3

Yacían debajo de las mantas en un estado de semiinconsciencia. En mitad de la noche, Tatiana se despertó al oír que llamaban a la puerta. Tardó varios minutos en apartar las mantas y los abrigos. Se levantó, y tambaleándose cruzó el recibidor a oscuras.

Abrió la puerta y se encontró con Alexandr vestido con su uniforme de combate blanco. Llevaba un gorro con orejeras, y en las manos sostenía una manta.

—¿Qué pasa? —Se llevó una mano al pecho. Al verle, los latidos de su corazón se aceleraron, incluso a esas horas. Se despertó del todo—. ¿Qué ocurre?

—Nada. Venga, preparaos para marchar. ¿Dónde está Dasha? Tiene que prepararse.

—¿Adónde vamos? Dasha no puede levantarse. Ya lo sabes. No deja de toser.

—Se levantará —replicó el capitán—. Venga. Hay un camión de municiones que sale esta noche del cuartel. Te llevaré al Ladoga, y de allí irás a Kobona. ¡Tania, te sacaré de Leningrado!

Alexandr cruzó el recibidor y entró en el dormitorio. Dasha seguía en la cama, debajo de la montaña de mantas y abrigos. Sus labios no se movían, sus ojos no se abrían.

—Dasha —susurró Alexandr—. Dashenka, cariño, despierta. Tenemos que marcharnos. Ahora mismo. Nos vamos. Deprisa.

—No puedo levantarme —protestó Dasha, sin abrir los ojos.

—Puedes y te levantarás —afirmó el oficial, con un tono firme—. Hay un camión que espera en el cuartel. Te llevaré al lago Ladoga. Después te llevaremos a través del lago. Esta noche. Irás a Kobona, donde hay comida, y después tú y hermana podréis ir con vuestra abuela en Molotov. Pero ahora tienes que levantarte, Dasha. Vamos, vamos. —Apartó las mantas y los abrigos.

—No puedo caminar hasta el cuartel.

—Tania tiene un trineo. Y mira. —Metió una mano en el bolsillo y sacó un trozo de pan blanco. Cogió un trozo de miga y lo metió en la boca de Dasha—. ¡Pan blanco! Come. Te dará fuerzas.

Dasha comenzó a masticar poco a poco sin abrir los ojos, y entonces tuvo un ataque de tos. Tatiana permanecía cerca de la cama, con el abrigo puesto y con una manta sobre los hombros. Miraba el trozo de pan con la misma pasión con que miraba a Alexandr. Quizá Dasha no se lo acabaría. Quizá quedaría algo para ella. Pero era un trozo pequeño y Dasha se lo comió todo.

—¿Hay más? —preguntó.

—Sólo la corteza.

—Dámela.

—No podrás masticarla.

—Me la tragaré entera.

—Dasha, quizá quieras compartirla con tu hermana —comentó Alexandr.

—Ella está de pie, ¿no?

El oficial miró a Tatiana, que se encontraba a su lado. Tatiana meneó la cabeza, mientras miraba la corteza de pan con una expresión de nostalgia.

—Dásela. Yo estoy de pie.

Alexandr exhaló un suspiro, le dio la corteza a Dasha y después se levantó.

—Vamos —le dijo a Tatiana—. ¿Qué te llevarás? ¿Necesitas que te ayude?

—No tengo nada. Ya estoy preparada. Tengo las botas y el abrigo puesto. Lo hemos vendido todo, y hemos quemado el resto.

—¿Todo? —le preguntó Alexandr en la oscuridad; una palabra cargada del pasado.

—Tengo los libros… —Se interrumpió.

—Tráelos —le indicó Alexandr. Después, le murmuró al oído—: Mira la contracubierta de Pushkin cuando estés muy necesitada de consuelo. ¿Dónde los tienes?

El capitán se metió debajo de la cama para recoger los libros, mientras Tatiana buscaba la vieja mochila de Pasha. Luego sacó a Dasha de la cama y la obligó a mantenerse de pie. Acabaron los preparativos en la oscuridad. Sólo los jadeos y la tos intermitente de Dasha rompían el silencio. Por fin, Alexandr la cogió en brazos y la sacó del apartamento. Se deslizaron por las escaleras convertidas en un tobogán de hielo. En la calle el frío era tremendo. Alexandr tumbó a Dasha en el trineo y la abrigó con la manta que había traído. Tatiana y el capitán cogieron las cuerdas y comenzaron a arrastrar por las calles cubiertas de nieve el trineo azul con patines rojos de la infancia de Tatiana.

—¿Qué le pasará a Dasha? —preguntó Tatiana en voz baja.

—En Kobona hay comida y un hospital. En cuanto mejore, os llevarán a Molotov.

—Parece estar muy mal.

Alexandr no dijo nada.

—¿Por qué tose de esa manera? —dijo Tatiana, y ella también tosió.

Alexandr siguió sin decir nada.

—Hace muchísimo tiempo que no sabemos nada de babushka.

—Está bien. Mucho mejor que tú —afirmó el capitán—. ¿Te cuesta tirar? Suelta la cuerda, y camina a mi lado.

—No. —El esfuerzo era tremendo—. Deja que te ayude.

—Ahorra fuerzas. —La obligó a soltar la cuerda—. Cógete de mi brazo —dijo Alexandr, y ella le obedeció.

