A la mañana siguiente, Alexandr abrió los ojos y miró su reloj. Era tarde; las ocho. Miró en derredor en busca de Tatiana. No se la veía por ninguna parte, pero vio que estaba abrigado con su manta y que tenía la cabeza apoyada en su almohada. Se puso boca abajo, sonriente, con la cara contra la almohada. Olía a jabón, a aire puro y a Tatiana.
Salió al jardín. Hacía una mañana deliciosa; el aire era como el de antes de la guerra; los cerezos y las lilas llenaban el jardín con su olor. Al mirar las lilas se sintió feliz; el Campo de Marte estaba poblado de lilas a finales de primavera. Las olía desde el cuartel. Era uno de sus olores favoritos, el de las lilas en el Campo de Marte. Pero su olor favorito era el del aliento de Tatiana mientras ella le besaba. Las lilas no podían competir con ese olor.
La casa estaba en silencio. Después de asearse, Alexandr salió en busca de Tatiana. La encontró en la carretera, de regreso a casa cargada con dos cubos de leche tibia recién ordeñada. Alexandr sabía que estaba tibia porque metió los dedos en uno de los cubos. Tatiana llevaba el pelo rubio platino suelto, y se había vestido con una falda corta azul y una camisola blanca que le dejaba al descubierto el ombligo. Los pechos firmes y redondos se marcaban claramente debajo de la fina tela. Tenía el rostro arrebolado. Estaba tan bonita que a Alexandr le parecía increíble. Se hizo cargo de los cubos. Caminaron en silencio durante unos minutos. Alexandr comenzó a jadear.
—Supongo que después de esto, irás a traer agua del aljibe.
—¿Ir? ¿Con qué te has afeitado esta mañana?
—¿Quién se afeitó?
—Al menos, te habrás lavado los dientes, ¿no? —Tatiana sonrió.
—Sí, con el agua que tú trajiste del aljibe. —Se echó a reír, y luego añadió con voz ronca—: Quiero que me enseñes la casa de tus abuelos. ¿Está lejos?
—No, no está lejos —respondió la muchacha, con una expresión impenetrable.
Alexandr no estaba acostumbrado a que Tatiana se mostrara impenetrable. Su trabajo era hacerla penetrable.
—Humm.
—¿Para qué quieres verla? Está cerrada a cal y canto.
—Trae la llave. ¿Dónde has dormido?
—En uno de los divanes de la terraza. ¿Estabas cómodo? No lo creo. Te quedaste dormido con el uniforme. Pero no conseguí despertarte por mucho que lo intenté.
—¿Lo intentaste? —preguntó Alexandr con un tono mesurado.
—Casi tuve que coger tu pistola y disparar al aire para que te subieras a la cama.
—Tania, nunca dispares al aire —le recomendó el capitán—. Las balas acaban por bajar. —Al recordar sus besos, añadió—: Me quitaste los calcetines y el cinturón. —Sonrió—. Ya que estabas, podías haberme hecho un poco más.
—No podía levantarte —replicó Tatiana, con el rostro arrebolado—. ¿Qué tal te sientes esta mañana después de beber tanto vodka?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Humm. —Tatiana lo miró de reojo—. ¿Tienes más prendas aparte de tus uniformes?
—No.
—Hoy te lavaré tu uniforme de paseo. Pero si piensas quedarte unos días, te daré prendas de paisano.
—¿Quieres que me quede unos días?
—Por supuesto —contestó Tatiana, serena—. Has venido hasta aquí. No tiene ningún sentido marcharse inmediatamente.
—Tania. —Alexandr se acercó hasta casi tocarla—. Ahora que estoy sobrio, cuéntame lo de Dimitri.
—No. No puedo. Lo haré, pero…
—Tania, estuve con él hace dos semanas, y no me dijo nada de que te había visto en Kobona.
—¿Qué te dijo?
—Nada. Le pregunté si te había visto a ti, o a Dasha, y me respondió que no.
Tatiana sacudió la cabeza, con la mirada perdida en la distancia.
—Sí que nos vio. Puedes estar seguro.
Se derramó un poco de leche de uno de los cubos.
Mientras caminaban, Alexandr le habló de Leningrado, de las bajas causadas por los alemanes, de los huertos que crecían en todos los parques, las plazas y en todos los trozos de tierra disponibles.
—Tania, han plantado coles y patatas delante mismo de la catedral de San Isaac. —Sonrió—. Y tulipanes amarillos. ¿Qué te parece?
—Me parece muy bien —respondió con un tono que no reflejaba ningún vínculo con San Isaac. Impenetrable.
Alexandr no quería que ella se sintiera triste esa mañana. ¿Cuántos escollos debía superar para conseguir arrancarle una sonrisa?
—¿Cuáles son las raciones? —preguntó Tatiana, sin alzar la vista.
—Trescientos gramos para los dependientes. Seiscientos para los trabajadores. Pero dentro de poco comenzarán a repartir pan blanco. El ayuntamiento lo prometió este verano.
—Desde luego es mucho más fácil alimentar a un millón de personas que a tres.
—Ahora son menos de un millón. Están evacuando a la población en barcazas a través del lago. —Cambió de tema—. Veo que en Lazarevo tenéis pan blanco. Aquí hay de todo en abundancia.
—¿Los han enterrado a todos?
Alexandr exhaló un suspiro.
—Yo mismo me encargué de dirigir las excavaciones en el cementerio de Piskarev.
—¿Las excavaciones?
No se le pasaba ni un detalle.
—Utilizamos explosivos para abrir…
—¿Fosas comunes?
—Venga, Tania, sigamos.
—Tienes razón, ya no vale la pena hablar de todo aquello. Mira, ya estamos en casa. —Apuró el paso.
Alexandr, que no compartió su entusiasmo, la alcanzó.
—¿Podrías enseñarme esas prendas que mencionaste? Me gustaría ponerme alguna otra cosa.
Entraron en la casa. Tatiana apartó el baúl que estaba junto a la cocina y se disponía a abrirlo cuando la voz de Dusia sonó en la otra habitación.
