Lazarevo estaba a diez kilómetros de distancia, en medio de un bosque de pinos.
En realidad, en el bosque no sólo había pinos. Estaba salpicado con olmos, robles, álamos, almeces y arándanos: sus olores y formas deleitaban los sentidos del viajero. Alexandr iba cargado con el macuto, el fusil, la pistola, los cargadores, la tienda de campaña, la manta, el casco y una bolsa con la comida que le habían dado en Kobona. Escuchó el rumor del Kama entre los árboles. Pensó en ir al río y lavarse, pero en aquel momento era necesario seguir avanzando.
Cogió un puñado de arándanos y se los comió mientras caminaba. Tenía hambre. El sol brillaba con fuerza, hacía calor y pronto sintió nuevas esperanzas. Apuró el paso.
Llegó al linde del bosque y se encontró con una carretera rural polvorienta, con pequeñas casas de madera a ambos lados, con jardines donde abundaban los hierbajos y viejas cercas caídas.
A la izquierda, más allá de los pinos y los olmos, vio el reflejo plateado del río, y al otro lado, al fondo, por encima de los árboles, las cumbres de los Urales.
Aspiró profundamente. ¿Lazarevo olía a Tatiana? Olió la madera que ardía en una hoguera, el agua fresca, las agujas de pino, el pescado. Vio la chimenea de una fábrica de pescado en las afueras del pueblo.
Continuó caminando por la carretera. Pasó junto a una mujer sentada en un banco delante de su casa. Ella lo miró con los ojos como platos. Era comprensible. ¿Cuántas veces había visto a un oficial del Ejército Rojo? La mujer se levantó.
—¡Oh, no! —exclamó—. Usted no será Alexandr, ¿verdad?
Por un momento, el capitán no supo qué contestar.
—Sí —dijo finalmente—. Soy Alexandr. Busco a Tatiana y Dasha Metanov. ¿Sabe usted dónde viven?
La mujer se echó a llorar.
—Le preguntaré a algún otro —murmuró Alexandr, mientras se alejaba.
La mujer corrió tras él.
—¡Espere, espere! —Señaló hacia el centro del pueblo—. Los viernes van al círculo de costura en la plaza. Es todo recto. —Sacudió la cabeza mientras retrocedía.
—¿Así que están vivas? —manifestó Alexandr con voz débil pero con un profundo alivio.
La desconocida no le respondió. Se tapó el rostro con las manos y corrió hacia su casa.
¿Había dicho «van»? Él le había preguntado por las dos hermanas; ella le había respondido: «Van». Alexandr acortó el paso, bebió un trago de la cantimplora y encendió un cigarrillo. Cuando estaba a unos treinta metros de la plaza, se detuvo.
No podía aparecer sin más por la carretera. Todavía no.
Si estaban vivas, entonces al cabo de un momento tendría que enfrentarse a un problema muy diferente a todos los que había imaginado, convencido de que los había imaginado todos. Lo afrontaría como había afrontado siempre todos los demás, pero primero…
Alexandr se metió en el jardín de alguien, murmuró una disculpa y salió por la parte de atrás. Quería llegar a la plaza dando un rodeo. Quería mirar a Tatiana sin que ella lo viera. Antes de que apareciera Dasha, quería tener un instante para mirarla como él deseaba, sin ocultarse.
Quería una prueba de la existencia de Dios antes de que Dios mirara al hombre con sus propios ojos.
Los olmos formaban una gran marquesina verde alrededor de la plaza. Un grupo de personas estaban sentadas ante una mesa muy larga instalada en la sombra. Todas eran mujeres excepto un muchacho. «Es un círculo de costura», pensó Alexandr, mientras se acercaba a la mesa para echar una ojeada.
Una cerca y las ramas de un arbusto de lilas le impedían la visión. Metió la cabeza entre las flores y olió su fragancia. No vio a Dasha por ninguna parte. Vio a cuatro ancianas sentadas a la mesa, a un muchacho, a una chica y a Tatiana que estaba de pie.
Al principio, no pudo creer que fuera su Tania. Parpadeó varias veces y forzó la mirada. Tatiana caminaba alrededor de la mesa, señalaba esto, mostraba aquello, se inclinaba. En un momento dado, se irguió para enjugarse el sudor de la frente. Llevaba un vestido amarillo de manga corta. Iba descalza, y la falda corta dejaba al descubierto sus piernas delgadas hasta más arriba de la rodilla. La piel de los brazos desnudos tenía el color de la miel. Su pelo rubio parecía casi blanco de tanto sol. Ahora lo llevaba peinado en dos trenzas que le llegaban hasta los hombros. Incluso desde esa distancia, veía las pecas en la nariz. Era de una belleza arrebatadora.
Y estaba viva.
Alexandr cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir ella seguía allí, inclinada sobre el trabajo del muchacho. Ella dijo algo, todos se rieron alegremente, y el capitán vio cómo el brazo del joven tocaba la espalda de Tatiana. Ella sonrió, y sus dientes blancos resplandecieron al sol. Alexandr no sabía qué hacer.
Tania estaba viva, era evidente.
Entonces, ¿por qué no le había escrito?
Y ¿dónde estaba Dasha?
Alexandr no podía seguir oculto en el arbusto de lilas.
Volvió a la carretera, aspiró con fuerza, apagó el cigarrillo y caminó hacia la plaza, sin apartar la mirada ni por un segundo de las trenzas de Tatiana. El corazón le latía como cuando iba a la batalla.
Tatiana levantó la vista, lo vio y se tapó el rostro con las manos. Alexandr vio cómo todos se levantaban y corrían hacia ella; las viejas demostraron poseer una agilidad y una rapidez sorprendentes. Ella las apartó, apartó la mesa, apartó el banco y corrió hacia él. El capitán estaba paralizado por la emoción. Quería sonreír, pero tenía la sensación de que en cualquier momento caería de rodillas y se echaría a llorar. Dejó caer toda la impedimenta, incluido el fusil. «Dios —pensó—, dentro de un segundo la sentiré contra mi cuerpo». Y fue entonces cuando sonrió.
Tatiana se lanzó a sus brazos y Alexandr la levantó en el aire con la fuerza de su abrazo. No podía apretarla lo bastante fuerte, no podía respirar su olor todo lo que deseaba. Ella le echó los brazos al cuello y apretó el rostro contra la mejilla barbuda. Unos sollozos secos estremecieron todo su cuerpo. Tatiana pesaba mucho más que la última vez, cuando la había levantado para subirla al camión en el lago Ladoga. Ni siquiera con las botas, los pantalones, la chaqueta y el abrigo había pesado tanto como pesaba ahora.
Su olor era delicioso. Olía a jabón, a sol y caramelo.
La sensación que le producía su cuerpo era increíble. Alexandr frotó su rostro contra las trenzas, mientras murmuraba palabras sueltas.
—Vamos, vamos… Tatia… por favor.
—Oh, Alexandr —respondió ella contra su cuello, las manos entrelazadas en la nuca del capitán—. Estás vivo.
—Oh, Tania. —Alexandr la abrazó más fuerte, si es que era posible. Sus brazos envolvían todo su cuerpo que olía a verano—. Estás viva.
Sus manos le acariciaron la espalda desde el cuello hasta la rabadilla. El vestido era de un algodón muy fino, y casi sentía el contacto de la piel de melocotón.
Por fin dejó que sus pies tocaran otra vez el suelo, pero sus manos permanecieron cogidas a su cintura de avispa. No estaba dispuesto a soltarla. ¿Siempre había sido así, tan diminuta?
—Me gusta tu barba —dijo Tatiana. Le tocó el rostro con una sonrisa avergonzada.
—Me encanta tu pelo. —Alexandr le devolvió la sonrisa mientras le tiraba muy suavemente de una de las trenzas.
—Estás sucio.
—Y tú estás preciosa. —No podía apartar la mirada de los labios de Tania, que tenían el color de los tomates maduros.
Se inclinó hacia ella, pero entonces recordó a Dasha. Dejó de sonreír, soltó la cintura de Tatiana y se apartó un poco.
