Estaban en la tercera semana de noviembre y por las mañanas tardaba en clarear. Había tapado las ventanas con mantas para que no entrara el frío, pero al hacerlo también impedían el paso de la luz.
«¿Qué luz?», se preguntó Tatiana, mientras caminaba lentamente de la cama a la cocina con el cepillo de dientes y la botella de agua oxigenada. Siempre había usado agua oxigenada y bicarbonato, pero una noche había dejado el bicarbonato en el alféizar de la ventana, y alguien se lo había comido.
Tatiana abrió el grifo. Le dio vueltas y más vueltas.
No había agua.
Exhaló un suspiro y emprendió el camino de regreso, arrastrando los pies, con el cepillo y el agua oxigenada, y se metió otra vez en la cama. Dasha y Marina rezongaron en sueños.
—No hay agua —anunció Tatiana.
A las nueve, cuando ya había luz, Tatiana y Dasha fueron hasta las oficinas del distrito. Una mujer demacrada y con llagas en el rostro les informó de que habían cerrado la central eléctrica del barrio porque no había combustible en Leningrado.
—¿Eso qué tiene que ver con que no tengamos agua? —preguntó Dasha.
—¿Con qué funcionan las bombas de suministro? —replicó la mujer.
—Me rindo —dijo Dasha, desconcertada—. ¿Qué es esto? ¿Un examen?
—Vamos, Dasha. —Tatiana cogió a su hermana por el brazo. Miró a la empleada—. Volverán a dar la electricidad, pero las tuberías estarán totalmente congeladas —afirmó con un tono acusador—. No volveremos a tener agua hasta que se descongelen las tuberías en primavera.
—No se preocupe —comentó la empleada—, ninguna de nosotras estará viva cuando llegue la primavera.
Tatiana les preguntó a los vecinos del edificio si tenían agua, y se enteró de que en el primer piso sí tenían; el problema era que no había bastante presión para hacerla subir al tercero. Así que a la mañana siguiente, Tatiana bajó a la calle y recogió un cubo de nieve que derritió en la estufa, y utilizó el agua para el inodoro. Luego bajó al primer piso, llenó un cubo de agua potable en la casa de un vecino y la llevó a su casa para lavarse ella y que se lavaran Dasha, su madre, Marina y la abuela.
—Dasha, ¿puedes levantarte y venir conmigo? —le preguntó Tatiana, una mañana.
Dasha se tapó la cabeza con la manta.
—Oh, Tania —protestó—. Hace tanto frío… Cuesta horrores levantarse con este frío.
Tatiana tenía cada vez más problemas para llegar al hospital antes de las diez, porque ahora además de ir a buscar las raciones, tenía que encargarse de acarrear los cubos de agua.
Ya no les quedaba avena; sólo un par de tazas de harina, un poco de té y dos botellas de vodka.
Dasha, su madre y ella, recibían cada una trescientos gramos de pan al día. La ración de Marina y babushka era de doscientos gramos para cada una.
—Estoy engordando —anunció Dasha.
—Yo también —afirmó Marina—. Tengo los pies tres veces su tamaño normal.
—Y yo. No me puedo calzar las botas —dijo Dasha—. Tania, hoy no podré ir contigo.
—No te preocupes, Dasha. Yo no tengo los pies hinchados.
—¿Por qué me hincho? —se lamentó Dasha, con tono de desesperación—. ¿Qué me está pasando?
—¿A ti? —exclamó Marina—. ¿Qué me dices de Tania? Ése es el problema contigo, Dasha, nunca te fijas en las personas que te rodean.
—Mira quién habla. La ladrona de pan, la que se come la avena. Espera a que le diga a Tania cuánta avena nos has robado, ladrona.
—Puede que yo tenga hambre, pero al menos no estoy ciega.
—¿Qué demonios has querido decir con eso?
—Chicas, chicas —intervino Tatiana—. ¿Qué más da quién está más hinchada, o quién sufre más? Las dos tenéis razón. Ahora volved a la cama y esperad a que vuelva. Y haced el favor de mantener la boca cerrada, sobre todo tú, Marina.