—¿Tanechka? ¿Eres tú?
Un segundo más tarde, Naira salió del dormitorio.
—Buenos días, querida. Está mañana no he olido el café. Me desperté, cariño, porque no olí el café.
—Ahora mismo lo prepararé, Naira Mijailovna.
También Raisa salió del dormitorio.
—Cuando tengas un minuto, cariño, ¿podrías acompañarme al lavabo?
—Por supuesto. —Tatiana bajó la tapa del baúl—. Te las enseñaré más tarde.
—No, Tania —protestó Alexandr, impaciente—. Me las enseñarás ahora.
—Alexandr, ahora no puedo —respondió ella. Empujó el baúl contra la pared—. Raisa no puede ir al lavabo sola. Mira cómo tiembla. Pero tú sí que puedes esperarte sentado cinco minutos, ¿no?
¿A qué venía aquello? ¿No había tenido bastante paciencia?
—Puedo esperar sentado mucho más que eso. Ayer me pasé toda la noche sentado contigo y tus nuevos amigos.
Tatiana se mordió el labio inferior.
—De acuerdo, de acuerdo. —Alexandr exhaló un suspiro—. ¿Tienes almirez y mazo? —No podía evitarlo; estaba demasiado contento, y tan loco por ella que era incapaz de seguir enfadado por mucho tiempo—. ¿Quieres que te muela los granos de café?
—Sí, muchas gracias. —Tatiana no estaba para bromas—. Me evitarás trabajo. ¿Podrías encender el fuego, por favor? Para que pueda preparar el desayuno.
—Por supuesto, Tania.
Tatiana acompañó a Raisa al lavabo y después le dio el jarabe.
Vistió a Dusia.
Hizo todas las camas, y a continuación preparó huevos fritos con patatas. Alexandr no se perdió detalle. Cuando se sentó en el banco de la galería, y encendió un cigarrillo, Tatiana le trajo una taza de café.
—¿Cómo te gusta?
Alexandr la miró con los ojos brillantes. Era un deleite verla tan sana, alegre y vital.
—¿Cómo me gusta qué?
—Tu café.
—Me gusta el café con la crema espesa y tibia, y mucho azúcar. —Hizo una pausa—. La crema que forma una capa en la leche recién ordeñada, Tatiasha. Pero caliente, y en abundancia.
Las manos que sostenían la taza comenzaron a temblar.
Penetrable.
Era lo único que Alexandr podía hacer para no echarse a reír a carcajadas, para no cogerla entre sus brazos y apretarla contra su pecho.
Después de desayunar, la ayudó a recoger la mesa y a fregar la vajilla. Tatiana tenía las manos sumergidas en el agua jabonosa cuando Alexandr, que la miraba desde hacía rato, también metió las manos en el agua y buscó las de ella.
—¿Qué haces? —le preguntó ella, con voz ronca.
—Nada —respondió el capitán, con una expresión inocente—. Te ayudo a fregar los platos.
—Mucho me temo que no seas un buen ayudante —comentó Tatiana, pero no retiró las manos, y mientras Alexandr la miraba, vio por fin cómo se abría una brecha en aquel muro de dolor.
La acarició muy fuerte entre los dedos, cada vez más enardecido por la pelusilla rubia que le cubría los brazos y las cejas rubias.
—Creo que los platos estarán más limpios que nunca —opinó el capitán, con la mirada puesta en las cuatro mujeres sentadas al sol, que conversaban animadamente a unos pocos metros de ellos. Alexandr acarició cada uno de los dedos de Tatiana, desde el nudillo hasta la punta, y con los pulgares le trazó círculos en las palmas, mientras Tatiana apenas si respiraba, con la boca entreabierta y la mirada vidriosa. Alexandr tenía la sensación de estar quemándose por dentro—. Tatia, tus pecas están tan marcadas y son tan…
Axinia se acercó a Tatiana y le pellizcó el trasero.
—Nuestra Tanechka es pecosa porque hasta el sol quiere besarla —afirmó la anciana.
Maldita sea. Alexandr ni siquiera podía susurrarle sin que ellas lo escucharan. Pero cuando Axinia les volvió la espalda, Alexandr aprovechó para besarle las pecas. Dejó que ella apartara las manos y se alejara, sin secárselas. Él tampoco se las secó, y siguió a la muchacha.
—¿Ahora es un buen momento para que me enseñes las prendas?
Tatiana abrió una vez más el baúl y sacó una camisa de algodón blanca de manga corta, otra de manga larga, una tercera de lino crudo y tres pantalones con cordones en la cintura, también de lino. Sacó también dos polos sin mangas y varios pantalones cortos.
—Son bañadores —le aclaró ella—. ¿Qué te parece?
—Están muy bien. —Alexandr sonrió—. ¿Dónde los conseguiste?
—Los hice yo.
—¿Tú los hiciste?
Tatiana se encogió de hombros como si no le diera importancia.
—Mamá me enseñó a coser. No fue muy difícil. La única dificultad fue recordar tus medidas.
—Creo que las has recordado muy bien —afirmó el capitán con voz pausada—. Tania, ¿hiciste todas estas prendas para mí?
—No sabía seguro si vendrías, pero si venías deseaba que tuvieras algo cómodo para vestirte.
—El lino es muy caro —opinó él, complacido.
—Había mucho dinero en tu libro de Pushkin. —Tatiana hizo una pausa—. Compré unas cuantas cosas para todos.
—¿Incluido Vova? —Esta vez su voz no sonó muy complacida.
Tatiana desvió la mirada con una expresión culpable.
—Ya lo veo. —Alexandr dejó caer las prendas en el interior del baúl—. ¿Le compraste cosas a Vova con mi dinero?
—Sólo una botella de vodka, y ciga…
—¡Tatiana! —Alexandr aspiró a fondo—. Aquí no. Espera a que me cambie —dijo, y le volvió la espalda—. Sólo tardaré un minuto.
Tatiana salió mientras él se ponía el pantalón y la camisa de algodón blanco, que le venía un poco justa en el pecho, pero que por lo demás le quedaba muy bien.