La muchacha lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Dónde está Dasha, Tania?
Alexandr miró a Tatiana a los ojos y, como si fuera una película, vio pasar por ellos el dolor, la tristeza, la pena, la culpa y la furia —¿contra él?— y, un segundo después, había concluido todo y un velo helado nublaba sus ojos. Presenció cómo algo se cerraba dentro de Tatiana para dejarlo fuera. Lo miró con frialdad, y aunque todavía le temblaban las manos, su voz era firme cuando dijo:
—Dasha murió, Alexandr. Lo siento.
—Oh, Tania. Lo siento.
El capitán tendió una mano para tocarla, pero ella se apartó. Más que apartarse dio un salto para que no la tocara.
—¿Qué pasa? —preguntó él, perplejo—. ¿Qué pasa?
—Alexandr, de verdad, siento mucho lo de Dasha. —Tatiana no pudo mirarle a la cara—. Has venido hasta aquí…
—¿De qué estás hablando?
Pero antes de que él pudiera continuar, o que Tatiana pudiera contestar, los otros miembros del círculo de costura los rodearon.
—¿Tanechka? —dijo una mujer regordeta con ojos pequeños y redondos, y el pelo canoso—. ¿Quién es? ¿Es el Alexandr de Dasha?
—Sí. Es el Alexandr de Dasha. —Tatiana miró al oficial—. Alexandr, te presento a Naira Mijailovna.
—¡Oh, pobre hombre! —Naira se echó a llorar. No le dio la mano, sino que lo abrazó—. Pobre hombre.
Alexandr miró a Tatiana, asombrado.
—Naira, por favor —le rogó Tatiana, que se alejó un poco más.
—¿Lo sabe? —le susurró Naira a Tatiana. Se sorbió los mocos.
—No lo sabía, pero ahora lo sabe —replicó la muchacha. Su respuesta provocó nuevos sollozos. Tatiana continuó con las presentaciones—. Alexandr, estos son Vova, el nieto de Naira, y Zoe, la hermana de Vova.
Vova era precisamente la clase de muchacho fornido que más detestaba Alexandr. De cara redonda, ojos redondos y boca redonda, era una versión en moreno de su abuela. Vova le estrechó la mano.
Zoe, una muchacha robusta y de pelo negro, abrazó a Alexandr, aplastando sus grandes pechos contra la guerrera del capitán. Lo cogió de la mano.
—Estamos encantados de conocerte, Alexandr. Hemos escuchado muchas cosas de ti.
—Todo —afirmó entusiasmada una mujer de pelo rizado, a quien Tatiana presentó como la hermana mayor de Naira, Axinia—. Lo sabemos todo de ti. —Ella también abrazó al capitán.
Otras dos mujeres aparecieron ante Alexandr. Ambas tenían el pelo blanco y aspecto frágil. Una de ellas padecía algún trastorno porque le temblaban las manos, la cabeza y la boca al hablar. Se llamaba Raisa. Su madre se llamaba Dusia, que era más un poco más alta y gruesa que su hija. Llevaba una gran cruz de plata sobre el pecho. Dusia bendijo al oficial.
—Dios cuidará de ti, Alexandr. No te preocupes.
Alexandr quería decirle a Dusia que después de haber encontrado viva a Tatiana, no tenía nada de que preocuparse, pero antes de que pudiera abrir la boca, Axinia le preguntó cómo se sentía, cosa que fue seguida con otra ronda de abrazos y llantos.
—Me siento bien —afirmó—. La verdad es que no hay motivos para llorar.
Por el caso que le hicieron, fue como si hablara chino. Continuaron llorando.
Alexandr miró a Tatiana, cada vez más sorprendido. Pero ella no sólo se mantuvo apartada sino que ahora tenía a Vova a su lado.
—Tú eres el… no, no puedo —gimió Naira.
—Entonces no digas nada, Naira Mijailovna —le aconsejó Tatiana, con un tono cariñoso—. Está bien. Míralo. Está bien.
—Tania tiene razón —afirmó Alexandr en el acto—. Estoy bien.
—Oh, pobrecito mío. —Naira le cogió la manga de la guerrera—. Ha viajado tanto… Debe estar agotado.
No lo había estado hasta cinco minutos antes. Miró a Tatiana.
—Tengo hambre. —Sonrió.
—Por supuesto. Vamos a comer. —Tatiana no le devolvió la sonrisa.
Alexandr, cansado, hambriento, y absolutamente desconcertado por lo que estaba pasando, perdió la paciencia.
—Perdóneme, por favor —le dijo a Axinia, que le decía alguna cosa, y se abrió paso entre las mujeres para acercarse a Tatiana.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
—Vamos, te prepararé la cena. —Tatiana se apartó una vez más, sin mirarlo.
—¿Podemos hablar… —Alexandr tenía dificultades para pronunciar las palabras— un momento, Tania?
—Alexandr, por supuesto —intervino Naira—. Hablaremos. Ven, querido, ven a nuestra casa. —Lo cogió del brazo—. Éste debe ser sin duda el peor día de tu vida.
Alexandr no sabía qué pensar de su día.
—Nosotras cuidaremos de ti —añadió Naira—. Nuestra Tania es muy buena cocinera.
—Lo sé —afirmó el capitán. «¿Nuestra Tania?».
—Comerás, beberás. Hablaremos. Hablaremos mucho. Te lo contaremos todo. ¿Cuánto tiempo te quedarás?
—No lo sé. —Alexandr ni se preocupó de buscar la mirada de Tatiana.
Se movieron en grupo, y en la confusión se olvidaron del trabajo de costura.
—Oh, sí —exclamó Tatiana distraída, y regresó a la mesa.
Alexandr la siguió, con Zoe a su lado.
—Zoe, necesito hablar a solas con Tania —dijo Alexandr, y sin esperar una respuesta, apuró el paso hasta alcanzarla.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó.
—Nada.
—¡Tania!
—¿Qué?
—Dime algo.
—¿Qué tal ha sido el viaje hasta aquí?
—No me refería a eso. El viaje ha estado bien. ¿Por qué no me escribiste?
—Alexandr, ¿por qué no me escribiste tú?
—No sabía si estabas viva —replicó el capitán, sorprendido.
—Yo tampoco sabía si tú estabas vivo —afirmó ella, con una voz que podía pasar por tranquila, si él no hubiese visto a través del velo.
Debajo había una tormenta a la que ella no le dejaba acercarse.
—Se suponía que eras tú quien debía escribirme para informarme de que habíais llegado sanas y salvas. ¿Lo recuerdas?
—Perdona —dijo Tatiana, con un tono incisivo—. Era Dasha la que debía escribirte para decírtelo. ¿Lo recuerdas? Pero murió, así que no pudo. —La muchacha recogió las agujas, los carretes de hilo, los botones, las tijeras y los patrones, y lo metió todo en una bolsa.
—Siento mucho lo de Dasha. —Alexandr le tocó la espalda.
Tatiana se encogió como si la hubiese golpeado. Contuvo las lágrimas.
—¿Qué le pasó? ¿Conseguisteis salir de Kobona?
—Yo sí —respondió ella en voz baja—. Dasha murió a la mañana siguiente de llegar allí.
—Dios mío.
Permanecieron en silencio unos instantes, sin mirarse.
Habían bajado a Dasha por la pendiente hasta el Ladoga, le habían suplicado que resistiera, que caminara, mientras la propia Tatiana apenas si podía mantenerse de pie, y sin embargo, ayudaba a su hermana para que no se rindiera, que siguiera viviendo.
—Lo siento, Tatia —repitió Alexandr.
—Verte me lo recuerda todo —señaló Tatiana—. Las heridas todavía están frescas. —Fue entonces cuando ella lo miró a los ojos, y Alexandr vio las heridas.
Fueron a reunirse con los demás, sin darse prisa.
—¿Qué tal va la guerra? —le preguntó Vova al capitán mientras le daba una palmada en el hombro.