El frío era muy intenso. Tatiana no notaba los pies. Leningrado estaba en silencio y casi a oscuras, porque las bandas luminosas de la aurora boreal cruzaban el cielo. Volvió la cabeza para mirar a Dasha, que yacía inmóvil en el trineo.

—Se la ve tan débil…

—Lo está.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó Tatiana en voz baja—. ¿Cómo te las arreglas para cargar tu fusil, montar guardia, combatir, estar siempre pendiente de nosotras?

—Te doy lo que más necesitas de mí —respondió Alexandr.

Siguieron su marcha a través de la ciudad helada. Alexandr acortó el paso. Tatiana cogió la segunda cuerda, y esta vez, él no protestó.

—Me sentiré mucho más tranquilo sabiendo que estáis fuera de Leningrado. Me sentiré mejor sabiendo que estás a salvo. ¿No crees que será mejor para todos?

Tatiana no contestó. «Mejor porque tendría comida. Mejor para Dasha que comería. Pero no mejor para Alexandr ni para mí, porque no lo vería». Sin embargo, se lo calló.

Pero cuando le oyó decir: «Lo sé», sintió ganas de llorar, aunque sabía que era imposible. Sus ojos expuestos a la helada negra, doloridos por el viento, y entrecerrados por el frío, estaban secos.

Cuando por fin llegaron al cuartel al cabo de una hora de marcha, el camión estaba a punto de partir. Alexandr subió a Dasha a la caja del vehículo cubierto. Había seis soldados sentados en el suelo y una mujer con un bebé en brazos, junto a un hombre, que parecía estar moribundo. «Está mucho peor que Dasha», pensó Tatiana, pero cuando miró a Dasha, vio que su hermana ni siquiera podía mantenerse sentada. Cada vez que Alexandr la sentaba, Dasha se caía hacia un lado. Tatiana necesitaba que alguien la ayudara a subir. No podía saltar, ni alzarse con los brazos. Necesitaba que alguien la levantara. Todos los ocupantes del camión parecían no darse cuenta de su situación, incluido Alexandr, que se preocupaba solícitamente de que Dasha abriera los ojos. Alguien en el patio gritó: «En marcha», y el camión arrancó lentamente.

—¡Shura! —gritó Tatiana.

Alexandr se movió a gatas por el suelo de la caja, cogió a Tatiana por los brazos y la subió.

—¿Te habías olvidado de mí? —preguntó, y entonces vio que Dasha había abierto los ojos.

Bajaron la lona que cerraba la parte de atrás y en el interior del camión reinó la oscuridad más total. Tatiana se arrastró hasta donde estaba su hermana.

Alexandr estaba sentado con el fusil a un lado. Dasha yacía en el suelo cubierto de serrín con la cabeza apoyada en los muslos del capitán. Tatiana levantó las piernas de su hermana para sentarse junto a Alexandr, y después las apoyó sobre las suyas, de forma tal que así Dasha casi no tocaba el suelo. Alexandr sostenía su cabeza, y Tatiana entre sus piernas. Alexandr se apoyaba en la pared de la cabina y Tatiana en la pared de la caja. Recogió un trozo de serrín y se lo metió en la boca. Tenía el mismo gusto del pan. Cogió otro trozo.

—No lo comas, Tania —dijo Alexandr. ¿Cómo la había visto?—. Es repugnante.

Pasaban los minutos. De vez en cuando, los faros de otro vehículo iluminaban el interior, y entonces Tatiana veía que Alexandr la miraba. Sin decirse una palabra, sin tocarse, esperaban el momento que apareciera alguna luz para mirarse el uno al otro.

—¿Qué hora es? —le preguntó Tatiana.

—Las dos de la mañana. No tardaremos en llegar.

Tatiana quería comer y no pasar más frío. Quería que su hermana se curara. Al mismo tiempo, marcharse a Molotov parecía una separación definitiva.

Esperó a que pasara algún vehículo para mirar a Alexandr durante un par de segundos. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y distinguió su silueta, la cabeza y el gorro, sus brazos que sujetaban a Dasha. Tatiana sacudió las piernas de Dasha, primero suavemente, después con más fuerza. Dasha se movió un poco y tosió. Tatiana cerró los ojos y los abrió al instante. No quería cerrar los ojos. Al cabo de muy poco, estaría al otro lado del Ladoga, lejos de él. «Si muevo un poco la mano podría tocarlo».

—¿Tania?

—¿Sí, Alexandr?

—¿Cómo se llama el pueblo donde vive tu abuela?

—Lazarevo. —Tatiana extendió la mano. Él extendió la suya.

—Lazarevo. —Brilló una luz. Alexandr y Tatiana se tocaron. Otra vez la oscuridad.

Alexandr se quedó dormido. Dasha estaba dormida. Todos los ocupantes del camión tenían los ojos cerrados, excepto Tatiana, que no podía apartar la mirada del capitán dormido. «Quizás estoy muerta —se dijo—. Los muertos no pueden cerrar los ojos. Quizá por eso no puedo dormir. Estoy muerta». Pero no podía cerrar los ojos. No podía dejar de mirarlo. Alexandr sujetaba la cabeza de Dasha con las dos manos.

