4

A la mañana siguiente, Tatiana fue sola a la tienda. Acababa de recibir el kilo de pan para su familia, que parecía pesar mucho menos incluso en sus brazos sin fuerzas, y estaba a punto de salir del local, cuando de pronto le dieron un golpe en la nuca y otro en la oreja derecha. Se tambaleó y antes de que pudiera darse cuenta, un muchacho de unos quince años le arrebató el pan y se lo metió en su boca de hiena, con una mirada salvaje. Los otros clientes comenzaron a pegarle con las bolsas, pero el muchacho siguió comiendo sin hacer caso de los golpes hasta que se acabó el pan. Uno de los empleados acudió armado con un palo y comenzó a darle bastonazos. Tatiana gritó: «¡No!», pero el muchacho cayó al suelo sin que se borrara de sus ojos la mirada salvaje y desesperada. Tatiana, sin preocuparse de la sangre que le manaba de la oreja donde había recibido el puñetazo, se inclinó para ayudarlo. Él la apartó bruscamente y huyó del local.

La dependienta no podía darle más pan.

—Luba, por favor. No puedo volver a casa con las manos vacías.

—No puedo hacer nada —respondió la mujer, con una expresión de pena—. Los guardias del NKVD me fusilarán si te entrego otra ración. No sabes lo que es esto.

—Por favor, Luba —suplicó Tatiana—. Es para mi familia.

—Tanechka, si fuera por mí te lo daría, pero no puedo. El otro día fusilaron a tres mujeres por falsificar las cartillas de racionamiento. Ahí mismo, en la calle, y no se molestaron en retirar los cadáveres. Vete, cariño. Vuelve mañana.

«Vuelve mañana», repitió Tatiana para sus adentros al salir de la tienda.

Por un momento, había pensado en utilizar los cupones del día siguiente, pero entonces, ¿qué haría mañana? ¿Y pasado mañana? No podía volver a casa. De hecho, no volvió a casa, sino que se quedó en el refugio y después se fue al hospital. Vera había desaparecido; la tarjeta de control de Tatiana había desaparecido; a nadie le importaba. Se echó a dormir un rato en una de las habitaciones sin calefacción, y en la cafetería le sirvieron un líquido claro y unas cucharadas de gachas que era aguachirle, pero no le dieron nada para llevarse a casa. Buscó a Vera pero fue inútil. Se sentó en el puesto de las enfermeras; después fue a una de las salas y le hizo compañía a un soldado moribundo. Mientras ella le cogía la mano, el hombre le preguntó si era una monja. Le respondió que no, pero que él podía decirle lo que quisiera.

—No tengo nada que contarle. ¿Por qué está sangrando?

Tatiana comenzó a explicárselo, pero no había gran cosa que explicar, así que le dijo:

—Por la misma razón que está usted en el hospital.

Tatiana pensó en Alexandr, en todo lo que hacía por protegerla. De Leningrado, de Dimitri, de trabajar en el hospital: un lugar terrible, infecto, donde existía el riesgo del contagio; de los ladrillos en Luga; de las bombas alemanas; del hambre. No quería que subiera a la azotea. No quería que fuera sola a Fontanka, o sin el ridículo casco que él le había dado, o que durmiera sin todas sus prendas. Quería que se aseara, incluso con agua fría, y quería que se lavara los dientes todos los días aunque no los tuviera sucios con restos de comida. Sólo quería una cosa.

Quería que viviera.

Saberlo le produjo un cierto alivio.

Un poco de consuelo.

Tendría que ser suficiente.

Cuando regresó a su casa, alrededor de las siete de la tarde, se encontró con que su familia estaba muy preocupada por ella.

—Lo hubiéramos comprendido, hija mía. Lo importante eres tú, no el pan —comentó su madre.

Dasha le dijo que había enviado a Alexandr a buscarla.

—No lo hagas nunca más, Dasha —le rogó Tatiana, con un tono de fatiga—. Conseguirás que lo maten.

