7

—Dios mío. —Tatiana intentó apartar los brazos de Alexandr—. Suéltame. Tengo que irme. Deprisa.

Alexandr, que dormía profundamente, no se movió. Tatiana se había fijado en que dormía a pierna suelta. Consiguió deslizarse por debajo del brazo y saltó al suelo.

Se puso un vestido limpio y corrió a buscar agua del aljibe. Después corrió a ordeñar la cabra, y corrió a cambiar la leche de cabra por leche de vaca. Cuando regresó a la casa, Alexandr se estaba afeitando.

—Buenos días —la saludó el capitán.

—Buenos días —respondió ella, demasiado avergonzada para mirarlo—. Espera, deja que te ayude. —Se sentó en una silla delante de él y sostuvo un pequeño espejo rajado sobre el pecho para que él se viera. Alexandr se cortaba cada cinco segundos, como si la navaja estuviera poco afilada—. Vas a matarte con esa cosa —comentó—. ¿Eso es lo que os dan en el ejército? Quizá te convendría más dejarte crecer la barba.

—No es la navaja. Está bien afilada.

—Entonces, ¿qué es?

—Nada, nada.

Tatiana vio que él le miraba los pechos.

—Alexandr… —dijo ella y apartó el espejo.

—Ah, ahora que es de día, vuelvo a ser Alexandr, ¿no?

Tatiana no podía mirarlo, pero eso no le impedía sonreírle. Aquella mañana se sentía tan vigorosa que prácticamente había vuelto a casa corriendo cargada con los dos cubos de leche.

Alexandr preparó el café. Le sirvió una taza y se sentaron a beberlo, con los cuerpos apenas rozándose.

—Hace una mañana bonita —comentó Tatiana, en voz baja.

—Es una mañana gloriosa —afirmó él, radiante.

Naira la llamó y Tatiana fue a ayudarla, mientras Alexandr recogía sus cosas.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, un tanto preocupada.

—Nos vamos de aquí. Ahora mismo.

—¿Nos vamos? —Una sonrisa iluminó el rostro de Tatiana.

—Sí.

—No puedo. Tengo que hacer la colada. Preparar el desayuno.

—Tania, a eso me refería. Tengo que estar por delante de la colada, por delante del desayuno. —La miró.

—Escucha, échame una mano. Terminaré mucho antes si me ayudas.

—Si lo hago, ¿vendrás conmigo?

—Sí —murmuró muy bajo.

Pero Alexandr le sonrió. La había escuchado.

Tatiana preparó huevos y patatas fritas para todos. Alexandr se engulló el desayuno en dos bocados.

—Ahora a ocuparnos de la colada.

Sin perder ni un segundo, cogió el cesto con la ropa sucia y emprendió la marcha hacia el río. Tatiana llevaba la tabla de lavar y el jabón. A duras penas podía seguirlo.

—¿Desde cuándo cuentas chistes indecentes en presencia de los jóvenes?

—Shura, sólo fue un chiste muy estúpido. No me di cuenta de que te molestaría.

—Sí que lo sabías. Por eso no querías contármelo.

—No quería molestarte —afirmó ella. Corría para mantenerse a la par.

—¿Por qué iba a molestarme? ¿Alguna vez me han molestado tus otros chistes?

Tatiana hizo una pausa antes de contestarle porque quería descubrir qué era aquello que le molestaba de una forma tan evidente. ¿Que fuera inapropiado? ¿Que fuera indecente? ¿Que se lo hubiera contado a Vova? ¿A unas personas que Alexandr no conocía? ¿Que no era propio de ella? ¿Que no encajaba con lo que sabía de ella? Sí, decidió Tatiana. Era esto último. Él había sacado el tema porque algo le preocupaba. No dijo nada hasta que llegaron al río.

—Apenas sé el sentido del chiste.

—Pero sí lo suficiente para entenderlo, ¿no?

«Ajá —pensó Tatiana—. Está preocupado por mí». No hizo ningún comentario y se metió en el agua para mojar la tabla de lavar y el jabón. Alexandr la miró mientras fumaba.

—¿Cómo consigues que no se te moje el vestido blanco?

—Sólo se moja un poco el bajo de la falda. ¿Por qué? —Se sonrojó—. ¿Qué estás mirando?

—¿El vestido entero no se moja? —Alexandr sonreía.

—No. No acostumbro a lavar la ropa metida en el agua hasta el cuello.

Alexandr tiró la colilla. Después se quitó la camisa y las botas.

—Espera, déjame a mí. Tú sólo pásame las prendas, ¿de acuerdo?

Había algo tan encantador e incomprensible en él, que un capitán del Ejército Rojo estuviera metido en el Kama, con el agua hasta las rodillas, descamisado, haciendo el trabajo de una mujer, mientras Tatiana estaba bien seca y muy cómoda pasándole las prendas sucias… Le resultaba tan divertido que, cuando a él se le escapó una funda de almohada y se agachó para recogerla, ella se acercó sigilosamente y le dio un empellón. Alexandr cayó de cabeza en el agua.

Cuando salió, Tatiana tenía tal ataque de risa que tardó unos segundos más de la cuenta en emprender la huida. Alexandr le dio caza en tres zancadas.

—No tienes mucho equilibrio que se diga, grandullón —comentó Tatiana, riéndose—. ¿Qué hubiese pasado si hubiese sido un nazi?

Sin decir palabra, Alexandr la cogió en brazos y la llevó hasta el río.

—Ni se te ocurra. Déjame ahora mismo. Llevo un vestido muy bonito.

—Así es —admitió Alexandr, y la arrojó al agua.

Tatiana se acercó a la orilla, calada hasta los huesos.

—Mira lo que has hecho —exclamó, y comenzó a dar manotazos en el agua para salpicarlo—. Ahora no tengo nada para ponerme.

Alexandr la cogió entre sus brazos, la levantó en el aire y comenzó a besarla. Tatiana se dio cuenta de que comenzaban a resbalar. Se fueron inclinando cada vez más y más hasta que acabaron metidos en el agua, y cuando asomaron las cabezas para respirar, se olvidaron del decoro. Tatiana se le echó encima dispuesta a hundirlo, pero no pesaba lo suficiente. Él la apartó como si fuera una pluma y le hundió la cabeza en el agua durante unos segundos mientras ella intentaba cogerle las piernas.

—¿Te rindes? —le preguntó Alexandr, cuando le dejó salir a la superficie para que respirara.

—¡Nunca! —gritó ella, y el capitán volvió a hundirla.

—¿Te rindes?

—¡Jamás!

Otra vez abajo.

