Alexandr no dejaba de preguntarse mientras cruzaba media Unión Soviética si Dasha o Tatiana no le hubieran escrito si estuviesen vivas.
Las dudas le atacaban como bombas de mortero.
Viajar mil seiscientos kilómetros en dirección este, a través del Ladoga, los ríos Onega, Dvina, Sujona, Unzha, y Kama, y luego cruzar los Urales, viajar sin haber sabido nada durante seis meses, medio año, sin escuchar una palabra de sus labios, ni leído una palabra de su pluma, ¿era una locura?
Sí, sí que lo era.
Durante los cuatro días de viaje hasta Molotov, Alexandr recordó cada uno de los segundos que había pasado con ella. Fueron mil seiscientos kilómetros de recordar los paseos junto al canal Obvodnoi, de ir a buscarla a la Kirov, de su tienda en Luga, de cargarla a la espalda, de la habitación en el hospital, de la cúpula de la catedral de San Isaac, de verla comer su helado, de llevarla en el trineo, casi moribunda. Mil seiscientos kilómetros de verla repartir su comida sin quedarse nada para ella, de verla saltar en la azotea mientras las escuadrillas alemanas soltaban las bombas. También había algunos recuerdos del invierno en Leningrado que le espantaban un poco, pero no los rehuía: ella caminando a su lado después de llevar el cadáver de la madre al cementerio; ella inmóvil delante de los tres muchachos con navajas.
Había dos imágenes que aparecían en su mente con una insistencia machacona.
Una: Tatiana con el casco, vestida con prendas ajenas, cubierta de sangre, escombros, vigas, cristales rotos y cadáveres, pero con el cuerpo tibio, todavía con un hálito de vida.
La otra: Tatiana en la cama del hospital, desnuda bajo sus manos, gimiendo bajo su boca.
Si había alguien capaz de sobrevivir, ¿no sería la muchacha que durante cuatro meses se había levantado a las seis y media de la mañana y había recorrido las calles cubiertas de nieve de Leningrado para ir a buscar las raciones de pan de su familia?
Pero si había sobrevivido, ¿por qué no le había escrito?
La muchacha que le había besado la mano, que le había servido el té, que no respiraba cuando él hablaba y lo miraba de una manera como no le había mirado nunca nadie, ¿aquella muchacha había desaparecido?
¿Había desaparecido su corazón?
«Dios mío —rezó Alexandr—, permite que no me quiera, pero haz que viva».
Era una plegaria terrible para Alexandr, pero no podía imaginarse un mundo sin Tatiana.
Sucio, mal alimentado, después de pasar cuatro días en cinco trenes diferentes y cuatro camiones militares, Alexandr llegó a Molotov el viernes 19 de junio de 1942. Era mediodía y se sentó en un banco de la estación.
No se veía con ánimos de afrontar la caminata hasta Lazarevo.
No podía soportar la idea de que hubiera muerto en Kobona, después de salir de la ciudad sitiada y encontrarse tan cerca de la salvación. No podía hacerle frente.
Y lo que era peor: era consciente de que no sería capaz de seguir adelante si ella había muerto. No podría soportar el regreso. ¿Regresar a qué?
Alexandr llegó a considerar la idea de marcharse de regreso en el primer tren. El coraje que necesitaba para avanzar era mucho más que el que necesitaba para mandar una batería de lanzacohetes Katiusha o una ametralladora antiaérea Zenith, y saber que cualquiera de los aviones alemanes podía acabar con su vida en el acto.
No tenía miedo de morir.
Pero sufría por ella. La posibilidad de que estuviese muerta minaba por completo su coraje.
Si Tatiana estaba muerta, significaba que Dios estaba muerto, y Alexandr se sabía incapaz de sobrevivir a una guerra en un universo gobernado por el caos, sin un propósito. Moriría como había muerto el pobre Grinkov, alcanzado por una bala perdida cuando regresaba a la retaguardia.
La guerra era el último caos, un infierno destructor de almas, que acababa con los cadáveres de los hombres destrozados insepultos en la tierra helada. No había nada más cósmicamente caótico que la guerra.
Tatiana encarnaba el orden. La materia finita en el espacio infinito. Tatiana era el portaestandarte de la bandera de la gracia y el valor que marchaba en la vanguardia, la bandera que Alexandr había llevado a lo largo de mil seiscientos kilómetros hasta el río Kama, hasta los Urales, hasta Lazarevo.
El capitán permaneció sentado durante dos horas en un banco de la provinciana Molotov, con las calles de tierra flanqueadas de robles.
Regresar era imposible.
Seguir adelante era impensable.
Sin embargo, no podía ir a ninguna otra parte.
Se levantó, recogió sus pertenencias y se persignó.
Cuando Alexandr decidió por fin dirigir sus pasos hacia Lazarevo, sin saber si Tatiana estaba viva o muerta, se sintió como un hombre que camina hacia el patíbulo.