Alexandr regresó unos pocos días después de la muerte de la madre. Las enormes ojeras y la espesa barba negra le daban el aspecto de un bandido romántico, pero por lo demás parecía estar bien. Tatiana se sintió mejor con sólo verlo. Dasha estaba en el recibidor y él la abrazó, mientras Tatiana se mantenía a un lado y los miraba. Alexandr le devolvió la mirada.
—¿Cómo estás? —le preguntó Tatiana, con voz ahogada.
—Estoy bien. ¿Cómo están mis chicas?
—No muy bien, Alexandr —respondió Dasha—, no muy bien. Ven, mira a nuestra madre. Lleva muerta cinco días. Ya no vienen a recoger los cadáveres. Nosotras no podemos moverla.
Alexandr siguió a su prometida, y al pasar junto a Tatiana, le acarició el rostro con la mano enguantada.
Levantó el cadáver de la madre envuelto en la tela del uniforme de camuflaje, y lo bajó a la calle, con mucho cuidado para no resbalar en el hielo acumulado en los escalones. Después lo cargó en el trineo azul y rojo de Tatiana, y lo arrastró hasta el cementerio de Starorusskaia, escoltado por las hermanas. Apartó los cadáveres de la entrada para pasar el trineo, y una vez dentro, la tumbó en la nieve. Rompió dos ramas y las sostuvo en alto cruzadas delante de Tatiana para que la muchacha las atara con un cordel. Luego depositó la cruz improvisada sobre el pecho de la madre.
—¿Sabes alguna oración, Alexandr? —le preguntó Tatiana—. Para nuestra madre.
Alexandr miró a Tatiana, y después sacudió la cabeza. Ella vio cómo se persignaba y a continuación musitaba unas palabras.
—¿De verdad que no sabes ninguna plegaria? —insistió cuando salían del cementerio.
—En ruso, no —contestó él en voz baja.
Alexandr se animó en cuanto entraron en el apartamento.
—Chicas, no os podéis imaginar lo que os he traído sólo para vosotras.
Les había traído un saco de patatas, siete naranjas que sólo Dios sabía dónde las había encontrado, medio kilo de azúcar, un cuarto de kilo de cebada y aceite de girasol. Por último, y con una amplia sonrisa para Tatiana, sacó una lata con tres litros de aceite lubricante.
Tatiana le hubiera devuelto la sonrisa si hubiera podido.
Alexandr le enseñó cómo hacer un candil. Echó unas cuantas cucharadas de aceite en un plato, colocó una mecha que sobresalía un poco en el aceite, y después puso otro plato encima del primero para sujetar la mecha y la encendió. El candil daba luz suficiente para leer o coser. A continuación salió de la habitación y volvió media hora más tarde cargado con un montón de madera. Les explicó que había encontrado unas cuantas tablas rotas en el sótano. Les trajo agua.
Tatiana quería tocarlo, pero de eso ya se ocupaba su hermana. Dasha no le dejaba ni un momento. Tatiana ni siquiera podía devolverle las miradas. Buscó un cazo, preparó té y le echó azúcar; una delicia. Hirvió tres patatas y un poco de avena. Cortó el pan. Comieron. Después calentó agua en la salamandra, le pidió a Alexandr una pastilla de jabón, y se lavó la cara, el cuello y las manos.
—Muchas gracias, Alexandr. ¿Sabes algo de Dimitri?
—No se merecen. No, no sé nada. ¿Y tú?
Tatiana sacudió la cabeza.
—Alexandr, se me cae el pelo —dijo Dasha—. Mira. —La muchacha se llevó una mano a la cabeza y, sin esfuerzo, se arrancó un mechón.
—Dasha, no hagas eso. —El capitán miró a Tatiana—. ¿A ti también se te cae el pelo? —Su mirada era tan ardiente como el fuego de la salamandra.
—No —respondió ella suavemente—. No me lo puedo permitir. Mañana estaría calva. En cambio, sangro. —Miró a Alexandr y se pasó la mano por los labios—. Quizás una naranja me sentaría bien.
—Cómetelas todas, pero poco a poco. Por cierto, chicas, ni se os ocurra salir de noche. Es demasiado peligroso.
—No saldremos.
