En junio, Dimitri fue a verlo al cuartel. Alexandr se quedó asombrado y confió en que su rostro no lo reflejara. Dimitri parecía un viejo. Caminaba inclinado a la derecha debido a la cojera. Su cuerpo se había consumido y le temblaban las manos.
Pero mientras miraba a Dimitri, pensó: «Si Dimitri ha sobrevivido, ¿por qué no también Dasha y Tania? Si él pudo, ¿por qué no ellas? Si yo pude, ¿por qué no ellas?».
—Ahora mi único pie bueno es el izquierdo —le dijo Dimitri—. Vaya estupidez la mía, ¿no te parece? —Le sonrió a Alexandr, y el capitán lo invitó de mala gana a sentarse en una de las literas. Había confiado en que no volvería a ver nunca más a Dimitri, pero por lo visto no había tenido esa suerte. Estaban solos, y en los ojos de Dimitri había una mirada pensativa que él hubiera preferido no ver—. Por lo menos —añadió Dimitri alegremente—, nunca más me mandarán a combatir en primera línea. Me gusta mucho más así.
—Bien, eso es lo que querías. Estar en la retaguardia.
—Vaya retaguardia. En cuanto salí del hospital, me mandaron a trabajar con los evacuados en Kobona.
—¡Kobona!
—Sí. ¿Por qué? ¿Kobona tiene algún significado especial aparte de ser el lugar donde llegan los camiones del Préstamo y Arriendo?
Alexandr observó a Dimitri.
—Sí. No sabía que habías estado en Kobona.
—Hace tiempo que tú y yo no nos vemos.
—¿Estabas allí en enero?
—Ya no lo recuerdo. Ha pasado tanto tiempo…
Alexandr se levantó para acercarse a Dimitri.
—Dima, envié a Dasha y Tatiana a través del lago…
—Deberían estar muy agradecidas.
—No sé si están agradecidas. No te habrás cruzado con ellas, ¿verdad?
—¿Me estás preguntando si vi a dos chicas en Kobona, por donde pasan miles de evacuados? —Dimitri se echó a reír.
—No hablo de dos chicas anónimas —replicó el capitán, con un tono desabrido—, sino de Dasha y Tania. Las hubieras reconocido, ¿no?
—Claro que sí, Alexandr.
—Entonces, dime, ¿te cruzaste con ellas? —Alzó la voz.
—No, no las vi, y deja ya de gritarme. —Meneó la cabeza—. Pero me parece que meter a dos chicas indefensas en un camión y enviarlas a… ¿adónde iban?
—A algún lugar en el este. —Alexandr no estaba dispuesto a revelarle su punto de destino.
—¿A algún lugar en el campo? No lo sé, Alexandr, ¿en qué estabas pensando? —Dimitri se rio—. Me parece imposible que quisieras verlas muertas.
—Dimitri, ¿de qué estás hablando? —replicó el capitán—. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿No estás enterado de lo que ha sido Leningrado durante el invierno? ¿De lo que está pasando ahora mismo?
—Estoy enterado. —Dimitri sonrió—. ¿Estás seguro de que no hubieses podido hacer otra cosa? ¿El coronel Stepanov no te pudo ayudar?
—No, no pudo. —Alexandr estaba harto—. Escucha, tengo…
—Sólo digo, Alexandr, que los evacuados que recibíamos estaban casi todos a las puertas de la muerte. Sé que Dasha es una muchacha fuerte, pero ¿Tania? Me sorprende que consiguiera hacer la primera etapa del viaje. —Dimitri se encogió de hombros—. Hubiese dicho que ella hubiera sido… quiero decir, que incluso yo sufrí una distrofia. La mayoría de las personas que pasaban por Kobona estaban enfermas y muertas de hambre. Después, tenían que viajar hacinadas en camiones durante un trayecto de sesenta kilómetros hasta la estación de ferrocarril más cercana, donde las subían a los vagones de ganado. —El soldado bajó un poco la voz—. No sé si será verdad, pero según los rumores el setenta por ciento de las personas que embarcamos en los trenes murió de frío o de alguna enfermedad. —Sacudió la cabeza—. ¿Y tú querías que Dasha y Tania pasaran por todo eso? Menudo marido hubieses sido. —Dimitri se rio.