Después de la cuarta vez, cuando ya no le quedaba aliento, Tatiana gritó:

—¡Espera, espera, la ropa!

La pareja vio cómo las prendas pasaban a su lado, arrastradas por la corriente.

Alexandr fue a recogerlas. Tatiana regresó a la orilla, chorreando agua la mar de contenta.

El capitán salió del agua en cuanto acabó de recoger las prendas, las dejó en el suelo y se acercó a Tatiana.

—¿Qué? —le preguntó ella, asombrada por la expresión en el rostro de su amado—. ¿Qué?

—Mírate —contestó él con un tono ardiente—. Mírate los pezones, mírate el cuerpo con ese vestido. —La levantó en brazos—. Rodéame con las piernas.

—¿Que haga qué? —Tatiana le rodeó el cuello con los brazos y comenzó a besarlo.

—Abre las piernas y sujétame con ellas. —Le puso una mano en las nalgas para sostenerla, y con la otra le levantó una pierna y se la apoyó en la cintura—. De esta manera.

—Shura, bájame.

—No.

No podían dejar de besarse.

Cuando abrieron los ojos, Alexandr tuvo que dejar a Tatiana en el suelo, porque en el claro habían aparecido seis mujeres del pueblo, cargadas con los cestos de la ropa sucia, que los miraban con una expresión de reproche unánime.

—Ahora mismo nos marchábamos —murmuró Tatiana, mientras Alexandr le echaba algo sobre los hombros para tapar el vestido que se transparentaba.

Nunca llevaba sostén, ni siquiera tenía uno, y por primera vez en su vida, fue consciente de que se le veían los pezones y todo el cuerpo a través de la ropa. Fue como si de pronto se viera a ella misma con los ojos de Alexandr.

—Mañana seré la comidilla de todo Lazarevo —comentó ella en voz baja—. ¿Puede haber algo más humillante?

—Yo diría que sí —replicó el capitán—. Podrían haber aparecido tres minutos más tarde.

Tatiana, ruborizada hasta las raíces del pelo, no le contestó. Él se echó a reír.

Las cuatro ancianas parecían muy mortificadas cuando vieron aparecer a Tatiana con un vestido que se transparentaba, y a Alexandr, vestido sólo con los pantalones empapados.

—La colada se cayó al río —explicó Tatiana, sin mucha convicción—. Tuvimos que meternos en el agua para recogerla.

—Nunca había escuchado que pudiera ocurrir algo así —manifestó Dusia. Se persignó—. En todos los años que tengo.

Alexandr entró en la casa y reapareció al cabo de cinco minutos, vestido con el pantalón del uniforme, las botas y la camisa sin mangas que le había hecho Tatiana. Ella lo espió mientras tendía las sábanas sin orden ni concierto. El capitán se había puesto en cuclillas y rebuscaba en el macuto. Tatiana contempló su perfil, los brazos musculosos, su cuerpo de soldado, el pelo negro erizado como el de un puercoespín, con un cigarrillo entre los labios. Era tan hermoso que cortaba la respiración. Él volvió la cabeza y sonrió.

—Tengo un vestido seco para ti —dijo Alexandr, y le enseñó el vestido blanco con las rosas rojas bordadas.

Le explicó cómo había ido a buscarlo al piso de Quinto Soviet.

—No creo que pueda ponérmelo —comentó ella, muy emocionada—. Pero me lo probaré otro día, ¿de acuerdo?

—Como quieras. —Alexandr guardó el vestido—. Ya te lo pondrás para mí cualquier otro día. —Recogió el fusil y el resto de su impedimenta—. Tú no necesitas nada. Ya has acabado aquí. Vámonos.

—¿Adónde vamos?

—Lejos de aquí —respondió él en voz baja—. A algún lugar donde estemos solos y no nos interrumpa nadie. —Intercambiaron una mirada—. Coge el dinero —añadió.

—¿No acabas de decir que no cogiera nada?

—Y coge también tu pasaporte. Quizá vayamos a Molotov.

El entusiasmo que sentía disipó todas las culpas de Tatiana cuando le dijo a las cuatro ancianas que se marchaba.

—¿Volverás para la hora de la cena? —le preguntó Naira.

—No lo creo —respondió Alexandr. Se echó el fusil al hombro y cogió la mano de Tatiana.

—Pero, Tania, esta tarde a las tres se reúne el círculo de costura.

—Lamento decirles que Tania no asistirá, pero espero que se lo pasen ustedes muy bien.

Corrieron en dirección al río. Tatiana no miró atrás ni una sola vez.

—¿Adónde vamos?

—A la casa de tus abuelos.

—¿Por qué allí? Estará todo sucio y desordenado.

—Ya lo veremos.

—Además, allí fue donde ayer nos peleamos.

—No. —Él la miró—. ¿Sabes lo que tuvimos ayer allí?

Tatiana lo sabía, así que no le respondió. En cambio, le apretó la mano.

Cuando llegaron al claro, Tatiana entró en la isba, que estaba vacía pero inmaculadamente limpia. Era una cabaña de madera de una sola habitación, con cuatro ventanas grandes y una gran cocina económica que también hacía de estufa, en el centro. No había ni un solo mueble, pero el suelo de madera estaba fregado, los cristales de las ventanas se veían limpios, e incluso las cortinillas blancas habían sido lavadas y ya no olían a moho. Tatiana asomó la cabeza. Alexandr estaba muy ocupado clavando una estaca de la tienda. Ella se llevó una mano al pecho mientras le miraba trabajar. «Venga, cálmate», se dijo. No podía.

Salió de la cabaña y comenzó a recoger leña por si él quería encender el fuego.

La dominaban el miedo y el amor mientras recorría la orilla del Kama cubierta de pinaza, iluminada por el sol de un mediodía de junio.

Se quitó las sandalias y metió los pies en el agua fresca. En ese momento no podía acercarse a Alexandr, pero quizá más tarde nadarían un rato. «¡Cuidado!», le oyó gritar, y un segundo más tarde, el capitán pasó a su lado a toda carrera, vestido sólo con los calzoncillos, y se zambulló de cabeza en el agua.

—Tatiana, ¿quieres nadar? —le gritó.

Ella sacudió la cabeza. Estaba segura de que el corazón le estallaría en cualquier momento.

—Veo que nadas muy bien —comentó, mientras Alexandr nadaba a espalda.

—Claro que sé nadar. —La miró entre brazada y brazada—. Ven, te echo una carrera. —Sonrió—. Por debajo del agua. Hasta la otra orilla.

De no haber sido porque estaba tan nerviosa, le hubiera tomado la palabra. Le sonrió.