Cuando Alexandr salió de la casa, las ancianas comentaron alegremente lo guapo que estaba. Tatiana estaba llenando un cesto con la colada.
—Tendría que haberlas hecho una talla más grande. Estás guapo. —Bajó la vista—. Creo que no te he visto nunca vestido de paisano.
Alexandr miró en derredor. Allí estaba: su segundo día con ella, de palique con cuatro ancianas y él seguía sin averiguar qué la preocupaba, sin resolver nada de lo que les preocupaba a los dos.
—Me viste de paisano una vez. En Peterhof. ¿Acaso te has olvidado de Peterhof? —Le tendió la mano—. Venga, vamos a dar un paseo.
Tatiana se acercó, pero no le dio la mano. Él tuvo que inclinarse para cogérsela. Estar tan cerca de ella le embriagaba un poco.
—Quiero que me muestres dónde está el río.
—Tú sabes dónde está el río. Fuiste ayer a lavarte. —Apartó la mano—. Shura, no puedo. Tengo que tender la colada de ayer y hacer la de hoy.
—No. Vamos. —Volvió a cogerla de la mano.
—¡Shura, no, por favor!
Alexandr se detuvo. ¿Qué demonios era lo que había percibido en su voz? ¿A qué le había sonado? No era enfado. ¿Qué era? ¿Miedo? La miró a la cara.
—¿Qué pasa contigo? —Se la veía muy agitada y le temblaban las manos. Se negaba a mirarlo. Le soltó la mano y la sujetó por la barbilla, para obligarle a levantar el rostro—. ¿Qué…?
—Shura, por favor —susurró Tatiana, mientras hacía lo posible para no mirarle a los ojos.
Fue entonces cuando Alexandr comprendió lo que pasaba. La soltó, para después apartarse, con una sonrisa.
—Tania —dijo, con un tono cariñoso—. Quiero que me enseñes la casa de tus abuelos. Quiero que me enseñes el río. Un prado, una maldita roca, me da lo mismo lo que sea. Quiero que me lleves a un lugar donde tengamos dos metros cuadrados, sin nadie más a nuestro alrededor, para que podamos hablar. ¿Lo comprendes? Eso es todo. Necesitamos hablar y no puedo hablar, ni hacer nada, delante de tus nuevos amigos. —Hizo una pausa sin dejar de sonreír—. ¿De acuerdo?
Tatiana, con el rostro como la grana, no levantó la vista.
—Bien. —La cogió de la mano.
—Tanechka, ¿adónde vais? —preguntó Naira.
—Vamos a buscar moras para la tarta de esta noche —le gritó Tatiana.
—Pero, Tanechka, ¿no harás la colada?
—¿Volverás a mediodía para darme mi jarabe? —Quiso saber Raisa.
—¿Cuándo volveremos, Alexandr?
—Cuando hayamos arreglado todo lo nuestro. Díselo: «Volveré cuando Alexandr me arregle».
—Me parece que ni siquiera tú serás capaz de arreglarme, Alexandr —opinó Tatiana, y su voz sonó fría.
El capitán se alejó de la casa con paso decidido.
—Espera, tengo que…
—No.
—Sólo será un… —Intentó apartar la mano, pero él no se lo permitió. Lo intentó de nuevo.
—Tania, esto no lo podrás ganar —afirmó, y le apretó la mano con fuerza—. Podrás vencerme en muchas otras cosas, pero no me vencerás cuando se trata de fuerza física, y doy gracias a Dios porque si no fuera así, estaría en apuros.
—Tania —gritó Naira—. ¡Vova vendrá a buscarte dentro de un rato! ¿A qué hora le digo que volverás?
Tatiana miró a Alexandr, que le devolvió la mirada y se encogió de hombros, indiferente.
—¿Yo o la colada? A ti te toca decidir. Sé que la elección es dura. O se trata de mí o Vova. —Le soltó la mano—. ¿Esa elección también es difícil? —Estaba harto. Habían dejado de caminar y ahora se enfrentaban, a un metro de distancia. Alexandr se cruzó de brazos—. ¿Qué será, Tania? Tú decides.
—¡Volveré dentro de un rato! —le respondió Tatiana a Naira a voz en cuello—. Dile que lo veré más tarde. —Exhaló un suspiro y le indicó a Alexandr que la acompañara con un ademán.
Él caminaba demasiado rápido y la muchacha no podía seguirle.
—¿Por qué tanta prisa?
La furia ardía en el pecho de Alexandr, como la mecha de una bomba a punto de explotar. Respiró varias veces profunda y lentamente para calmarse, para apagar la mecha.
—Te diré una cosa ahora mismo. Si no quieres tener problemas, tendrás que decirle a Vova que te deje en paz. —Alexandr esperó una respuesta, y cuando ella no le respondió, se detuvo y la cogió de un brazo—. ¿Me escuchas? —Alzó la voz—. ¿No será que quieres decirme a mí que te deje en paz? Porque eso es algo que puedes hacer ahora mismo, Tatiana.
—Lamento lo de Vova —manifestó Tatiana, sin alzar la vista y sin intentar apartarse—. No te alteres. Sabes muy bien que lo único que intento es no herir sus sentimientos.
—Sí, te preocupas de los sentimientos de todos, menos de los míos —afirmó Alexandr, con un tono mordaz.
—No, Alexandr —replicó Tatiana, y esta vez lo miró con una expresión de malhumorado reproche—. No quiero herir tus sentimientos de ninguna manera.
—¿Qué demonios has querido decir con eso? —Alexandr le apretó el brazo—. De una manera u otra, tendrá que dejarte en paz para siempre, si es que queremos arreglar lo que no funciona entre nosotros.
—Alexandr, no sé por qué te preocupas por él —manifestó Tatiana, mientras intentaba aflojar los dedos que le oprimían el brazo.