—La guerra va bien, gracias.
—Hemos oído que a nuestros muchachos no les va muy bien. Los alemanes se encuentran cerca de Stalingrado.
—Sí. Los alemanes son muy fuertes.
—Veo que te mantienen en buen estado físico para la guerra. —El muchacho volvió a palmearle el hombro—. El mes que viene me llamarán a filas. Cumpliré diecisiete años.
—Estoy seguro de que el Ejército Rojo te convertirá en un hombre —opinó Alexandr, con un tono que pretendía ser alegre. Miró a Tatiana cargada con la bolsa de la costura—. ¿Quieres que te la lleve?
—No, yo puedo. Tú ya tienes bastante con tus cosas.
—Te he traído algo.
—¿A mí? —Tatiana no lo miró cuando lo dijo.
«¿Qué está pasando?», se preguntó el capitán.
—Alexandr, mañana es el día que vamos a la banya, ¿podrás esperar? —preguntó Naira.
—No. Esta noche me iré a bañar al río.
—¿Seguro que no puedes esperar un día?
El capitán sacudió la cabeza.
—He pasado cuatro días viajando en tren. Es demasiado tiempo sin bañarse.
—¡Cuatro días! —exclamó Raisa, estremecida—. ¡Este hombre ha estado viajando en tren cuatro días!
—Sí —gritó Naira. Se le saltaron las lágrimas—. ¿Y para qué? ¿Para qué? Oh, qué terrible es la guerra, qué desperdicio, qué tragedia.
Las otras mujeres se sorbieron los mocos como manifestación de asentimiento.
Alexandr oyó el suave gemido que escapó de los labios de Tatiana. Quería que ella lo mirara, quería mirarla a la cara. Quería que le dijera qué estaba mal entre ellos. Quería tocarle los brazos desnudos. Necesitaba tocarla con verdadera desesperación, pero tenía las manos ocupadas con sus cosas.
—Tatia —susurró, con la boca casi sobre su pelo.
Escuchó cómo su respiración se detenía por un momento, pero luego ella se apartó.
Él se irguió, un tanto molesto al ver que Vova no se apartaba del lado de Tatiana, y que ella no hacía nada por separarse.
Continuaron su camino por la carretera. A medida que pasaban por delante de las casas, los vecinos salían a la calle. Algunos sacudían las cabezas, otros lo señalaban, había quienes se enjugaban las lágrimas. Muchos lo saludaban. Una mujer madura se acercó para darle un abrazo.
—Nos haces sentirnos orgullosos —le dijo un anciano. ¿Por qué Alexandr tenía la sensación de que no era por su participación en la guerra?—. Haber venido hasta aquí para buscar a su Dasha. —El viejo le estrechó la mano—. Cualquier cosa que necesite, lo que sea, venga a verme. Soy Igor.
—Tania, ¿por qué tengo la impresión de que aquí todo el mundo me conoce? —preguntó el capitán en voz baja.
—Porque es así —contestó Tatiana, con la mirada al frente—. Tú eres el capitán del Ejército Rojo que ha venido a casarse con mi hermana. Todos lo saben. Desgraciadamente, ella ha muerto, y también lo saben. Todos lo lamentan muchísimo. —La voz de la muchacha no vaciló.
Los sollozos de Dusia detrás y Naira delante sonaron más fuertes.
—Alexandr —dijo Naira—, cuando lleguemos a casa podrás tomar todo el vodka que quieras. Nosotras te lo contaremos todo.
—¿Nosotras? —El oficial miró a Tatiana. ¿De dónde había sacado la idea absurda de que estarían los dos solos?—. Tania, ¿cómo estás? ¿Cómo…?
—Ahora está muchísimo mejor —le interrumpió Vova. Rodeó la cintura de Tatiana con su brazo.
Alexandr miró al frente, con la visión nublada. Poco a poco le iba dominando la furia.
Fue en aquel momento, cuando volvió el rostro con los labios apretados, que Tatiana se apartó de Vova para acercarse a Alexandr y le apoyó una mano en el brazo.
—Debes estar agotado, ¿no? —Lo miró a la cara—. Cuatro días viajando en tren. ¿Has comido?
—Comí algo por la mañana —contestó él sin mirarla.
—Te sentirás mejor cuando te bañes y comas algo. —Le sonrió—. Y te afeites. —Le apretó el brazo.
Alexandr se sintió mejor en el acto y le devolvió la sonrisa. Tendría que hablar con ella sobre Vova. Vio en la mirada de Tatiana muchas cosas sin resolver. La última vez que habían tenido tranquilidad y fuerzas para resolver algo había sido en la catedral de San Isaac. Bastaría un momento con ella a solas para aclarar las cosas, pero tendría que solucionar lo de Vova.
—Alexandr, salvamos a nuestra Tanechka de las garras de la muerte —manifestó Axinia. Se escuchó un sonoro lamento colectivo.
El capitán miró a Tatiana, que caminaba a su lado, y sintió como si un líquido caliente le recorriera todo el cuerpo.
—Por favor, deja que te la lleve.
Ella estaba a punto de darle la bolsa de costura cuando Vova se metió de por medio.
—Yo la llevaré.
—Tania, ¿por alguna casualidad te encontraste con Dimitri en Kobona?
Naira se volvió rápidamente y le chistó, con lágrimas en los ojos.
—Shh. Nosotras no hablamos de Dimitri.
—¡El malnacido! —exclamó Axinia.
—¡Axinia, por favor! —le reprochó Naira, que después miró a Alexandr y asintió—. Aunque tiene toda la razón: es un malnacido.
Alexandr miró a las mujeres, con los ojos como platos.
—Tania, ¿debo suponer que sí que te encontraste con Dimitri en Kobona?
—Humm —fue la respuesta de la muchacha.
Alexandr meneó la cabeza. Era un malnacido.
—Otra razón por la que nos hablamos de Dimitri es porque Vova está coladito por Tania —le susurró Zoe con un tono conspirador.
—¿De veras? —El capitán se apartó de Zoe para acercarse a Tatiana.
La casa de Naira estaba en el extremo del pueblo más cercano al río. Era una casa de madera, de planta cuadrada, pintada de blanco y pequeña.
—¿Todos vivís aquí? —preguntó Alexandr, con la mirada puesta en Tatiana que caminaba en la vanguardia.
—No, no —respondió Naira—, sólo nosotras y nuestra Tania. Vova y Zoe viven con su madre al otro lado de Lazarevo. A su padre lo mataron en Ucrania el verano pasado.
—Babushka, no creo que en tu casa tengas lugar para Alexandr —comentó Zoe.
El capitán miró la casa. Quizá Zoe tuviera razón. En el jardín había dos cabras, y tres gallinas en un corral. Los animales parecían disponer de mucho espacio.
Siguió a Tatiana y subió los dos peldaños para acceder a una amplia galería con cristaleras donde había dos divanes pequeños en un extremo y una gran mesa rectangular en el otro. Se asomó al umbral y miró la habitación que servía de sala, comedor y cocina.
Al fondo había una cocina económica que ocupaba casi toda la pared. En el centro estaba el fogón donde se encendía la leña y a ambos lados los hornos. Una parte de la superficie de la cocina estaba cubierta con mantas y cojines. En muchas casas rurales de la Unión Soviética utilizaban parte de las cocinas como cama. El rescoldo de los fogones mantenía la cama bien caliente.
Delante de la cocina había una mesa donde preparaban la comida, y a la izquierda una máquina de coser, un silla y un baúl negro. A la derecha había dos puertas que comunicaban con los dormitorios.
—A ver si lo adivino —le dijo a Tatiana—. Tú duermes allí.
—Sí —replicó ella, sin mirarlo—. Es cómodo. Pasa un momento.
Fue hasta la mesa.
—Espera, espera —dijo Naira—. Zoechka tiene razón. La verdad que no disponemos de mucho espacio.
—No se preocupe, tengo mi tienda de campaña —respondió Alexandr, que siguió a Tatiana.