Alexandr salió del agua y se pasó las manos por el pelo mojado. Su pecho desnudo, sus brazos desnudos, sus piernas desnudas, todo brillaba. Se reía; a Tatiana le pareció que estaba iluminado por un brillo interior. No podía apartar la mirada de aquel cuerpo escultural. Los calzoncillos mojados se le pegaban a la piel.

No, ella no lo conseguiría.

—El agua está muy buena —comentó el hombre, acercándose—. Ven, vamos a nadar.

Tatiana sacudió la cabeza y se alejó con paso inseguro hasta el borde del claro, donde comenzó a recoger arándanos de los arbustos más bajos. «Por favor, tranquilízate —se repitió una y otra vez—. Por favor».

—Tatia —dijo él en voz baja, a sus espaldas. Tatiana se volvió. Alexandr se estaba secando. La muchacha le ofreció un puñado de arándanos; él los cogió, pero no le soltó la mano, sino que tiró suavemente hacia abajo para hacerla sentar en la hierba—. Siéntate un momento.

Tatiana se sentó en la hierba y Alexandr se arrodilló delante de ella. Se inclinó para besarla en los labios con mucha suavidad. Ella apenas si respiraba.

—Tatia… Tatiasha. —La voz del capitán sonaba cada vez más ronca.

Le cogió las manos y se las besó; le besó las muñecas y los antebrazos.

—¿Sí? —dijo ella, con el mismo tono.

—Estamos solos.

—Lo sé. —Reprimió un gemido.

—Tenemos intimidad.

—Humm.

—¡Intimidad, Tania! —exclamó Alexandr, emocionado—. Por primera vez en nuestras vidas, tú y yo estamos a solas. Lo estuvimos ayer y lo estamos ahora.

Ella no soportaba la pasión en sus ojos color caramelo. Bajó la vista.

—Mírame.

—No puedo.

Alexandr le cogió el rostro pequeño con sus manos enormes.

—¿Tienes miedo?

—Estoy aterrorizada.

—No. Por favor, no me tengas miedo. —La besó en los labios tan profundamente, con tanto amor, que Tatiana sintió cómo se encendía una vez más la hoguera en su vientre. Se tambaleó, físicamente incapaz de mantenerse sentada—. Tatiasha, ¿por qué eres tan hermosa? ¿Por qué?

—Soy un espantajo —replicó ella—. Tú sí que eres hermoso.

—Dios, qué cosa tan bonita. —La abrazó durante un momento, y después volvió a cogerle las manos—. Tania, tú eres mi milagro. Tú eres el regalo que me ha enviado Dios para sostener mi fe. —Hizo una pausa—. Te envió para redimirme, para consolarme y curarme, y eso es sólo una parte. —Sonrió—. Apenas si puedo contenerme. Deseo tanto hacerte el amor… —Se interrumpió—. Sé que tienes miedo. Nunca te haría daño. ¿Vendrás a mi tienda conmigo?

—Sí —asintió Tatiana en voz baja.

Alexandr la llevó en brazos hasta la tienda, la acostó sobre la manta y después cerró los faldones. En el interior reinaba la penumbra, sólo un rayo de sol se colaba por uno de los ojetes.

—Te hubiera llevado a la casa —añadió con una sonrisa—, pero no tenemos mantas ni almohadas. No hay nada más que la madera y la plancha de hierro de la cocina.

—Mmmm —murmuró Tatiana—. La tienda no está mal. —En ese momento le hubiese dado lo mismo estar acostada en el suelo de mármol del palacio Peterhof.

Alexandr la abrazaba, pero ella lo único que quería era estar acostada junto a él. ¿Cómo lo hacía?

—Shura —musitó.

—¿Sí? —dijo él, que le besaba el cuello.

Pero él no hacía nada más, como si estuviese esperando, pensando, o…

Alexandr se apartó, y ella comprendió por la reserva en su mirada que algo le preocupaba.

—¿Qué pasa?

Alexandr rehuyó su mirada.

—Ayer me acusaste de tantas cosas terribles… no es que no me las mereciera…

—No te las merecías todas. —Tatiana sonrió—. ¿Qué?

El capitán exhaló un suspiro.

—Venga, pregúntamelo. —Ya sabía lo que esperaba Alexandr.

Él continuó con la cabeza gacha.

—Levanta la cabeza. Mírame. —Alexandr obedeció. Tatiana se arrodilló delante del hombre. Le sujetó el rostro con las manos y lo besó—. Alexandr, la respuesta es sí. Por supuesto que me salvé para ti. Te pertenezco. ¿Qué pensabas?

La mirada del joven cambió en el acto. Se reflejó en ella la alegría, el alivio, el entusiasmo.

—Oh, Tania. —Por un momento, le fallaron las palabras—. No tienes idea de lo que significa para mí.

—Shh… calla. —Ella lo sabía.

—Tú tenías razón —manifestó él con los ojos cerrados—. No me merezco lo que tienes para darme.

—Si no es para ti, ¿para quién si no? —Tatiana lo abrazó—. ¿Dónde están tus manos? Las quiero.

—¿Mis manos? —Sonrió y volvió a besarla ardientemente—. Levanta los brazos.

Le quitó el vestido y la tumbó en la manta, abrió las piernas y se puso de rodillas sobre ella, la besó el rostro y la garganta con los labios hambrientos, le acarició todo el cuerpo con sus manos hambrientas.

—Ahora, necesito que estés completamente desnuda, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Él le quitó las bragas de algodón blanco y Tatiana lo miró en su debilidad, que a su vez la miraba.

—No, no podré aguantarlo —exclamó.

Alexandr apoyó una mejilla en su pecho.

—Los latidos de tu corazón suenan como descargas de artillería. —Le chupó los pezones—. No tengas miedo.

—De acuerdo —susurró Tatiana, con las manos puestas en el pelo húmedo del hombre.

—Dime lo que quieres que haga, y lo haré —dijo Alexandr, inclinado sobre ella—. Iré tan poco a poco como necesites. ¿Qué quieres?

Tatiana no podía responderle. Quería que él le procurara un alivio instantáneo para el fuego que ardía en su vientre, pero no podía. Tenía que confiar en Alexandr.

—Mira cómo tienes los pezones: duros, erguidos —dijo Alexandr con una mano apoyada en el vientre de la muchacha—. Me están suplicando que los chupe.

—Chúpalos —gimió Tatiana.

El capitán no se hizo rogar.

—¡Sí, sí! Gime, gime todo lo fuerte que quieras. Nadie te escuchará excepto yo, y he viajado mil seiscientos kilómetros para escucharte gemir, así que gime, Tania. —Su boca, su lengua, sus dientes, devoraron sus pechos mientras su espalda, su pecho y sus caderas se arqueaban hacia él.