—No olvidéis cerrar la puerta con llave.
—Siempre la cerramos.
—Entonces, ¿cómo es que entré tan fresco?
—Es cosa de Tatiana. La dejó abierta.
—Deja de culpar de todo a tu hermana, y cierra la maldita puerta.
Después de cenar, Alexandr trajo un serrucho de la cocina y serró la mesa y las seis sillas del comedor en trozos pequeños para que cupieran en la salamandra. Mientras trabajaba, Tatiana permaneció a su lado. Dasha se acomodó en el sofá, envuelta en mantas. Hacía mucho frío. Ya no estaban nunca en esa habitación. Comían, leían y dormían en el otro cuarto donde las ventanas tenían cristales.
—Alexandr, ¿cuántas toneladas de harina traen ahora para alimentarnos? —preguntó Tatiana, mientras apilaba los trozos de madera en un rincón.
—No lo sé.
—Alexandr.
—Quinientas. —Alexandr suspiró, resignado.
—¿Quinientas?
—Sí.
—Quinientas toneladas es mucha harina —comentó Dasha.
—¿Alexandr?
—Oh, no.
—¿Cuántas toneladas de harina nos dieron con las raciones de junio? —Tatiana estaba dispuesta a averiguarlo.
—¿Quién soy? ¿Acaso soy Pavlov, el jefe de abastecimientos de Leningrado?
—Respóndeme. ¿Cuántas?
—Siete mil doscientas. —Alexandr volvió a suspirar.
Tatiana miró a Dasha, sentada en el sofá. «Dasha se está encerrando», pensó, al ver la mirada perdida de su hermana.
—Hay que verlo desde el lado bueno —manifestó Tatiana, con su tono más alegre—. Quinientas dan mucho de sí.
Los tres estaban acurrucados en el sofá delante de la salamandra, alumbrados sólo por el débil resplandor que escapaba a través de la rejilla. Alexandr estaba entre las dos hermanas. Tatiana llevaba el abrigo que su madre le había cosido y pantalones acolchados. Se había encasquetado el sombrero de fieltro para que le tapara las orejas y los ojos. Sólo la nariz y la boca quedaban expuestas al aire. Una manta tapaba las piernas de los tres. Hubo un momento en que Tatiana casi se quedó dormida; sin darse cuenta inclinó la cabeza hacia la derecha, como si quisiera apoyarla en el hombro del capitán. La mano de Alexandr se apoyó en su regazo.
—Como dicen en el cuartel —comentó Alexandr—, me gustaría ser un soldado alemán al mando de un general ruso, con armamento británico y raciones norteamericanas.
—Me conformo con las raciones norteamericanas —afirmó Tatiana—. Alexandr, ¿ahora que Estados Unidos ha entrado en guerra, crees que las cosas mejorarán para nosotros?
—Sí.
—¿Lo sabes a ciencia cierta?
—Por supuesto. Ahora que los norteamericanos están en guerra, tenemos una esperanza.
—Si salimos de ésta, Alexandr, juro que nos marcharemos de Leningrado, y nos iremos a Ucrania, al mar Negro, a algún lugar donde nunca haga frío —dijo Dasha.
—No hay ningún lugar así en Rusia —replicó el oficial. Llevaba el abrigo acolchado caqui sobre el uniforme y se cubría la cabeza con su shapka. Cuando Dasha insistió, le dijo—: No. Estamos demasiado al norte. Los inviernos son muy rigurosos en Rusia.
—¿Hay algún lugar en la tierra donde no haga bajo cero en el invierno?
—Arizona.
—Arizona. ¿Está en África?
—No. —Alexandr exhaló un suspiro muy suave—. Tania, ¿sabes dónde está Arizona?
—En Estados Unidos. —El calor que recibía le llegaba a través de la rejilla de la salamandra y de Alexandr. Apoyó la cabeza en su brazo.
—Sí. Es un estado. Cerca de California. Es tierra desértica. Cuarenta grados en verano y veinte durante el invierno. Todos los años. Nunca hay nieve.
—Basta —exclamó Dasha—. Nos estás contando un cuento chino. Soy demasiado vieja para que me engañen con cuentos chinos.
—Es verdad. Nunca.
