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—Te vi, Tatiana —manifestó Dasha, en la oscuridad—. Te vi a ti y a él, los dos juntos.

—¿De qué hablas? —A Tatiana se le paralizó el corazón.

—Te vi. Tú no sabías que te estaba mirando. Pero te vi hace cinco días en la oficina de correos.

—¿Qué oficina de correos?

—Fuiste a la oficina de correos.

Tatiana, arrodillada junto a la cama, intentó hacer memoria. Oficina de correos, oficina de correos. ¿Qué había pasado en la oficina de correos? No lo recordaba.

—Sabías que íbamos a la oficina de correos. Te lo dijimos antes de salir.

—No hablo de eso. Él va contigo a todas partes.

—Lo hace para protegernos.

—¿Proteger… nos?

—Sí, Dasha, protegernos. Está muy preocupado por nosotras. Tú sabes por qué me acompaña. ¿Te has olvidado de la comida que nos trae?

—No estoy hablando de nada de eso —replicó Dasha, cansada.

—Gracias a él, nadie me quita mi pan. Nadie nos roba nuestras cartillas de racionamiento. ¿Cómo crees que te alimento? Él me protege de los caníbales.

—No quiero hablar de eso —insistió la hermana.

—Dasha —dijo Tatiana, poco dispuesta a abandonar el tema—, él me trae el pan de los soldados muertos para que te lo dé a ti, y cuando no lo consigue, me da la mitad de su ración.

—Tatiana, te la da para que lo quieras.

—¿Qué? —Tatiana se quedó de una pieza, pero se recuperó rápidamente—. Te equivocas. Lo hace para que tú vivas.

—Oh, Tania.

—No me vengas con oh, Tania. ¿Por qué me seguiste a la oficina de correos?

—Me sentía culpable por no haberle escrito a babushka. Ella espera que yo le escriba. Tus cartas son demasiado deprimentes. No eres capaz de ocultar la verdad como yo, o al menos eso creía. Le escribí una carta muy alegre. No te seguí. Te vi cuando llegabas a la oficina de correos.

—Primero fuimos a la tienda.

Tatiana se levantó para echar al fuego otra pata de silla. No duraría toda la noche, pero tenían que racionar la madera. Cuando Alexandr había cortado la mesa, Tatiana no se había dado cuenta de lo mucho que deseaban estar calientes. Ya habían quemado la mesa. Sólo les quedaba la madera de cuatro sillas.

Cuando Alexandr les trajo comida, Tatiana no se había dado cuenta de lo mucho que deseaban tener el estómago lleno. Las patatas habían desaparecido. Las naranjas habían desaparecido. Sólo les quedaba un poco de avena.

Cuando Tatiana volvió a la cama, arregló otra vez las mantas y los abrigos para que su hermana estuviera bien abrigada, y después se acostó. Quería estar de cara a la pared, pero no lo hizo.

Permanecieron en silencio durante unos minutos. Dasha se volvió hacia su hermana.

—Quiero que muera en el frente —susurró Dasha.

—No digas esas cosas. —Tatiana sintió el deseo de persignarse, pero fue incapaz de sacar el brazo de debajo de la manta que la abrigaba.

Muy pronto se apagaría el fuego. Volverían a quedar sumergidas en la oscuridad. Se dijo que estaban demasiado débiles como para partirse el corazón. Pero cuando Dasha le dijo: «Os vi a los dos. Vi cómo os mirabais el uno al otro», Tatiana comprendió que no estaban demasiado débiles.

—Dashenka, ¿de qué hablas? —añadió—. No hubo ninguna mirada. El sombrero me tapaba la mitad del rostro. Ni siquiera sé a qué te refieres.

—Él se quedó al pie de las escaleras. Tú subiste dos escalones. Cuando resbalaste en el hielo, él te sostuvo. Te dijo algo y tú asentiste. Y después os mirasteis. Tú subiste las escaleras. Él se quedó abajo sin dejar de mirarte. Lo vi todo.

—Dasha, cariño, estás haciendo una montaña de un grano de arena.

—¿Eso crees? Tania, dime, ¿cuánto tiempo llevo absolutamente ciega?

Tatiana sacudió la cabeza en la oscuridad.

—No.