Alexandr se tumbó a su lado y metió una mano entre los muslos apretados.

—Espera, espera —le rogó ella, intentando mantener las piernas juntas.

—No, ábrelas. —Alexandr le separó los muslos y comenzó a acariciarle muy suavemente la entrepierna mientras le pasaba un brazo alrededor del cuello—. Tania, estás temblando. —La tocó con un dedo. El cuerpo de ella se puso rígido. Alexandr dejó de respirar. Tatiana dejó de respirar—. ¿Sientes lo suavemente que te acaricio? —murmuró con los labios en su mejilla—. Eres completamente rubia.

Tatiana apretaba los puños sobre el estómago. Mantenía los ojos cerrados.

—¿Sientes eso, Tatia?

Ella gimió.

Alexandr la acarició arriba y abajo y después en círculos.

—Eres deliciosa.

Tatiana apretó todavía más los puños.

Él la acarició un poco más fuerte.

—¿Quieres que pare? —Alexandr también gimió.

—¡No!

—Tania, ¿me sientes junto a tu cadera?

—Sí, creía que era el cañón de tu fusil. —Notaba el calor de su aliento en el cuello.

—Llámalo como más te guste; para mí ya está bien. —Se inclinó sobre ella y volvió a chuparle los pezones mientras continuaba con las caricias.

Siempre en círculo…

Él apartó los dedos, la boca, todo el cuerpo.

—No, no, no. No pares ahora —murmuró Tatiana.

Abrió los ojos. En la palpitante tensión de la carne había comenzado a sentir como un fuego y cuando él se detuvo, la dominaron unos temblores tan fuertes que Alexandr tuvo que echarse encima de ella para calmarla, con la frente apoyada en la de ella.

—Tranquila, tranquila. Todo va bien. —Volvió a tenderse en la manta—. Dime lo que quieras que haga.

—No lo sé —respondió Tatiana, con voz trémula—. ¿Qué más me ofreces?

—De acuerdo. —Se quitó los calzoncillos y se arrodillo delante de ella.

En cuanto lo vio, Tatiana se sentó como impulsada por un resorte.

—Oh, Dios mío, Alexandr —murmuró, incrédula. Retrocedió.

—No pasa nada. —Alexandr sonrió—. ¿Adónde vas? —La sujetó por las piernas.

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza, sin dejar de mirarlo boquiabierta—. No, no, por favor.

—En su infinita sabiduría —comentó Alexandr—. Dios se ha asegurado de que todo funcione como debe.

—Shura, no es posible. Eso nunca…

—Confía en mí —replicó Alexandr, con una mirada de lujuria—. Lo hará. —La hizo acostar—. No puedo esperar más. Ni un segundo más. Necesito estar dentro de ti ahora mismo.

—Oh, Dios. No, Shura.

—Sí, Tania, sí. Dilo. Sí, Shura.

—Oh, Dios. Sí, Shura.

Alexandr se puso encima de ella y se apoyó en los codos.

—Tania —susurró apasionadamente—, estás desnuda y yo encima de ti. —Lo dijo como si él mismo no se lo creyera.

—Alexandr —dijo ella, que seguía temblando—, estás desnudo y encima de mí. —Sintió el roce del miembro en los muslos. Se besaron.

—No me lo puedo creer —afirmó él, con la respiración agitada—. Me parece imposible que por fin haya llegado el día. Sin embargo, no puedo imaginármelo. Estás viva y debajo de mí. Tatia, tócalo, cógelo en tus manos.

Tatiana no tardó ni un segundo y se lo cogió.

—¿Sientes lo duro que está? Es por ti.

—Dios, sí —asintió, cada vez más asombrada. Verlo había sido una sorpresa tremenda. Sentirlo en sus manos, era demasiado—. Es imposible —murmuró, mientras lo acariciaba—. Me matarás.

—Sí. Déjame que lo haga. Separa las piernas.

Ella le obedeció.

—Un poco más. —Alexandr la besó—. Ábrete para mí, Tania. Adelante, ábrete para mí.

Tatiana separó más las piernas, sin dejar de acariciarlo.

—¿Estás preparada?

—No.

—Sí que lo estás. Suéltame. —Sonrió—. Cógete de mi cuello. Bien fuerte.

Él comenzó a penetrarla lentamente, poco a poco, muy poco a poco. Tatiana se cogió a sus brazos, a la manta, a su espalda, a la hierba más arriba de su cabeza.

—Espera, espera, por favor.

Alexandr esperó lo mejor que pudo. Tatiana tenía la sensación de que la estaban desgarrando por dentro, pero también había algo más: un ansia tremenda de tener a Alexandr todo dentro de su cuerpo.

—Ya está —anunció Alexandr—. Ya estoy dentro de ti. —Le dio un beso y aspiró profundamente—. Estoy dentro de ti, Tatiasha.

La muchacha gimió suavemente, abrazada a su cuello.

—¿De verdad que estás dentro de mí?

—Sí. —Él se apartó un poco—. ¿Lo notas?

—No puedo creer que encajes.

—Muy justo, pero sí —respondió Alexandr, con una sonrisa. La besó en los labios. Respiró. Mantuvo los labios apoyados en los suyos—. Es como si Dios mismo hubiera unido nuestra carne… —Volvió a respirar— y hubiera dicho: tú y ella seréis uno.

Tatiana se quedó muy quieta, con los labios de Alexandr en la frente. ¿Había más? Su cuerpo seguía tenso. No había alivio. Sus manos lo apretaron un poco más. Miró el rostro arrebolado de su amante.

—¿Ya está? ¿Esto es todo lo que hay?

—No del todo —respondió Alexandr. Respiró su aliento—. Sólo estoy… Tania, hemos deseado esto con tanta desesperación —le susurró en la boca—, y es un momento que nunca se repetirá. —La miró a la cara—. No quiero que se acabe.

—De acuerdo —murmuró ella. Le latía todo el cuerpo. Levantó un poco las caderas.

Otro momento.

—¿Preparada? —Se retiró un poco y muy despacio, después empujó.

Tatiana apretó los labios, pero así y todo se oyó el gemido.

—Espera, espera.

Alexandr sacó la mitad y volvió a empujar.

—Espera…

Él lo sacó casi todo y volvió a empujar hasta el fondo, y Tatiana, asombrada, casi gritó, pero tenía demasiado miedo a que él se detuviera si creía que sufría. Le escuchó gemir, y esta vez no tan despacio lo volvió a sacar y lo volvió a meter hasta el fondo. Ella se aferró a sus brazos, sin dejar de gemir.