Alexandr apretó los labios para contener la furia.
—La verdad es que estoy muy feliz de no seguir allí. Kobona nunca me gustó demasiado.
—¿Qué? —exclamó el capitán con un tono de desprecio—. ¿Demasiado peligroso para ti?
—No, no lo era. Los camiones se retrasaban en el lago, porque los evacuados eran condenadamente lentos. Se suponía que nosotros debíamos ayudarles a bajar. Pero no podían caminar, estaban todos medio muertos. —Con la mirada fija en Alexandr, añadió—: Sólo en el mes pasado, los alemanes destruyeron tres de los seis camiones cuando hacían el viaje. Menuda retaguardia. Así que finalmente pedí que me destinaran a abastecimientos.
Alexandr le volvió la espalda y comenzó a poner orden en sus prendas.
—Abastecimientos tampoco es muy seguro. Por otro lado —añadió mientras pensaba: «¿Qué demonios estoy diciendo? Que se vaya a abastecimientos»—, quizá sea lo que más te convenga. Serás el tipo que vende cigarrillos. Te harás muy popular.
El abismo que los separaba se había hecho inmenso. Ya no quedaban puentes. Alexandr esperó a que Dimitri se marchara o le preguntara por la familia de Tatiana. No hizo ninguna de las dos cosas.
El capitán se cansó de esperar.
—Dima, ¿no tienes ni el más mínimo interés en saber qué ha sido de los Metanov?
—Supongo que les habrá pasado lo mismo que a la mayoría de los habitantes de Leningrado. —Dimitri se encogió de hombros—. Están muertos, ¿no? —Podría haber dicho: «Se han ido de compras, ¿no?». Alexandr agachó la cabeza—. Estamos en guerra —prosiguió Dimitri—. Sólo sobreviven los más fuertes. Por eso mismo renuncié a Tania. No quería hacerlo, me gustaba y todavía me gusta; la recuerdo con cariño, pero apenas si tengo fuerzas para seguir adelante. Hubiese sido otro motivo de preocupación saber que pasaba hambre y frío.
«Qué bien lo caló Tatiana. Él nunca tuvo el menor interés por ella», se dijo Alexandr. Guardó las prendas en la taquilla, sin mirar al soldado.
—Por cierto, Alexandr, ahora que ha salido el tema de la supervivencia, hay algo de lo que te quiero hablar.
«Ya estamos —pensó el capitán—. A ver qué querrá ahora».
—Desde que los norteamericanos han entrado en la guerra, las cosas pintan mejor para nosotros, ¿verdad?
—Por supuesto. El acuerdo de Préstamo y Arriendo significa una gran ayuda.
—No, no. —Dimitri se levantó, excitado—. No me refería en general, sino a nosotros dos. Para nuestros planes.
—No he visto a muchos norteamericanos por aquí —comentó Alexandr, como si no hubiese entendido.
—¡Por aquí no, pero están por toda Kobona! —afirmó Dimitri—. Traen abastecimientos, además de tanques y jeeps, desde Murmansk hasta la costa este del Ladoga, y también a Petrozavodsk y Lodeinoie. Hay docenas de ellos en Kobona.
—¿Eso es verdad? ¿Docenas?
—Quizá no docenas, pero hay muchos y son norteamericanos. Nos podrían ayudar.
El oficial se acercó a Dimitri.
—¿De qué manera? —preguntó, tajante.
—¿De qué manera? —repitió Dimitri, con una sonrisa—. Pues al estilo americano. Quizá si tú vas a Kobona…
—Dima, voy a Kobona, y ¿qué? ¿Con quién hablo? ¿Con los camioneros? Crees que si un soldado soviético comienza a hablarles en inglés, dirán: «Vaya, fantástico, vente con nosotros en el barco. Te llevaremos de vuelta a casa». —Alexandr le dio una chupada al cigarrillo—. Incluso si por un milagro ocurriera algo así, ¿cómo haríamos para sacarte a ti? Aun en el caso de que un desconocido estuviera dispuesto a jugarse el cuello por mí llevado por la voluntad de ayudar a un compatriota, ¿eso en qué te ayudaría a ti?
—No estoy diciendo que sea un buen plan —protestó Dimitri, sorprendido—. Pero es un principio.