—¿He estado ciega desde el principio? ¿Desde el día que entré en la habitación y lo vi delante de ti? ¿Desde entonces y a lo largo de todos los días siguientes? ¡Oh, Dios, dímelo!

—Estás loca.

—Tania, puede que haya estado ciega, pero no soy estúpida. ¿Crees que no me doy cuenta? Nunca había visto esa mirada en sus ojos. Te miró mientras subías las escaleras con tanta añoranza, con tanta ternura, con tanto amor, que me volví y hubiese vomitado en la nieve de haber tenido algo que vomitar.

—Te equivocas —repitió Tatiana, con voz desmayada.

—¿Eso crees? Cuando tú lo mirabas en la oficina de correos, ¿qué había en tus ojos, hermana?

—No sé a qué viene toda esta historia de la oficina de correos. Me acompañó hasta allí. Nos dijimos adiós. Subí las escaleras. En mis ojos no había más que un adiós.

—No era un adiós. Tania.

—Dasha, basta. Soy tu hermana.

—Sí, pero él a mí no me debe nada.

—Sólo se muestra protector conmigo.

—No te protege, Tania. Se muere por ti.

—No.

—¿Has estado con él?

—¿A qué te refieres?

—Respóndeme. Es una pregunta bien sencilla. ¿Has estado con Alexandr? ¿Te has acostado con Alexandr?

—Dasha, por supuesto que no. Mira, esto es sólo…

—Me has mentido durante mucho tiempo. ¿Me estás mintiendo ahora también?

—No te miento.

—¿Cuándo? ¿Antes? ¿Ahora?

—Ni antes ni ahora —contestó Tatiana, con un esfuerzo enorme.

—No te creo. —Dasha cerró los ojos—. Oh, Dios, no puedo soportarlo —susurró—. Todos aquellos días, todas aquellas noches, todas aquellas noches que pasamos todos juntos, que dormimos en la misma cama y comimos del mismo plato, ¿cómo puede ser que todo haya sido una mentira? ¿Cómo?

—¡No fue una mentira! Dasha, él te quiere. Mira cómo te besa, cómo te toca. ¿No te amaba con el amor más dulce? —Para Tatiana cada una de estas palabras era como una puñalada.

—Me besaba. Me tocaba. No hemos estado juntos desde agosto. ¿Por qué?

—Dasha, por favor.

—Estos días no estoy para que me toquen —afirmó Dasha—. Y tú tampoco.

—Estos días se acabarán.

—Sí, y yo me acabaré con ellos. —Dasha tuvo un ataque de tos.

—No digas esas cosas.

—Tania, ¿qué harás cuando yo no esté? ¿Todo será más fácil?

—¿De qué estás hablando? Tú eres mi hermana. —Tatiana se hubiera echado a llorar, de haber tenido lágrimas—. ¡No me he marchado, no he desaparecido! Estoy aquí contigo. No estoy en otro sitio. No te dejaré, y no nos vamos a morir. Él te quiere. —Tatiana se llevó la mano al pecho para contener un gemido.

—Sí, pero lo que quiero es que él me ame de la manera que te ama a ti —manifestó Dasha, con voz quebrada.

Tatiana no contestó. Escuchaba el crepitar de la madera en la salamandra. Intentaba calcular cuánto tiempo quedaba para que la pata de la silla se consumiera del todo. Cuando el silencio se le hizo insoportable, dijo con voz hueca:

—No me quiere.

—Dime, ¿cuánto tiempo más piensas ocultármelo?

«Hasta el final».

—No hay nada que ocultar, Dasha.

—Oh, Tania. ¿Cómo es posible que, en un momento como éste, en la oscuridad, cuando estamos tan cerca del otro mundo, tú todavía tengas fuerzas para mentir, y yo todavía tenga fuerzas para estar furiosa? Ni siquiera me puedo levantar, pero en cambio tú puedes mentir y yo enfurecerme.

—Bien, eso te hará circular la sangre. Siente tu furia, ódiame si es necesario. Ódiame con todas las fuerzas que te queden, si eso te puede ayudar.

—¿Debo odiarte? —Dasha apenas si movió los labios—. ¿Hay alguna razón por la que deba odiarte?

—No. —Tatiana se volvió de cara a la pared. Tenía que seguir mintiendo hasta el final.