—Oh, Shura. —Ella no podía respirar.

—Lo sé. Abrázate a mí.

Más rápido. Sin tantos miramientos.

El dolor que sentía era como si la quemaran.

—¿Te hago daño?

—No —respondió Tatiana, mareada.

—Voy todo lo despacio que puedo.

—Oh, Shura. —«Quiero respirar, ¿por qué no puedo respirar?».

—Tania… Dios, estoy perdido, ¿verdad? —El aliento de Alexandr la abrasaba—. Estoy perdido para siempre.

Sin ningún miramiento.

Tatiana se abrazó a él, la boca abierta en un grito mudo.

—¿Quieres que pare?

—No.

Alexandr se detuvo.

—Espera —dijo, con la cabeza contra su mejilla—. Aguanta —susurró. Permaneció quieto—. Oh, Tania.

Y entonces bruscamente comenzó a entrar y a salir de ella con tanta fuerza y con tanta rapidez que Tatiana creyó que se desmayaría. Gritó de dolor y de pasión mientras sujetaba la cabeza del hombre hundida en su cuello.

Un momento que le pareció eterno.

Otro más.

Y otro.

El corazón le latía con un ritmo enloquecido; tenía la garganta seca, los labios húmedos, y poco a poco volvía a respirar, a escuchar, a sentir, a oler.

Abrió los ojos.

Alexandr se movió cada vez más despacio hasta detenerse, respiró con fuerza y después permaneció encima de ella durante unos minutos.

Ella continuó abrazándolo.

Notó un cosquilleo agridulce donde él había estado. Tatiana sintió remordimientos; quería tenerlo otra vez dentro de ella; había sido tan intruso y absoluto…

Alexandr se apartó. Le sopló suavemente en la frente y el pecho sudorosos.

—¿Estás bien? ¿Te he hecho daño? —Le besó las pecas—. Tania, cariño, dime que estás bien.

Ella no podía responderle. El contacto de sus labios en su rostro era delicioso.

—Estoy bien —contestó al fin, con una sonrisa tímida, mientras lo abrazaba—. ¿Tú estás bien?

—En la gloria. —Le acarició a lo largo de todo el cuerpo desde el rostro hasta las pantorrillas, una y otra vez—. Nunca me he sentido mejor. —Su sonrisa brillante reflejaba tal felicidad que a Tatiana le entraron ganas de llorar. Apretó su rostro contra el de su amado. La mano de Alexandr descansó en la cadera de Tatiana—. Has estado muchísimo más callada de lo que esperaba.

—Intentaba no desmayarme —respondió Tatiana.

—Creía que lo harías. —Alexandr se rio.

—Shura, ¿fue…? —Tatiana se puso de lado.

Alexandr le besó los ojos.

—Tania, estar dentro de ti, acabar dentro de ti fue mágico, tú sabes que lo fue.

—¿Cómo esperabas que fuera? —Ella lo empujo con mucha suavidad.

—Esto fue mucho mejor que cualquier cosa que pudiera inventar mi patética imaginación.

—¿Te lo habías imaginado?

—Ya lo puedes decir. —La abrazó—. Olvídate de mí. Dime, ¿tú qué esperabas? —Sonrió, le dio un beso y rio encantado—. No, voy a estallar. Cuéntamelo todo. ¿Te lo habías imaginado? —preguntó con un tono de lujuria.

—No. —Lo empujó otra vez. Desde luego, no había imaginado eso. Hizo correr sus dedos con mucha suavidad desde la garganta hasta el vientre de Alexandr. Lo único que quería era su permiso para tocarlo otra vez—. ¿Por qué me miras de esa manera? ¿Qué quieres saber?

—¿Qué esperabas?

—La verdad es que no lo sé —contestó después de pensarlo.

—Venga, sin duda esperabas algo.

—No esto.

—Entonces, ¿qué?

Tatiana se sentía muy avergonzada y deseó que Alexandr no la mirara con tanta adoración, como si se le cayera la baba.

—Tenía un hermano, Shura. Sabía cómo sois todos: callados, discretos y muy… —Tatiana buscó la palabra adecuada— poco alarmantes.

Alexandr se echó a reír.

—Pero nunca había visto a ninguno…

—… ¿alarmante?

—Hmmm. —¿Por qué se reía de esa manera?

—¿Qué más?

—Supongo que creí que esta cosa poco alarmante… No lo sé, que sería… —Tosió—. Digamos que el movimiento también resultó toda una sorpresa para mí.

Alexandr la besó, feliz.

—Eres una muchacha la mar de graciosa. ¿Qué voy a hacer contigo?

Tatiana lo miró en silencio, el fuego en su interior continuaba ardiendo. Estaba fascinada con el cuerpo del hombre. Le acarició el vientre con la punta de los dedos.

—¿Y ahora qué? ¿Hemos acabado?

—¿Quieres que se acabe?

—No —respondió ella, en el acto.

—Tatiana, te quiero —exclamó Alexandr.

—Muchas gracias —susurró ella, con los ojos cerrados.

—No me vengas con esas. —La obligó a levantar la cabeza—. Nunca te he escuchado decírmelo.

«No podía ser verdad —pensó Tatiana—. Te he amado cada minuto del día desde que nos conocimos».

—Te quiero, Alexandr.

—Muchas gracias —murmuró él, sin dejar de mirarla—. Dímelo otra vez.

—Te quiero. —Lo abrazó—. Te quiero, mi adorable grandullón. —Le sonrió—. Pero ¿sabes una cosa? Nunca te he escuchado decírmelo.

—Te equivocas. Me escuchaste decírtelo.

Pasó un momento.

Ella no habló, ni respiró, ni parpadeó.

—¿Sabes cómo lo sé?

—¿Cómo?

—Porque tú te levantaste de aquel trineo.

Transcurrió otro momento de silencio.

La segunda vez que se amaron, le dolió menos.

La tercera, Tatiana experimentó un momento incandescente de un placer y un dolor exquisitos que la pilló por sorpresa.

—Dios, no pares, por favor —gritó.

—¿No? —replicó Alexandr y se detuvo.

—¿Qué haces? —le preguntó ella. Lo miró con los labios entreabiertos—. Te dije: «No pares».

—Quiero escucharte gemir otra vez —murmuró él—. Quiero escucharte suplicar que no pare.

—Por favor —susurró Tatiana, apretando los muslos contra los del hombre, con las manos alrededor de su cuello.

—¿No, Shura, no? ¿O sí, Shura, sí?

