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El reverso de las noches blancas: diciembre en Leningrado. Las noches blancas: la luz, el verano, el sol, el cielo color pastel. Diciembre: la oscuridad, las ventiscas, el cielo encapotado.

Una luz grisácea aparecía alrededor de las diez de la mañana. Se mantenía hasta eso de las dos, y después se marchaba para dejar paso una vez más a la oscuridad.

La oscuridad más total. A principios de diciembre se interrumpió el suministro eléctrico en Leningrado, no por un día, sino al parecer para siempre. La ciudad se encontró sumergida en una noche eterna. Dejaron de circular los tranvías. Hacía meses que los autobuses no funcionaban por falta de combustible.

Redujeron la semana laboral a tres días, luego a dos, y finalmente a uno. Consiguieron restablecer el suministro eléctrico en algunos sectores esenciales para el esfuerzo bélico: la Kirov, la panificadora, las estaciones de bombeo del agua, la fábrica donde trabajaba la madre, un ala del hospital donde trabajaba Tatiana. Pero los tranvías habían dejado de circular de forma permanente. No había luz ni calefacción en el apartamento de los Metanov. Para tener agua había que bajar por las escaleras convertidas en un tobogán de hielo hasta el primer piso.

Aquellos días eran como un sudario que apagaba el espíritu de Tatiana. Le resultaba imposible pensar en otra cosa más allá de su propia mortalidad.

A principios de diciembre, Estados Unidos por fin declaró la guerra a los países del Eje, por algo ocurrido en la isla de Hawai con los japoneses.

—Ah, quizás ahora que tenemos a Estados Unidos de nuestra parte… —comentó la madre, mientras cosía.

Tijvin fue reconquistada pocos días después de la entrada de los norteamericanos en la guerra. Éstas eran palabras que tenían un significado evidente para Tatiana. ¡Tijvin! Significaba trenes, carretera de hielo, comida. ¿Significaba también un aumento de las raciones?

No, no llegó a tanto. Continuaron recibiendo ciento veinticinco gramos de pan al día.

La interrupción del suministro eléctrico significó que la radio dejó de funcionar. Se acabaron los informativos. Ahora, además de no tener electricidad, agua, madera y comida, tampoco tenían noticias.

Permanecían sentadas y se miraban las unas a las otras. Tatiana sabía lo que se preguntaban.

¿Quién será la siguiente?

—Cuéntanos un chiste, Tania.

—Un cliente le dice al charcutero: «Por favor, póngame cinco gramos de chorizo». «¿Cinco gramos? —repite el charcutero—. ¿Me está tomando el pelo?». «En absoluto —responde el cliente—. Si le quisiera tomar el pelo, le pediría que me los cortara en rodajas».

—Muy gracioso, hija mía.

Tatiana volvió al apartamento cargada con el cubo de agua. Al pasar por delante de la habitación de Slavin, vio la puerta cerrada y recordó que llevaba días cerrada. Pero la puerta de Petr Petrov estaba abierta. El hombre, sentado en una silla, intentaba liar un cigarrillo.

—¿Quieres que te ayude? —Tatiana dejó el cubo en el suelo y entró en la habitación.

—Gracias, Tanechka —respondió Petrov, con un tono de derrota.

Le temblaban las manos.

—¿Qué pasa? Vete a trabajar, allí te darán algo de comer. Todavía os dan de comer en la Kirov, ¿no?

La Kirov estaba casi en ruinas como consecuencia de los bombardeos de la artillería alemana, que disparaba desde los altos de Pulkovo, pero los soviéticos habían reconstruido una fábrica más pequeña en el interior del enorme recinto, y hasta hacía unos pocos días, Petrov había tomado el tranvía de la línea 1 para ir hasta la fábrica.

Tatiana recordaba vagamente el tranvía de la línea 1.

—¿Cuál es el problema? ¿No quieres ir?

—No te preocupes por mí, Tanechka. —El hombre meneó la cabeza—. Ya tienes bastantes problemas.

—Dímelo. ¿Es por los bombardeos?

Petrov volvió a sacudir la cabeza.

—¿No es por la comida ni por los obuses? —Miró el rostro consumido de su vecino y fue a cerrar a la puerta—. Dímelo, ¿qué pasa? —insistió en voz baja.

