Emprendieron el camino a Molotov a paso lento. Tatiana iba del brazo de Alexandr. El sol asomó por encima de los pinos.
—Shura, he estado practicando mis lecciones de inglés.
—¿Sí? Me dijiste que no habías tenido tiempo, y después de ver cómo vivías, te creí.
Tatiana se aclaró la garganta y recito su frase en inglés: «Alexander Barrington, yo querer para siempre amar a ti».
Alexandr se rio y le dio un abrazo.
—Sí, yo también —le respondió en inglés, y la miró.
—¿Qué? —preguntó ella, devolviéndole la mirada.
—Caminas muy despacio. ¿Estás bien?
—Estoy bien. —Se sonrojó. No lo estaba—. ¿Qué?
—¿Quieres que te lleve un trecho? —preguntó Alexandr con voz ronca. Sonrió.
—Sí, pero esta vez en tus brazos —replicó Tatiana, con una expresión de ternura.
—Algún día —dijo Alexandr, mientras la cogía en brazos—, tendrás que explicarme por qué tomaste el autobús número 126 y cruzaste todo Leningrado hasta la terminal.
—Algún día —manifestó Tatiana—, tendrás que explicarme por qué me seguiste.
—¿Una qué? —preguntó Tatiana, incrédula, cuando él la dejó en el suelo y caminaba a su lado.
—Una iglesia. Tenemos que encontrar una.
—¿Para qué?
Alexandr la miró de reojo.
—¿Dónde pretendes casarte?
Tatiana se lo pensó.
—Como todo el mundo en la Unión Soviética. En el registro civil.
—¿Qué sentido tiene eso? —exclamó, divertido—. Para eso damos media vuelta y seguimos como estábamos.
—Es una idea —murmuró Tatiana. La mención de la iglesia la había inquietado. Él la cogió de la mano—. ¿Por qué la iglesia, Shura?
—Tania —dijo Alexandr con la mirada puesta en la carretera—, ¿ante quién quieres aceptar la alianza del matrimonio? ¿Ante la Unión Soviética o ante Dios?
Ella se quedó sin respuesta.
—¿En qué crees, Tania?
—En ti.
—Pues yo creo en Dios y en ti, Nos casaremos por la iglesia.
Encontraron una pequeña iglesia ortodoxa cerca del centro de la ciudad: la iglesia de San Serafín. Entraron y el sacerdote, después de que Alexandr le explicara lo que deseaban, los observó detenidamente.
—Otro matrimonio deprisa y corriendo, ¿no? —Miró a Tatiana—. ¿Tienes la edad legal para casarte?
—Mañana cumpliré dieciocho años —respondió Tatiana, con una voz que parecía de una niña de diez.
—¿Tenéis a los testigos? ¿Tenéis los anillos? ¿Tenéis el certificado de matrimonio del registro civil?
—No tenemos nada de todo eso —manifestó Tatiana. Dio tirones al brazo de Alexandr para que se fueran, pero él le apartó la mano y le preguntó al sacerdote dónde podían comprar los anillos.
—¿Comprar? —exclamó el sacerdote, sorprendido. Se llamaba padre Mijail. Era alto, calvo, con los ojos azules de mirada penetrante, y una larga barba gris—. ¿Comprar los anillos? En ninguna parte, por supuesto. Hay un joyero en la ciudad, pero no tiene oro.
—¿Dónde está la joyería?
—Hijo, permíteme una pregunta. ¿Por qué quieres casarte por la iglesia? Ve al registro civil como todo el mundo. Te darán el certificado en treinta segundos. Creo que el empleado hace de testigo.
Tatiana permaneció inmóvil junto a Alexandr. Escuchó su respiración agitada.
—De donde vengo, el matrimonio es una ceremonia pública y sagrada. Sólo haremos esto una vez, así que queremos hacerlo correctamente.
«¿Queremos?», pensó Tatiana. No conseguía entender sus dudas.
—De acuerdo, hijo. —El padre Mijail sonrió—. Me alegrará casar a dos jóvenes que quieren iniciar una vida juntos. Vuelve mañana con los anillos y los testigos. Ven mañana a las tres y te casaré.