—Sí, Shura, sí. —Tatiana cerró los ojos—. Te lo suplico, no pares.

Alexandr volvió a entrar y salir lenta y profundamente. Ella gritó.

—¿Así?

Ella no podía hablar.

—¿O…?

Cada vez más rápido. Tatiana gritó.

—Tania, ¿qué te parece?

—Es tan delicioso…

—¿Cómo lo quieres?

—De cualquier manera. —Sus manos lo sujetaron con todas sus fuerzas.

—Gime por mí, Tania —susurró Alexandr, con un cambio de ritmo y velocidad—. Adelante, gime por mí.

No se lo tuvo que pedir dos veces.

—No pares, Shura… —suplicó ella, indefensa.

—No pararé, Tania.

No se detuvo, y finalmente se produjo. Tatiana sintió cómo todo su cuerpo se tensaba para después estallar en una llama convulsiva, seguida por un torrente de lava. Tardó unos minutos en dominar los temblores que la sacudían.

—¿Qué fue eso? —le preguntó, con la respiración agitada.

—Eso fue mi Tania descubriendo lo que tiene de fantástico hacer el amor. Eso fue el alivio —afirmó él, apretando su mejilla contra la mejilla de la muchacha.

Tatiana lo abrazó, volvió el rostro y murmuró mientras lloraba de felicidad:

—Oh, Dios mío, Alexandr.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. ¿Unos minutos?

—¿Dónde está tu famoso reloj tan exacto?

—No lo tengo. No quería que pasara el tiempo —respondió Alexandr con los ojos cerrados.

—Tania, no estás dormida, ¿verdad?

—No. Sólo tengo los ojos cerrados. Me siento tan relajada…

—Tania, ¿me dirás la verdad si te la pregunto?

—Por supuesto. —Sonrió, sin abrir los ojos.

—¿Alguna vez habías tocado antes a un hombre?

Tatiana abrió los ojos y se rio discretamente.

—Shura, ¿de qué estás hablando? Aparte de mi hermano cuando éramos pequeños, jamás había visto antes a un hombre.

Tatiana estaba acurrucada en sus brazos. Le tocó con los dedos la barbilla, el cuello, la nuez. Apretó el dedo índice en la arteria que latía casi a flor de piel en el cuello. Se movió un poco para besarle la arteria, y luego dejó los labios apoyados, para sentir su latido. «¿Por qué es tan adorable? —se preguntó—. ¿Por qué huele tan bien?».

—¿Qué pasó con todas aquellas hordas de bestias juveniles que te perseguían en Luga? ¿Ninguno de ellos?

—¿Ninguno de ellos, qué?

—¿Tocaste a alguno de ellos? —preguntó el capitán.

Tatiana sacudió la cabeza.

—Shura, ¿por qué eres tan gracioso? No.

—¿Quizás a través de la ropa?

—¿Qué? —Tatiana no apartó la boca de su cuello—. Por supuesto que no. —Hizo una pausa—. ¿Qué estás intentando sacarme?

—Las cosas que hiciste antes de conocerme.

—¿Había vida antes de Alexandr? —replicó ella con tono burlón.

—Dímelo tú.

—De acuerdo. ¿Qué más quieres saber?

—¿Quién más ha visto tu cuerpo desnudo? Alguien que no sea de tu familia. Otros que no fueran cuando tú tenías ocho años y dabas volteretas desnuda.

¿Era eso lo que él quería? ¿Toda la verdad? Había tenido tanto miedo a confesársela… ¿Querría escucharla?

—Shura, el primer hombre que me vio semidesnuda fuiste tú en Luga.

—¿Eso es verdad? —Él se apartó un poco para mirarla a los ojos.

Ella asintió mientras le rozaba el cuello con los labios.

—Es verdad.

—¿Nadie te ha tocado?

—¿Tocado?

—Tocado los pechos, tocado tu… —La mano de Alexandr se metió entre sus piernas.

—Shura, por favor. Por supuesto que no.

Tatiana notó que su corazón se aceleraba por la rapidez de los latidos de la arteria contra sus labios. Sonrió. Se lo contaría en ese mismo momento, si tanto le interesaba saberlo.

—¿Recuerdas el bosque de Luga?

—¿Cómo podría olvidarlo? —replicó él con voz ronca—. Fue el beso más dulce de toda mi vida.

—Alexandr, fue el primer beso de mi vida —susurró ella, con el rostro hundido en su cuello.

Él sacudió la cabeza y luego se puso de lado, para mirarla con una expresión de escepticismo e incredulidad emocional, como si la muchacha le hubiese escamoteado parte de la verdad. Tatiana se volvió.

—¿Qué pasa? —le preguntó, sonriente—. Me estás avergonzando. ¿Ahora, qué?

—No me digas que…

—De acuerdo, no te lo diré.

—¿Me lo dirás, por favor?

—Te lo acabo de decir.

Alexandr continuó mirándola, estupefacto.

—Cuando te besé en Luga…

—¿Sí?

—Dímelo.

—Shura. —Tatiana apretó todo su cuerpo contra el de su amante—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Quieres escuchar la verdad, o alguna otra cosa?

—No te creo. —Alexandr meneó la cabeza—. Sencillamente no te creo.

—De acuerdo. —Tatiana se tendió de espaldas y entrelazó las manos debajo de la nuca.

—Creo que me lo dices sólo porque te imaginas que es lo que quiero escuchar. —Se puso de lado y comenzó a acariciarle los pechos y el vientre. Sus manos no dejaban de moverse ni un solo instante.

—¿Es eso lo que quieres escuchar?

—No lo sé —contestó Alexandr, después de unos momentos de silencio—. No. Sí. Dios me ayude —añadió—. Pero sobre todo lo demás quiero la verdad.

Tatiana le palmeó la espalda alegremente.

—Pues ya la sabes. —Sonrió—. En toda mi vida no me ha tocado nadie más que tú.

Pero Alexandr no sonreía. Sus ojos color caramelo parecían derretirse, cuando le preguntó con voz entrecortada:

—¿Cómo es posible?

—No sé cómo es posible. Lo es y ya está.

—¿Qué hiciste? ¿Salir del vientre de tu madre para venir directamente a mis brazos?

—Casi, casi. —Se echó a reír—. Alexandr, te quiero —prosiguió, mirándole a la cara—. ¿Lo entiendes? Nunca he querido besar a nadie antes que a ti. Deseaba tanto besarte en Luga que no sabía qué hacer. No sabía cómo decírtelo. Me pasé media noche despierta mientras pensaba en cómo conseguir que me besaras. Por fin, cuando estábamos en el bosque, me dije que no podía renunciar a conseguirlo. Pensé: «si no puedo conseguir que mi Alexandr me bese en el bosque, ya puedo perder toda esperanza de que alguien me bese». —Tatiana respondió a sus caricias.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó Alexandr apasionadamente—. Tienes que dejar de hacerlo ahora mismo. ¿Por qué me haces esto?

