme.

—Nos iremos. Sal al jardín.

—No entiendo por qué tienes que marcharte —opinó Naira—. Puedes quedarte con mi dormitorio. Yo dormiré en la cama de la cocina.

Antes de que Tatiana pudiera impedírselo, Alexandr volvió a intervenir en la conversación:

—Naira Mijailovna, créeme, no nos querrás en tu casa… ¡Ay!

—¡Alexandr! Sal al jardín, por favor. —Tatiana le acarició el brazo donde lo había pellizcado. Se sentó—. Escucha —le dijo a Naira—, estaremos mejor en la cabaña. —Estuvo a punto de decir que así tendrían más intimidad pero ellas no lo entenderían—. Si necesitáis cualquier cosa, avisadnos. Alexandr quiere reparar la cerca. Si queréis que vengamos a cenar, no tenéis más que avisarnos.

—Tanechka, estamos muy preocupadas por ti —afirmó Naira—. ¡Nada menos que tú con un soldado!

Dusia murmuró el nombre de Jesús.

—No sé nada de él —añadió Naira—. Creíamos que querías a alguien más de tu estilo.

—Pues a mí me parece que eso es exactamente lo que ha encontrado —señaló Axinia, complacida.

—No os preocupéis por mí. Estaré bien segura con él.

—Por supuesto que queremos que vengáis a cenar —dijo Naira—. Te queremos.

—Dios te evite los horrores del lecho nupcial —le deseó Dusia.

—Muchas gracias —respondió Tatiana, que mantuvo a duras penas una expresión respetuosa, mientras Alexandr se desternillaba en el jardín.

Alexandr iba cargado con el gran baúl, y, por lo tanto, se encontraba indefenso, que era precisamente como quería ella que estuviera porque lo estaba riñendo a voz en cuello.

—¿Por qué no me dejaste arreglar las cosas a mi manera? ¿Por qué?

—¡Porque hacerlo a tu manera significaba ordeñar las vacas durante horas, hacerles la colada, coserles prendas nuevas, y sólo Dios sabe qué más!

—No lo entiendo. Creía que después de casarnos te calmarías un poco, serías menos protector, no serías tanto… tú. Que abandonarías un poco ese estilo americano que te hace destacar como un mirlo blanco.

Alexandr se echó a reír.

—No entiendes nada —comentó—. ¿Por qué creías tal cosa?

—Porque estamos casados.

—Lamento destrozar tus ilusiones, pero te advierto ahora mismo que todo se multiplicará por cien ahora que eres mi esposa. Todo.

—¿Todo?

—Sí. La protección. La posesión. Los celos. Todo. Cien veces. Tal es la naturaleza de la bestia. No quise decírtelo antes, por miedo a que pudieras asustarte.

—¿Pudiera?

—Así es. Ahora es tarde para anular el matrimonio. —Alexandr la miró con los ojos brillantes de pasión—. Ahora no, después de haberlo consumado tan a fondo.

No pudieron esperar a llegar a la cabaña. Alexandr descargó el baúl entre los pinos y se sentó. Tatiana se montó a horcajadas.

—No grites demasiado en el bosque —le dijo él, mientras la penetraba.

—Fue como pedirte que te quitaras las pecas por un día, ¿no? —comentó Alexandr cuando acabaron.

Las cuatro mujeres fueron a visitarlos durante la tarde. Alexandr y Tatiana estaban jugando al fútbol. Tatiana acababa de quitarle la pelota y chillaba mientras procuraba retenerla, y él por detrás intentaba arrebatársela. La había levantado en brazos y la apretaba contra su cuerpo mientras ella chillaba. El capitán iba en calzoncillos, y ella en camiseta y bragas.

Tatiana, aturullada, se colocó delante de Alexandr, en un intento de ocultar su cuerpo casi desnudo a la mirada de cuatro pares de ojos abiertos como platos. Él permaneció detrás, con las manos sobre los hombros de ella.

—Diles… —manifestó Alexandr—; no, olvídalo, yo lo haré.

Antes de que ella pudiera abrir la boca, el capitán se adelantó hacia las visitantes. Las doblaba en tamaño, y se plantó ante ellas sin preocuparse en lo más mínimo de que lo vieran casi desnudo.

—Señoras, de ahora en adelante, quizá prefieran que seamos nosotros quienes vayamos a visitarlas.

—Shura, ve a vestirte —le susurró Tatiana.

—Ver un partidillo de fútbol probablemente será lo más inocente que verán —les comentó Alexandr a las mujeres, que no salían de su asombro. Entró en la casa. Cuando salió al cabo de cinco minutos, adecuadamente vestido, le dijo a Tatiana que iría al pueblo a buscar unas cuantas cosas que necesitaban, entre ellas, hielo y un hacha.

—¡Vaya extraña combinación! —exclamó ella—. ¿Dónde piensas conseguir el hielo?

—De la fábrica de pescado. Tienen que guardar el pescado en frío, ¿no?

—¿Y el hacha?

—Se la pediré a aquel hombre tan amable, Igor —le gritó Alexandr desde el claro. Le sopló un beso.

—No tardes.