«Alexandr, ¿por qué no te compras un helado tú también?».

«No quiero un helado».

«Entonces, ¿por qué miras el mío con tantas ganas?».

«No estoy mirando tu helado».

«¿No? ¿Quieres probarlo?».

«Sí. —Se inclinó para lamer el helado».

«¿A que está bueno?».

«Muy bueno, Tania».

Por fin el camión se detuvo. Alexandr abrió los ojos. Los demás ocupantes comenzaron a moverse. La mujer con el bebé fue la primera en levantarse. Le susurró a su marido:

—Viktor, venga, cariño, es hora de cruzar, levántate, amor mío.

Alexandr se apartó con cuidado para no molestar a Dasha, se levantó y le tendió la mano a Tatiana.

—Levántate, Tatia —dijo con voz dulce—. Ha llegado la hora. —La sujetó al ver que ella se tambaleaba de la debilidad.

—Shura, ¿qué voy a hacer con Dasha en Kobona? No puede caminar, y yo no soy como tú. No puedo llevarla en brazos.

—No te preocupes. Habrá soldados y médicos que te ayudarán. Mira a esa mujer. Lleva a su bebé, pero su marido no puede caminar, lo mismo que Dasha. Sin embargo, se las apañará. Ya lo verás. Ven, te ayudaré a bajar.

Alexandr saltó al suelo y extendió los brazos para coger a Tatiana, que no podía saltar por mucho que lo intentara. La dejó en el suelo, pero no la soltó.

—Ve a buscar a Dasha, Shura —susurró Tatiana, sin moverse.

—¡Venga, venga! ¡Hay que moverse! —gritó un sargento detrás de la pareja.

Alexandr soltó a Tatiana y se volvió con una expresión severa. El sargento se disculpó en el acto al ver que se trataba de un capitán.

Tatiana vio cuatro camiones con los faros encendidos aparcados en un campo cubierto de nieve. Entonces se dio cuenta de que no era un campo, sino el lago Ladoga. Era el «Camino de la vida».

—¡Vamos, vamos, camaradas! Caminad hacia el lago. Allí os está esperando un camión. Cuanto antes subáis, antes nos iremos. Hay treinta kilómetros, dos horas de viaje por el hielo, pero al otro lado hay mantequilla, y quizá también un trozo de queso. ¡Venga, deprisa!

La mujer con el bebé ya caminaba colina abajo, con su marido a la zaga. Alexandr bajó a Dasha del camión.

—Aguántala de pie, Shura. Tenemos que hacerla caminar.

El capitán lo intentó, pero las piernas de Dasha parecían de goma.

—Ven, Dasha, camina conmigo —dijo Tatiana—. Hay mantequilla al otro lado, ¿me oyes?

Dasha soltó un gemido y abrió los ojos cubiertos con una película gris.

—¿Dónde estoy? —susurró.

—Estás en el «Camino de la vida». Vamos, ven. Dentro de muy poco, nos darán de comer, y estaremos muy bien. Te verá un médico.

—¿Vienes con nosotras, Alexandr? —preguntó Dasha.

—No, Dasha, me quedo —respondió el capitán sin soltarla—. Mi batería antiaérea está aquí mismo. Pero escríbeme tan pronto como llegues a Molotov y cuando me den un permiso, iré a verte —añadió sin mirar a Tatiana.

Dasha dio unos pocos pasos y se desplomó sobre la nieve.

—No puedo.

—Puedes y lo harás —afirmó Tatiana—. Venga. Demuéstrale a Alexandr que tu vida significa algo. Enséñale cómo puedes caminar hasta el camión para salvarte. Venga, Dasha. —Entre los dos levantaron a Dasha.

La mujer lo intentó de nuevo y se detuvo.

—No —susurró.

Alexandr y Tatiana cogieron a Dasha, y la bajaron por la traicionera pendiente hasta el lago donde esperaba el camión. El capitán levantó a Dasha, la acostó en el suelo de la caja y después se bajó para ayudar a Tatiana, que apenas si se aguantaba de pie. La muchacha se apoyó contra la lona, escuchó gritos. El conductor del camión dio un par de acelerones.

—Vamos, Tania, te ayudaré. Tienes que estar fuerte para atender a tu hermana. —Alexandr se acercó.

—Lo estaré.

—No te preocupes por los bombardeos. Casi nunca bombardean de noche.

—No estoy preocupada. —Tatiana se echó en sus brazos.

—Tienes que ser fuerte para mí, Tatiana —dijo Alexandr con voz ronca mientras la abrazaba—. Sálvate para mí.

—Es lo que hago, Shura. Me salvo para ti.

Alexandr se inclinó, pero ella ni siquiera pudo mirarle. Él le dio un beso en el sombrero. Se abrazaron.

—¡Es la hora! —gritó alguien.

Alexandr subió a Tatiana al camión. Después, subió él también para instalar a las hermanas lo más cómodamente posible. Movió a Dasha para que su cabeza reposara sobre los muslos de Tatiana.

—¿Estáis bien?

—Sí —respondieron las hermanas al unísono.

El capitán se arrodilló junto a Dasha.