—¿Qué me estás haciendo tú a mí? —Tatiana apretó los dedos en la espalda del hombre.

Cuando Alexandr volvió a poseerla, sus labios no dejaron ni por un momento los suyos, y fue su clímax tan apasionado, que ella apenas si notó la explosión del suyo. Tatiana estaba segura de haberle escuchado gemir como si estuviera a punto de echarse a llorar. Él le susurró en la boca:

—No sé cómo sobreviviré, Tatiana.

—Amor mío —murmuró Alexandr, sin bajarse de ella—. Abre los ojos. ¿Estás bien?

Tatiana no le respondió. Escuchaba atentamente la amorosa cadencia de su voz.

—Tania… —añadió él, trazando círculos con los dedos en su rostro, en el cuello, en los pechos—. Tienes la piel de un bebé. ¿Lo sabías?

—No —contestó ella.

—Tienes la piel de un recién nacido, el aliento más dulce y el pelo como la seda. —Se puso de rodillas y le chupó los pezones—. Eres divina de los pies a la cabeza.

Ella le escuchaba en el colmo de la felicidad.

—Tatiana, te lo ruego, perdóname —dijo Alexandr, con lágrimas en los ojos—, por herir tu corazón perfecto con mi rostro frío e indiferente. Te tenía en mi corazón, y nunca fue indiferente. No te merecías nada de lo que se te dio, de lo que tuviste que soportar. Nada. De tu hermana, de Leningrado, y desde luego de mí. No tienes idea de lo que me costó no mirarte por última vez cuando cerré la lona de aquel camión. Tenía muy claro que si lo hacía, se acabaría todo. No hubiese podido ocultar mi rostro de ti o de Dasha. No hubiese podido mantener la promesa que te había hecho. No fue que no te quise mirar. No podía hacerlo. Te había dado tanto cuando estuvimos solos… Confiaba en que sería suficiente para que siguiera adelante.

—Lo fue, Shura. —Las lágrimas rodaron por las mejillas de Tatiana—. Estoy aquí, y será suficiente en el futuro. —Apoyó la cabeza del hombre en su pecho—. Lamento mucho haber dudado de ti. Pero ahora mi corazón se ha descargado de cualquier peso.

Alexandr la besó entre los pechos.

—Me has arreglado. —Tatiana sonrió.

Tatiana yacía feliz debajo del cuerpo de Alexandr, después de haber sido querida y aliviada una y otra vez.

—Vaya, y yo que creía que antes te amaba.

—Esto le añade toda una nueva dimensión, ¿verdad?

La besó en la sien, sin apartar las manos de su cuerpo. Nada de él se había separado de su cuerpo. La sostenía con las manos debajo de las nalgas, sin dejar de moverse dentro de ella.

Tatiana volvió su rostro hacia él y una sonrisa iluminó su cara, una sonrisa llena de juventud y éxtasis.

—Alexandr, tú eres mi primer amor. ¿Lo sabías?

Él le apretó las nalgas, la penetró más profundamente, le lamió la sal del rostro.

—Lo sé.

—¿Sí?

—Tatia, lo supe antes que tú. —Sonrió—. Antes de que por fin encontraras la palabra para describirte a ti misma lo que sentías. Lo supe desde el principio. ¿Cómo sino podías ser tan tímida e inocente?

—¿Inocente?

—Sí.

—¿Tanto se me notaba?

—Sí. —Alexandr volvió a sonreír—. No podías mirarme en público, y sin embargo adorabas mi rostro cuando estábamos juntos como ahora. —La besó—. Tu vergüenza ante las cosas más pequeñas. Ni siquiera podía tocarte la mano en el tranvía sin que te ruborizaras. Tus dedos sobre mi mano cuando te hablé de Estados Unidos, y tu sonrisa, tu sonrisa, Tania, cuando corriste hacia mí a la salida de la Kirov. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Creaste para mí una jaula de oro con tu primer amor.

Ella lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Así que te crees la parte del primer amor, pero tienes un problema con la parte del primer beso —comentó con un tono burlón—. ¿Qué clase de chica te crees que soy?

—La más adorable de todas.

—¿Estás preparado para más?

—Tania. —Alexandr meneó la cabeza con una expresión incrédula—. ¿Qué te ha dado?

Tatiana se echó a reír. Le acarició el vientre.

—Shura, ¿estoy pidiendo demasiado?

—No, pero vas a matarme.

Tatiana ansiaba algo, pero no sabía cómo vencer su timidez para pedírselo. Continuó acariciándolo mientras pensaba. Por fin se decidió.

—Amor mío, ¿puedo ponerme encima de ti?

—Por supuesto. —Alexandr abrió los brazos con una sonrisa—. Ven aquí. Ponte encima de mí.

Ella se puso encima del hombre y le lamió los labios muy suavemente.

—Shura —susurró—. ¿Te gusta así?

—Ummm.

Sus labios le rozaron el rostro, la garganta, el pecho.

—¿Sabes cómo es tu piel para mí? Es como mi helado favorito. Cremosa, suave. Todo tu cuerpo tiene el color del caramelo, como mi crème brûlée, pero no eres frío como el helado, sino caliente. —Frotó los labios contra su pecho.

—¿Qué? ¿Es mejor que el helado?

—Sí. —Tatiana sonrió y volvió a besarlo en los labios—. Me gustas mucho más que el helado. —Después de darle un beso muy largo, le chupó la lengua tiernamente—. ¿Te ha gustado? —preguntó.

Él asintió con un gemido.

—Shura, amor mío —preguntó, con mucha timidez—, ¿hay alguna otra parte donde quizá te gustaría que hiciera eso?

Él la apartó para mirarla, atónito. Tatiana le miró en silencio, complacida de su expresión de incredulidad.

—Creo que podría haber una parte donde me gustaría que hicieras lo mismo —respondió, espaciando las palabras.

Ella le sonrió, al tiempo que intentaba ocultar su excitación.

—Sólo tendrás que decirme lo que debo hacer, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Tatiana besó el pecho de Alexandr, escuchó su corazón, se movió un poco más abajo, apoyó la cabeza en su estómago musculoso. Bajó un poco más, le acarició con el pelo rubio y después frotó sus pechos contra su miembro; notó cómo se hinchaba entre sus pechos. Le besó la línea de vello negro que bajaba desde el ombligo, y luego le rozó el miembro con los labios.