—No, no, nada de tiendas. ¿Por qué no te vas con Vova y Zoe? Tienen un dormitorio que podrías disfrutar tú solo. Con una cama de verdad y todo lo demás.
El capitán se volvió para mirar a la dueña de la casa.
—No, pero muchas gracias.
—Tanechka, ¿no crees que estaría mucho más cómodo? Podría…
—Naira Mijailovna, ya te ha dicho que no.
—Lo sabemos —admitió Axinia, desde el umbral—. Pero la verdad es que…
—No —repitió Alexandr—. Dormiré en mi tienda. No se molesten.
Tatiana le hizo una seña para que se acercara y al capitán le faltó tiempo para hacerlo. Aprovecharon los segundos de que disponían para estar solos.
—Duerme aquí, encima de la cocina. Se está muy bien y caliente.
—¿Y dónde dormirás tú? —preguntó Alexandr, con voz calma.
La muchacha se ruborizó, y él, sin poder contenerse, se echó a reír y le dio un beso en la mejilla, cosa que la hizo ruborizar todavía más.
—Tania, eres la chica más graciosa que conozco.
Ella casi retrocedió hasta la otra habitación.
—Escucha, voy a… —comenzó Alexandr.
—¿Ir a la casa de Zoe y Vova? —dijo Naira, que entraba en aquel momento—. Es una idea magnífica. Sabía que nuestra Tanechka acabaría por convencerte. Es capaz de convencer al mismísimo demonio. ¡Zoe!
—¡No! —exclamó Tatiana.
Alexandr le hubiese dado un beso.
—Naira Mijailovna, Alexandr no se va —añadió la muchacha, con un tono firme—. No ha hecho todo este viaje para quedarse en la casa de Vova y Zoe. Se quedará aquí. Dormirá en la cocina.
—Oh. —Naira se quedó cortada—. ¿Y tú?
¿Es que no podía dejar de sonrojarse? No, no podía.
—Dormiré en la galería.
—Tania, si Alexandr se queda, cambia la ropa de cama, así dormirá con sábanas limpias.
—De acuerdo.
—Ni se te ocurra tocarlas —susurró Alexandr.
Naira dijo que iba a buscar una toalla limpia para el capitán y salió de la habitación.
Se volvieron el uno hacia el otro inmediatamente. Ella no lo miraba, pero al menos la tenía cerca, y ¿qué estaba haciendo? ¿Le olía?
—Voy a lavarme un poco, y vuelvo —dijo el capitán con una sonrisa. No sabía qué hacer con las manos. Quería coger la de ella—. No te vayas.
—Aquí me encontrarás. ¿Tienes jabón?
—De sobra.
—Ya me lo parecía. Pero mira qué otra cosa tengo para ti. —Abrió el cajón de la mesa y sacó un frasco de champú pequeño—. Lo encontré en Molotov. Me costó veinte rublos. —Le dio el frasco—. Champú auténtico para tu pelo.
—¿Gastaste veinte rublos en un frasco de champú? —exclamó con una falsa expresión de sorpresa, mientras le cogía la mano.
—Es mucho más barato que pagar doscientos cincuenta rublos por una taza de harina —replicó ella, que se apresuró a apartar la mano.
—¿Eran veinte de mis rublos?
—Sí —respondió Tatiana, en voz baja—. Los rublos ocultos en tu libro me vinieron de perlas. Muchas gracias. —No lo miró—. Muchas gracias por todo.
—Me alegro de que lo hicieras, y no me des las gracias. —No podía apartar la mirada—. Tatiasha, estás tan rubia…
—Es el sol —afirmó ella, sin darle importancia. Se encogió de hombros.
—Y tan pecosa.
—El sol.
—Y tan…
—Te enseñaré por dónde se va al río.
—Espera. Te enseñaré lo que te he traído. —Se puso en cuclillas junto al macuto y lo abrió para mostrarle el contenido: varias latas de tushonka, un paquete de azúcar, sal, cigarrillos y vodka—. También te conseguí otro libro de frases inglés-ruso. ¿Has estado practicando tu inglés?
—La verdad es que no he tenido tiempo —comentó Tatiana—. No me puedo creer que hayas cargado con todo eso. Muchas gracias. Ven, salgamos.
La muchacha le dio la toalla que había traído Naira, salieron de la casa y la rodearon para dirigirse al jardín trasero. Alexandr se mantuvo lo más cerca posible sin que su cuerpo rozara el de ella. Sabía que seis pares de ojos los vigilaban desde la galería. Tatiana señaló hacia el río. El capitán ni siquiera miraba en aquella dirección. Sólo tenía ojos para sus cejas rubias. Quería acariciarlas.
Quería acariciarla toda.
Contuvo la respiración cuando le tocó la tenue cicatriz sobre la ceja de la herida que se había hecho en la pelea con su padre.
—Ya casi ha desaparecido del todo —comentó en voz baja—. Casi ni se ve.
—Si no la ves —replicó Tatiana, con un tono despreocupado—, ¿por qué la tocas? —No lo miró—. Alexandr, ¿podrías tener la bondad de mirar donde señalo? Está directamente al otro lado del pinar. ¿Quieres mirar? Cruza la carretera y encontrarás un sendero. Tendrás que caminar unos cien metros hasta un claro. Allí es donde lavo la ropa. Es imposible perderse. El Kama es un río muy grande.
—Estoy seguro de que me perderé —le dijo el capitán al oído—. Acompáñame, así me enseñas el camino.
—Tania tiene que preparar la cena —manifestó Zoe, acercándose a la pareja—. Yo te enseñaré el camino.
—Sí —dijo Tatiana. Se apartó—. Zoe te enseñará el camino. Tengo que dedicarme a la cocina si queremos cenar esta noche.
—No, Zoe. Perdónanos un momento. —Se llevó a Tatiana a un aparte—. Ven conmigo al río —insistió—. Me explicarás lo que te inquieta, y entonces…
—Ahora no, Alexandr —susurró ella—. Ahora no.
El capitán exhaló un suspiro y se marchó solo. Cuando volvió, limpio, afeitado y vestido con el uniforme de calle, vio que Zoe se interesaba por él de la forma más descarada. No le sorprendió. En un pueblo sin hombres jóvenes, Zoe se hubiera interesado por él aunque fuera tuerto y cojo. Tatiana era otra historia. Se obstinaba en no mirarlo a los ojos.
—Te has afeitado —comentó Tatiana, muy ocupada con las ollas y las sartenes.
—¿Cómo lo sabes? —Le miraba la espalda y las nalgas prietas y redondas. La falda corta dejaba al aire el comienzo de las nalgas cada vez que se inclinaba sobre los fogones. Alexandr se estremecía con cada latido de su corazón—. Tania, veo que la vida campesina te sienta muy bien.
Tatiana se apartó de la cocina y ya se disponía a salir a la galería, cuando él le cogió una mano y la apoyó en su mejilla.
—¿Te gusta más sin barba? —Le frotó la mano contra la mejilla y luego le besó los dedos.
Ella intentó apartar la mano con mucha suavidad.
—No he tenido muchas ocasiones de verte bien afeitado —murmuró—. En cualquier caso, no está mal. Alexandr, tengo las manos sucias de cebolla. No quiero mancharte. Estás muy limpio y elegante. —Carraspeó al tiempo que desviaba la mirada.
—Tania, soy yo —dijo el capitán, sin soltarle la mano—. ¿Qué pasa?
La muchacha lo miró. Alexandr vio el dolor en sus ojos: dolor, ternura y tristeza, pero sobre todo dolor.
—Tania, ¿qué…? —comenzó.
—Alexandr, querido, ven aquí con nosotras —gritó Naira, desde la galería—. Deja que Tania acabe de preparar la cena. Ven, te serviré una copa.
El oficial salió a la galería. Naira le ofreció una copa, pero Alexandr sacudió la cabeza.
—No beberé sin Tatiana. ¡Tania! ¡Ven!
—Ella ya beberá con nosotros cuando tomemos la segunda ronda.
—No, beberá la primera. Tania, ven aquí.
