Habían pasado la noche en la tienda junto al río. Después de nadar, se habían quedado dormidos antes de que se pusiera el sol y durmieron quince horas seguidas.
A media mañana, dejaron todas sus compras en el bosque antes de ir a la ciudad a casarse.
Tatiana se puso el vestido blanco con las rosas bordadas.
—Te dije que ahora el vestido me vendría pequeño. —Le sonrió a Alexandr que la miraba, acostado en la manta. Se arrodilló a su lado, de espaldas—. ¿Podrás atarme las cintas, por favor? Pero no muy apretadas. No como aquella vez, en el autobús. —Él no se movió. Tatiana volvió la cabeza—. ¿Qué?
—Dios, qué bien te queda el vestido —respondió él, con los dedos en las cintas cruzadas que apretaban la espalda desnuda. Le anudó las cintas, le besó los hombros y le dijo que estaba tan preciosa que el funcionario querría casarse con ella. Tatiana se deshizo las trenzas y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Alexandr se vistió con su uniforme de gala y la gorra. Le hizo el saludo militar—. ¿Qué te parece?
Ella le contestó al saludo.
—Creo que eres el hombre más guapo que he visto nunca.
—Dentro de dos horas seré el marido más guapo que hayas visto nunca —dijo con una voz que rezumaba amor. Le dio un beso—. Feliz cumpleaños. —La felicidad que sentía era evidente en su rostro.
—No me puedo creer que nos casemos el día de mi cumpleaños.
Lo abrazó.
Alexandr la estrechó entre sus brazos.
—Así nunca me olvidarás.
—Oh, sí, como si fuera posible. ¿Quién podría olvidarte, Alexandr?
El funcionario sentado ante un pequeño escritorio en una de las oficinas del registro civil les preguntó indiferente si ambos estaban en su sano juicio y si se casaban libremente. Escuchó sus respuestas, se encogió de hombros y les selló los pasaportes.
—Y tú querías casarte delante de él —le susurró Alexandr mientras salían.
Tatiana no le respondió. No estaba muy segura de aquella parte de estar en su sano juicio.
—Alexandr, ahora que nos han sellado los pasaportes… Casados, 23 de junio de 1942. El mío pone tu nombre, y el tuyo el mío.
—¿Sí?
—Alexandr, ¿qué pasará si Dimi…?
—Shh. —Él apoyó dos dedos sobre los labios de Tatiana—. ¿Qué querías que hiciéramos? ¿Dejar que ese cabrón nos detuviera?
—No —admitió ella.
—No menciones su nombre, ¿de acuerdo?
Tatiana estuvo de acuerdo.
—Pero no tenemos testigos —le recordó.
—Encontraremos a algunos.
—Podríamos volver a casa y pedirle a Naira Mijailovna y a las demás que sean testigos.
—¿Te propones estropearme el día completamente, o quieres casarte conmigo?
Tatiana no contestó. Alexandr la cogió por el brazo.
—No te preocupes. Conseguiré unos testigos de primera.
Alexandr le ofreció al joyero y a su esposa una botella de vodka a cambio de que fueran con ellos a la iglesia para ser los testigos. El matrimonio aceptó encantado y Sofía incluso ofreció llevar la cámara de fotos.
—Ustedes dos son de cuidado —comentó Sofía, mientras caminaban hacia la iglesia de San Serafín—. Deben tener muchas ganas de casarse para tomarse todas estas molestias. —Miró a Tatiana con el entrecejo fruncido y una expresión suspicaz—. No estará embarazada, ¿verdad?
—Sí que lo está —anunció Alexandr con todo descaro, antes de que Tatiana pudiera protestar—. ¿No es evidente? —Le palmeó el vientre—. Éste será nuestro tercer hijo. —Sonrió, complacido—. Pero el primero que no será natural.
Aceleraron el paso, y Tatiana, con el rostro encarnado a más no poder, arrancó un pelo del brazo del capitán.
—¿Por qué has hecho eso?
—¿Qué? —replicó él, con aire risueño—. ¿Avergonzarte para el resto del camino?
—Sí —dijo ella, que procuró no sonreír.