Tatiana se sorprendió al ver que su familia no estaba furiosa por la pérdida del pan. No tardó en averiguarlo. Alexandr había traído aceite, habas de sojas y media cebolla. Dasha había preparado un estofado delicioso, con una cucharada de harina y un poco de sal.

—¿Dónde está el estofado? —preguntó Tatiana.

—No había mucho, Tanechka —respondió Dasha.

—Creímos que habías comido allí donde estabas —señaló la madre.

—Tú has comido, ¿no? —intervino babushka.

—Teníamos mucha hambre —admitió Marina.

—Sí, no os preocupéis por mí —manifestó Tatiana, con un tono de desaliento.

Alexandr se presentó alrededor de las ocho. La había estado buscando durante tres horas. Lo primero que le preguntó fue:

—¿Qué te ha pasado?

Tatiana se lo dijo.

—¿Dónde has estado todo el día? —Alexandr le hablaba como si no hubiera nadie más en la habitación.

—Fui al hospital. Para ver si podían darme un poco de comida.

—No te dieron.

—Un poco. Comí unas gachas. —Aguachirle.

—De acuerdo. —Alexandr se quitó el abrigo—. Hay estofado.

Se escucharon unas toses. La familia se hizo la disimulada. Alexandr no entendía nada. Miró a Dasha.

—Te traje habas de soja, Dasha. Dijiste que prepararías un estofado.

—Lo preparé —dijo Dasha con un tono contrito—. Pero había poco. Nos lo comimos.

—¿Os lo comisteis y no dejasteis nada para ella? —El oficial enrojeció de furia.

—Alexandr, no pasa nada —manifestó Tatiana, ansiosa—. Tampoco dejaron nada para ti.

Dasha soltó una risita nerviosa.

—Tú comes en el cuartel, y ella dijo que había comido, cariño.

—Ella es una mentirosa —gritó Alexandr.

—Ya comí —afirmó Tatiana.

—¡Eres una mentirosa! —vociferó Alexandr—. Te lo prohíbo. Te prohíbo que vayas a buscarles la comida. Devuélveles las cartillas y diles que vayan ellas a buscarse su maldita comida. No quiero que vayas nunca más a buscarles el pan si son incapaces de guardarte un poco de la comida que traigo.

Tatiana permaneció callada. Se sintió tan gratificada que por un momento se olvidó del pan.

—¿Quién irá a buscar tu pan si ella muere? —le increpó a Dasha—. ¿Quién te traerá una olla de caldo a casa, quién te traerá puré de verduras?

—Yo traigo el puré de verduras de la fábrica —señaló la madre, con un tono desabrido.

—¡Sí y se come la mitad antes de poner un pie en esta casa! —gritó el capitán—. ¿Cree que estoy ciego? ¿Cree que no sé que Marina acaba los cupones antes de que termine el mes y entonces le pide pan a Tatiana, que recibe una paliza mientras ustedes duermen?

—Yo no duermo. Coso —replicó la madre—. Me paso toda la mañana cosiendo.

—Tania, no les irás a buscar las raciones nunca más, ¿está claro? —Una vez más, Alexandr le hablaba como si no hubiera nadie en la habitación.

Tatiana murmuró algo sobre lavarse y salió. Cuando volvió, Alexandr estaba sentado a la mesa, fumando. Parecía más tranquilo.

—Ven aquí —le dijo en voz baja.

Marina estaba en la otra habitación con su tía. Babushka había ido al apartamento de Nina Iglenko.

—¿Dónde está Dasha? —preguntó Tatiana. Se acercó a él lentamente, atenta a su mirada.

—Ha ido a pedirle un abrelatas a Nina. Acércate más.

—Shura, por favor —le rogó la muchacha, cuando llegó a su lado—. ¿Qué se ha hecho de tu expresión indiferente? Me lo prometiste.

Él mantuvo la mirada fija en el suéter de Tatiana.

—No te preocupes —susurró ella—. Estoy bien.

—Haces que me sienta peor. No lo hagas. —Alexandr apoyó una mano en la cadera de la muchacha y soltó un gemido muy suave.

Tatiana se inclinó y apoyó la frente en la del capitán.