—Tania, si no tengo motivos para preocuparme, entonces demuéstramelo. Pero no estoy dispuesto a seguir adelante con estos juegos. Aquí no. No en Lazarevo. No lo haré aquí en beneficio de un grupo de extraños, ¿me comprendes? No pienso preocuparme por los sentimientos de Vova como me preocupé por los de Dasha. Si no se lo dices tú, que sería lo mejor, se lo diré yo, que será mucho peor. No quiero tener que vérmelas con él —añadió el capitán cuando vio que Tatiana se mordía el labio inferior y no le respondía—. Y tampoco quiero hacerme el tonto cuando Zoe me frota con las tetas. No lo haré para mantener la paz en esta casa.
—¿Zoe hace qué? —Tatiana levantó la vista. Sacudió la cabeza—. Vova no se frota contra mí.
—¿No? —Se acercó a ella. Comenzó a respirar deprisa. También Tatiana comenzó a respirar deprisa, y Alexandr rozó su cuerpo con el de la muchacha suavemente—. Le dirás que te deje en paz, ¿está claro?
—Está claro —admitió ella, en voz baja. Alexandr la soltó, y continuaron caminando—. Pero francamente, creo que Vova es nuestro problema menos importante.
Llegaron a la carretera y Alexandr volvió a acelerar el paso.
—¿Adónde vamos?
—Dijiste que querías ver la casa de mis abuelos.
Alexandr se rio sin demasiada alegría.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Tatiana.
—No creí que fuera posible —respondió—. No lo creí, después de lo que vi en Quinto Soviet, pero de algún modo has conseguido hacerlo.
—¿Hacer qué? —Esta vez el tono de Tatiana fue enérgico.
—Explícame como lo haces —replicó él, con viveza—. ¿Cómo te las apañas para encontrar y rodearte de personas más necesitadas que tu familia?
—No hables de mi familia de esa manera, ¿de acuerdo?
—¿Por qué todo el mundo tiene que girar a tu alrededor? ¿Me lo puedes explicar?
—A ti no.
—¿Por qué te integras en sus vidas de esta manera?
—No voy a discutirlo contigo. Estás comportándote de una manera mezquina.
—¿Alguna vez tienes un momento para ti en esa puñetera casa? —exclamó Alexandr—. ¡Un momento!
—¡Ni un solo! —gritó Tatiana—. ¡Gracias a Dios!
Recorrieron el resto del camino en silencio, resentidos el uno con el otro. Pasaron por delante de la casa de baños públicos, la oficina del Soviet local, la pequeña casa que albergaba la biblioteca y el edificio con una cruz dorada en la cúpula blanca.
Entraron en el bosque y siguieron por el sendero que conducía hasta el Kama. Por fin llegaron a un claro rodeado de pinos muy altos y sauces. Los peñascos y los álamos marcaban la orilla de la corriente que resplandecía al sol.
En el lado izquierdo del claro, y a la sombra de los pinos, se alzaba una isba con las ventanas tapiadas. Había un cobertizo adosado para guardar la leña, pero no había troncos.
—¿Es ésta? —Alexandr dio toda la vuelta a la casa con treinta zancadas—. No es muy grande.
—Sólo estaban ellos dos —le explicó Tatiana, que empleó cincuenta pasos cortos para la misma distancia.
—Pero esperaban la llegada de sus tres nietos. ¿Cómo hubierais hecho para vivir todos aquí dentro?
—Lo hubiéramos hecho. ¿Cómo vivimos en la casa de Naira?
—Muy apretados —declaró Alexandr.
Metió una mano en el macuto y sacó la pala de campaña. Comenzó a arrancar las tablas que tapiaban las ventanas.
—¿Qué estás haciendo?
—Quiero ver cómo es por dentro.
Alexandr la observó mientras Tatiana se acercaba a la orilla, se sentaba en la arena y se quitaba las sandalias. Después, encendió un cigarrillo y continuó arrancando las tablas.
—¿Has traído la llave del candado? —le gritó. No escuchó la respuesta. Harto, se acercó a la muchacha y le dijo furioso—: Tatiana, estoy hablando contigo. Te he preguntado si has traído la llave del candado.
—Y yo te contesté —replicó ella, sin mirarlo—. Dije que no.
—Muy bien. —Cogió la pistola semiautomática y accionó el seguro—. Si no has traído la llave, volaré el maldito candado.
—Espera, espera. —Tatiana se quitó el cordel con una llave que llevaba alrededor del cuello—. Ten. ¡No dispares! —Le volvió la espalda—. Por si no te has enterado, aquí no estamos en el frente. No tienes que llevar esa cosa a todas partes.
—Claro que sí. —Se alejó en dirección a la casa, pero se detuvo para mirar por encima del hombro. Admiró el pelo rubio, la espalda desnuda hasta la cintura, los hombros. Se guardó la llave del candado en el bolsillo del pantalón y, con la pistola en una mano y la pala en la otra, entró en el agua, con las botas puestas, y se plantó ante ella con las piernas separadas—. Muy bien. Suéltalo de una vez —dijo, con un tono decidido.
—¿Soltar qué? —Tatiana, que se había sentado, se apartó un poco arrastrándose sobre las nalgas.
—¿Cómo que qué? —exclamó el capitán—. ¿Por qué estás enojada? ¿Qué he hecho o dejado de hacer? ¿Qué he hecho demasiado o no he hecho bastante? Dímelo, y dímelo ahora.
—¿Por qué me hablas de esta manera? —Tatiana se levantó de un salto—. No tienes ningún derecho a estar enfadado conmigo.
—¡Y tú tampoco tienes ningún derecho a estarlo conmigo! —replicó él casi a gritos—. Tania, estamos desperdiciando nuestro precioso aliento. Y estás en un error: tengo muchos motivos para estar enfadado contigo. Pero a diferencia de ti, me siento tan agradecido por el hecho de que estés viva y tan feliz de verte que no puedo enfadarme contigo.
—Yo también tengo razones para estar enfadada. —La muchacha hizo una pausa—. Y también doy gracias porque estés vivo. —Se lo dijo sin levantar la vista—. Verte me hace muy feliz.