—Tatia, lo dije porque no quiero que nadie sepa nada de nosotros. No quiero dar ni una pizca de nosotros a nadie. A ningún extraño, ni a las viejas con las que vives. A nadie. Esto no tiene nada que ver con ellos. Esto es solamente entre tú y yo. Y Dios —añadió.
Tatiana y Alexandr se detuvieron ante el altar. El sacerdote todavía no estaba en la iglesia.
—No vendrá —le susurró al capitán.
Miró en derredor. El joyero y su esposa estaban de pie muy cerca de la puerta de la pequeña iglesia. Sofía era quien llevaba la botella de vodka.
—Ya vendrá.
—¿Uno de nosotros no tiene que estar bautizado? —preguntó Tatiana.
—Yo lo estoy —contestó él—. Soy católico, gracias a la previsión de mi precavida madre italiana. Además, ¿no te bauticé ayer en el Kama?
Ella se sonrojó.
—Ésta es mi chica. Aguanta. Ya casi lo hemos logrado.
Alexandr miró el altar con la mirada firme, la cabeza bien alta, los labios apretados. Esperó como un buen soldado.
Tatiana pensó que todo era un sueño.
Mejor dicho, una pesadilla de la que no conseguía despertarse. Pero no era su pesadilla. Era de Dasha.
¿Cómo podía Tatiana casarse con el Alexandr de Dasha? La semana pasada, le hubiera sido imposible imaginar que en algún momento de su vida esto sería posible. No podía evitarlo. Tenía la sensación de estar viviendo una vida que no había estado destinada para ella.
—Shura, vaya integridad la mía —comentó Tatiana, en voz baja—. Persigo al novio de mi hermana hasta que ella se muere, y después lo reclamo como mío.
—Tania, ¿en qué estás pensando? ¿Dónde estás? —le preguntó él, desconcertado. La miró de reojo—. Nunca fui de Dasha. Siempre fui tuyo. —Le cogió la mano.
—¿Incluso durante el asedio?
—Sobre todo entonces. Lo poco que tenía en mí era todo para ti. Tú eras la que pertenecía a todos los demás. Yo sólo era tuyo.
Alexandr y Tatiana habían vivido un amor imposible. De pronto, el matrimonio. Una proclama al mundo, un estandarte. Se conocieron, se enamoraron, ahora se casaban. Como si desde el principio hubiese estado dispuesto así. Como si la traición, el engaño, el hambre, la muerte, y no sólo la muerte sino la muerte de todos aquellos que había amado, hubiesen sido su cortejo.
La resolución de Tatiana se debilitaba por momentos.
Habían existido otras vidas y los corazones de otras personas. Pasha, que había perdido su vida antes siquiera de comenzar, y su madre, que había luchado tanto para salir adelante después de la muerte de su hijo favorito. El padre, sumido en una culpa alimentada con el alcohol que ninguna guerra hubiese podido solucionar, y Marina, que había echado de menos a su propia madre, a su casa, incapaz de encontrar un pequeño lugar para ella sola en sus habitaciones atestadas.
Estaba babushka Maia, pintando su vida, medio esperando que su primer amor regresase. Estaba su deda, muriendo lejos de su familia, y babushka, muriendo también porque no tenía sentido vivir la guerra sin él.
Y después había estado Dasha.
Si las cosas eran como se suponía que debían ser, ¿por qué la muerte de Dasha le resultaba tan antinatural? ¿Por qué parecía romper el orden establecido en el universo?
¿Alexandr tenía razón y ella estaba equivocada? ¿Era ella la culpable, con su integridad perdida, su inexplicable compromiso con su hermana? ¿Debía haber dejado que Alexandr le dijera a Dasha: «Me gusta más Tania»?
¿Debía Tatiana haberle dicho a Dasha desde el primer día: «Lo quiero para mí»?
¿Hubiese sido lo correcto?
¿Dar la cara con la verdad, en lugar de ocultarse detrás de su miedo?
«No —pensó Tatiana, mientras esperaban al sacerdote—. No. Entonces él era demasiado para mí. Yo no era más que una chiquilla encandilada, como si hubiese tenido doce años. Era lo correcto que mi Dasha lo tuviera. En la superficie, ella parecía la adecuada para él, no yo.
