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Dasha tampoco consiguió levantarse al día siguiente. Quería hacerlo, pero no pudo. Tatiana le apartó las mantas y los abrigos. Eran las nueve de la mañana. Una vez más, no habían oído las sirenas del ataque de las ocho.

Tatiana acabó por marcharse sola a la tienda. Cuando llegó eran las doce, y se encontró con que ya no había pan. Habían recibido una cantidad menor de la habitual y se acabó antes de las ocho.

—¿No tiene nada para darme? ¿No me puede ayudar? —le preguntó a la mujer que atendía el mostrador. No era Luba. La empleada ni siquiera le contestó.

Tatiana salió de la tienda y fue en busca de la única persona que podía ayudarla.

—Busco al capitán Belov —le dijo al centinela apostado en la reja del pasillo—. ¿Está aquí?

—¿Belov? —El centinela, un soldado que Tatiana no había visto antes, consultó el registro—. Sí, está aquí. Pero en este momento no tengo a nadie para que vaya a llamarlo.

—Por favor —le rogó la muchacha—. Por favor, hoy no había pan, y mi hermana es…

—¿Qué crees, que el capitán tiene para ti? No tiene pan. Vete de aquí.

—Mi hermana es su prometida —replicó Tatiana, sin moverse.

—Me parece muy bien. ¿Por qué no me cuentas la historia de tu vida?

—¿Cómo te llamas?

—Soy el cabo Kristoff —respondió—. Cabo —repitió.

—Muy bien, cabo. Sé que no puedes abandonar tu puesto. Por favor, ¿podrías dejarme pasar para que vea al capitán?

—¿Dejarte entrar en el cuartel? Tú estás loca.

—Sí —contestó Tatiana, aferrada a la verja. Tuvo la sensación de que se iba a desplomar: había caminado mucho para llegar hasta allí. Pero no estaba dispuesta a regresar a su casa sin comida para su hermana—. Sí, estoy loca. Pero mírame. No te estoy pidiendo que te quites el pan de la boca. Ni siquiera te pido que te muevas si no quieres. Lo único que te pido es que me dejes ver al capitán Belov. Sólo es un pequeño favor. No es mucho pedir, ¿verdad?

—Escucha, chica, ya está bien de tanta charla. —Kristoff empuñó el fusil—. Será mejor que te largues ahora mismo, ¿está claro?

Tatiana, sin soltar la reja, quiso mover la cabeza pero no pudo. Sólo consiguió mover los labios.

—Cabo Kristoff, esperaré aquí. El sargento Petrenko, él teniente Marazov, el coronel Stepanov, todos ellos me conocen. Ve y diles que no dejas pasar a la hermana de la prometida del capitán, que se está muriendo.

—¿Me estás amenazando? —preguntó el cabo, incrédulo. La apuntó con el fusil.

—¡Cabo! —gritó un oficial que cruzaba el patio de armas—. ¿Qué pasa aquí? ¿Algún problema?

—Sólo le decía a esta chica que se largara de aquí, señor.

El oficial miró a Tatiana.

—¿Para qué has venido aquí?

—Quiero ver al capitán Belov, señor.

—El capitán Belov está arriba, cabo. ¿Le ha avisado?

—No, señor.

—Abra la reja.

El oficial hizo pasar a Tatiana.

—Entra. ¿Cómo te llamas?

—Soy Tatiana.

—Tatiana. ¿Kristoff te ha molestado?

—Sí, señor.

—No hagas caso. Es demasiado nervioso. Ahora mismo vuelvo.

El oficial subió a la habitación de Alexandr. El capitán dormía después de haber estado de guardia toda la noche.

—Capitán —llamó el oficial.

Alexandr se despertó, sobresaltado.

—Abajo hay una joven que le espera, señor. Sé que va contra las reglas. ¿La hago subir? Dice que se llama Tatiana.

Alexandr se levantó de un salto y comenzó a vestirse.

—¿Dónde está?

—Abajo. La hice pasar. Supuse que a usted no le importaría.

—No me importa.

—El imbécil de Kristoff estaba a punto de dispararle. Apenas tuve…

—Gracias, teniente. —El capitán salió de la habitación.

Tatiana estaba sentada en el primer escalón, con la cabeza apoyada en la pared.

—Tatia, ¿qué ha pasado?

—Dasha no puede levantarse. No había pan en la tienda. —No tenía fuerzas ni para mirarlo.

—Ven. —Alexandr le tendió la mano.

Ella se la cogió, pero así y todo no consiguió incorporarse. Alexandr la sujetó por debajo de los brazos y la levantó.

—Has tenido que caminar mucho. —Ella asintió—. Vamos a la cantina.

Alexandr le trajo una rebanada de pan negro con mantequilla, media patata asada con un poco de aceite y una taza de café solo con azúcar. Tatiana comenzó a comer.

—¿Y para Dasha?

—Come. Tengo comida para Dasha. —Le dio otro trozo de pan negro, media patata, y un puñado de judías que Tatiana se guardó en el bolsillo del abrigo—. Me gustaría acompañarte, pero no puedo. Hoy no puedo salir del cuartel.

—No te preocupes —respondió Tatiana, mientras pensaba: «No creo que pueda regresar a casa. Seguro que no podré».

Todavía no era la hora del almuerzo, y en la cantina se estaba muy bien. Sólo había unos pocos soldados junto al mostrador.

Tatiana quería preguntarle a Alexandr qué tal le había ido la semana, por Petrenko, al que no veía desde hacía mucho tiempo, y por Dimitri. Quería hablarle de lo ocurrido con el cabo Kristoff, de la muerte de Zhanna Sarkova. Ya era hora de ir otra vez a la oficina de correos, pero no podía ir hasta allí sola.