—Me cuesta creerlo, porque has levantado una barrera que no consigo atravesar. —Tatiana permaneció muda—. ¿Te das cuenta de que he venido a Lazarevo a pesar de que no tuve ni una sola noticia tuya en seis meses? —Alzó la voz—. ¡Ni una palabra en seis meses! Cualquier otro hubiera creído que las dos estabais muertas, ¿no?
—No sé lo que tú creías, Alexandr —replicó Tatiana, con la mirada puesta al otro lado del río.
—Te diré lo que creía, Tatiana. Por si acaso no lo tienes claro. ¡Durante seis meses no supe si estabas viva o muerta, porque no quisiste tomarte la molestia de coger la maldita pluma!
—No sabía que querías que te escribiera —dijo Tatiana. Recogió un par de guijarros y los arrojó al agua.
—¿No lo sabías? —repitió el capitán. ¿Le estaba tomando el pelo?—. ¿De qué hablas? Hola, Tatiana. Soy Alexandr. ¿No nos hemos conocido antes? ¿No sabías que me hubiese gustado enterarme de que estabas viva o que Dasha había muerto?
Vio cómo ella se encogía al escuchar sus palabras.
—¡No estoy dispuesta a hablar de Dasha contigo! —Se alejó.
—Si no es conmigo, ¿con quién? —preguntó el oficial, que la siguió—. ¿Quizá con Vova?
—Mejor con él que contigo.
—¡Qué encantador! —Alexandr intentaba conservar la calma a cualquier precio, pero si ella seguía diciendo esas cosas, acabaría por perder los estribos.
—Escucha, no te escribí porque creía que Dimitri te lo había contado. Dijo que lo haría. Así que di por hecho que estabas enterado.
Daba toda la impresión de que se guardaba algo más, pero el enfado de Alexandr le impidió averiguarlo.
—¿Creíste que Dimitri me lo diría? —repitió el capitán, incrédulo.
—¡Sí! —afirmó ella, desafiante.
—¿Por qué no te tomaste la molestia de contármelo tú misma? —le gritó. Se acercó a ella y la dominó con su estatura—. Cuatro mil rublos, Tatiana, ¿no crees que al menos me merecía una maldita carta de tu parte? ¿No crees que mis cuatro mil rublos daban para comprar una pluma y no sólo vodka y cigarrillos para tu amante campesino?
—¡Baja las armas! —le gritó ella a su vez—. ¡No te atrevas a acercarte a mí con esas cosas en tus manos!
Alexandr arrojó la pistola y la pala a la orilla, y se acercó a ella haciéndola retroceder; sin tocarla, pero obligándola a seguir retrocediendo.
—¿Qué pasa Tania? ¿Te abrumo? ¿Me acerco demasiado? —Hizo una pausa, y la miró a la cara—. ¿Te asusto? —añadió, mordaz.
—La respuesta es sí a las tres cosas.
Alexandr recogió un puñado de guijarros y los arrojó al agua, en un gesto de impotencia.
Durante unos minutos ninguno de los dos habló mientras recuperaban el aliento. Alexandr esperó a que ella dijera algo, y cuando no lo hizo, intentó atraerla otra vez a lo que habían sentido cuando eran sólo ellos dos, en la Kirov, en Luga, en San Isaac.
—Tania, cuando me viste llegar… —Su voz se apagó un momento—. Parecías muy feliz.
—¿Qué te descubrió mi felicidad? —preguntó ella, en voz alta—. ¿Mi llanto?
—Sí. Creí que llorabas de felicidad.
—¿Has visto mucho de eso, Alexandr? —comentó Tatiana, y por un segundo, sólo por un momento, él se preguntó si sus palabras ocultaban un doble sentido, pero estaba demasiado confuso para pensar con claridad.
—¿Qué dije?
—No lo sé. ¿Qué dijiste?
—¿Es necesario que juguemos a las adivinanzas? —exclamó él, exasperado—. ¿No puedes decírmelo sin tantas vueltas? —Alexandr exhaló un suspiro ante su silencio—. Lo único que pregunté fue dónde estaba Dasha.
Tatiana se estremeció como si le hubiera pegado.
—Tania, si se sientes desgraciada porque te hago recordar cosas que quieres olvidar, entonces nos ocuparemos de…
—Si sólo…
—¡Espera! —gritó Alexandr, y levantó una mano—. Dije si es que era eso. Pero si hay algo más… —Se interrumpió. A Tatiana se la notaba alterada. Controló la voz para que sonara tranquila, le enseñó las manos abiertas y la miró con todo lo que sentía por ella—. Escucha. ¿A ver qué te parece? Te perdonaré por no haberme escrito, si tú me perdonas por la única cosa que te preocupa. —Sonrió—. Sólo es una, ¿no?
—Alexandr, son tantas las cosas que me preocupan que ni siquiera sé por dónde empezar.
El capitán comprendió que así era efectivamente, y una vez más vio que la herida seguía abierta en su mirada.
Ahora Alexandr reaccionó a la mirada de Tatiana; era la misma que había visto en la acera de Quinto Soviet cuando ella le había gritado que podía perdonarlo por su rostro indiferente pero no por la indiferencia de su corazón. ¿No había dejado atrás todo aquello? Él llevaba su corazón como una medalla en el pecho; ¿no habían dejado atrás todas las mentiras?
¿Qué otras cosas había más allá de la acera de Quinto Soviet?
Alexandr pensaba que más allá sólo estaba la muerte. Nunca habían acabado aquella riña, ni todas las cosas que la habían precedido, o las que la habían sucedido.
Y por todas estas cosas pasaba Dasha, a la que Tatiana había intentado salvar sin conseguirlo, a la que Alexandr había intentado salvar y no había podido.
—Tania, ¿todo esto es porque Dasha y yo íbamos a casarnos?
Ella no le respondió. Ajá.
—¿Todo esto es por la carta que le escribí a Dasha?
Ella no le respondió. Ajá.
—¿Hay algo más?
—Alexandr —dijo Tatiana. Sacudió la cabeza—. Qué baladí haces que suene todo esto. Qué trivial. Todos mis sentimientos han quedado reducidos a un despectivo «todo esto».