—Quiero que recordéis una cosa: cuando os den de comer en Kobona, comed bocados pequeños, no engulláis, porque podría perforaros el estómago. Comed bocados pequeños y masticad bien. Tenéis que darle tiempo al estómago para que se acomode, y después ya podréis comer normalmente. Tomad la sopa a cucharaditas. ¿De acuerdo?

Dasha le cogió una mano. Él le dio un beso en la frente.

—Hasta pronto, Dasha.

—Adiós —susurró Dasha—. ¿Cómo te llamó mi hermana? ¿Shura?

Alexandr miró a Tatiana.

—Sí. Shura.

—Adiós, Shura. Te quiero.

Tatiana cerró los ojos para no verle hablar. De haber podido, también se hubiera tapado los oídos.

—Yo también te quiero. No te olvides de escribirme.

—Dile adiós a Tania —dijo Dasha, cuando él se puso de pie—. ¿O ya te has despedido?

—Adiós, Tatiana.

—Adiós, Alexandr.

—Dasha, tan pronto como llegues a Molotov, quiero tener noticias tuyas. ¿Me lo prometes? —Alexandr se bajó del camión.

—¡Alexandr! —gritó Dasha.

—¿Sí?

—Dime, ¿cuánto hace que quieres a mi hermana?

Alexandr miró alternativamente los rostros de las dos hermanas. Abrió la boca para decir algo, pero después la cerró, al tiempo que sacudía la cabeza.

—¿Cuánto hace? —insistió Dasha—. Dilo. ¿Qué secretos pueden quedar ya entre nosotros? Dímelo, amor mío.

—Dasha, nunca he querido a tu hermana —respondió Alexandr, con voz firme—. Nunca. Te quiero a ti.

—Me dijiste que nos casaríamos el próximo verano. ¿Es verdad?

—Claro que es verdad. El verano que viene nos casaremos. Ahora, vete.

Le sopló un beso a Dasha y desapareció, sin siquiera mirar a Tatiana, que deseaba con desesperación que él la mirara aunque sólo fuera por un segundo, para sentir su mirada en la oscuridad y saber la verdad. Pero él no la miró. Ni siquiera le dedicó el más mínimo gesto. Alexandr la había rechazado.

Bajaron la lona, el camión se puso en marcha, y una vez más se encontraron a oscuras. Excepto que ahora no estaba Alexandr entre la oscuridad y luz, que no había luna, sólo el tronar de la artillería y el ruido de las explosiones en la distancia que Tatiana apenas si oía, porque lo apagaba el ruido dentro de su pecho. Cerró los ojos para que Dasha, que yacía con los ojos abiertos, no viera en ellos lo que debía ser tan evidente en su rostro.

—¿Tania?

No respondió. Le dolía la nariz de respirar el aire helado. Entreabrió los labios y comenzó a respirar por la boca. Le dolía el pecho.

—¿Tanechka?

—¿Sí, Dasha, querida? ¿Estás bien?

—Abre los ojos, hermana.

No podía, no quería.

—Ábrelos.

Tatiana abrió los ojos.

—Dasha, estoy muy cansada. Tú llevas horas con los ojos cerrados. Ahora me toca a mí. Te he llevado en trineo, te he sostenido las piernas y te he ayudado a bajar la colina. Ahora estás apoyada en mí, y yo sólo quiero cerrar los ojos durante unos segundos. ¿De acuerdo?

Dasha la miró con una lucidez sorprendente. Tatiana acarició el rostro de su hermana y cerró los ojos, mientras la oía toser.

—¿Qué has sentido, Tania, cuando él dijo que nunca te había querido?

Tatiana consiguió reprimir un gemido en el último segundo.

—¿Por qué iba a sentir algo? —mintió con voz ronca.

—Entonces, ¿por qué te encogiste como si te hubiese pegado?

—No sé a qué te refieres —afirmó Tatiana, con un tono poco convincente.

—Abre los ojos.

—No.

—Lo amas desesperadamente, ¿verdad? ¿Cómo has podido ocultármelo, Tania? Es imposible que puedas amar más a un hombre.

«No podría amar más a un hombre».

—Dasha —respondió Tatiana, con un tono firme pero amable—, a ti te quiero más. —Lo dijo con los ojos cerrados.

—Y no me lo ocultaste. En absoluto. Pusiste tu amor por él en un estante, no en un armario. Marina tenía razón. Estaba ciega. —Cerró los ojos, pero su voz le llegaba a la mujer con el bebé y el marido, a Tatiana, al conductor—. Lo dejaste para que lo viera en un millar de lugares. Ahora es cuando lo veo. —Comenzó a llorar pero el llanto dio paso inmediatamente a un nuevo ataque de tos—. ¡Pero si eras una niña! ¿Cómo es posible que una niña se enamore? —Soltó un gemido.

«Crecí, Dasha —le contestó Tatiana para sus adentros—. En algún lugar entre el lago y el comienzo de la guerra, la niña se hizo mayor».

En el exterior el retumbar de los cañones, el estallido de los obuses era constante. Dentro del camión reinaba el silencio.

Tatiana se preguntó por el bebé en los brazos de la madre, una joven de piel cetrina y llagas en las mejillas. El marido se apoyaba en su hombro; en realidad, más que apoyarse, se caía encima de ella, y por mucho que ella intentaba mantenerlo sentado, no lo conseguía. La mujer se echó a llorar. El bebé no se movía.