Tatiana escuchaba la resonante cadencia de la voz de Alexandr.
No se cansaba nunca de escucharla. «Tienes una voz muy bonita —pensó—. Me siento transportada al descanso eterno, sólo con escuchar tu voz tranquila, mesurada, valiente, profunda, que me dice: Ve, Tatiana, ve».
—Eso es imposible —afirmó Dasha—. ¿Qué hacen en invierno?
—Llevan camisas de manga larga.
—Basta ya. Ahora sé que me mientes.
Tatiana apartó el ala del sombrero que le tapaba los ojos, y miró la luz dorada que salía de la salamandra…
—¿Tatia? —Alexandr le habló en voz baja—. Tú sabes que digo la verdad. ¿Te gustaría vivir en Arizona, la tierra de la fuente pequeña?
—Sí.
—¿Cómo la has llamado? —preguntó Dasha, con un tono apático.
—Tatiana.
—No. —Dasha sacudió la cabeza—. El acento no estaba en el lugar correcto. Has dicho «Tatia». Nunca te había escuchado llamarla así.
—La verdad, Alexandr, ¿qué te ha dado? —Tatiana se tapó el rostro con el sombrero.
—No me importa —manifestó Dasha, incorporándose—. Llámala como más te guste. —Salió de la habitación para ir al baño.
Tatiana no se movió, pero apartó la cabeza del brazo de Alexandr.
—Tatia, Tatiasha, Tania, ¿me escuchas?
—Te escucho, Shura.
—Vuelve a apoyar la cabeza en mi brazo. Venga.
Ella obedeció.
—¿Cómo lo llevas?
—Ya lo ves.
—Ya lo veo. —Alexandr cogió una de sus manos y se la besó—. Coraje, Tania, coraje.
«Te quiero, Alexandr», pensó ella.
Al día siguiente, Alexandr se presentó a última hora.
—¡Chicas! —gritó alegremente—. Sabéis qué día es hoy, ¿verdad?
Lo miraron, desconcertadas. Tatiana había ido al hospital durante unas horas pero no recordaba qué había hecho. Dasha parecía todavía más confusa. Ambas intentaron sonreír, sin conseguirlo.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Dasha.
—Es Nochevieja.
Las hermanas lo miraron fijamente.
—Venga, mirad. He traído tres botes de tushonka. —Sonrió—. Una para cada uno, y también vodka. Pero sólo un poco, porque no creo que os convenga beber en exceso.
Tatiana y Dasha continuaron mirándolo con la misma expresión.
—Escucha, Alexandr —dijo Tatiana—, ¿cómo podemos saber cuándo es Nochevieja? Sólo tenemos un reloj despertador que no funciona bien desde hace meses, y la radio no transmite.
—Yo me rijo por la hora militar —manifestó Alexandr. Les mostró su reloj de pulsera—. Siempre sé la hora exacta. Venga, alegrad esas caras. Ésta no es manera de comportarse cuando tenemos una fiesta por delante.
Ya no había mesa que poner, pero se sirvieron la comida en los platos y se sentaron en el sofá, delante de la salamandra, para disfrutar de su cena de Nochevieja consistente en tushonka, pan blanco y mantequilla. Alexandr le dio a Dasha un paquete de cigarrillos, y a Tatiana, con una sonrisa, una barrita de caramelo, que ella comenzó a chupar con placer. Charlaron tranquilamente hasta que Alexandr miró su reloj y se levantó para servir tres copas de vodka. En la habitación en penumbras, los tres se pusieron de pie un par de minutos antes de las doce, dispuestos a brindar por 1942.
Contaron los últimos diez segundos, chocaron las copas y bebieron. Alexandr abrazó y besó a Dasha, y Dasha abrazó y besó a su hermana.
—Venga, Tania, no tengas miedo —dijo Dasha—, dale un beso a Alexandr por el Año Nuevo.
Dasha volvió a sentarse en el sofá, mientras Tatiana miraba a Alexandr, que se inclinó y con mucha dulzura la besó en los labios. Era la primera vez que se besaban desde su encuentro en San Isaac.
—Feliz Año Nuevo, Tania.
—Feliz Año Nuevo, Alexandr.
Dasha seguía sentada en el sofá con los ojos cerrados, con un cigarrillo en una mano y la copa en la otra.