—No es despectivo —exclamó él, sorprendido—. No es trivial. No es baladí, pero todas son cosas del pasado…
—¡No! —gritó Tatiana—. ¡Está todo aquí, ahora mismo, alrededor y dentro de mí! Ahora vivo aquí —afirmó, levantando todavía más la voz—. Y aquí todos te han estado esperando para que te casaras con mi hermana. No me refiero sólo a las viejas, sino a toda la gente del pueblo. Desde que vine a vivir aquí, es lo único que he escuchado, y no todos los días, sino en la comida, en la cena, en la plaza. Dasha y Alexandr, Dasha y Alexandr. ¡Pobre Dasha! ¡Pobre Alexandr! —Se estremeció—. ¿A ti te parece que eso es el pasado?
Alexandr intentó razonar.
—¿Eso es culpa mía?
—Vaya, ¿quizás ellos le pidieron a Dasha que se casara contigo?
—Te lo dije. Yo no le pedí que se casara conmigo.
—¡Ahora no pretendas darle la vuelta, Alexandr, no juegues conmigo! Tú le dijiste que te casarías con ella este verano.
—¿Y por qué lo hice? —le preguntó él, furioso.
—¡Calla de una vez! En San Isaac acordamos que nos mantendríamos alejados. ¡Pero como no podías mantenerte alejado de mí, urdiste el plan de casarte con mi hermana!
—Él te dejó en paz en cuanto se habló de matrimonio, ¿no es así? —afirmó el capitán, con una expresión grave.
—También me hubiera dejado en paz, si tú no hubieras vuelto nunca más a mi casa —gritó ella.
—¿Qué hubieras preferido?
Ella le miró, incrédula, y por un instante, dejó de moverse.
—¿Me lo preguntas de verdad? —dijo Tatiana, con la voz ahogada por la furia—. ¿Qué hubiera preferido? —Abrió los ojos como platos—. ¿Me preguntas si hubiera preferido que te casaras con mi hermana antes que no volver a verte?
—¡Sí! En San Isaac estabas dispuesta a suplicarme que no me alejara de ti. Así que ahora no me vengas con toda esta mierda. Ahora que ya ha pasado, en muy fácil decirlo.
—Vaya, ¿así que es fácil? —Tatiana caminaba en círculos en medio del claro, con tanta furia que Alexandr, a pesar de sus zancadas, comenzaba a marearse.
—¡Deja de moverte! —le ordenó. Tatiana se detuvo—. Ya lo veo. Tú fijas las reglas y después te enojas porque las sigo. Pues tendrás que vivir con tu carga.
—Ya vivo con ella —replicó la muchacha—. Todos y cada uno de los días desde que te conocí.
—Ah, ¿ésta es la pelea que buscas? —vociferó Alexandr—. ¿Precisamente ésta? Pues no la ganarás, porque ésta se remonta a cuando tú…
—¡No quiero escucharlo!
—¡Claro que no!
—Tú le dijiste a Dasha que os casaríais, ella se lo dijo a mi abuela, y mi abuela se lo contó a todo el pueblo. —Tatiana estaba hecha un basilisco—. Le escribiste una carta diciendo que venías para casarte. Las palabras tienen un significado, ¿no lo sabías? —Hizo una pausa—. Incluso las palabras que para ti no significan nada.
¿Por qué él creyó que Tatiana no estaba hablando ahora de Dasha?
—Si te lo tomaste tan a mal —manifestó el capitán—, ¿por qué no me escribiste una carta para decirme: «¿Sabes, Alexandr? Dasha está muerta, pero yo estoy aquí»? Hubiese venido mucho antes, y no hubiese pasado los seis meses que pasé, sin saber si estabas viva.
—Después de la carta que le escribiste —protestó Tatiana, incrédula—, ¿esperabas que te escribiera para pedirte que vinieras aquí? ¿Crees que después de aquella carta sería capaz de pedirte algo? Hubiese sido una idiota para hacer algo así, ¿no? Una idiota, o… —Se detuvo.
—¿O qué? —preguntó Alexandr.
—Una niña —respondió ella, sin mirarlo.
Alexandr sacudió la cabeza.
—Oh, Tania.
—Todos estos juegos a que jugáis los mayores —añadió ella, apartándose—. Todas estas mentiras. Jugáis demasiado bien. —Agachó la cabeza—. Sois demasiado buenos para mí.
Lo único que Alexandr deseó en aquel instante fue tocarla. Sus labios, su furia, su rostro; quería tocarlo todo.
—Tania —susurró, tendiéndole los brazos—. ¿De qué hablas? ¿Qué juegos, qué mentiras?
—¿Por qué viniste aquí, por qué? —dijo ella, con un tono frío.
A Alexandr se le atragantaron las palabras.
—¿Cómo puedes preguntarme eso?
—¿Cómo? Porque la última cosa que escribiste fue que venías para casarte con Dasha. Lo mucho que la amabas. Que era la mujer de tu vida. La única mujer en el mundo. Leí aquella carta. Eso fue lo que escribiste. Porque una de las últimas cosas que te escuché decir en el lago Ladoga fue que tú nunca…
—¡Tatiana! —gritó Alexandr, desbordado finalmente por la furia—. ¿De qué demonios estás hablando? ¿Te olvidas de que me hiciste jurar que mentiría hasta el final? Tú me lo hiciste prometer. A finales de noviembre yo todavía te decía: «digamos la verdad». ¡Pero tú! «Miente, miente, miente, Shura, cásate con ella, haz lo que sea, pero no le rompas el corazón a mi hermana». ¿No lo recuerdas?
—Sí, y tú lo hiciste rematadamente bien —dijo Tatiana, con voz desabrida—. ¿Tenías necesidad de ser tan convincente?
Alexandr se mesó los cabellos, atónito.
—Sabes muy bien que no lo decía de verdad.
—¿Qué parte? —le gritó. Se encaró con él, furiosa, sin miedo—. ¿La parte donde le decías que te casarías con ella? ¿Aquélla donde decías que la amabas más que a nadie? ¿Cuál de todas esas mentiras no me tengo que creer?
