8

Tatiana se despertó con el alba. Se tambaleó hasta el río. Notaba como si entre las piernas estuviera en carne viva.

Alexandr la siguió. El agua estaba fría. Ninguno de los dos se había molestado en vestirse.

—He traído el jabón —dijo él.

—Oh.

Alexandr le enjabonó todo el cuerpo.

—Con este jabón te lavo —murmuró con voz somnolienta—. Te lavo de todos los horrores que han caído sobre ti, y te lavo de tus pesadillas. Te lavo los brazos, las piernas, tu corazón que da el amor y tu vientre que engendra la vida.

—Dame el jabón. Ahora me toca a mí.

—Espera, ¿cómo seguía? ¿Qué le dijo Dios a Moisés?

—No tengo ni idea.

—No tendrás miedo del terror por la noche, ni de la flecha que vuela durante el día. —Alexandr se interrumpió—. No recuerdo el resto. Y muchos menos en ruso, por supuesto. Algo de los diez mil que caen ante tu mano derecha. Tendré que desempolvar la Biblia, para contarte el resto. Creo que te gustará. Pero tú ya entiendes lo que quiero decir.

—Lo entiendo —asintió Tatiana—. No tendré miedo. —Lo miró—. ¿Cómo puedo tener miedo ahora? —susurró—. Mira lo que me has dado. Pásame el jabón.

—No me aguanto de pie —se quejó Alexandr—. Estoy acabado.

Tatiana comenzó a enjabonarlo más abajo.

—No tan acabado.

Alexandr se dejó caer de espaldas en el agua.

—Cansado, no hay duda —añadió Tatiana, que se le tiró encima—. Pero no acabado.

Tatiana se abrazaba a Alexandr en el agua fría. Sus pies no tocaban el fondo, colgada del cuello del hombre.

—Mira cómo el sol asoma por encima de la montaña. Es bonito, ¿verdad? —murmuró. Él estaba con los pies en el agua.

La muchacha vio que su amante no hacía caso del amanecer. La sujetaba con una mano mientras la acariciaba con la otra.

—Encontré a mi verdadero amor en las orillas del Kama —dijo Alexandr, sin dejar de mirarla.

—Yo encontré a mi verdadero amor en Ulitsa Saltikov-Schedrin, mientras estaba sentada en un banco y comía un helado.

—Tú no me encontraste. Ni siquiera me buscabas. Yo te encontré.

—Alexandr, ¿me buscabas? —preguntó Tatiana después de una pausa muy larga.

—Toda mi vida.

—Shura, ¿cómo podemos estar tan próximos? ¿Cómo podemos estar tan conectados? Desde el primer momento.

—Lo nuestro no es proximidad.

—¿No?

—No. Lo nuestro no es conectar.

—¿No?

—No. Lo nuestro es comunión.

Alexandr encendió una hoguera en la fresca y brumosa mañana a la orilla de la plácida corriente del río. Comieron unos trozos de pan seco y bebieron agua. Él encendió un cigarrillo.

—La verdad es que no hemos venido muy preparados —opinó Tatiana—. No tenemos ni una taza, ni una cuchara, ni platos, ni café. —Sonrió.

—No sé tú, pero yo he traído todo lo que necesitaba.

Tatiana se sonrojó.

—No, no lo hagas —le pidió Alexandr, con sus manos entre las suyas—. Nunca nos marcharemos de aquí.

—¿Vamos a vivir aquí?

—Vamos a vestirnos. Iremos a Molotov.

—¿A Molotov? —«¿Lo de anoche había sido sólo un sueño? ¿Qué le había dicho él a la luz de la luna y las estrellas?»—. ¿Para qué? —contuvo la respiración.

—Necesitamos comprar un par de cosas.

—¿Qué cosas?

—Mantas, almohadas, cacerolas, sartenes, platos, vasos y tazas. Un cesto para la ropa sucia. Comida. Anillos.

—¿Anillos?

—Sí, anillos. Para tus dedos.