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Transcurrió una semana. No había agua para echar en el inodoro. Tatiana no podía lavarse los dientes. No podía asearse. A Alexandr no le haría ninguna gracia. No tenían ninguna noticia del capitán. ¿Estaría bien?

—¿Cuándo crees que repararán las tuberías? —le preguntó Dasha una mañana.

—Ruega para que tarden —le respondió Tatiana—. De lo contrario, tendrás que volver a ocuparte de la colada.

Dasha abrazó a su hermana.

—Te quiero. Todavía tienes ánimos para contar chistes.

—Bastante malos. —Tatiana le devolvió el abrazo.

Apañárselas con cubos de agua era duro, que las tuberías estuvieran congeladas era peor, pero lo realmente insoportable era el agua que se derramaba cuando los vecinos cargaban con el agua hasta sus viviendas. El agua caía sobre los escalones y se congelaba. La temperatura oscilaba entre los quince y los veinte grados bajo cero, y las escaleras estaban permanentemente cubiertas de hielo. Todas las mañanas, para ir a buscar el agua, Tatiana cogía el cubo vacío en una mano, con la otra se cogía del pasamanos y luego se deslizaba escaleras abajo sobre el trasero.

Subir con el cubo lleno era mucho más difícil. Se caía por lo menos una vez y tenía que volver por más agua. Cuanta más agua se derramaba más gruesa era la capa de hielo y más fácil resultaba resbalar. Las escaleras de atrás eran todavía más traicioneras. Una mujer que vivía en el cuarto piso resbaló y se rompió una pierna. Imposibilitada de moverse, murió congelada, y nadie pudo sacarla de allí ni antes ni después.

Tatiana, Marina, Dasha y la madre, sentadas muy juntas en el sofá, escuchaban la radio, que sólo transmitía música. De vez en cuando, ofrecían un boletín donde decían cosas sensatas como: «Moscú resiste el ataque enemigo», y otras estúpidas como: «Se han fijado las nuevas raciones de pan: 125 gramos para los dependientes y 200 gramos para los trabajadores».

También escuchaban otras palabras: «Daños, pérdidas, Churchill».

Stalin hablaba de abrir un segundo frente en Voljov, pero no antes de que Churchill abriera un segundo frente para distraer a los alemanes en los países del norte de Europa. Churchill había dicho que no disponía de los hombres ni de los recursos necesarios para abrir un segundo frente, pero que estaba dispuesto a resarcir a Stalin por las pérdidas materiales de la Unión Soviética. A estas manifestaciones, Stalin había contestado que ya se encargaría él de presentarle la factura al Führer en persona.

Moscú se defendía con uñas y dientes, dispuesta a no claudicar ante los nazis. La aviación alemana se ensañaba con la capital con verdadero furor.

—Hace un mes que no tenemos noticias de babushka Anna —comentó Dasha una tarde, a finales de noviembre—. Tania, ¿tú has tenido alguna noticia de Dimitri?

—Por supuesto que no, y te diré más: no creo que vuelva a tener noticias suyas nunca más. Por cierto, que tampoco sabemos nada de Alexandr.

—Yo sí —exclamó Dasha—. Hace tres días. Me olvidé de decírtelo. ¿Quieres leer su carta?

Querida Dasha y todas vosotras:

Espero que estés bien cuando recibas esta carta. ¿Aguardas mi regreso? No veo la hora de estar otra vez contigo.

Mi comandante me envió a Kokkorevo, una aldea de pescadores donde ya no quedaba ni uno. Los bombardeos habían convertido el lugar en un montón de escombros. Casi no teníamos camiones, ni tampoco combustible para los que había. Éramos unos veinte con dos caballos. Nos enviaron para comprobar la capa de hielo, para ver si podía soportar el peso de un camión cargado con alimentos y municiones, o por lo menos un trineo tirado por un caballo.

Caminamos por el hielo. Hacía tanto frío que cualquiera hubiese dicho que el hielo ya se habría consolidado, pero no. En algunos lugares era muy fino. Perdimos un camión y dos caballos inmediatamente; entonces nos quedamos en la orilla del lago y miramos la extensión de hielo que se abría ante nosotros, y dije: «Basta ya de tonterías, dadme el maldito caballo». Me monté y cabalgué durante cuatro horas sobre el hielo hasta la mismísima Kobona. La temperatura era de doce grados bajo cero. Decidí que el hielo aguantaría.