Tatiana salió a la galería; toda ella olía a patatas y cebollas.
—Nuestra Tanechka ni siquiera bebe —señaló Naira.
—Beberé por Alexandr —manifestó Tatiana, sin alzar la voz. El capitán le ofreció su copa. Sus dedos se rozaron. Naira le sirvió otra. Levantaron las copas—. Por Alexandr —brindó la muchacha, con voz ahogada y lágrimas en los ojos.
—Por Alexandr —corearon todos—, y por Dasha.
—Y por Dasha —repitió él.
Bebieron, y Tatiana volvió a ocuparse de los fogones.
Una docena de vecinos se presentaron antes de la cena, ansiosos por conocer a Alexandr. Todos y cada uno de ellos le llevó un regalo. Una mujer le dio un huevo. Un viejo, un anzuelo. Otro, un sedal. Una chiquilla le regaló una golosina. Todos le estrecharon la mano, y algunos se inclinaron ante él. Una mujer se arrodilló a los pies de Alexandr, se persignó y luego besó la copa del capitán. Alexandr se sintió conmovido por el gesto, pero también un tanto agotado de tantas cortesías. Sacó un cigarrillo.
—Si vas a fumar será mejor que salgamos —dijo Vova—. A nuestra Tania no le sienta bien que se fume en la casa.
Alexandr guardó el cigarrillo, maldiciendo por lo bajo. Lo único que le faltaba era que Vova se preocupara por la salud de Tatiana. Pero antes de que pudiera decir una palabra, sintió la mano de la muchacha en el hombro y vio su rostro cuando se agachó para dejar un cenicero sobre la mesa.
—Fuma, Alexandr. Fuma.
—Pero, Tania, el humo te perjudica —protestó Vova, petulante—. Por eso todos fumamos fuera.
—Lo sé, y te lo agradezco, Vova —declaró Tatiana—. Pero no ha venido hasta aquí en plena guerra para tener que fumar en el jardín. Fumará donde le plazca.
—No quiero fumar —manifestó Alexandr. Meneó la cabeza. Lo que deseaba era sentir la mano de Tatiana en el hombro y ver su cara ante la suya—. Tania, ¿necesitas ayuda?
—Sí. Puedes sentarte a la mesa y comer mi comida antes de que se enfríe. Es hora de cenar.
Las cuatro mujeres mayores se sentaron a un lado en uno de los bancos.
—Tatiana siempre se sienta en el extremo —comentó Zoe, con una sonrisa—. Así le resulta más fácil levantarse para servir la comida.
—Me sentaré junto a Tatiana —dijo Alexandr.
—Yo soy quien siempre se sienta a su lado —protestó Vova.
Alexandr se encogió de hombros sin hacerle el menor caso. Miró a Tatiana con las cejas enarcadas.
La muchacha se secó las manos en el delantal.
—Me sentaré entre Alexandr y Vova.
—Muy bien —exclamó Zoe—. Yo me sentaré junto a Alexandr.
—De acuerdo —asintió el capitán.
Tatiana había preparado una ensalada de tomates y pepinos, y chuletas de cerdo con una guarnición de patatas y cebollas. Abrió un frasco de setas marinadas. Había pan blanco en abundancia, mantequilla, leche, queso y huevos duros.
—¿Qué te sirvo? —preguntó Tatiana, mientras se sentaba a su lado—. ¿Quieres ensalada?
—Sí, por favor.
—¿Te apetecen las setas marinadas? —Tatiana se levantó.
—Sí, por favor.
Tatiana le sirvió la ensalada, de pie a su lado. La única razón por la que Alexandr dejó que le sirviera en lugar de hacerlo él mismo fue que su pierna desnuda le tocaba el pantalón y su cadera se apoyaba contra su codo. Estaba dispuesto a repetir todas las veces que hiciera falta para sentirla junto a él. Quería rodearle la cintura con el brazo, pero en cambio cogió el tenedor.
—Sírveme también unas cuantas patatas. Ya está bien. Un poco de pan, magnífico, y mantequilla.
Alexandr creyó que Tatiana se sentaría, pero, en cambio, se ocupó de servir a las cuatro mujeres mayores.
Como si no fuera bastante, le sirvió la comida a Vova. Alexandr sintió una opresión en el pecho cuando la vio servirle a Vova como si tal cosa. El muchacho le dio las gracias y Tatiana lo miró a la cara, con una sonrisa.
A Vova lo miraba. A Vova le sonreía. «Por todos los santos», pensó el capitán. La única cosa que le impidió sentirse peor fue que en los ojos de Tania no vio nada por Vova.
Por fin, se sentó.
—Tania —dijo—, me alegra mucho ver que una vez más tienes delante un plato de comida.
—A mí también.
La oscuridad en la habitación le impedía verla con claridad, pero veía la sangre que le corría por la comisura de los labios mientras cortaba el pan negro para él, para Dasha y, finalmente, para ella. Ahora comía pan blanco, mantequilla y huevos.
—Doy gracias a Dios por esto, Tania.
—Sí —respondió ella, en voz muy baja—. Gracias a ti.
Zoe no dejaba de tocar a Alexandr con el codo. Parecía muy experta en el juego. El capitán, irritado, se preguntó si Tatiana hacía algún caso del comportamiento de la muchacha.
Alexandr se apartó de Zoe para acercarse un poco más a Tatiana.
—Me corro para que esté más cómoda —le explicó con una sonrisa indiferente.
—Sí, pero mira —intervino Naira, desde el otro lado de la mesa—, ahora apretujas a la pobre Tanechka.
—Estoy muy cómoda —afirmó Tatiana.
Debajo de la mesa tenía una pierna apoyada contra la del hombre que, de vez en cuando, se la empujaba cariñosamente.
—Bien —dijo Alexandr, que comía con un hambre canina—, ¿he bebido lo suficiente como para que me cuentes lo que te ocurrió?
La pregunta provocó las lágrimas de las cuatro mujeres mayores.
—¡Oh, Alexandr! Tendrás que beber mucho más si quieres estar preparado para escucharlo.
—¿No puedo escuchar ni siquiera una parte?
—A Tania no le gusta que hablemos de lo ocurrido —le explicó Naira—. Tanechka, ¿podemos contarle a Alexandr lo que pasó?
—Ya que se trata de Alexandr, se lo podéis contar. —Tatiana exhaló un suspiro.
—Quiero que sea Tatiana quien me lo cuente. ¿Quieres otra copa de vodka?
—No —contestó ella. Le sirvió una copa al capitán—. En realidad, no hay mucho que contar. Como te dije antes, llegamos a Kobona. Dasha murió. Vine aquí y estuve enferma durante un tiempo.
—A las puertas de la muerte —exclamó Naira.
—Naira Mijailovna, por favor —protestó Tatiana—. Sólo estuve enferma unos días.
—¿Unos días? —gritó Axinia—. Alexandr, la pobre niña llegó aquí en enero y se debatió entre la vida y la muerte hasta marzo. ¿Qué no tuvo? Primero el escorbuto…
—¡Se desangraba! —proclamó Dusia—. Como nuestro viejo zar Alejandro.
—Eso es lo que te hace el escorbuto —apuntó Alexandr con un tono amable.
—El zar no tenía escorbuto —le corrigió Tatiana—. Era hemofílico.
—¿Has olvidado que tuvo una pulmonía doble? —preguntó Axinia—. ¡Tenía los dos pulmones afectados!
—Axinia, por favor —dijo Tatiana—. Sólo era un pulmón.
—Fue la neumonía la que casi acabó con ella. No podía respirar —afirmó Naira. Estiró la mano y palmeó la de Tatiana.
—¡No fue la neumonía la que casi la mató! —protestó Axinia—. Fue la tuberculosis. Naira, te olvidas de todo. ¿No recuerdas que estuvo escupiendo sangre durante semanas?
—Dios mío, Tania —susurró Alexandr.