»Yo estaba bien para el parvulario, la camarada Perlodskaia, que me besaba todos los días y me hacía saltar en su regazo. Yo estaba bien para deda, porque cuando él me decía: “Tania, tienes que ser de esta manera”, yo le contestaba: “sí, seré de esta manera”».
—¡Egoísta! —exclamó en el silencio de la iglesia. Alexandr la miró—. Egoísta hasta el final —repitió—. Dasha está muerta, y yo me pongo en su lugar. Con mucho cuidado, me pongo en su lugar, preocupada por no molestar a Vova que está enamorado de mí, de estropear las ilusiones que Naira se hace de mí, o de contrariar los deseos de Dusia para que acuda a la iglesia. Me pongo en su lugar pero digo: «espera, antes asegúrate de que mi amor por ti no interfiera con mi círculo de costura de las tres».
—Tatiana, te garantizo —dijo Alexandr, y la luz en sus ojos se apagó por una fracción de segundo— que tu amor por mí interferirá con todo lo demás.
Ella lo miró, embelesada. Tatiana seguía siendo una chiquilla encandilada. Alexandr seguía siendo demasiado para ella. Ahora más que nunca.
—Shura —susurró.
—¿Sí, Tatia?
—¿Estás seguro de esto? ¿Bien seguro? No tienes que hacerlo por mí si no quieres.
—Sí quiero. —Le sonrió—. Como marido tendré ciertos derechos inalienables que nadie me podrá quitar.
—Hablo en serio.
—Nunca he estado más seguro en toda mi vida. —Le besó la mano.
Ahora Tatiana lo vio todo claro: si Alexandr le hubiese dicho la verdad a Dasha desde el principio, él hubiese tenido que seguir su propio camino. Entonces, nunca hubiese sido parte de la vida de Tatiana en aquel triste apartamento con todas sus grandes traiciones y heridas.
Tatiana lo hubiera perdido, y Dasha, también. Ella no hubiese podido seguir viviendo con su hermana, con el conocimiento de que Dasha, con sus pechos, con su pelo, con sus labios y la bondad de su corazón no era bastante para el hombre que amaba. El abismo que hubiera creado el saberlo hubiese destrozado la familia de Tatiana, y ningún puente hubiese podido cruzarlo, ni siquiera el puente del amor entre hermanas.
No, Tatiana no hubiera podido reclamarlo para ella. Lo sabía.
Pero ahí estaba la clave: ella no había reclamado a Alexandr. Tampoco lo reclamaba ahora. No iba a la tienda del amor para decir: «Creo que es mío. Me lo llevaré. Servirá». Tatiana no había presentado una reclamación para poseer su corazón.
Había sido Alexandr quien había venido a ella, mientras ella estaba inmersa en su vida pequeña y solitaria, para enseñarle que era posible algo más grande que la vida. Alexandr había sido quien había cruzado la calle para decirle: «Soy tuyo».
Alexandr era el elegido.
Tatiana lo miró mientras él esperaba paciente, seguro, íntegro y perfecto. El sol se filtraba por las vidrieras de la iglesia. Olió el débil olor del incienso de tiempos pasados. Dusia la había llevado a la iglesia de Lazarevo y todas las tardes, después de cenar, Tatiana había ido voluntariamente, dispuesta a rezar como Dusia le enseñaba, mientras se sentía atormentada por la aplastante tristeza y la duda.
Un verano en Luga, cuando Tatiana era niña, su amado deda, al verla deprimida e incapaz de encontrar su camino, le había dicho: «Hazte estas tres preguntas, Tatiana Metanova, y sabrás quién eres. Pregúntate: “¿En qué creo? ¿Qué espero conseguir?”, pero sobre todo, pregúntate: “¿A quién quiero?”».
—¿Cómo lo llamaste, Shura? —le preguntó—. Nuestra primera noche juntos, dijiste que tú y yo teníamos algo, lo llamaste…
—La fuerza vital —contestó él.
«Sé quién soy —pensó. Cogió la mano de su prometido, y miró el altar—. Soy Tatiana. Creo, confío y amo a Alexandr».