Tan pronto como regresé con un trineo cargado con alimentos, me pusieron al mando de un regimiento de transporte, otro nombre para un millar de voluntarios. Nadie destinaría soldados de verdad a una cosa como ésta.

Antes de que la capa de hielo fuese lo bastante gruesa como para resistir el paso de los camiones, los voluntarios tuvieron que montar en los caballos que arrastraban los trineos hasta Kobona para recoger la harina y otros víveres y volver. Os juro que vuestra abuela lo hubiese hecho mejor que algunos de aquellos hombres. Estoy seguro de que la mayoría no había montado nunca a caballo, ni habían soportado tanto frío, porque no sé cuántos accidentes tuvimos con los hombres que se cayeron de los caballos, o que pisaron allí donde el hielo era quebradizo y se ahogaron. El primer día perdimos un camión con un cargamento de petróleo. Intentábamos llevar combustible a Leningrado. Carecer de combustible es casi tan malo como no tener alimentos. Sin petróleo no se pueden encender los hornos para cocer el pan.

Dijimos: «Dejemos los camiones por unos cuantos días, y usemos sólo los caballos». Poco a poco, los caballos recorrieron los treinta kilómetros que hay desde Kobona a Kokkorevo. Un día transportamos más de veinte toneladas de víveres. Sé que parece una minucia, pero al menos es algo. Ahora estoy en Kobona, ocupado en cargar los víveres en los trineos, en buscar harina, y siempre consciente de que vosotras no tenéis ni un gramo en casa. A las tropas que están en el frente les han reducido las raciones a medio kilo de pan al día. Me han dicho que la ración de los dependientes es de ciento veinticinco gramos por día. Intentaremos conseguir que suba.

Ni qué decir tiene que a los alemanes no les ha gustado nada nuestra carreterita de hielo. La bombardean sin piedad, día y noche, aunque menos por la noche. Durante la primera semana, perdimos más de tres docenas de camiones con todos los cargamentos de víveres. Por fin, se han dado cuenta de que ponerme a conducir un camión no es aprovechar al máximo mi capacidad. Ahora estoy al mando de una sección de artillería antiaérea. Manejo una batería Zenith, y me sentí muy orgulloso cuando abatí un cazabombardero alemán que estaba a punto de ametrallar un camión que llevaba víveres para vosotras.

Ahora la capa de hielo es bien sólida, salvo en unos tramos muy cortos, y además tenemos buenos camiones. Alcanzan velocidades de cuarenta kilómetros por hora a través del lago. Los soldados han bautizado la carretera con el nombre de «Camino de la vida». Suena bien, ¿verdad?

En cualquier caso, sin Tijvin, no podernos transportar gran cosa a Leningrado. Debemos reconquistar Tijvin. ¿Crees, Dasha, que debería ofrecerme como voluntario para esa misión? ¿Cargar contra los alemanes montado en mi yegua gris, y con mi flamante ametralladora Shpagin en las manos? Es una broma, desde luego, pero la Shpagin es un arma soberbia.

No sé cuándo podré regresar a Leningrado, pero cuando lo haga, llevaré comida conmigo, para todas, así que coraje y adelante.

Tuyo,

ALEXANDR

«Camina, camina, no levantes la vista —se dijo Tatiana—. Tápate la cara con el pañuelo, tápate los ojos si es necesario, pero no levantes la vista, no mires Leningrado, no mires el patio donde se amontonan los cadáveres, no mires las calles donde los cuerpos yacen en la nieve, levanta el pie y pasa por encima de ellos. Rodéalos. No mires, no quieres ver». Aquella mañana, Tatiana había visto el cadáver de un hombre que había muerto hacía poco, en medio de la calle, y al que le faltaba casi todo el pecho. No había sido obra de una bomba. Le habían cortado la carne con un cuchillo. Tatiana avanzó en silencio, con una mano sobre la pistola que llevaba en el bolsillo, y sin levantar la vista del suelo.