—Alexandr, estoy bien. Sólo fue un caso de tuberculosis leve. Me la curaron antes de que me dieran el alta por la neumonía. El médico dijo que para el año que viene no quedaría ni rastro de la tuberculosis.
—¿Y querías dejarme que fumara aquí dentro?
—¿Por qué no? Siempre has fumado en la casa. Estoy acostumbrada.
—¿Cómo que por qué no? —exclamó Axinia—. Tania, estuviste un mes en una tienda de oxígeno. Estuvimos a su lado, Alexandr, mientras tosía y escupía sangre.
—¿Por qué no le cuentas cómo te contagiaste de tuberculosis? —sugirió Naira.
Alexandr vio cómo Tatiana se estremecía.
—Ya se lo contaré más tarde.
—¿Cuándo? —le susurró Alexandr disimuladamente, pero ella no le respondió.
—¡Tania! Cuéntale todo lo que pasaste para llegar aquí. Díselo —sugirió Axinia.
—Cuéntamelo, Tania —dijo Alexandr, emocionado.
De no haber sido que la comida que había preparado Tatiana era exquisita, hubiera perdido el apetito.
—Pues verás, a mí y a otros centenares de refugiados nos subieron a los camiones para llevarnos a una estación ferroviaria, cerca de Voljov.
—Dile lo del tren.
—No era un tren de primera. Éramos muchos…
—Dile cuántos.
—No sé cuántos eran.
—Dile lo que hacían cuando la gente moría en el tren. —Dusia se persignó.
—Los arrojaban a las vías. Para tener más espacio.
—Dispusieron de mucho más espacio cuando llegaron al Volga. —Naira se sorbió los mocos.
—Alexandr, habían volado el puente ferroviario que cruza el Volga y los trenes no podían pasar —le explicó Axinia—. Todos los evacuados, incluida nuestra Tanechka, tuvieron que abandonar el tren y cruzar el río helado a pie, muertos de hambre y enfermos como estaban. ¿Qué te parece?
El capitán no dejaba de mirar asombrado el rostro de Tatiana, que mostraba una expresión risueña pero también como si estuviera harta de repetir la historia.
—¿Cuántas personas consiguieron cruzar el río, Tania? ¿Cuántas personas murieron en el hielo? Díselo.
—No lo sé, Axinia. No las conté.
—Nadie. Estoy segura de que nadie sobrevivió al cruce —afirma Dusia.
—Tania sobrevivió —apuntó Alexandr, con el codo contra el brazo de Tatiana y la pierna contra la de ella.
—También sobrevivieron más personas —afirmó Tatiana, para después añadir en voz baja—: No muchas.
—Tania, vamos, cuéntale —la apremió Axinia— cuántos kilómetros tuviste que caminar, tuberculosa, con una neumonía, azotada por una tormenta de nieve, hasta la siguiente estación de trenes porque no tenían bastantes camiones para trasladar a todos los enfermos. Diles cuántos. —Abrió los ojos como platos—. ¡Fueron unos quince!
—No, querida —le corrigió Tatiana—. No llegaron a tres. Y tampoco en una tormenta de nieve. Sólo frío.
—¿Te dieron algo de comer? —preguntó Axinia—. ¡No!
—Sí que me dieron de comer, pero poco.
—¡Tania! Cuéntale lo del tren, cómo no tenías un lugar donde sentarte, y tuviste que viajar de pie durante tres días desde Voljov hasta el Volga.
—Viajé de pie tres días desde Voljov hasta el Volga —admitió Tatiana. Clavó el tenedor en un trozo de patata.
—Después de cruzar el Volga —comentó Dusia, con los ojos llorosos—, murieron tantos, que Tatiana dispuso de una litera en el tren donde acostarse, ¿no es así, Tania? Se acostó…
—¡Y no se levantó nunca más! —afirmó Axinia.
—Querida, sí que me levanté. —Tatiana sacudió la cabeza.
—No —insistió Axinia—. Ahora sí que no exagero. No te levantaste. El revisor se acercó para preguntarte dónde ibas y no pudo despertarte.
—Pero acabó por despertarme.
—Sí, pero creyó que estabas muerta —replicó Axinia.
—Se apeó del tren en Molotov —añadió Raisa—. Cuando preguntó a qué distancia estaba Lazarevo y le dijeron que a diez kilómetros se…
Las cuatro mujeres gimieron al unísono.
—Lamento que tengas que escuchar todo esto, Alexandr —se disculpó Tatiana.
Alexandr dejó de comer. Le dio unas palmaditas en la espalda, y en cuanto vio que ella no se encogía, ni se apartaba, ni se ruborizaba, dejó la mano apoyada durante unos momentos. Luego cogió el tenedor otra vez.
—Alexandr, ¿sabes lo que hizo cuando le dijeron que Lazarevo estaba a diez kilómetros?
—A ver si lo adivino. —El capitán sonrió—. Se desmayó.
—¡Sí! ¿Cómo lo sabes? —Axinia lo miró fijamente.
—Me desmayo continuamente —afirmó Tatiana—. Soy una cobardica.
—Después de que la sacaran de la tienda de oxígeno —dijo Naira—, nos sentábamos a su lado en el hospital y le sosteníamos la mascarilla de oxígeno para que pudiera respirar. —Se enjugó las lágrimas—. Cuando murió su abuela…
El tenedor cayó de la mano de Alexandr, que se quedó mudo con la mirada fija en el plato, incapaz de girar la cabeza para mirar a Tatiana. Esta vez fue ella quien lo miró con una dulce expresión de pena.
—¿Dónde está la botella de vodka, Tania? —preguntó el capitán—. Está claro que no he bebido bastante.
Tatiana le sirvió una copa y otra más pequeña para ella. Brindaron, al tiempo que se miraban, en recuerdo de Leningrado, de Quinto Soviet, de las familias de ambos, del Ladoga y de la noche.
—Animo, Shura.
Alexandr se bebió el vodka de un trago. Los demás permanecieron en silencio hasta que el visitante preguntó:
—¿De qué murió?
—Disentería. El diciembre pasado. —Naira resopló—. Creo que después de morir el abuelo de Tania, ya no tuvo fuerzas para seguir adelante. —La mujer miró a Tatiana—. Sé que Tania está de acuerdo conmigo.
—Quería morir —asintió Tatiana, en voz baja—. No quería seguir viviendo.
Naira le sirvió otra copa al oficial.
—Cuando Anna agonizaba, me dijo: «Naira, me gustaría mucho que conocieras a mis nietas, pero probablemente nunca conocerás a nuestra pequeña Tania. Nunca conseguirá llegar hasta aquí. Es muy delicada».
—Anna —opinó Alexandr, después de beber un buen trago— se equivocó al juzgar a sus nietas.
—Nos dijo —prosiguió Naira—: «Si aparecen mis nietas, cuidad de ellas. Mantened mi casa preparada para ellas».
—¿Casa? —Alexandr se animó en el acto—. ¿Qué casa?
—Ellos tenían una isba.
—¿Dónde está la isba?
—En el bosque, muy cerca del río. Tania te la mostrará. Cuando Tania salió del hospital y vino a Lazarevo con nosotras, quería irse a vivir a esa casa… —la mujer hizo una pausa y abrió mucho los ojos para recalcar la importancia de lo que venía a continuación— sola.
—¿En qué estaría pensando? —exclamó Alexandr.
Las mujeres, complacidas por la aprobación del capitán, asintieron ruidosamente.
—Ninguna nieta de nuestra Anna vivirá sola —proclamó Naira—. ¿Qué tontería es esa? ¿Quién vive solo? Le dijimos: «tú eres de la familia. Tu amado deda era primo de mi primer marido. Tú vivirás con nosotras. Estarás mucho mejor aquí», y es verdad, ¿no es así, Tanechka?
—Claro que sí, Naira Mijailovna. —Tatiana sirvió más patatas en el plato de Alexandr—. ¿Todavía tienes hambre? —le preguntó en voz baja.
—Si quieres que te diga la verdad, ya ni siquiera sé quién soy. Por supuesto que comeré más.