—¿Puedo ayudarla? —le preguntó Tatiana.

—Escuche, usted ya tiene sus propios problemas —respondió la mujer con un tono brusco—. Mi marido está muy débil.

—Yo no soy ningún problema —intervino Dasha—. Ayúdame a sentarme, Tania. Estaré más cómoda. Me duele mucho más el pecho si estoy acostada. Ve y ayúdala.

Tatiana se acercó a gatas a la mujer y al marido. La madre no dejaba de apretar al bebé contra su pecho.

Sacudió al hombre, intentó sentarlo con la espalda apoyada en el lateral de la caja, pero esta vez el hombre se cayó directamente al suelo. Iba muy abrigado con una bufanda y el abrigo abrochado hasta el cuello. Tatiana tardó diez minutos en desabrocharlo. La mujer le hablaba de carrerilla.

—Mi marido no está bien, y mi niña no está mucho mejor. No tengo leche para darle. ¿Sabe?, nació en octubre, ¡vaya suerte! ¡Es tener muy mala pata para un bebé nacer en octubre! Cuando me quedé embarazada en febrero, nos sentimos muy felices. Creímos que era una señal de Dios. Nos habíamos casado en septiembre. Estábamos tan entusiasmados… ¡Nuestro primer bebé! Leonid trabajaba en la compañía de aguas; no podía marcharse y recibía una ración abundante, pero entonces se interrumpió el servicio y se quedó sin trabajo. ¿Por qué le está desabrochando el abrigo?

Sin darle tiempo a Tatiana para que le respondiera, prosiguió:

—Me llamo Nadezhda. Cuando nació mi hija, resultó que yo no tenía leche. ¿Qué podía darle de comer? Probé con la leche de soja, pero le producía unas diarreas tremendas, así que dejé de dársela. Y mi marido necesitaba comer. Gracias a Dios, hemos conseguido que nos llevaran en este camión. Llevábamos esperando turno desde hace mucho tiempo. Ahora, las cosas serán distintas. Alguien dijo que en Kobona nos darán pan y queso. No sé qué daría por un trozo de pollo, o cualquier otro plato caliente. No me importaría comer carne de caballo. Quiero que Leonid coma algo.

Tatiana apartó la mano que tenía apoyada en el cuello del hombre. Le abrochó el abrigo y luego le colocó la bufanda. Lo apartó un poco para que no se apoyara en las piernas de la esposa, y fue a sentarse otra vez junto a Dasha. En el camión reinaba el silencio. Lo único que escuchaba Tatiana era la respiración agónica de Dasha y la voz de Alexandr diciendo que nunca la había amado.

Las hermanas cerraron los ojos para no ver a la mujer con su bebé y su marido muertos. Tatiana apoyó una mano en la cabeza de Dasha y ésta no se la apartó.

Llegaron a Kobona con el alba, una niebla rojiza en el horizonte. Los rasgos de Dasha se desdibujaron. ¿Cómo era que de pronto Tatiana parecía muy interesada en la respiración agónica de su hermana?

—¿Puedes levantarte, Dasha? Ya hemos llegado.

—No puedo.

Nadezhda gritaba para que alguien acudiera en su ayuda. No fue nadie, o mejor dicho, apareció un soldado que levantó la lona que tapaba la parte de atrás de la caja y les dijo con voz áspera:

—Abajo todo el mundo. Tenemos que cargar el camión.

—Venga, Dasha, levántate. —Tatiana la cogió por el brazo y tiró con todas sus fuerzas.

—Ve y busca a alguien que nos eche una mano, Tania. No puedo moverme.

Después de mucho tironear, Tatiana consiguió que Dasha se pusiera a cuatro patas.

—Gatea hasta el borde, y te ayudaré a bajar.

—¿Puedes ayudar a mi marido? —le suplicó Nadezhda—. Ayúdale, por favor. Tú eres muy fuerte. Ya ves que está enfermo.

—No podré con él. Pesa demasiado.

—Oh, por favor, tú te mueves. Ayúdanos. No seas egoísta.

—Espera un momento. Ayudaré a bajar a mi hermana, y después te ayudaré con tu marido.

—Déjala en paz —le dijo Dasha a Nadezhda—. Tu marido está muerto. Deja en paz a mi pobre hermana.

Nadezhda soltó un grito desgarrador.

Dasha se arrastró por la caja del camión como un soldado bajo el fuego enemigo. Cuando llegó al borde, Tatiana la ayudó a volverse para que quedara con las piernas fuera, y después la bajó poco a poco, pero en cuanto la soltó, su hermana se desplomó sobre la nieve y se quedó allí, en posición fetal.

—Vamos Dasha, por favor. No puedo levantarte yo sola, —dijo Tatiana.

El conductor del camión apareció en aquel momento y levantó a Dasha como quien levanta una pluma.

—De pie, camarada. Venga, camina hasta la tienda de campaña. Allí te darán comida y té. Vamos, adelante.

—¡No se olviden de que estoy aquí! —gritó Nadezhda desde el interior del camión.

Tatiana no quería quedarse y ver cómo Nadezhda descubría que su marido y su bebe estaban muertos.

—Ven, Dasha, te haré de muleta. Cógete del cuello. —Le señaló una pendiente muy suave—. Mira, estamos en el río Kobona.