Se puso de rodillas y se lo sujetó con las dos manos. Era extraordinario.

—¿Y ahora qué hago?

—Ahora métetelo en la boca —respondió él, sin dejar de mirarla.

—¿Todo? —susurró, casi sin respirar. Se lo metió en la boca hasta donde pudo.

—Ahora muévete arriba y abajo.

—¿Así?

—Sí —respondió él, después de una pausa muy larga.

—O…

—Sí, así también.

Tatiana sintió cómo se le endurecía el pene entre sus labios ardientes y sus manos, que no dejaban de acariciarlo.

—Oh, sí —murmuró ella, y gimió mientras intentaba meterlo más adentro.

—Lo estás haciendo muy bien, Tatia. Sigue, no pares.

Ella se detuvo. Alexandr abrió los ojos.

—Quiero escucharte suplicar que no pare —le dijo Tatiana, sonriendo.

Alexandr se sentó y la besó en la boca.

—Por favor, no pares. —Luego la empujó hacia abajo, mientras él se tendía en la manta.

Un segundo antes de acabar, le apartó la cabeza.

—Tania, voy a acabar.

—Acaba —susurró Tatiana—. Acaba en mi boca.

Después, mientras ella yacía acurrucada contra su pecho, Alexandr le dijo al tiempo que la miraba con asombro:

—He decidido que me gusta.

—A mí también.

Tatiana permaneció tendida a su lado durante un buen rato, estremecida por las caricias de sus dedos, que eran como plumas que se deslizaban por su piel.

—¿Por qué nos hemos pasado dos días discutiendo cuando podríamos haber estado haciendo esto?

Alexandr le alborotó el pelo.

—Aquello no fue discutir, Tatiasha. Fue el aperitivo.

Se besaron.

—Lo siento —murmuró Tatiana.

—Yo también.

Tatiana calló.

—¿Qué pasa? —Quiso saber Alexandr—. ¿En qué piensas?

«¿Cómo me conoce tan bien? —se preguntó ella—. Basta que pestañee para que él sepa que estoy pensando, que estoy inquieta o angustiada».

—Shura, ¿has amado a muchas otras chicas? —le preguntó con una voz casi de niña.

—No, carita de ángel —respondió Alexandr apasionadamente, y la acarició—. No he amado a muchas chicas.

—¿Amaste a Dasha? —Sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

—Tania, no lo hagas —le rogó Alexandr, después de una pausa—. No sé qué respuestas quieres escuchar. Te diré lo que tú quieras.

—Sólo dime la verdad.

—No, no amé a Dasha. La estimaba, pasamos algunos ratos agradables.

—¿Muy agradables?

—Agradables.

—La verdad.

—Sólo agradables —repitió él. Le pellizcó un pezón—. ¿Todavía no te has dado cuenta de que Dasha no era mi tipo?

—¿Qué le dirás de mí a tu próxima chica?

—Le diré que tenías los pechos perfectos. —Sonrió.

—Basta. No digas más.

—Que tenías unos pechos increíbles, duros, erguidos, con los pezones muy sensibles y grandes como cerezas —añadió él, mientras volvía a ponerse encima de ella y le levantaba las piernas—. Que tenías los labios de los dioses y los ojos de las reinas. Le diré —afirmó Alexandr, con un tono fogoso, al tiempo que la penetraba— que no eras de este mundo.

—¿Tienes idea de la hora que es?

—No lo sé —contestó él, somnoliento—. Debe estar anocheciendo.

—No quiero volver con ellas.

—¿Quién va a volver? —preguntó Alexandr—. No nos moveremos de aquí. Nunca.

—¿No?

—Intenta marcharte.

Antes de que se hiciera noche cerrada, salieron de la tienda. Tatiana se sentó en la cama con la guerrera de Alexandr sobre los hombros. Él encendió una hoguera con la pinaza y la leña seca que la muchacha había recogido unas horas antes. En cinco minutos, el fuego ardía vigorosamente.

—Sabes encender una buena hoguera —comentó Tatiana en voz baja.

—Gracias. —Sacó del macuto dos latas de tushonka, un pan seco y la cantimplora—. Veamos qué más hay por aquí. —Abrió un paquete hecho con papel de aluminio. Dentro había una tableta de chocolate.

—¡Oh! —exclamó Tatiana, y lo miró asombrada, sin preocuparse por el chocolate.

Comieron en silencio.

—¿Dormiremos en la tienda? —Quiso saber Tatiana cuando acabaron de comer.

—Si quieres, encenderé el fuego en la casa. —Sonrió—. ¿Has visto cómo la limpié para ti?

—Sí. ¿Cuándo lo hiciste?

—Ayer, después de la pelea. ¿Qué pensabas que hice durante el resto de la tarde?

—¿Después de la pelea? —Tatiana lo miró, desconcertada—. ¿Antes de que vinieras a casa y me dijeras que te devolviera tus cosas para marcharte?

—Sí.

Tatiana le golpeó suavemente en las costillas.

—Sólo querías escucharme decir…

—No lo digas —susurró Alexandr—, aquí y ahora, te volveré a hacer el amor. Te juro que no sobrevivirás.

A punto estuvo de no sobrevivir.

Sentada delante del fuego, y acurrucada en sus brazos, Tatiana lloraba contra el pecho de Alexandr.

—Tania, ¿por qué lloras?

—Oh, Shura.

—Por favor, no llores.

—Está bien. Echo de menos a mi hermana.

—Lo sé.

—La tratamos bien, ¿verdad? Hicimos todo lo posible por ella, ¿no?

—Lo hicimos lo mejor posible. Tú lo hiciste todo y más. ¿Qué crees? ¿Que nosotros lo quisimos? ¿Destrozar nuestros corazones, lastimar a otras personas, enamorarnos de esta manera? Luché contra mis sentimientos. Quería amar a tu hermana. Dios la bendiga, pero no pude hacerlo porque era imposible.

Tatiana se apartó para contemplar el fuego, el Kama y la luna llena.

—Intenté no amarte por ella.

—Pero no pudiste.

—Sí. Shura, ¿me quieres?

—Vuélvete. —Ella le obedeció—, Tatia, te adoro. Estoy locamente enamorado de ti. Quiero que te cases conmigo.

—¿Qué?

—Sí. Tatiana, ¿te casarás conmigo? ¿Quieres ser mi esposa? —Hizo una pausa—. No llores. —Otra pausa—. No me has contestado.

—Sí, Alexandr, me casaré contigo. Quiero ser tu esposa.

—Ahora, ¿por qué estamos llorando?