—Nuestra Tania está mucho mejor ahora, pero tiene que cuidarse. Todavía va a Molotov todos los meses para un control. La tuberculosis puede aparecer en cualquier momento. Por eso no fumamos en la casa.
—Y estamos encantados de hacerlo —señaló Vova, con el brazo sobre los hombros de Tatiana.
Era evidente que Alexandr tendría que hablar con Tatiana del tema de Vova, y cuanto antes, mejor.
—Alexandr, no tienes idea de lo delgada que estaba cuando vino a nosotras —comentó Axinia, con una sonrisa.
—Yo diría que sí —respondió el capitán—. ¿No es verdad, Tania?
—Si tú lo dices, Shura —susurró ella.
—Era pura piel y huesos —manifestó Dusia.
Axinia volvió a sonreír mientras miraba a Tatiana afectuosamente.
—Pero aquí la engordamos, ¿no es así, cariño? Huevos todos los días. Leche. Mantequilla. Ahora casi está regordeta, ¿tú qué dices, Alexandr?
—Hummm. —Alexandr deslizó una mano por debajo de la mesa y apretó el muslo de Tatiana.
—Es como un bollo caliente —añadió Axinia.
—¿Un bollo caliente? —repitió Alexandr.
Miró sonriente a Tatiana, que se había ruborizado hasta la raíz del pelo. Su vestido corto no llegaba a cubrirle los muslos. Continuó acariciándole la pierna desnuda, debajo de la mesa, delante de seis extraños. Al final tuvo que retirar la mano porque comenzaba a jadear y estaba a punto de perder el control.
—Alexandr, ¿quieres más? —Tatiana se levantó para coger la sartén. Le temblaban las manos—. Hay comida de sobra. —Le sonrió.
—Creo que me tomaré una copa. —Por una vez, él fue incapaz de mirarla.
—Alexandr, queremos que sepas que no estábamos de acuerdo con Tanechka. Queremos que sepas que estábamos de tu parte.
—Tania, ¿qué hiciste para molestar a estas encantadoras señoras? —preguntó el capitán, risueño.
¿Por qué Tania había dejado de sonreír y miraba a Axinia con cara de pocos amigos?
—Le dijimos que te escribiera —le explicó Naira, con la boca llena de patatas fritas—, para contarte lo que le había pasado a Dasha, y así evitarte que vinieras hasta aquí con la idea de casarte con la mujer amada y acabar con el corazón roto. Se lo dijimos. ¡No le hagas cruzar medio país inútilmente, escríbele y cuéntale la verdad!
—¡Se negó en redondo! —exclamó Axinia.
Alexandr, con el corazón dividido entre la pasión y el temperamento, miró a Tatiana.
—¿Por qué se negó, Axinia?
—No quiso decirlo. Pero te diré una cosa, era un tormento para todas nosotras pensar que vendrías aquí a buscar a tu Dasha. No hablábamos de nada más.
—Nada más, Alexandr —repitió Tatiana, recalcando las palabras—. ¿Otra copa?
—Quizá si me hubieses escrito, hubieran dejado de hablar —le respondió, con un tono poco amistoso—. Sí, quiero otra copa.
Tatiana se la sirvió con tanta prisa que a punto estuvo de derramar la bebida.
A Alexandr le daba vueltas la cabeza.
—Leímos todas las cartas que Dasha le escribió a Anna —añadió Naira—. Estaba loca por ti. —Sacudió la cabeza—. Para ella eras un caballero andante.
El capitán se acabó la copa de vodka en un par de tragos.
—¡Tania, te dijimos que le escribieras! —le recordó Dusia—. Pero a veces puede ser testaruda.
—¿Algunas veces? —Alexandr cogió la copa de Tatiana y se la bebió.
—Yo le dije: hazlo, puedes escribirle una carta. —Dusia se persignó—. Pero respondió que no. Ni siquiera con la ayuda de Dios. —Miró a Tatiana con expresión de reproche—. Alexandr, rogábamos a Dios para que murieras en el frente y te evitaras el dolor.
Alexandr enarcó las cejas.
—¿Esperabais que me mataran en el frente?
—Tania y yo rezábamos por tu alma todos los días. No queríamos que sufrieras.
—Os agradezco la buena intención. Tania, ¿tú rezabas todos los días para que me mataran?
—Por supuesto que no, Alexandr —replicó ella en voz baja, incapaz de ser fría, de mentir, de mirarle o de tocarle. Había algo dentro de ella que se lo impedía.
El capitán miró a los reunidos.
—Oh, Alexandr —dijo Axinia—. Acabo de recordar una carta que le enviaste a Dasha. Eres todo un poeta. ¡Estaba tan llena de amor! Cuando leímos que no había fuerza en el mundo capaz de impedirte que vinieras para casarte con ella este verano, se nos partió el corazón.
—Sí, Alexandr. ¿Recuerdas aquella carta tan poética? —le preguntó Tatiana.
Él la miró. Le costaba pensar con claridad.
—Sí. —La había escrito con la intención de tranquilizar a Dasha. Había querido evitar que Tatiana tuviera que enfrentarse sola a su hermana—. Tendrías que haberme escrito, Tania —le reprochó—, y contarme lo de Dasha.
Tatiana se levantó de un salto y comenzó a recoger la mesa.
—Bueno, ya pasó —opinó Alexandr. Se encogió de hombros—. Quizá Tatiana tenía mucho que hacer. ¿Quién tiene tiempo para escribir? Sobre todo cuando vives en un pueblo en el campo. Tienes que ocuparte de la costura, de la cocina…
—¿Qué tal has cenado, Alexandr? —Tatiana le recogió el plato—. ¿Estaba todo a tu gusto?
Demasiadas cosas que decir.
Ningún lugar donde decirlas.
Lo mismo que antes.
—Sí, muchas gracias. ¿Quieres una copa?
—No —replicó Tatiana, tajante—. No, muchas gracias.
—Alexandr, ¿qué harás ahora que sabes lo de Dasha? —preguntó Vova—. ¿Te marchas?
Alexandr advirtió el cambio en la respiración de Tatiana. Él también contuvo el aliento por un instante.
—No lo sé.
—Quédate todo el tiempo que quieras —lo invitó Naira—. Te queremos como si fueras de la familia. Para nosotras es lo mismo que si fueras el marido de Dasha. Eso es lo que sentimos por ti.
—Pero no lo es —anunció Zoe alegremente y con mucha coquetería. Apoyó la mano en el brazo de Alexandr y le sonrió—. No te preocupes, Alexandr. Ya nos encargaremos de alegrarte la estancia. ¿Cuánto tiempo tienes de permiso?
—Un mes.
—Zoe, ¿qué tal está tu amigo Stepan? —preguntó Tatiana—. ¿Irás a verlo esta noche?
La muchacha apartó la mano del brazo de Alexandr, que miró a Tatiana con una expresión divertida. «O sea que sí se ha fijado en Zoe», pensó.
Tatiana continuó recogiendo la mesa. El oficial miró a los demás. Nadie se movió. Ni siquiera Zoe o Vova. Alexandr hizo el gesto de levantarse.
—¿Adónde vas? —le preguntó Tatiana en el acto—. Fuma en la mesa.
—Iba a ayudarte a recoger.
—No, no, no —gritaron los demás a coro—. ¡Vaya ocurrencia! No. Ya lo hace Tania.
—Ya lo sé. Pero no quiero que lo haga ella sola.
—¿Qué? —exclamó Naira, sorprendida a más no poder.
—Vamos, Alexandr —dijo Tatiana—. No has hecho todo el viaje hasta aquí para recoger la mesa.
—Admito que estoy un poco cansado. —El capitán se sentó—. ¿Podrías ayudarla? —le preguntó a Zoe.
No le sonrió, pero eso pareció agradarle todavía más a la muchacha, que le dedicó una gran sonrisa, casi tan grande como sus pechos, y se levantó para echar una mano, aunque con escaso entusiasmo.