Tatiana comentó mientras bajaban la escalinata de la iglesia:
—Bueno, qué le vamos a hacer. No tenemos los anillos. —Iba a exhalar un suspiro de alivio cuando escuchó la voz de Alexandr.
—Los tendremos —afirmó el capitán. Sacó cuatro dientes de oro del macuto—. Esto bastará para hacer dos anillos.
Tatiana miró los dientes, muda de asombro.
—Me los dio Dasha. No pongas esa cara de susto.
Pero ella estaba horrorizada.
—¿Nos haremos los anillos con los dientes que Dasha le robó a los pacientes de su dentista?
—¿Se te ocurre alguna otra idea?
—Quizá fuera mejor esperar.
—¿Esperar qué?
Tatiana no supo que responder. Efectivamente, ¿esperar qué? Siguió a Alexandr sin mucho entusiasmo.
El joyero tenía instalado el taller en su casa. Miró los dientes, miró a la pareja, y les dijo que les haría los anillos por el precio de otros dos dientes.
Alexandr le respondió que no tenía otros dos dientes de oro, pero le ofreció a cambio una botella de vodka. El joyero se negó en redondo y le devolvió los cuatro dientes, así que el capitán, a su pesar, sacó otros dos dientes del macuto.
Le preguntó si había alguna tienda en Molotov donde vendieran enseres domésticos.
—Probablemente te pedirán un diente de oro por una manta —protestó Tatiana en voz baja.
El joyero les presentó a su esposa, una mujer obesa llamada Sofía, que les vendió dos mantas, un juego de sábanas, y almohadas todo por doscientos rublos.
—¡Doscientos rublos! —exclamó Tatiana—. Fabriqué diez tanques y cinco mil lanzallamas y nunca me pagaron todo ese dinero.
—Sí, pero yo destruí diez tanques y utilicé cinco mil lanzallamas, y me dieron dos mil rublos por hacerlo. Nunca pienses en el dinero. Gástalo en lo que necesites y se acabó.
También compraron una cacerola, una sartén, una tetera, platos, tazas, cubiertos y una pelota de fútbol.
Alexandr consiguió que Sofía incluyera en el precio dos cubos de metal.
—¿Para qué los queremos? —preguntó Tatiana, extrañada por los dos cubos que entraban uno dentro del otro.
—Ya lo veras. —Sonrió—. Es una sorpresa para tu cumpleaños.
—¿Cómo haremos para llevar todo esto a casa?
—Cuando estás conmigo, no tienes que preocuparte de nada. —Alexandr le besó la nariz—. Yo me encargaré de todo.
Sofía les vendió dos kilos de tabaco, pero no tenía comida para vender. Los envió a un puesto donde compraron manzanas, tomates, pepinos, pan y mantequilla. Con todo esto y una lata de tushonka disfrutaron de un banquete sentados en una manta en un rincón tranquilo en las afueras de la ciudad, junto al río.
—Una cosa que me asombra —comentó Tatiana, mientras cortaba un trozo de pan— es que me diste el libro de Pushkin para mi cumpleaños del año pasado.
—¿Sí?
—¿Cómo llegaron los rublos al libro? —Le sirvió una taza de kvas.
—El dinero ya estaba en el libro cuando te lo regalé.
La muchacha lo miró con expresión pensativa.
—¿De veras?
—Por supuesto.
—Pero si apenas me conocías, ¿cómo se te ocurrió darme un libro lleno de dinero? —Quería que él le explicara algo del dinero que había encontrado en el libro. Pero Alexandr no le contestó. Tatiana ya había aprendido una cosa del capitán: a menos que estuviera dispuesto, no decía nada. Lo miró. Lo deseaba.
—¿Qué?
—Nada, nada —se apresuró a contestar, desviando la mirada.
Alexandr se acercó a gatas y le quitó la taza y el pan de las manos.
—Te enseñaré una cosa más —dijo, sonriente—. Cada vez que quieras algo de mí, y te dé mucha vergüenza pedirlo, guíñame el ojo tres veces.