Petr le explicó que lo habían trasladado a la Kirov hacía poco para reparar los motores de los tanques, aunque no disponían de piezas de recambio.

—Encontré la manera de adaptar los motores de avión a los tanques, y después reparé los motores para utilizarlos en los tanques y también en los aviones.

—Eso estuvo muy bien. Supongo que te lo recompensaron dándote la ración de un trabajador, ¿no? Trescientos cincuenta gramos de pan.

El hombre hizo un gesto y después le dio una chupada al cigarrillo.

—Lo que me preocupa no son las raciones, sino esos hijos de Satanás, los del NKVD. —Soltó un escupitajo—. Fusilaron a todos los pobres desgraciados que no pudieron reparar los motores. Cuando me llamaron, los muy cabrones se quedaron allí con sus fusiles, dispuestos a pegarme un tiro si no conseguía reparar los motores.

Tatiana escuchó las palabras de su vecino, con una mano apoyada en el hombro de Petrov, con los huesos y el corazón helados.

—Pero tú los arreglaste, camarada.

—Sí, pero ¿qué hubiese pasado si no lo conseguía? ¿No tenemos bastante con el frío, el hambre y los alemanes? ¿Cuántas maneras más hay para matarnos?

Tatiana se dirigió a la puerta y la abrió.

—Lamento mucho lo de tu esposa —le dijo desde el umbral.

Aquella tarde, cuando regresó del hospital, la puerta seguía abierta. Petr Pavlovich Petrov continuaba sentado a la mesa, con el cigarrillo que Tatiana le había liado a medio consumir. Estaba muerto. Tatiana lo bendijo con la señal de la cruz y se marchó, sin olvidarse de cerrar la puerta.

Se miraban las unas a las otras desde el sofá, desde la cama, a través de la habitación. Las cuatro. Ahora comían y dormían todas juntas. Comían el pan de la cena con los platos sobre el regazo y después, reunidas delante de la bourzhuika, miraban las llamas a través de la rejilla de la salamandra. Era la única luz de la que disponían en la habitación. Tenían cerillas y mechas, pero no tenían qué quemar. Aunque no hubiesen tenido más que un poco de…

«Nada que quemar —pensó Tatiana—. Oh, no».

El aceite lubricante. Recordó aquel domingo de junio cuando aún había helados, sol y un poco de alegría, en el que Alexandr le había dicho que comprara una lata de aceite lubricante. Se lo había dicho y ella no había querido escucharle. Allí estaban las consecuencias.

—Marina, ¿qué estás haciendo?

La prima estaba muy ocupada arrancando el papel que revestía las paredes. Cogió un trozo, después metió la mano en el cubo de agua, y se dedicó a humedecer el reverso del papel.

—¿Qué estás haciendo? —repitió Tatiana.

Marina se hizo con una cuchara y comenzó a raspar el papel humedecido.

—Una mujer que estaba delante de mí en la cola del pan comentó que la pasta de pegar la hacen con harina de patata. —La muchacha raspaba el papel, a un ritmo frenético.

Tatiana le quitó el trozo de papel.

—Harina de patata y cola —le explicó.

Marina recuperó el trozo de papel de un manotazo.

—No lo toques. Ve y arranca un trozo si te apetece.

—Harina de patata y cola —repitió, apartándose de su prima.

—¿Y?

—La cola es tóxica.

Marina se rio casi para sus adentros, mientras raspaba la pasta con la cuchara y se la comía.

—Dasha, ¿qué estás haciendo?

—Enciendo la salamandra. —Dasha, de pie junto a la estufa, arrancaba las páginas de un libro y las echaba al fuego.

—¿Estás quemando los libros?

—¿Por qué no? Necesitamos calentar la casa.

—No, Dasha, déjalo. —Tatiana sujetó la mano de su hermana—. No quemes los libros, por favor. No podemos llegar a estos extremos.

—¡Tania! Si tuviera fuerzas suficientes, te mataría y después te comería a filetes. —Dasha arrojó otro libro al fuego—. No me digas…

—No, Dasha —replicó Tatiana, sin soltar la muñeca de la otra—. No quemes más libros.

—No tenemos madera —afirmó Dasha, con el tono de alguien que constata un hecho evidente.