Tatiana preparó el té y le sirvió primero a Alexandr, después a las cuatro mujeres mayores, luego a Vova y Zoe, y por último se sirvió el suyo. A continuación trajo el frasco de jalea de arándanos y se disponía a sentarse junto al capitán cuando Vova le dijo:
—Tanechka, antes de sentarte, ¿podrías servirme otra taza de té?
Tatiana, con una pierna por encima del banco, cogió la taza de Vova y ya iba a levantarla cuando Alexandr la sujetó por la muñeca. La taza golpeó contra el platillo.
—¿Sabes, Vova? —dijo Alexandr, sin soltar la muñeca de la muchacha—. Tienes la tetera en la cocina. Siéntate, Tania. Ya has hecho bastante. Vova puede servirse el té él solo.
Tatiana se sentó.
Todos los presentes miraron a Alexandr.
Vova se sirvió el té sin rechistar.
Por fin, llegó el momento de que Zoe y Vova se fueran a su casa. El capitán no veía la hora de que se marcharan, hasta que Vova preguntó:
—Tania, ¿me acompañas hasta la puerta?
Tatiana acompañó a Vova, sin mirar a Alexandr. El oficial hacía ver que escuchaba a Zoe y Naira, pero no perdía de vista a la muchacha.
Deseó no haber bebido tanto vodka. Necesitaba hablar con Tatiana. Cuando volvió, Alexandr quería que lo mirara. Ella no lo hizo.
—Alexandr, ¿quieres salir a fumar y de paso damos un paseo? —le propuso Zoe.
—No.
—Mañana, iremos un grupo a nadar al estanque. ¿Querrás venir?
—Ya veremos —respondió él, sin comprometerse.
Ni siquiera la miró, y la muchacha acabó por marcharse al cabo de un par de minutos.
—Tania, ven aquí y siéntate. Aquí, a mi lado.
—Ahora voy. ¿Quieres algo más?
—Sí, que te sientes.
—¿No quieres otra copa? Tenemos una botella de coñac.
—No, gracias.
—¿Te apetece una…?
—Tania, siéntate.
Tatiana se sentó lentamente y él se le acercó.
—Debes estar muy cansada —añadió, con un tono cariñoso—. ¿Quieres que salgamos? Quiero fumarme un cigarrillo.
Antes de que Tatiana pudiera contestar, intervino Naira:
—Te diré, Alexandr, que al principio fue muy duro para nuestra Tania.
Tatiana exhaló un suspiro y desapareció en uno de los dormitorios.
—No le gusta que saquemos el tema —susurró Axinia.
—Por supuesto que no —admitió Alexandr. A él tampoco le gustaba.
Las mujeres continuaron sin hacerle el menor caso.
—Estaba muy mal. Parecía un fantasma. —Todas asintieron, con lágrimas en los ojos. La situación incluso podía ser cómica de no haber sido porque le impedía hablar dos palabras a solas con Tatiana—. No sé si puedes imaginarte lo que significa perder toda…
—Me lo imagino —la interrumpió Alexandr.
No quería seguir hablando del tema con esas mujeres. Se levantó dispuesto a excusarse para ir en busca de Tatiana.
—Alexandr, y eso no es todo —se apresuró a susurrarle Naira—. La verdad es que a Tania no le gusta que hablemos de lo que pasó en Kobona. No quisimos decirlo antes, pero…
—¡El tal Dimitri es un malnacido! —exclamó Axinia, una vez más.
—Contádmelo de una vez —les rogó Alexandr.
Tatiana volvió a la habitación con un portazo.
—Lo siento, Tanechka —dijo Axinia—, pero si lo tuviera a mano lo molería a palos.
—Por favor, basta ya de hablar de Kobona.
—Que caigan sobre Dimitri todas las maldiciones —proclamó Dusia—. Algún día acabará por caer, y no habrá nadie a su lado para que lo ayude.
Tatiana puso los ojos en blanco y abandonó la habitación con otro portazo.
—Creo que ese malnacido le destrozó el corazón. Me parece que ella lo amaba.
A Alexandr le costaba cada vez más trabajo mantenerse de pie.
—¡No digas tonterías! —Dusia sacudió la cabeza con vehemencia—. El tal Dimitri no la hubiera engañado ni por un momento. Nuestra Tania sabe calar a las personas en cuanto las ve.
—Sí que lo sabe. Dusia, tienes toda la razón —opinó el capitán.
—Creo que en todo esto hay otra historia por medio —añadió Axinia en voz baja—. Quizás algún romance.
—¿Un romance? —Alexandr hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos.
—Eso lo creerás tú, Axinia. —Naira meneó la cabeza—. Pero yo digo que no. No estoy de acuerdo. La chica lo perdió todo. Estaba destrozada. Para ella se había acabado el amor.
—Pues yo creo que sí que hay un romance —insistió Axinia, poco dispuesta a dar el brazo a torcer.
—Te equivocas.
—¿Sí? Entonces, ¿por qué va a la estafeta un día sí y el otro también para ver si ha llegado alguna carta para ella? Si no le queda nadie, ¿de quién espera recibir una carta?
—Bien dicho —intercaló Alexandr.
¿Tenía que hacer algo? No lo recordaba. El día había sido muy largo. Ahora mismo no recordaba la última cosa que había dicho.
—¿Os habéis fijado cómo cada vez que nos reunimos en la plaza, ella siempre se sienta en un sitio donde pueda ver la carretera? —añadió Axinia.
—¡Sí, sí! —asintieron las otras tres—. Sí, eso es lo que hace. Mira continuamente hacia la carretera, como si estuviese esperando a alguien.
Alexandr levantó la vista. Tatiana estaba detrás de las ancianas, con su mirada eterna y expresiva puesta en él.
—¿Eso es lo que haces, Tatiasha? —le preguntó con un tono apasionado—. ¿Esperas a alguien?
—Ya no —replicó ella, con el mismo tono.
—¿Lo veis? —exclamó Naira, complacida—. ¡Os dije que no había ningún romance de por medio!
Tatiana se sentó junto a Alexandr.
—Tanechka, no te importa que hablemos de ti, ¿verdad? —dijo Naira—. Sabes, tú eres lo más interesante que hemos tenido en Lazarevo en años. Vova no se cansa de repetirlo. —La mujer se echó a reír y le comentó al capitán—: Mi nieto está enamorado perdido de la hermana menor de Dasha.
Alexandr le guiñó el ojo a Tatiana sin decir palabra. Le hubiera dicho alguna de habérsele ocurrido.
Lo único que deseaba era disponer de dos segundos, quizás un segundo, sobrio y a solas con Tatiana. ¿Era mucho pedir? Quizá sobraba lo de sobrio, pero ¿acariciar su cuerpo sano y cálido era mucho pedir?
Salió a fumar y a lavarse. Cuando volvió, quería desnudarse, quitarse las botas. Pero tuvo que aguantar una interminable retahíla de: «Tanechka, cariño, ¿podrías alcanzarme el jarabe?», «Tanechka, cariño, ¿podrías acomodarme las mantas?», «Tanechka, bonita, ¿podrías traerme un vaso de agua?». Alexandr no pudo esperar más. Se quitó las botas. «Tatia», alcanzó a decir mientras apoyaba la cabeza en la mesa. Se quedó dormido en el acto. Se despertó cuando alguien lo sacudió suavemente, lo acarició con ternura. Era noche cerrada.
—Ven, Shura —susurró Tatiana. Le ayudó a levantarse del banco—. Venga, ¿podrás hacerlo? Por favor, despierta y ven a acostarte. Por favor.
Alexandr se levantó y avanzó tambaleándose hasta la cocina. Se tumbó en la cama dispuesta sobre el metal caliente y se quedó dormido con el uniforme puesto. En sueños, sintió cómo ella le quitaba los calcetines, le desabrochaba la guerrera y el cinto con la pistola. Sintió el roce de sus labios suaves en los párpados, en las mejillas, en la frente, sintió un roce como el de unos hilos de seda en el rostro, y se dijo que debía ser su pelo. Quería despertarse, pero le resultó imposible.