—No puedo. Si no pude bajar contigo y Alexandr por la cuesta del otro lado, cómo quieres que ahora suba sólo contigo.

—No tenemos que subir. Es una bajada. Usa la furia que sientes. Úsala y baja la maldita pendiente, Dasha.

—Para ti es muy fácil, ¿no?

—¿Eso crees? —Tatiana sacudió la cabeza.

—Es muy fácil. Quieres vivir, y eso es todo.

«Quiero vivir, pero eso no es todo». Avanzaron a trompicones, Dasha colgada del cuello de su hermana.

—¿Y tú? ¿Tú no quieres vivir?

Dasha no le respondió.

—Venga, lo estás haciendo muy bien. No hay nadie que pueda echarnos una mano. —Sujetó a su hermana cariñosamente—. ¡Sólo estamos tú y yo, Dasha! —afirmó con pasión—. Los soldados tienen otras cosas que hacer, los demás atienden a los suyos. Como yo. Y tú quieres vivir. Alexandr vendrá a Molotov en el verano y se casará contigo.

Dasha reunió las fuerzas suficientes para reírse.

—Tania, no hay nada que te frene, ¿verdad?

—Nada.

Dasha se desplomó. Ni siquiera intentó levantarse.

Tatiana miró en derredor, desesperada. Vio a Nadezhda que caminaba sola, sin el bebé ni el marido. Se acercó.

—Nadezhda, por favor, ayúdame. Échame una mano. Dasha se ha caído y no puedo levantarla.

La mujer apartó a Tatiana de un manotazo.

—Apártate de mí. ¿No lo ves? No tengo a nadie conmigo.

—Por favor, ayúdame —suplicó Tatiana.

—Tú no me ayudaste, y ahora están todos muertos. Déjame en paz. —Nadezhda se alejó.

De pronto, Tatiana oyó una voz conocida.

—¿Tatiana? ¿Tatiana Metanova?

Se volvió en dirección a la voz y vio a Dimitri que se acercaba. El soldado utilizaba el fusil como si fuera una muleta.

—¡Dimitri! —Fue a su encuentro. Él la abrazó—. Ayúdame, Dima, por favor. ¡Mi hermana! ¡Se ha caído y no puede levantarse!

Dimitri se acercó a Dasha, lo más rápido que le permitía la cojera.

—Todavía estoy convaleciente —dijo—. No puedo levantarla yo solo. Llamaré a un soldado. —Abrazó otra vez a Tatiana—. No puedo creer que nos hayamos encontrado. —Sonrió—. Es cosa del destino.

Dimitri buscó a un soldado, que levantó a Dasha y la llevó hasta el hospital de campaña, mientras Tatiana los seguía en la luz rosada que alumbraba el cielo.

Un médico atendió a Dasha en el hospital de campaña instalado en la orilla del Kobona. Le auscultó el pecho, le tomó el pulso, le abrió la boca. Después meneó la cabeza y dijo:

—Padece una tuberculosis galopante. Está acabada.

—¿Acabada? —Tatiana se encaró con el médico—. ¿De qué habla? Dele alguna cosa, un poco de sulfamidas.

—Todos vosotros sois iguales. —El médico se echó a reír, y después añadió con un tono que no admitía réplica—: ¿Crees que voy a gastar una dosis de mis valiosas sulfamidas en un caso terminal? ¿Te has vuelto loca? Mírala. No le queda ni una hora de vida. No le daría ni un mendrugo de pan. ¿Has visto la cantidad de flema que echa? ¿Has escuchado cómo respira? Estoy seguro de que tiene el hígado destrozado. Ve a la cantina y come un plato de sopa y verduras. Quizá tú te salves, si comes.

Tatiana miró al médico durante un momento.

—¿Estoy bien? —preguntó con voz débil—. ¿Puede auscultarme? No me siento bien.

El médico le desabrochó el abrigo y le apoyó el estetoscopio en el pecho. Luego repitió la operación en la espalda.

—Tendrás que tomar sulfamidas, muchacha. Tienes neumonía. Le diré a la enfermera que se encargue de ti. ¡Olga! —Ya se marchaba, cuando añadió—: No te acerques más a tu hermana. La tuberculosis se contagia.

Tatiana se tumbó en el suelo, mientras Dasha disponía de una cama limpia. Al cabo de un rato, comenzó a tener mucho frío. Apartó un poco a su hermana en el catre y se acostó de lado, bien apretada a ella.

—Dasha, cada vez que tenía pesadillas, me acurrucaba a tu lado como ahora. ¿Lo recuerdas?

—Sí, Tania. Eras una niña muy dulce.

Fuera de la tienda la luz no era tan azul. Había unas manchas azules en el rostro de Dasha. Escuchó la voz ronca de su hermana.

—No puedo respirar.

Tatiana se arrodilló en el suelo, abrió la boca de Dasha y le sopló su aliento frío, brusco, entrecortado, lamentable, un aliento sin tierra, sin raíces, sin comida. Insufló el aire de sus pulmones en los de su hermana. Intentó llenar al máximo sus pulmones, pero no podía. Durante unos minutos que se hicieron eternos, Tatiana sopló en la boca, en los pulmones de Dasha, el aliento que la mantenía viva.

Apareció una enfermera que la apartó de Dasha.