Tatiana fue a toda prisa a mirar debajo de la cama. Su Zoschenko, John Stuart Mili, el diccionario de inglés. Recordó que el sábado por la tarde había estado leyendo a Pushkin y que había dejado despreocupadamente el precioso volumen junto al sofá. Miró a Dasha que, implacable, seguía arrojando libros al fuego.

Vio horrorizada el ejemplar de «El jinete de bronce» en la mano de su hermana.

—¡Dasha, no! —gritó al tiempo que se abalanzaba sobre ella.

¿De dónde había sacado las fuerzas para gritar, para abalanzarse? ¿De dónde había sacado las fuerzas para emocionarse?

Cogió el libro, se lo arrebató de las manos.

—¡No! —exclamó con el libro apretado contra su pecho—. Dios mío, Dasha, es mi libro —afirmó, temblorosa.

—Todos son nuestros, Tania —replicó Dasha, con un tono apático—. ¿Qué más da? Lo único importante es estar caliente.

Tatiana se había llevado tal susto que no pudo hablar durante unos minutos. Se lamió los labios.

—Dasha, ¿por qué los libros? —le preguntó—. Tenemos todo el juego de comedor. Una mesa y seis sillas. Nos durará todo el invierno si somos prudentes. —Se pasó la mano por los labios, y se asustó al ver las manchas de sangre.

—¿Quieres quemar el juego de comedor? —Dasha arrojó a las llamas el Manifiesto Comunista de Karl Marx—. Adelante, tú misma.

Algo le estaba pasando a Tatiana. No quería asustar a su madre ni a su hermana. Sabía que Marina estaba más allá del miedo. Tatiana esperaba a Alexandr. Le preguntaría qué le estaba pasando. Pero antes de que él regresara y ella tuviera la oportunidad de preguntárselo, vio que también Marina sangraba por la boca.

—Venga, Marina, vayamos al hospital.

Después de mucho esperar, las atendió un médico.

—Es el escorbuto, chicas, todo el mundo lo tiene. Os estáis desangrando por dentro. Los capilares se adelgazan tanto que se rompen. Necesitáis vitamina C. Le diré a la enfermera que os ponga una inyección a cada una.

Cada una recibió una dosis de vitamina C.

Tatiana mejoró.

Marina no.

—Tania, ¿me escuchas? —le susurró en mitad de la noche.

—¿Qué pasa, Marinka?

—No quiero morir —musitó, y de haber podido hubiese llorado. Pero sólo fue capaz de emitir un gemido—. ¡No quiero morir, Tania! Si no me hubiera quedado aquí con mamá, ahora mismo estaría en Molotov con babushka y no me moriría.

—No te vas a morir. —Tatiana apoyó una mano en la frente de su prima.

—No me quiero morir sin haber sentido al menos una vez lo que tú sientes. —Marina hizo un esfuerzo por recuperar el aliento—. ¡Sólo por una vez en mi vida, Tania!

La voz de Dasha llegó hasta ellas como de muy lejos.

—¿Qué es lo que siente Tania?

Marina no le hizo caso.

—Tanechka, ¿qué se siente?

—¿Cómo se siente qué? —preguntó Dasha—. ¿El frío? ¿La indiferencia? ¿Consumirse?

Tatiana continuó acariciando la frente de su prima.

—Es como si nunca estuvieses sola —susurró—. Venga, ¿dónde está tu fuerza? ¿Recuerdas cuando estábamos en el lago con Pasha? Yo remaba, mientras tú y Pasha nadabais junto a la barca. ¿Dónde está aquella fuerza, Marinka?

A la mañana siguiente. Marina estaba muerta.

—Nos quedan sus raciones hasta final de mes —comentó Dasha, sin la menor muestra de emoción ante el cadáver de su prima.

—Ya se las había comido —le informó Tatiana—. Estamos a mediados de mes. No le quedaba hasta enero.

Tatiana envolvió a su prima en una sábana estampada. La madre cosió los dos extremos y bajaron el cuerpo deslizándolo por el hielo que cubría los escalones. Después, intentaron cargarlo en el trineo, pero no pudieron levantarlo. Tatiana bendijo a Marina con la señal de la cruz, y dejaron el cadáver en la acera cubierta de nieve.