—Brindo por 1942.
—Por 1942 —respondieron Alexandr y Tatiana, que intercambiaron una mirada antes de que él fuera a sentarse junto a su prometida.
Más tarde, se acostaron juntos. Tatiana de cara a Dasha, y ésta de cara a Alexandr.
«¿Queda alguna capa? —se preguntó—. Si apenas nos queda vida, ¿cómo puede haber algo que cubra nuestros restos?».
El día de Año Nuevo, Alexandr y Tatiana fueron caminando lentamente hasta la oficina de correos. Tatiana iba una vez a la semana para ver si había alguna carta de babushka, y para enviarle una. Tras la muerte de deda, sólo habían recibido una carta de la abuela, donde les informaba de que había abandonado Molotov para irse a vivir a una aldea junto al río Kama.
Las cartas de Tatiana eran breves; era incapaz de escribir más que unos pocos párrafos. Le contaba cosas del hospital, de Vera, de Nina Iglenko, y un poco del loco Slavin, quien antes de su inexplicable desaparición dos semanas antes, había pasado los días y las noches en el suelo del pasillo, con medio cuerpo dentro de la habitación, indiferente a las bombas y al hambre, y cuya única concesión al invierno había sido taparse el cuerpo esquelético con una manta. Tatiana escribía de todo, menos de ella misma y de su familia. Eso se lo dejaba a Dasha, que siempre tenía algunas frases alegres que añadir a los severos párrafos de Tatiana, que no sabía cómo ocultar el Leningrado de octubre, noviembre y diciembre de 1941. En cambio, Dasha lo ocultaba todo, y sólo escribía alegremente de Alexandr y los planes de boda. Ella era una persona adulta, y los adultos disimulaban muy bien.
La carta que Tatiana llevaba aquel día no tenía ningún añadido de Dasha, que no se había visto con fuerzas para escribir.
La pareja avanzaba con mucho cuidado, las cabezas gachas para protegerse el rostro del viento helado. La nieve se metía en las botas destrozadas de la muchacha y no se derretía. Sin soltar el brazo de Alexandr, Tatiana pensaba en la siguiente carta. Quizás en ella le escribiría a la abuela de la muerte de su madre, Marina, la tía Rita y babushka Maia.
La oficina de correos estaba en el primer piso de un edificio antiguo de la calle Nevski. Antes estaba en la planta baja, pero los bombardeos habían destrozado todas las cristaleras, y como no se podían reemplazar, habían trasladado la oficina al primer piso. El inconveniente radicaba en la dificultad del acceso. Las escaleras estaban cubiertas de hielo y cadáveres.
—Se está haciendo tarde. Debo marcharme —anunció Alexandr, al pie de las escaleras—. Tengo que presentarme en el cuartel a mediodía.
—Faltan horas para el mediodía —dijo Tatiana.
—No, ahora son las once. Tardamos una hora y media en llegar hasta aquí.
—De acuerdo. —La idea de quedarse sola hizo que Tatiana se estremeciera—. Ve, Shura, resguárdate del frío.
—No vayas a las tiendas —le recomendó el capitán, mientras le arreglaba la bufanda—. Ve derecha a casa. Ya tienes mi ración, y nos hemos gastado todo mi dinero.
—Lo sé. Volveré a casa.
—Por favor.
—Sí. ¿Vendrás esta noche?
—Esta noche salgo para el frente. —Alexandr meneó la cabeza—. Mi artillero…
—No lo digas.
—Volveré tan pronto como pueda.
—Muy bien. ¿Me lo prometes?
—Tatia, intentaré sacarte a ti y a tu hermana de Leningrado en uno de los camiones. Aguanta hasta que lo consiga, ¿de acuerdo?
Se miraron. Ella quería decirle lo feliz que se sentía al mirarle a la cara, pero no le quedaban fuerzas. Asintió con un gesto y se volvió dispuesta a subir las escaleras. Alexandr no se movió de donde estaba. Tatiana resbaló en el segundo escalón y cayó de espaldas. Alexandr la sujetó a tiempo. La muchacha se asió al pasamano y después volvió la cabeza. Algo parecido a una sonrisa apareció en su rostro.
