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Un día más, otra inyección de vitamina C. Otros ciento veinticinco gramos de pan negro. Tatiana iba al trabajo para recibir la ración de los trabajadores, pero en el hospital no tenía nada que hacer, excepto acompañar a los moribundos, y eso era lo que hacía.

Una semana después de la muerte de Marina, Tatiana, Dasha y su madre estaban sentadas en el sofá delante de la salamandra donde sólo quedaban unos rescoldos. Ya no quedaban más libros, salvo aquellos que Tatiana tenía escondidos debajo de la cama. Los rescoldos no alcanzaban a alumbrar la habitación. La madre cosía en la oscuridad.

—¿Qué estás cosiendo, mamá? —preguntó Tatiana.

—Nada, nada importante. ¿Dónde están mis chicas?

—Aquí, mamá.

—Dasha, ¿recuerdas Luga?

Dasha lo recordaba.

—Dashenka, ¿recuerdas cuando Tania se atascó con una espina de pescado y no conseguíamos sacársela?

—Tania tenía cinco años —dijo la hermana mayor.

—¿Quién me la sacó, mamá?

—Pasha. Tenía las manos muy pequeñas. Te metió la mano en la garganta y la sacó sin más.

—Mamá, ¿recuerdas cuando Tania se cayó de la barca en el lago Ilmen, y todos nos arrojamos al agua, porque creíamos que no podía nadar, y resultó que ella nadaba como los perros?

—Tania tenía dos años —recordó la madre.

—Mamá, ¿recuerdas cuando cavé un agujero en el patio para atrapar a Pasha y después, como me olvidé de taparlo, tú te caíste dentro? —preguntó Tatiana.

—No me lo recuerdes, porque todavía me enfado.

Las tres intentaron reírse.

—Tania —dijo la madre, sin interrumpir su tarea—. Cuando tú y Pasha nacisteis, nos encontrábamos en Luga, y mientras toda la familia se reunía alrededor de Pasha, y todos decían que era un niño precioso, Dasha, que tenía siete años, te cogió en brazos y dijo: «Ya os podéis quedar con el negro, que yo me quedo con el blanco. ¡Este bebé es mío!». Todos nos echamos a reír. Alguien dijo: «Dasha, ¿la quieres? Pues tendrás que ponerle un nombre». —La voz de la madre se quebró—. Y nuestra Dasha respondió: «Quiero que mi bebé se llame Tatiana».

Un día más, otra inyección de vitamina C para Tatiana, a quien le sangraban los dedos mientras cortaba las raciones de pan para las tres.

Otro día más. Una bomba incendiaria cayó en la azotea del edificio de Quinto Soviet. Esta vez no estaban Antón, Mariska, Kirill, Kostia o Tatiana para apagarla. El incendio se propagó rápidamente, y quemó todo el cuarto piso que daba a la iglesia de Gresheski Prospekt. Nadie acudió a apagarlo. Ardió un día entero, y después se extinguió poco a poco.

¿Eran imaginaciones suyas o había más silencio? Sólo había dos explicaciones posibles: que se estuviera volviendo sorda, o que hubieran disminuido los bombardeos. Aún bombardeaban todos los días, pero los ataques eran más breves y menos intensos, como si los alemanes estuvieran aburridos de seguir con todo aquello. ¿Por qué no? ¿Quién quedaba por bombardear?

Quedaba Tatiana.

Y Dasha.

Y la madre.

No, la madre, no.

Sus manos sujetaban el uniforme de camuflaje blanco que estaba cosiendo, y debajo del gorro de lana llevaba su pañuelo. Casi pegada a la salamandra para aprovechar el calor, la madre anunció:

—No puedo. Se acabó, no puedo más.

Las manos dejaron de moverse, ladeó la cabeza. Sus ojos continuaron abiertos. Tatiana vio cómo la respiración se hacía cada vez más entrecortada hasta que cesó del todo.

Las dos hermanas se arrodillaron junto a su madre.

—¿Sabemos alguna plegaria, Dasha?

—Sé una parte de algo que llaman el Padrenuestro.

Tatiana notaba en la espalda el calor de la salamandra, pero por delante estaba helada.

—¿Qué parte sabes?

—Aquélla que dice: «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy».

Tatiana apoyó la mano sobre el regazo de su madre.

—La enterraremos con la costura.

—Tendremos que enterrarle en su costura —replicó Dasha con voz débil—. Mira, se estaba cosiendo un saco.

—Dios mío. —Tatiana sujetó la pierna fría de su madre—. «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy». —Hizo una pausa—. ¿Qué más, Dasha?

—Es todo lo que sé. ¿Qué tal si dices: «amén»?

—Amén —dijo Tatiana.

A la hora de cenar, cortaron el pan en tres trozos. Tatiana se comió el suyo. Dasha el de ella. Dejaron el trozo de la madre en el plato.

Aquella noche, las hermanas se abrazaron en la cama.

—No me dejes, Tania. No saldré con bien sin ti.

—No voy a dejarte, Dasha. No nos dejaremos la una a la otra. No podemos quedarnos solas. Tú sabes que todos necesitamos a otra persona. Alguien que nos recuerde que todavía somos seres humanos y no bestias.

—Sólo quedamos nosotras dos, Tania. Tú y yo.

Tatiana abrazó a su hermana con todas sus fuerzas. Tú. Yo. Y Alexandr.