Permanecieron inmóviles por un momento. Ella apartó la cabeza. Él hizo lo mismo.

—Mira lo que tengo para ti, Tania. —Alexandr sacó una lata del bolsillo del abrigo.

—Aquí tienes el abrelatas —anunció Dasha, desde el umbral—. ¿Para qué lo necesitas?

Alexandr abrió la lata y, con un cuchillo, cortó el contenido en trocitos. Le entregó la lata a Tatiana.

—Adelante, pruébalo.

—¿Qué es? —preguntó ella. Tenía ganas de sonreír. Era la cosa más exquisita que había probado en toda su vida. No era jamón, ni mortadela boloñesa, ni cerdo, sino una mezcla de las tres cosas, bañada en manteca y gelatina. La lata era pequeña, no podía contener más de cien gramos—. ¿Qué es esto? —repitió. Su mirada expresaba con toda claridad un deleite para el que no tenía palabras.

Spam.

—¿Spam? ¿Qué es Spam?

—Es parecido a un paté de jamón. En ruso, se llama tushonka.

—Esto es mucho más rico que el jamón.

—¿Puedo probarlo? —preguntó Dasha.

—No. —Alexandr no se volvió—. Quiero que tu hermana se lo coma todo. Tú ya has comido, Dasha. No es posible que tengas hambre después de llenarte de estofado.

—Sólo quería un trocito. Para probarlo.

—No.

—Tania, por favor. Lamento haberme comido tu parte del estofado. Sé que estás enfadada.

—No estoy enfadada, Dasha.

—Pues yo sí. —Alexandr se encaró con su prometida—. Eres una mujer adulta. Esperaba otra cosa de ti.

—Dije que lo lamentaba —refunfuñó Dasha.

Tatiana comió varios trozos. Todavía quedaba media lata.

—¿Alexandr?

—No, Tatiana.

Comió otro par de trozos. Ahora quedaban dos. Tatiana lamió la manteca y la gelatina. Cogió uno de los trozos y se lo ofreció a Alexandr, que lo rechazó con un gesto.

—¿Uno para ti y otro para Dasha?

Dasha le arrebató el trozo de la mano. Tatiana le dio el último a Alexandr, que se lo comió. La muchacha lamió la lata.

—Esto es delicioso. ¿Dónde lo has conseguido?

—De los norteamericanos, a través del acuerdo de Préstamo y Arriendo. Una caja de Spam para Leningrado y dos camiones militares.

—Hubiese preferido más cajas de esto.

—No lo sé. Los camiones son muy buenos. —Alexandr sonrió.

Tatiana se quedó con las ganas de devolverle la sonrisa. Miró a su hermana.

—Dasha, cariño, ¿qué tal está Nina?

—Muy mal.

Alexandr se marchó al cuartel al cabo de unos minutos. La mañana siguiente, cuando Tatiana salió para ir a buscar las raciones, Dasha la acompañó.

El segundo día, Dasha se quedó en la cama, pero en la calle un soldado esperaba a Tatiana en el portal.

—¡Sargento Petrenko! —Tatiana sonrió—. ¿Qué hace aquí?

—Ordenes del capitán. —El sargento la miró con afecto—. Me dijo que la acompañara a la tienda.

Al tercer día, Petrenko no estaba en el portal, pero Alexandr la estaba esperando en Fontanka. La acompañó a casa y luego volvió al cuartel. Al cuarto día, se presentó en el apartamento.

En el camino de regreso de la tienda, el capitán la dejó sola unos instantes para ayudar a una mujer que tiraba de dos trineos por Ulitsa Nekrasova. En uno había un cadáver envuelto en una sábana, y en el otro, una bourzhuika. Alexandr se acercó para decirle que debía decidirse por uno de los dos, y que más le valía llevarse primero la estufa y luego ocuparse del cadáver.

Tatiana lo esperaba pacientemente y sola, apoyada contra una pared, cuando vio a tres adolescentes que se acercaban con paso decidido. Miró a Alexandr, que estaba a unos cien metros de distancia, de espaldas a Tatiana, y muy ocupado arrastrando uno de los trineos. Gritó el nombre del capitán, pero el viento era muy fuerte y soplaba en contra, así que él no la escuchó.

