6

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la madre una noche, cuando la abuela estaba en la otra habitación y las muchachas en la cama.

—¿De qué hablas? —preguntó Dasha.

—De babushka. Ahora que ya no va nunca al otro lado del Neva, está en casa todo el día.

—Sí, y ahora que está en casa, se come lo que queda de la harina de Alexandr cucharada a cucharada —criticó Marina.

—Marina, cállate —le ordenó Tatiana—. No nos queda harina. La abuela se come el polvo que queda en el fondo del saco.

—Vaya —Marina cambió de tema—. Tania, ¿crees que es verdad? ¿Que las ratas han abandonado la ciudad?

—No lo sé, Marina.

—¿Has visto perros o gatos?

—No queda ni uno —dijo Tatiana—. Lo sé. —Lo había comprobado.

La madre se acercó a la cama, se sentó en el borde y sacudió la cabeza.

—Escuchadme con atención. —La voz de su madre ya no sonaba orgullosa, tampoco era estridente ni fuerte. Apenas era una voz, y desde luego no era la voz que Tatiana reconocía como la de su madre. El pañuelo seguía recogiéndole el pelo—. Hablo del frío. Ella está aquí todo el día. ¿Tenemos bastante leña para mantener encendida la estufa para ella todo el día?

—No. —Dasha se incorporó a medias, apoyada en un codo—. No tenemos. Necesitamos toda la leña para cocinar nuestra comida, apenas si nos alcanza. ¿Cuánto tiempo hace que nos podemos calentar toda la casa con la estufa grande?

«Desde que Alexandr estuvo aquí la última vez —pensó Tatiana—. Siempre consigue leña, enciende la estufa y hace que tengamos la casa caliente».

—Tendremos que decirle que tenga la estufa encendida todo el día —afirmó la madre, muy preocupada.

—Se lo diremos, mamá —prometió Tatiana—, pero muy pronto nos quedaremos sin leña.

—Tania, la pobre se hiela en la casa. ¿Has visto cómo camina? Apenas si se mueve.

—Antes solía ir a la cantina, y se pasaba allí las horas. A veces le daban un plato de sopa, o un puré de verduras —dijo Dasha—. Hoy no la he visto levantarse del sofá, ni siquiera para cenar. Tania, ¿podríamos ingresarla en tu hospital?

—Podemos intentarlo. Pero no creo que haya camas disponibles. Están destinadas a los niños y a los heridos.

—Lo intentaremos mañana, ¿de acuerdo? —sugirió la madre—. Al menos en el hospital estará caliente. Todavía tienen calefacción en el hospital, ¿no?

—Han cerrado tres alas —contestó Tatiana. Se levantó—. Sólo mantienen una abierta y está llena.

Fue a ver a su abuela. Las mantas se habían caído al suelo, y babushka Maia descansaba en el sofá cubierta sólo con el abrigo. Tatiana recogió las mantas y abrigó a la anciana hasta el cuello, remetiendo bien las mantas. Se arrodilló en el suelo.

Babushka, háblame —susurró.

Babushka gimió débilmente. Tatiana apoyó una mano en la frente de su abuela.

—¿No te quedan fuerzas? —preguntó.

—Muy pocas.

Babushka, recuerdo cuando me sentaba a tu lado mientras pintabas. —La muchacha sonrió—. Los olores de las pinturas eran muy fuertes, y tú siempre olías a pintura. A mí me gustaba sentarme a tu lado para compartir los olores. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo, cielo. Eras una niña encantadora. —Sonrió.

Tatiana no apartó la mano de la frente de la anciana.

—Me enseñaste a dibujar un plátano, cuando tenía cuatro años. Yo no había visto nunca un plátano y no sabía cómo dibujarlo. ¿Lo recuerdas?

—Dibujaste un plátano muy bonito, a pesar de que nunca habías visto uno. Oh, Tanechka… —Se interrumpió.

—¿Qué, babushka?

—Oh, ser joven otra vez.

—No sé si te habrás fijado, pero a los jóvenes tampoco les va muy bien.

—No hablo de ellos. —La abuela abrió los ojos por un momento—. Me refiero a ti.

A la mañana siguiente, Tatiana subió dos cubos de agua, fue a buscar las raciones y cuando regresó babushka estaba muerta. Yacía en el sofá, abrigada con las mantas que le había arreglado Tatiana, inmóvil y helada.

—Entré a despertarla y no se movió —explicó Marina, llorando a moco tendido.

Tatiana y su familia velaron el cadáver durante unos momentos.

Marina se enjugó las lágrimas y se acercó a la mesa.

—Venga, desayunemos.

—Sí, desayunemos —dijo la madre—. He preparado un poco de achicoria. Sarkova encendió la cocina con su leña para preparar el desayuno, así que aproveché el calor que quedaba.

Se sentaron a la mesa. Tatiana cortó la hogaza por la mitad; medio kilo para el desayuno y el otro medio para la cena. Dividió el medio kilo en cuatro partes y se las comieron.

—Marina, trae tu pan entero a casa, ¿me oyes? —le advirtió Tatiana.

—¿Qué hacemos con la parte de la abuela? ¿Por qué no la divides y nos la comemos ahora?

Se la comieron en un santiamén. Tatiana le dijo a su madre que iría a las oficinas del Soviet local para comunicar el fallecimiento de babushka y pedir que enviaran a recoger el cadáver. La madre apoyó una mano sobre el brazo de la muchacha.

—Si envían a recoger el cadáver, sabrán que está muerta.

—Por supuesto.

—¿Qué pasará con sus raciones? Nos las retirarán.

—Mamá, todavía tenemos sus cupones del mes. Nos quedan diez días de su pan.

—Sí, pero después, ¿qué?