—¿Estáis preparados, hijos míos? —El padre Mijail salió por la puerta de la sacristía—. ¿Os he hecho esperar?
Ocupó su puesto delante de ellos. El joyero y Sofía se acercaron. Tatiana estaba segura de que se habían bebido toda la botella de vodka.
—Hoy es tu cumpleaños. —El sacerdote se dirigió a Tatiana, con una sonrisa en el rostro—. Es un bonito regalo, ¿verdad?
Ella apretó la mano de Alexandr.
—Algunas veces siento que mis poderes están limitados por la ausencia de Dios en las vidas de los hombres en estos tiempos de prueba —comenzó el padre Mijail—. Pero Dios sigue presente en mi iglesia, y veo que Él está presente en vosotros. Me hace muy feliz que hayáis acudido a mí, hijos míos. Vuestra unión la dispone Dios para vuestra mutua alegría, para que os ayudéis y consoléis el uno al otro en la prosperidad y la adversidad, y cuando sea la voluntad de Dios, para la procreación de los hijos. Quiero iniciaros en el camino correcto de la vida. ¿Estáis preparados para comprometeros el uno con el otro?
—Lo estamos.
—El vínculo y el contrato del matrimonio fue establecido por Dios en la creación. Cristo en persona santificó esta manera de vivir con su primer milagro en la boda de Canaán de Galilea. El matrimonio es el símbolo del misterio de la unión entre Cristo y su Iglesia. ¿Comprendéis que aquello que ha unido Dios ningún hombre lo puede separar?
—Lo comprendemos.
—¿Tenéis los anillos?
—Los tenemos.
—Dios Todopoderoso —continuó el sacerdote, sosteniendo la cruz por encima de sus cabezas—, mira con favor a este hombre y a esta mujer que viven en el mundo por el que tu Hijo dio la vida. Haz que su vida juntos sea una señal del amor de Dios en este mundo de pecado y destrucción. Defiende a este hombre y a esta mujer de cualquier enemigo. Guíalos a la paz. Deja que el amor que sienten el uno por el otro sea un sello en sus corazones, un manto sobre sus hombros y una corona en sus cabezas. Bendícelos en el trabajo y en la amistad, en el descanso y en la vigilia, en sus alegrías y en sus pesares, en la vida y en la muerte.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Tatiana. Confiaba en que Alexandr no se diera cuenta. El padre Mijail sí que las veía.
Alexandr se volvió hacia Tatiana y le cogió las manos, emocionado al ver la felicidad en el rostro de su flamante esposa.
En cuanto salieron de la iglesia, él la cogió en brazos y comenzó a dar vueltas mientras se besaban, arrobados. El joyero y Sofía aplaudieron con muy poco entusiasmo desde la acera. Tenían prisa por marcharse.
—No la abrace tan fuerte. Conseguirá que suelte al niño —le gritó Sofía. Levantó la voluminosa cámara de fotos—. Espere, espere. Deje que le haga una foto a los recién casados.
Disparó la cámara una vez.
Dos.
—Venga a verme la semana que viene. Quizá para entonces tenga papel para hacerle las copias. —Agitó una mano en señal de despedida.
—¿Qué? ¿Todavía crees que debía casarnos aquel funcionario? —Alexandr sonrió—. ¿Con toda esa historia de estar en su sano juicio?
—Tenías toda la razón. Esto fue perfecto. ¿Cómo lo sabías?
—Porque Dios quiso que tú y yo nos conociéramos —respondió el capitán—. Ésta es nuestra manera de darle las gracias.
—¿Sabes que tardamos menos en casarnos que en hacer el amor la primera vez?
—Mucho menos —admitió Alexandr, mientras la hacía dar vueltas en el aire—. Además, casarse es la parte más sencilla. Es como hacer el amor. Lo duro no fue conseguir convencerte para que hicieras el amor conmigo. Fue conseguir que te casaras conmigo.
—Lo siento. Estaba muy nerviosa.
—Lo sé. —Él seguía sin bajarla—. Calculé que las probabilidades de que quisieras casarte conmigo eran de diez a uno.
—¿Diez a favor?
—Diez en contra.
—Tienes que tener más fe, maridito mío —afirmó Tatiana, y lo besó.