—Déjalo ya —le dijo con un tono cariñoso—. ¿No te dijo el médico que la dejaras? ¿Tú eres la enferma?

—Sí —susurró Tatiana sin soltar la mano helada de Dasha.

La enfermera le dio tres píldoras blancas, un vaso de agua y una rebanada de pan negro.

—Está remojado en agua con azúcar.

—Gracias —dijo Tatiana, entre jadeos remojados en dolor.

—Ven conmigo. —La enfermera le pasó un brazo por los hombros—. Te buscaré un lugar donde puedas descansar un rato antes del desayuno.

Tatiana sacudió la cabeza.

—No se te ocurra darle tu pan. Cómetelo tú.

—Lo necesita más que yo.

—No, cariño, no lo necesita.

En cuanto la enfermera se marchó, Tatiana aplastó las píldoras de sulfamida hasta hacerlas polvo, las echó en el agua, y después de beber un trago, levantó un poco la cabeza de Dasha y le hizo beber el medicamento.

Luego cortó un trozo pequeño de pan y se lo dio a Dasha, que lo tragó con mucha dificultad. Se ahogó y al toser la sangre de los esputos manchó la sábana. Tatiana le limpió la boca y la barbilla, y una vez más sopló en la boca de su hermana.

—¿Tania?

—Sí.

—¿Esto es morir? ¿Es así como se siente la muerte?

—No, Dasha —replicó Tatiana, y miró los ojos velados de Dasha, sin saber que más decir.

—Tania, cariño, eres una buena hermana —murmuró Dasha.

Tatiana continuó respirando en la boca de su hermana. No escuchaba la respiración laboriosa de Dasha, sólo la suya. Una mano tibia se apoyó en su espalda y una voz le dijo:

—Ven. No te creerás lo que tengo para ti. Es hora de desayunar. Hay kasha de trigo sarraceno, pan y mantequilla. Tomarás té con azúcar, y tal vez te consiga un poco de leche de verdad. Ven. ¿Cómo te llamas?

—No puedo dejar a mi hermana.

—Vamos, querida —insistió la enfermera pacientemente—. Me llamo Olga. Ven, la hora del desayuno no dura eternamente.

Tatiana dejó que la mujer la levantara. Se aguantó de pie durante un segundo y se dejó caer otra vez al suelo.

La boca de Dasha seguía abierta tal como la había dejado. También tenía los ojos abiertos y su mirada parecía contemplar el cielo púrpura más allá de la lona de la tienda, más allá de Tatiana.

Tatiana le cerró los ojos, le besó los párpados y le trazó la señal de la cruz en la frente. Después, se marchó de la mano de Olga.

En la cantina, se sentó a la mesa y miró el plato vacío. Olga le trajo un tazón de trigo sarraceno. Tatiana se comió la mitad. Cuando la enfermera le pidió que comiera más, le respondió que guardaba el resto para Dasha, y perdió el conocimiento. Se despertó al cabo de un rato, bien abrigada en una cama. Apareció Olga con un trozo de pan y una taza de té. Tatiana se negó a comer.

—Si no comes, morirás —le advirtió la enfermera.

—No voy a morir —proclamó Tatiana, con voz débil—. Dáselo a mi hermana.

—Tu hermana está muerta.

—No.

—Ven conmigo, te enseñaré dónde está.

Tatiana fue con la enfermera hasta lo que parecía un patio rodeado con lonas, donde sobre el suelo helado yacía el cadáver de Dasha junto con otros tres.

Preguntó quién se encargaría de enterrarlos. Olga se echó a reír.

—Las cosas que se te ocurren. Nadie, por supuesto. ¿Te has tomado las píldoras que te dio el médico?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Olga, ¿podrías conseguirme una sábana? Para mi hermana.

Olga le trajo una sábana, más píldoras, una taza de té con azúcar y pan con mantequilla. Esta vez, Tatiana se tomó las píldoras y se comió el pan, sentada en una silla de hierro junto a los cadáveres. Cuando acabó de comer, desplegó la sábana en el suelo e hizo rodar el cadáver de Dasha hasta dejarlo encima de la tela.

Durante un buen rato sostuvo la cabeza de su hermana entre las manos.

Después, la envolvió en la sábana bien prieta, rasgó los extremos y los anudó. Tatiana abandonó el hospital de campana y salió en busca de Dimitri. En Kobona, la pequeña ciudad costera, encontró a muchos soldados, pero ninguno era Dima. Necesitaba su ayuda. Regresó a la orilla del Kobona. Detuvo a un oficial y le preguntó dónde podía encontrar a Dimitri Chernenko. No lo sabía. Le preguntó a diez soldados, pero ninguno de ellos lo conocía. El undécimo la miró y dijo:

—¿Tania? ¿Qué demonios te pasa? Soy Dimitri.

Ella no lo había reconocido.

—Ah. Necesito que me ayudes —dijo con un tono neutro.

—¿No me has reconocido, Tania?

—Sí, claro que sí —respondió con el mismo tono—. Acompáñame.

Él la acompañó, con un brazo sobre los hombros encorvados de la muchacha.

—¿No vas a preguntarme por la pierna?