—Por amor de Dios —exclamó Alexandr—. ¿Qué querías que le dijera cuando ella agonizaba en tus brazos?
—Era la única respuesta que podías darle —afirmó Tatiana—. La única que querías darle, en tu vida de mentiras.
—Ambos vivimos aquella vida de mentiras, Tatiana, porque tú lo quisiste —gritó él a voz en cuello. Le entraron ganas de tirarle de los pelos—. Pero tú sabes que no lo decía de verdad.
—Creí que no lo decías de verdad —afirmó Tatiana, con la misma furia de antes—. Pero puedes entender que fue la única cosa que escuché durante todo el viaje en tren a Molotov, cuando crucé el Volga helado y a lo largo de los dos meses que pasé en el hospital mientras luchaba por respirar, ¿lo puedes entender?
Ahora también luchaba por respirar, mientras Alexandr la observaba, dominado por un remordimiento insoportable.
—No me hubiera importado —prosiguió Tatiana—. Te lo dije. No necesito mucho. No necesito mucho consuelo. —Apretó los puños y la herida apareció en sus ojos—. Pero necesito un poco. —Le tembló la voz—. Necesito un poco para mí, y entonces hubieras podido decirle a Dasha lo que querías decirle, como tuviste que decirle. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Quería que me miraras un segundo para hacerme saber que te importaba, para darme un poco de fe. Pero no —añadió con frialdad—. Me trataste como siempre haces, como si no estuviera allí.
—No te trato como si no estuvieras allí —negó Alexandr, cada vez más desconcertado—. ¿De qué estás hablando? Te oculté de todo el mundo. Eso no es la misma cosa.
—Sí, una sutil diferencia para una chica como yo. Pero si puedes ocultar tu corazón tan bien incluso de mis ojos, entonces quizá también puedes ocultar tu corazón por Dasha, de la misma manera. Y quizá por Marina y por Zoe, y por todas y cada una de las chicas con las que has estado. Quizás eso es lo que hacéis los hombres adultos: en privado nos miráis de una manera, y después nos rechazáis en público, como si no fuésemos nada. —Miró al suelo.
—¿Te has vuelto loca? —replicó Alexandr—. ¿Te olvidas de que la única persona que no vio la verdad fue tu hermana, que estaba ciega? En privado, en público. Marina tardó cinco minutos en darse cuenta. —Hizo una pausa—. Ahora que lo pienso mejor, creo que las dos únicas personas que no vieron la verdad fuisteis tu hermana y tú, Tatiana.
—¿Qué verdad? —Tatiana se apartó un paso. Le temblaban las manos, por mucho que apretara los puños—. No podía hacerlo. Me refiero a mentir tan bien. Pero tú eres un hombre. Tú lo hiciste. Me rechazaste con tus últimas palabras, y me rechazaste con tu última mirada. Y por un tiempo casi me pareció correcto. ¿Cómo podías sentir algo por mí?, me pregunté. ¿Quién podía sentir nada después de que Leningrado…? —Hizo una pausa. Jadeaba—. ¡Así y todo deseaba tanto creer en ti! Por eso, cuando recibimos tu carta para Dasha, la abrí, con la esperanza de que estuviera en un error, rogué que hubiera una palabra para mí. —Tatiana alzó la voz—. Una sola palabra, una sola sílaba que pudiera guardar para mí. La necesitaba con desesperación, porque me demostraría que toda mi vida no había sido una mentira de principio a fin. —Se interrumpió—. ¡Una sola palabra! —gritó, golpeando el pecho del capitán con los puños. Él no se movió—. ¡Sólo una palabra, Alexandr!
Él intentó recordar lo que había escrito. No pudo. Pero era la herida en los ojos de Tatiana lo que deseaba curar por encima de todo lo demás. La cogió entre sus brazos. Ella se debatió con todas sus fuerzas; después se echó a llorar.
—Tania, por favor. Sabía lo mucho que sufrías…
Pero ella estaba tan desesperada, tan furiosa, que consiguió escapar de su abrazo.
—¿Yo lo sabía? ¿Cómo podía saberlo?
—Se supone que tú lo sabías y punto. —Se le acercó—. Eso es de lo que se trata en ti.
—¿Y qué es de lo que se trata en ti? —replicó ella, con un grito lastimero.
—Pues si no lo recuerdas, te diré que te abracé con todo mi corazón en mis ojos en la trasera de aquel maldito camión en el Ladoga y te supliqué que te salvaras para mí.
—¿Cómo sé que no se lo pediste a todas las chicas que enviaste por el «Camino de la vida» que se salvaran para ti con esos ojos que tienes?
—Oh, por favor, Tatiana.
—No conozco a nadie más aparte de ti —afirmó ella, con la voz quebrada—. No sé fingir, jugar ni contar mentiras. —Agachó la cabeza—. Tú me enseñaste una cosa en privado y después sin más decides casarte con mi hermana. En Ladoga, le dijiste que nunca habías sentido nada por mí, que ella era tu único amor, no me miraste cuando me dejabas enfrentada a la muerte, y después ni siquiera me escribiste una palabra. ¿Cómo esperas que alguien como yo sepa cuál es la verdad sin un poco de ayuda de tu parte? ¡Lo único que he conocido en mi vida son tus malditas mentiras!
—¡Tatiana! —exclamó el capitán—. ¿Te has olvidado de San Isaac?
—¿Cuántas chicas te fueron a visitar allí, Alexandr?
—¿Te has olvidado de Luga?
—No era más que otra damisela en apuros —le respondió ella, con un tono amargo—. Dimitri me dijo lo mucho que te gustaba ayudar a las chicas.
Alexandr estaba a punto de perder el control totalmente.
—¿Por qué crees que iba a Quinto Soviet cada vez que podía para llevarte toda mi comida? —gritó—. ¿Por quién crees que lo hacía?
—¡Nunca dije que no tuvieras piedad de mí, Alexandr!
—¿Piedad? —repitió él—. Por todos los diablos, ¿piedad?
—Así es. —Tatiana se cruzó de brazos.