—Dima, estás lisiado. Mírate. —Alexandr lo miró de la cabeza a los pies—. No estás en condiciones para combatir, ni tampoco estás en condiciones para… correr. Tendremos que olvidarnos de nuestros planes.
—¿De qué estás hablando? —replicó Dimitri, frenético—. Sé que tú todavía quieres…
—¡Dimitri!
—¿Qué? Tenemos que hacer algo, Alexandr —insistió el soldado—. Tú y yo teníamos planes.
—¡Dimitri! —repitió el capitán—. Nuestro plan era abrirnos paso entre los guardias de frontera del NKVD y ocultarnos en los pantanos minados de Finlandia. Ahora que estás herido en el pie, ¿cómo crees que lo haríamos?
Alexandr agradeció que Dimitri no tuviera una respuesta preparada. Se apartó.
—De acuerdo —admitió Dimitri—. Quizá la ruta de Lisii Nos sea más difícil, pero creo que podríamos sobornar a los recaderos del Préstamo y Arriendo.
—¡No son recaderos! —gritó Alexandr, furioso. Se contuvo. No valía la pena—. Esos hombres son combatientes bien entrenados que se arriesgan todos los días a ser bombardeados mientras recorren más de dos mil kilómetros por la zona ártica y el norte de Rusia para traerte tu tushonka.
—Sí, y son los mismos que nos pueden ayudar. —Dimitri se acercó al capitán—. Y yo necesito a alguien que me ayude, y pronto. —Se acercó un poco más—. No tengo la menor intención de morir en esta maldita guerra. —Miró a Alexandr con sus ojos rasgados—. ¿Tú sí?
—Moriré si es necesario —respondió el oficial, implacable.
Dimitri lo observó. Alexandr detestaba que lo observaran. Sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Miró a Dimitri con una mirada tan fría que el otro se apartó.
—¿Todavía tienes dinero? —preguntó el soldado.
—No.
—¿Podrás conseguirlo?
—No lo sé. —Alexandr sacó otro cigarrillo. La conversación había acabado.
—Tienes uno sin encender en la boca —comentó Dimitri, con un tono desagradable.
A Alexandr le dieron treinta días de permiso. Le pidió al coronel Stepanov algunos días más. Se los concedió: del 15 de junio al 24 de julio.
—¿Tendrá suficiente? —le preguntó el coronel, con una sonrisa.
—Puede que sea más que suficiente, señor, o que no me alcance.
—Capitán, cuando regrese… —Stepanov encendió un cigarrillo y le dio otro a Alexandr—. No podemos seguir acuartelados. Ya ha visto lo que le ha pasado a la ciudad. No podemos pasar otro invierno como el anterior. Es algo que no podemos permitir. —Hizo una pausa—. Tendremos que romper el bloqueo. Todos nosotros. En cuanto comience el otoño.
—Estoy de acuerdo, señor.
—¿Lo está, Alexandr? ¿Ha visto lo que le ha pasado a nuestros hombres en Tijvin y Mga durante el invierno y la primavera?
—Sí, señor.
—¿Está enterado de lo que están pasando nuestros hombres ahora mismo en Nevski Patch al otro lado del río, cerca de Dubrovka?
—Sí, señor.
Nevski Patch cerca de Dubrovka era un enclave del Ejército Rojo detrás de las líneas enemigas, un lugar que los alemanes utilizaban todos los días como campo de tiro para su artillería. Los soldados rusos morían a razón de doscientos al día.
—Tendremos que cruzar el Neva en barcazas. No disponemos casi de artillería, sólo la que está a sus órdenes. Carecemos de fusiles de repetición.
—Yo no, señor. Tengo una ametralladora Shpagin y un fusil automático. —Sonrió.
El coronel le devolvió la sonrisa.
—Se lo estoy poniendo muy feo.
—Es que lo es, señor.
—Capitán, no se asuste ante una buena pelea, aunque sea desigual.
Alexandr miró a su comandante.
—¿Alguna vez lo he hecho, señor?
Stepanov se levantó de la silla y se acercó a Alexandr.
—Si tuviéramos más hombres como usted, esta guerra se hubiera acabado hace tiempo. —Le estrechó la mano—. Váyase. Que tenga un buen viaje. Nada será igual cuando regrese.