—Dentro de un momento, de acuerdo. —Lo hizo entrar en el patio que servía de depósito y le enseñó el cadáver de Dasha envuelto en la sábana junto a los demás cadáveres destapados—. ¿Me ayudarás a enterrar a Dasha? —preguntó con voz quebrada.

Dimitri contuvo el aliento.

—Oh, Tania —exclamó. Sacudió la cabeza.

—No puedo llevármela, pero tampoco puedo dejarla aquí. Por favor, ayúdame.

—Tania. —Dimitri abrió los brazos en un gesto de impotencia. Tatiana se apartó—. ¿Dónde vamos a enterrarla? El suelo está helado. Ni siquiera una excavadora podría abrir una tumba en este suelo.

Tatiana pensó en silencio hasta que se le ocurrió una idea.

—Los nazis bombardean el «Camino de la vida», ¿no es así?

—Sí.

—La capa de hielo del lago se rompe, ¿no?

—Sí. —Dimitri comenzó a entender lo que se proponía.

—Entonces, vamos.

—Tania, no puedo.

—Sí que puedes. Si yo puedo, tú también.

—No entiendes…

—Dima, eres tú el que no lo entiende. No puedo dejarla tirada aquí, ¿verdad que no? No puedo dejarla aquí, y si no la dejo no podré salvar mi vida. —Tatiana se encaró al soldado—. Dime, Dimitri, cuando yo me muera, ¿sabrás envolverme en una sábana que me sirva de mortaja? Cuando yo me muera, ¿me dejarás tirada en un patio con otro montón de cadáveres? ¿Harás eso conmigo?

—Oh, Tania. —Dimitri golpeó el suelo con la culata del fusil.

—Por favor, ayúdame.

—No puedo. Mírame. He estado en el hospital casi tres meses. Acaban de dejarme salir, me han destinado al servicio de vigilancia, y ahora tengo que caminar durante horas. Me duele el pie, y los alemanes bombardean el lago día y noche. No pienso ir. No puedo correr si hay un ataque.

—¿Puedes conseguirme un trineo? ¿Puedes hacer eso por mí? —le preguntó Tatiana con una voz glacial. Fue a sentarse junto a Dasha.

—Tania.

—Dimitri, sólo te pido un trineo. No creo que te cueste tanto.

Dimitri regresó al cabo de un rato con un trineo. Tatiana se levantó.

—Gracias. Puedes irte.

—¿Por qué haces esto? —Quiso saber Dimitri—. Está muerta. ¿A quién le importa? Deja de preocuparte por ella. Esta condenada guerra ya no puede hacerle daño.

—¿A quién le importa? —Tatiana lo miró, furiosa—. A mí me importa. Mi hermana no murió sola. Yo estoy todavía aquí, y no la dejaré hasta haberla enterrado.

—Y después, ¿qué harás? No pareces estar muy bien. ¿Te irás con tus abuelos? ¿Dónde estaban? ¿En Kazan? ¿En Molotov? No creo que te convenga ir. Me han contado algunas historias espantosas de los refugiados.

—No sé lo que haré. No te preocupes por mí. —Dimitri ya se marchaba, cuando Tatiana lo llamó—. Dimitri, un último favor. Cuando veas a Alexandr, cuéntale lo de mi hermana.

—Por supuesto, Tanechka. Eso está hecho. Lo veré la semana que viene. Lamento no haber podido ayudarte más.

Tatiana le volvió la espalda bruscamente.

Buscó a Olga para que la ayudara a subir el cadáver en el trineo, después lo dejó deslizar cuesta abajo, y cuando se detuvo junto a la orilla del río, sujetó las riendas, y bajo el cielo encapotado comenzó a arrastrar el trineo con el cuerpo de Dasha, envuelto en una sábana, por el lago Ladoga. Estaba muy oscuro a pesar de que eran las primeras horas de la tarde. No había aviones alemanes a la vista. Encontró un agujero a unos doscientos cincuenta metros. Desató las ligaduras que sujetaban el cadáver y lo empujó hasta hacerlo caer en el hielo.

Se arrodilló junto a su hermana muerta y apoyó una mano sobre la sábana.

«Dasha, ¿recuerdas cuando yo tenía cinco años y tú doce, y me enseñabas a zambullirme de cabeza en el lago Ilmen? Me enseñaste a nadar debajo del agua porque a ti te encantaba la sensación del agua a tu alrededor, que te daba una sensación de paz inmensa. Después me enseñaste a aguantar la respiración más tiempo que Pasha, porque decías que las chicas siempre tenían que vencer a los chicos. Pues ahora, ve y nada debajo del agua, Dasha Metanova».

Las lágrimas que rodaban por las mejillas de Tatiana comenzaron a helarse con el viento ártico.

—Desearía saber una plegaria —murmuró—. Necesito una plegaria ahora mismo, pero no sé ninguna. Dios, por favor, deja que mi única hermana Dasha nade en paz, y que nunca más vuelva a tener frío, y por favor, ¿puedes darle el pan nuestro de cada día que quiera?

Tatiana empujó el cuerpo de Dasha hacia el agujero. Por un efecto de la luz, la tela blanca parecía azul. Dasha se sumergió lentamente, como si no quisiera separarse del mundo de los vivos. Tatiana permaneció de rodillas hasta que desapareció del todo. Luego, se levantó y emprendió el camino de regreso a la orilla.