—Mamá, ¿sabes algo? No puedo pensar a tan largo plazo. —Tatiana se levantó y comenzó a recoger los platos y las tazas.

—No te molestes en recoger, Tania —dijo Dasha—. No hay agua para lavar nada. Deja los platos. Sólo los hemos usado para el pan. Los volveremos a usar para la cena tal como están. —La muchacha miró a su madre—. Si no viene alguien de los servicios funerarios, ¿quién vendrá? Nosotras no podemos moverla. Tampoco podemos dejarla aquí, ¿verdad? No podemos comer y coser con el cadáver de la abuela en el sofá.

—Mejor que esté aquí y no tirada en medio de la calle —opinó su made, sin fuerzas.

Tatiana dejó los platos y fue a buscar una sábana de la cómoda.

—Mamá, no podemos dejarla aquí. A los muertos hay que enterrarlos, incluso en la Unión Soviética —afirmó, apenada—. Dasha, ¿quieres ayudarme? Tenemos que envolverla antes de que se la lleven. La envolveremos con la sábana.

Dasha recogió el abrigo y las mantas de la abuela.

—Nos quedaremos con las mantas. Nos harán falta.

Tatiana echó una ojeada a la habitación. Vio el desorden: los libros fuera de los estantes, las prendas en el suelo, los platos y las tazas en la mesa. ¿Dónde estaba lo que estaba buscando? Ah, allí. Se acercó a la ventana y recogió un dibujo pequeño. Era el esbozo del pastel de manzana que babushka había pintado en septiembre. Dejó el dibujo sobre el pecho de la abuela.

—Venga, acabemos con esto.

Las muchachas envolvieron a babushka. La madre cosió los dos extremos. Tatiana se persignó, se enjugó las lágrimas a toda prisa y se marchó a comunicar el fallecimiento de su abuela.

Por la tarde se presentaron dos hombres enviados por el consejo. Mamá les pagó con dos copas de vodka a cada uno.

—Me parece imposible que usted todavía tenga vodka, camarada —comentó uno de los hombres, entusiasmado—. Es la primera vez que nos sirven una copa en todo el mes.

—¿Sabe que el vodka es lo que mejor se paga? —dijo el otro hombre—. Podrían conseguir una buena cantidad de pan a cambio de vodka si es que tienen más.

Las mujeres intercambiaron una mirada. Tatiana sabía que aún quedaban dos botellas. Después de la muerte del padre y con Dimitri en el frente, nadie más de la casa bebía vodka salvo Alexandr cuando venía, y él sólo bebía una copita.

—¿Dónde la llevarán? —preguntó la madre—. Los acompañaremos. —Ninguna de ellas había ido a trabajar.

—Tenemos un camión lleno de cadáveres. No hay lugar para ustedes. La llevaremos al cementerio más cercano. Es el de Starorusskaia. Vayan a verla allí.

—¿Tendrá una tumba? ¿Un ataúd?

—¿Un ataúd? —El hombre casi se rio—. Camarada, ni siquiera a cambio de todo su vodka podría conseguirle un ataúd. ¿Quién lo fabricará? ¿De dónde sacarán la madera?

Tatiana asintió. Cogería un ataúd y lo quemaría a trozos en la estufa antes que utilizarlo para enterrar a su abuela. Se abrochó el abrigo, aterida.

—Al menos, tendrá una tumba, ¿no? —preguntó la madre, con el rostro ceniciento y la voz quebrada.

—Camarada, ¿ha visto usted la nieve, el suelo helado? Baje con nosotros y eche una mirada. Y de paso, eche una ojeada al camión.

Tatiana se adelantó. Apoyó una mano en el brazo del hombre.

—Camarada —dijo en voz baja—. Sólo ocúpense de bajarla hasta la calle, que es lo más difícil. Bájenla a la calle y nosotras nos encargaremos del resto.

Subió al desván, donde antes tendían la colada. Ahora ya no había prendas en el tendedero, pero encontró lo que buscaba: el trineo de la infancia. Era de un color azul brillante con los patines rojos. Lo bajó hasta la calle, con mucho cuidado para no resbalar. Los hombres habían dejado el cadáver en la acera cubierta de nieve.

—Venga, chicas —dijo a Marina y Dasha—. A la una, a las dos y a las tres.

Marina estaba tan débil que ni siquiera hizo el gesto de levantar.

Tatiana y Dasha colocaron el cadáver en el trineo y lo llevaron a lo largo de tres manzanas hasta el cementerio, escoltadas por su madre y Marina. Tatiana, a pesar de la repugnancia, había echado una ojeada a la caja del camión. La pila de cadáveres tenía tres metros de altura.

—¿Éstas son las personas que han muerto hoy? —le preguntó al conductor.

—No. Sólo son las que recogimos esta mañana. —El hombre se inclinó hacia ella—. Ayer recogimos mil quinientos cuerpos en la calle. Vende el vodka que tengas, chica, y compra pan.

No se podía entrar al cementerio porque la montaña de cadáveres obstruía las puertas. Eran pocos los que estaban envueltos en sábanas.

Tatiana vio a una madre con su hijo pequeño: habían llevado al padre muerto hasta el cementerio y habían muerto congelados en la entrada. La muchacha cerró los ojos y sacudió la cabeza para borrar la espantosa imagen de su mente. Quería regresar a casa.

—No podemos pasar, ni abrirnos camino. Dejaremos aquí a nuestra babushka. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Las dos hermanas levantaron el cadáver de la abuela y lo dejaron lo más cerca posible de la entrada. La velaron durante unos minutos y después emprendieron el camino de regreso a casa.

Vendieron las dos botellas de vodka y compraron dos hogazas de pan blanco en el mercado negro. Ahora que Tijvin estaba en manos de los alemanes, ni siquiera había pan en el mercado negro.