Tatiana quería hablarle de Dasha. Pero el esfuerzo de continuar aquella conversación era demasiado grande, incluso mentalmente. Hacer que las palabras salieran de su boca, y después seguirlas con más palabras y más pensamientos, la parecía un imposible cuando ni siquiera tenía fuerzas para masticar el pan que necesitaba para vivir. No podía pensar en nada más allá de la rebanada de pan negro que tenía delante. «Se lo diré en otro momento».

Permanecieron sentados a la mesa sin pronunciar palabra.

Alexandr la acompañó hasta la reja. Tatiana casi se cayó de bruces cuando tropezó con sus propios pies.

—Oh, Dios mío, Tatia.

Ella no le respondió, pero el solo hecho de que la llamara Tatia hizo que su corazón latiera más rápido. Recuperó el equilibrio y se apoyó en su brazo.

—Ya estoy bien. No te preocupes.

—Espera aquí. —Alexandr la sentó en un banco junto a la reja, y se alejó. No tardó en volver con un trineo—. Ven, te llevaré a casa. Stepanov me ha dado dos horas de permiso. —Le pasó un brazo por la cintura—. Vamos. No tienes que hacer nada. Yo me ocuparé de todo. Sólo tienes que sentarte.

Alexandr firmó en el registro de entradas y salidas en la sala de guardia.

—Lamento mucho lo de antes —le dijo el cabo a Tatiana, mientras miraba al capitán con una expresión temerosa.

Alexandr abrió la boca para decir algo, pero Tatiana le tiró de la manga del abrigo. No sacudió la cabeza, ni dijo una palabra, sólo le tiró de la manga. Él la apartó un poco, cerró la boca y le dio un puñetazo a Kristoff en la barbilla. El cabo cayó al suelo.

—Volveré dentro de dos horas, cabo, y ya ajustaremos cuentas.

El capitán le dijo que se sentara, pero ella se tendió en el trineo. Pensó: «No quiero que me lleve tumbada. Todavía no soy un cadáver. Todavía no». Sin embargo, siguió tumbada, porque no podía sentarse.

Tatiana yacía de costado, y Alexandr tiró del trineo por las calles cubiertas de nieve. Eran las primeras horas de la tarde y no se veía a nadie. «Peso demasiado para él —se dijo la muchacha—. Siempre es él. Cuando nos conocimos, cargó con mi comida por estas mismas calles. Y ahora me lleva a mí». Quería tender la mano y tocar el abrigo de Alexandr. En cambio, se quedó dormida. Cuando despertó, vio a Alexandr en cuclillas a su lado, con una mano tibia sobre su mejilla helada.

—Tatia, vamos. Ya estamos en casa.

«Voy a morir con la mano de Alexandr en mi cara —pensó Tatiana—. No es una mala manera de morir. No puedo moverme. No me puedo levantar. Sencillamente, no puedo». Cerró los ojos y tuvo la sensación de que flotaba.

La voz de Alexandr llegó hasta ella como si surgiera de la bruma.

—Tatiana, te quiero. ¿Me escuchas? Te quiero como no he querido a nadie en toda mi vida. Ahora levántate. Hazlo por mí, Tatia. Por favor, levántate y ve a cuidar de tu hermana. Ve, que yo cuidaré de ti. —Le dio un beso en la mejilla.

La muchacha abrió los ojos. Él estaba muy cerca, y su mirada no podía ser más sincera. ¿Lo había dicho, o ella lo había soñado? Había soñado tantas noches de cara a la pared que él le decía: «te quiero…». Había anhelado escuchar estas palabras desde los tiempos de la Kirov. ¿Era posible que sólo fuera su deseo de ver otra vez el sol de las noches blancas?

Tatiana se levantó. Él no podía cargarla a la espalda en las escaleras cubiertas de hielo. Alexandr la cogió por la cintura y ella, ayudándose con el pasamano, consiguió subir. Recorrieron el largo pasillo hasta el apartamento, y cuando iban a entrar en el pequeño recibidor, Tatiana se detuvo.

—Entra tú. Yo esperaré aquí. Entra y mira si… —No acabó la frase.

Alexandr la hizo pasar y luego entró en el dormitorio. Al cabo de un momento, oyó la voz del capitán que la llamaba:

—Ven, Tania, pasa. Dasha está bien.

Tatiana entró en la habitación y fue a arrodillarse junto a la cama.

—Dasha, mira, te ha traído comida.

Dasha, con los ojos como dos grandes platos castaños, dos grandes platos castaños vacíos, movió los labios sin emitir sonido alguno, mientras su mirada iba del rostro de su hermana al del hombre.

—Tengo que irme —dijo Alexandr—. Mañana id a buscar el pan temprano. Tenéis comida suficiente para hoy. ¿Os habéis comido toda la avena? —Besó a Dasha en la frente—. Mañana os traeré más.

—No te vayas. —Dasha le tendió los brazos en un gesto de súplica.

—Tengo que irme. Te recuperarás. No te olvides de ir a buscar las raciones. Vendré a verte en cuanto pueda. Tania, ¿necesitas ayuda? ¿Puedes levantarte?

—Por supuesto.

—Muy bien. —Alexandr la sujetó por debajo de los brazos—. Venga, arriba.

Tatiana se levantó. Quería mirarlo, pero era consciente de que su hermana los vigilaba, así que miró a Dasha. Era más fácil, porque ya tenía la cabeza gacha.

—Gracias, Alexandr.