Tuvo que esgrimir la pistola un par de veces cuando caminaba sola por la calle en dirección a la tienda.

El último día de noviembre, la onda expansiva de una bomba destrozó el cristal de la ventana de la habitación donde comían. Taparon el agujero con las mantas de babushka. No tenían nada más. La temperatura en la habitación bajó treinta grados.

Tatiana y Dasha trasladaron la bourzhuika a su habitación, y la colocaron delante del sofá de su madre, para que estuviera caliente mientras cosía los uniformes. La dirección de la fábrica, en su política de incentivar la iniciativa privada, le pagaba veinte rublos por cada uniforme que cosía por encima de la cuota. La madre tardó todo un mes para coser cinco uniformes y le dio los cien rublos a Tatiana para que fuera a ver qué encontraba en las tiendas.

Tatiana regresó con un vaso donde había un polvo negro. Era el polvo mezclado con el azúcar fundido cuando los alemanes bombardearon los almacenes Badaiev en septiembre.

—Una vez que se asiente el polvo, tomaremos el té dulce —afirmó Tatiana, con todo el ánimo que pudo.

«Avanza y no levantes la vista, Tatiana, avanza y no pierdas el lugar; si lo pierdes, no tendrán pan para ti, y entonces tendrás que recorrer toda la ciudad para encontrar otra tienda. Quédate, no te vayas, ya vendrá alguien para limpiar todo esto». Había caído una bomba en la calle donde Tatiana estaba haciendo la cola, directamente en Fontanka, y la explosión había destrozado a media docena de mujeres.

«¿Qué se debe hacer? ¿Cuidar de los vivos? ¿De su familia? ¿Apartar a los muertos? No levantes la vista, Tatiana. No levantes la vista, Tatiana, mira la nieve, y no mires otra cosa que tus botas destrozadas. Antes mamá te hubiera hecho otro par. Pero ahora mamá ni siquiera es capaz de coser a mano un uniforme, con o sin la ayuda de Dasha, con o sin mi ayuda, cuando en octubre cosía a máquina diez todos los días».

«Alexandr, quiero mantener la promesa que te hice. Quiero seguir viva, pero aunque necesite muy poco, no veo cómo mi metabolismo puede hacerlo con doscientos gramos de pan al día, cuando una cuarta parte es celulosa: serrín y corteza de pino. Pan mezclado con semillas de algodón que antes se consideraban venenosas para los humanos, pero ya no lo son. Pan que no es pan sino harina y agua. Tú lo llamas galletas de marinero. Pan que es negro y pesado como un adoquín. No puedo vivir con doscientos gramos de ese pan».

«No puede vivir con caldo claro. No puedo vivir con puré de verduras aguado».

«Luba Petrova no pudo. Vera no pudo. Kirill no pudo. Nina Iglenlo no pudo. ¿Podrán mamá y Dasha? ¿Podrá Marina?».

«Lo que he estado haciendo hasta ahora no es suficiente».

«Si quiero vivir necesitaré algo más, algo que no es de este mundo. Una fuerza capaz de eliminar el frío con nada, de saciar el hambre con nada».

El hambre dio paso a una desazón terminal, a un infeccioso desinterés por todo y por todos. Tatiana no prestaba la más mínima atención a los bombardeos. No tenía fuerzas para correr, no tenía fuerzas para echarse al suelo, ni para ayudar a mover los cadáveres o levantar a las víctimas. La apatía la había envuelto en un muro que sólo conseguían atravesar unas punzadas que parecían sentimientos.

Su madre le pellizcaba el corazón; Dasha removía sus afectos; Marina —incluso Marina, a pesar de su detestable codicia— despertaba algo en Tatiana, que no la juzgaba pero que la había desilusionado. Se había apiadado un poco de Nina Iglenko mientras la pobre mujer esperaba que muriera su último hijo antes de morir ella también.

Tatiana debía dejar de sentir. Apretaría los dientes y seguiría adelante. Claro que tendría que apretarlos muy fuertemente porque ya no había más comida. «No pienso acobardarme. No agacharé la cabeza. Encontraré la manera para volver a levantar la vista. Dentro de mí no quedará nada, excepto tú, Alexandr».