Naira Mijailovna se disculpó apresuradamente. Dusia musitó a una plegaria. Raisa tembló. Axinia la miró sonriente. Tatiana las invitó a tomar una copa de kvas.

—Pasad. Veréis lo bien que Alexandr ha dejado la casa. Y mirad, ha reparado la puerta. Tenía la bisagra de arriba rota.

Las cuatro mujeres miraron en derredor en busca de algo donde sentarse.

—Tanechka —dijo Naira, inquieta—. No hay muebles.

Axinia se rio, feliz.

Dusia se santiguó.

—Lo sé, Naira Mijailovna. No necesitamos muchas cosas. —Bajó la vista—. Tenemos algunas. Tenemos mi baúl. Alexandr dijo que hará un banco. Cuando traiga la mesa con la máquina de coser, estaremos bien.

—Pero ¿cómo…?

—Oh, Naira —intervino Axinia—. ¿Quieres dejar a la pobre chica en paz?

Dusia miró las sábanas hechas una bola encima de la estufa. Tatiana sonrió. Alexandr tenía razón. Era mucho mejor que ellos fueran de visita. Preguntó cuándo les vendría bien que fueran a cenar.

—Esta misma noche, por supuesto —contestó Naira—. Celebraremos tu matrimonio. Pero podéis venir todas las noches. Aquí no podréis comer. No tienes donde sentarte ni donde cocinar. Te morirás de hambre. Venid todas las noches. Eso no es mucho pedir, ¿verdad?

—Sí, es mucho pedir —opinó Alexandr cuando regresó sin el hielo («Vuelva mañana»), pero con el hacha, un martillo, una caja de clavos, un serrucho, un cepillo de madera y una cocina de petróleo—. No me casé contigo para ir allí todas las noches. —Se echó a reír—. ¿Las invitaste a pasar? Algo muy valiente de tu parte, esposa mía. ¿Al menos hiciste la cama antes de que entraran? —Se rio estrepitosamente.

Tatiana estaba sentada en la cocina económica. Sacudió la cabeza.

—Eres imposible.

—¿Yo soy imposible? No voy a ir a allí a cenar, olvídalo. ¿Por qué no las invitaste a que vinieran después de cenar, para presenciar el vodevil?

—¿Vodevil?

—Déjalo. —Descargó todo lo que traía en un rincón—. Invítalas a que vengan para disfrutar del espectáculo. Adelante. Mientras te hago el amor, ellas pueden pasearse alrededor de la cocina, mientras cotillean a placer. Naira dirá: «Vaya, vaya, le dije que se fuera con mi Vova. Sé que él lo hubiese hecho mejor». Raisa querrá decir algo, pero no podrá porque temblará demasiado. Dusia exclamará: «Oh, Jesús, te ruego que le evites los horrores del lecho nupcial». Axinia comentará…

—Esperad a que le cuente a todo el pueblo las cosas que hacen —dijo Tatiana, molesta.

Alexandr se fue a nadar un rato.

Tatiana se quedó en la cabaña a poner orden. Hizo la cama, se cambió para ir a casa de Naira, y estaba sentada junto a la cocina, esperando a que hirviera el agua para preparar el té, cuando regresó Alexandr. Él se quitó el pantalón de baño mojado y se le acercó. Tatiana lo miró, y de inmediato el corazón le latió más deprisa. Alexandr la tocó con la pierna.

—¿Qué?

—Nada. —Tatiana se apresuró a mirar la tetera. Pero él volvió a tocarla.

Ella deseaba tanto mirarlo…

Deseaba tanto saborearlo…

Tatiana superó la timidez, se arrodilló en el suelo de madera delante de Alexandr y le cogió el miembro con sus manos tibias.

—¿Todos los hombres son tan hermosos, o sólo tú? —susurró apasionadamente.

—Sólo yo —replicó Alexandr, con una sonrisa—. Todos los demás hombres son repelentes. —La levantó del suelo—. Te harás daño en las rodillas.

—¿En Estados Unidos tienen alfombras?

—De pared a pared.

—Alcánzame una almohada, Shura —murmuró Tatiana.

Fueron a cenar a casa de Naira. Tatiana se encargó de preparar la cena mientras Alexandr reparaba la verja. Vova y Zoe llegaron al cabo de un rato, al parecer muy confundidos por la retorcida mano del destino que había permitido que la pequeña, sencilla, e inocente Tania se casara con un oficial del Ejército Rojo.

Tatiana vio que todos seguían atentamente cada uno de los movimientos de ella y Alexandr, y cómo se comportaban entre ellos. Por lo tanto, cuando le sirvió a su marido y se quedó a su lado mientras él la miraba, ella no lo miró, con el cuerpo excitado por el recuerdo. Tenía miedo de que los demás descubrieran en el acto lo que recordaba.

Después de cenar, Alexandr no le pidió a nadie que la ayudara. La ayudó él, y cuando salieron a fregar los platos, él le puso una mano en la barbilla y la obligó a que volviera la cabeza.

—Tania, no me vuelvas la cara nunca más. Ahora eres mía, y cada vez que te miro, necesito ver en tus ojos que eres mía.

Tatiana lo miró con adoración.

—Aquí estoy —añadió él, y la besó, con las manos entrelazadas debajo del agua tibia y cubierta de espuma.