—¿Sabes algo? —dijo Alexandr, fuera de sí—. La piedad es algo demasiado bueno para ti. Ése el precio que debes pagar por vivir en la mentira. No te gusta, ¿verdad?
—No, lo detesto —exclamó Tatiana, sin retroceder ni un centímetro—, y sabiendo que lo detesto, ¿por qué demonios se te ocurrió venir aquí? ¿Para torturarme un poco más?
—¡Vine aquí porque no sabía que Dasha había muerto! —vociferó Alexandr—. ¡Porque tú no quisiste tomarte la maldita molestia de escribirme una carta!
—Por lo tanto, viniste para casarte con Dasha —manifestó Tatiana, con voz serena—. ¿Por qué no lo dijiste desde el principio?
Alexandr, sin saber ya qué más decir, apretó los puños, rabioso. Se apartó rápidamente.
—No te aclaras con tantas mentiras, ¿no? —le dijo ella con un tono mordaz.
—Tatiana, no entiendes nada de nada. Te dije desde el primer día que nos conocimos: digamos la verdad, no vivamos inmersos en la mentira. Escojamos el camino correcto. Te lo dije. Vayamos con la verdad por delante y vivamos con las consecuencias. Fuiste tú la que dijo que no. No me gustó, pero dije que de acuerdo.
—¡No, tú no dijiste que de acuerdo, Alexandr! Si lo hubieses dicho, no hubieses venido cada día a la Kirov contra mis deseos.
—¿Contra tus deseos? —Alexandr se tambaleó de la sorpresa.
—Eres increíble —afirmó Tatiana. Sacudió la cabeza—. ¿Cómo se te ocurre que podías no conquistar a una chica, Alexandr Barrington, con tu fusil, tu estatura y tu vida aventurera? ¿Crees que sólo porque yo, una chiquilla de diecisiete años, me quedé boquiabierta y te miré con los ojos como platos como si nunca hubiera visto nada parecido, tenías el derecho de pedirle a mi hermana que se casara contigo? ¿Crees que porque soy muy joven no me haría daño? ¿Crees que yo no necesitaba nada de ti, mientras tú no hacías más que tomar, tomar y tomar de mí…?
—No creo que necesitaras nada de mí, y no he tomado, tomado, y tomado de ti —señaló Alexandr. Estaba tan tenso que los músculos del cuello parecían a punto de reventar.
—¡Lo has tomado todo menos eso! —gritó ella—. ¡Y eso no te lo mereces!
—También podría haberlo tomado —afirmó, acercándose.
—Tienes razón. —Tatiana lo apartó de un empellón—. Para destrozarme del todo.
—¡Deja ya de empujarme!
—¡Y tú deja de amenazarme! ¡Apártate de mí!
—Nada de todo esto estaría pasando, si me hubieras escuchado desde el principio. ¡Nada! Digámosles la verdad, te lo avisé.
—Y te respondí —replicó Tatiana, con vehemencia— que mi hermana era más importante para mí que algunas de tus necesidades que yo no podía comprender. Ella era más importante para mí que algunas de mis propias necesidades que tampoco podía comprender. Lo único que quería de ti era que respetaras mis deseos. ¡Pero tú a lo tuyo! No dejaste de venir y venir, y poco a poco, me fuiste haciendo pedazos, y cuando aquello no fue suficiente, te presentaste en el hospital, para destrozarme un poco más, y cuando eso tampoco fue suficiente, me hiciste subir a la cúpula de San Isaac para acabar de rematarme.
—No te rematé.
—Para rematar a mi pobre corazón de una vez para siempre —añadió Tatiana—. Tú lo sabías. Y cuando lo tuviste todo, y me tuviste a mí, y lo sabías, fue entonces cuando me demostraste lo mucho que significaba para ti urdiendo un plan para casarte con mi hermana.
—Pero bueno, ¿qué te crees? —gritó Alexandr—. ¿Qué crees que pasa cuando no puedes luchar desde el principio por lo que quieres? ¿Qué crees que pasa cuando renuncias a las personas que quieres? ¡Eso es lo que pasa! Siguen con sus vidas, se casan, tienen hijos. ¡Tú querías vivir esa mentira!
—¡No me digas que quería vivir esa mentira! Estaba viviendo la única verdad que conocía. ¡Tenía una familia a la que no quería sacrificar por ti! Por eso luchaba.
Alexandr se tambaleó como un borracho. No podía creer las palabras que salían de la boca de Tatiana.
—¿Ésa era tu única verdad, Tatiana?
Tatiana parpadeó y desvió la mirada.
—No. Tú viniste a mí, y yo no te aparté lo suficiente. ¿Cómo podía? Me metí en esto con los ojos abiertos, y mis ojos sólo te veían a ti. Confiaba en que fueras más listo, pero vi que tampoco lo eras tanto, así que continué contigo, a sabiendas de que estaría a tu lado y creería en ti. Te daría cualquier cosa que necesitaras y te pediría muy poco para mí. —Ahora no podía mirarlo con el mismo coraje de antes—. Con una mirada al final de tu declaración de amor por alguna otra, hubiese tenido bastante. Una palabra en tu carta de amor para mí, hubiese sido más que suficiente. Pero sentías tan poco por mí que no sabías que necesitaba muy poco.
—¡Tatiana! —le gritó él a la cara—. Me quedaré aquí y dejaré que me acuses de cualquier cosa, pero no te atrevas a decirme que sentía muy poco por ti. No te creas ni por un segundo que podrás decir semejante mentira y que al salir de tu boca se convierta en verdad. Todo lo que he hecho con mi condenada vida desde que te conocí fue por lo que sentía por ti, así que si continúas soltándome todas estas estupideces, juro por Dios…
—No lo haré —dijo ella débilmente, pero fue demasiado tarde.
Alexandr la cogió y la sacudió sin piedad. Tatiana se sentía vulnerable, entregada en sus brazos. Absolutamente derrotado por la furia, el remordimiento y el deseo, él la apartó bruscamente, soltó una maldición, recogió sus cosas del suelo y echó a correr por el sendero.