—La verdad es que puedo arreglármelas sin ti —comentó—. Ya lo ves.
—¿Qué me dices de los chicos famélicos que te siguen hasta casa?
Esta vez, Tatiana lo miró con una mirada que revelaba toda la verdad.
—La verdad es que no estoy bien sin ti —admitió—. No puedo arreglármelas.
—Lo sé. Sujétate al pasamano.
Tatiana subió las escaleras con mucho cuidado. Cuando llegó al rellano, se volvió para comprobar si Alexandr seguía allí. Estaba. La muchacha se llevó la mano a los labios y le sopló un beso.
Al día siguiente de la visita a la oficina de correos, Dasha no pudo levantarse de la cama.
—Dasha, por favor.
—No puedo. Ve tú.
—Por supuesto que iré, pero, Dasha, no quiero ir sola. Alexandr no está aquí.
—No, ya lo sé.
Tatiana la abrigó bien con las mantas. Era consciente, incluso mientras le rogaba que se levantara, que su hermana no iría a ninguna parte. Dasha mantenía los ojos cerrados y yacía en la misma posición que cuando se había acostado la noche anterior. También había estado muy callada. Sólo había tosido, con una tos seca.
—Por favor, levántate. Tienes que levantarte.
—Ya me levantaré más tarde. Ahora mismo no puedo —replicó Dasha, sin abrir los ojos.
Tatiana trajo agua del primer piso. Tardó casi una hora. Encendió el fuego en la salamandra con la pata de una silla y puso a hervir el agua para el té.
En cuanto lo tuvo preparado, llenó una taza con el té que apenas si tenía color, le añadió un poco de azúcar y se lo hizo beber a Dasha a cucharadas. Después se marchó sola a la tienda. Eran las diez de la mañana, pero seguía oscuro. «A las once ya habrá luz —pensó Tatiana—. Cuando regrese con el pan ya habrá luz». «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy». «Lamento no haberlo sabido antes. Podría haberla rezado todos los días desde septiembre».
Ahora siempre estaba oscuro. ¿Era tarde? ¿Era temprano? ¿Era la tarde, o la noche? Miró el reloj despertador. No veía las manecillas en la oscuridad. «No veo luz. Por la mañana está oscuro, y cuando subo el cubo de agua, está oscuro, y cuando le lavo la cara a Dasha, voy a la tienda y caen las bombas, está oscuro. Entonces se incendia un edificio, y voy y me acerco para calentarme un poco. El calor del fuego me enrojece la cara, y me estoy allí… ¿Cuánto rato? Hoy me quedé hasta el mediodía. No me presenté en el hospital hasta la una. Quizá mañana encuentre algún otro incendio donde calentarme. Pero en casa está oscuro. Suerte que tengo el candil de Alexandr. Al menos podré sentarme y leer, o ver el rostro de mi hermana. ¿Por qué me mira de esa manera? Desde hace cinco días no es ella. No se ha movido de la cama desde hace tres. Sus ojos son cada vez más oscuros. ¿Qué hay en ellos? Me mira como si no supiera quién soy».
—Dasha, ¿qué pasa?
Su hermana la miró sin responder, inmóvil.
—¡Dasha!
—¿Por qué me gritas? —preguntó Dasha débilmente.
—¿Por qué me miras de esa manera?
—Ven aquí.
Tatiana se arrodilló junto a la cama y acercó el rostro al de su hermana.
—¿Qué necesitas, cariño? ¿Qué quieres que te traiga?
—¿Dónde está Alexandr?
—No lo sé. ¿En Ladoga?
—¿Cuándo regresará?
—No lo sé. ¿Mañana?
Dasha la miraba con una fijeza inquietante.
—¿Qué pasa? —insistió Tatiana.
—¿Quieres que muera?
—¿Qué? —Tatiana se quedó boquiabierta—. Por supuesto que no. Tú eres mi hermana. Sabes muy bien que todos necesitamos a una segunda persona para seguir siendo humanos.
—Lo sé.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Tú eres mi segunda persona, Tania.
—Sí.
—¿Cuál es la tuya, Tania? —susurró Dasha.
Habían llegado al final del camino.
—Tú —contestó Tania, con una voz que apenas si se escuchó.