Se volvió hacia los muchachos. Reconoció a uno: era el mismo que le había robado en la tienda. La calle estaba desierta, y la nieve, arrastrada por el viento, formaba montones de varios metros de altura. Los montones ocultaban los cadáveres. No había coches, ni autobuses. Sólo Tatiana. Exhaló un suspiro. Pensó en cruzar la calle a la carrera, pero se le hizo un mundo. No tenía fuerzas para correr. Así que no se movió.

En cuanto llegaron a su lado, les ofreció las raciones de pan, la suya y la de Alexandr, sin decir palabra. Dos de los asaltantes la metieron en el portal. El tercero, la hiena de antes, cogió el pan pero después la miró con una expresión bestial y le dijo a sus compañeros:

—¿Preparados? Vamos allá. —La hoja de una navaja brilló ante los ojos de la muchacha.

Tatiana miró al muchacho directamente a los ojos sin siquiera pestañear.

—Vete, márchate de aquí antes de que sea demasiado tarde. Vete ahora mismo. Él te matará.

—¿Qué? —exclamó el muchacho, sorprendido.

—¡Vete! —gritó Tatiana, pero en aquel mismo momento, el muchacho recibió un tremendo culatazo en la cabeza y se desplomó, fulminado. Los otros dos no tuvieron tiempo para soltarla. Alexandr tumbó a uno y después al otro. En cuestión de segundos, los tres yacían tumbados en la nieve.

El capitán hizo salir a Tatiana del portal.

—Apártate, por favor. —Amartilló el arma y apuntó a uno de los asaltantes.

—¡No! —exclamó Tatiana. Puso una mano sobre la pistola.

—Tatiana, por favor. —Le apartó la mano—. Si no lo hago, mañana volverán a aterrorizar a alguna otra persona. Apártate.

—Shura, por favor, no. Les vi los ojos. No vivirán hasta mañana. No manches tus manos con su sangre.

Alexandr enfundó la pistola a regañadientes. Recogió la bolsa con el pan y, con un brazo alrededor de la cintura de Tatiana, la acompañó a su casa en medio de la ventisca.

—¿Sabes lo que te hubiera ocurrido de no haber estado yo contigo?

—Sí. —Quería mirarle a la cara, pero se sentía tan débil que no tuvo fuerzas ni para levantar la cabeza—. Lo mismo que me pasa cuando estoy contigo.

A la mañana siguiente, Alexandr le trajo un arma. No era una pistola Tokarev como la suya, sino una automática P-38 alemana que había conseguido cerca de Pulkovo dos meses atrás.

—No olvides que los chicos son todos unos cobardes, se meterán contigo porque creen que pueden. No tienes que usar la pistola, sólo mostrársela. No volverán a meterse contigo.

—Shura, yo nunca he usado un arma.

—¡Estamos en guerra, Tania! ¿Recuerdas cuando jugabas a la guerra con Pasha? ¿No jugabas a ganar? Pues ahora juega. Lo único diferente es que ahora todos nos jugamos algo más. —El capitán le entregó un puñado de rublos.

—¿Qué es esto?

—Ahí tienes mil rublos. Es la mitad de mi paga. No hay comida, pero todavía se consiguen cosas en el mercado negro. Ve, y no te preocupes de los precios. Compra lo que necesites. Me han dicho que están vendiendo harina, y quizás otras cosas. Me preocupa dejarte, pero debo hacerlo. El coronel Stepanov quiere que lleve los camiones con tropas de refresco al lago Ladoga.

—Muchas gracias —susurró Tatiana.

—Tu hermana y tu prima tienen que acompañarte a la tienda, Tania. —El rostro de Alexandr se veía tenso—. Por favor, no vayas sola. No volveré hasta dentro de una semana o diez días. Quizá más. —Las palabras que no querían decir flotaban en el aire helado—. No te preocupes por mí. La mala noticia es que hemos perdido Tijvin. Dimitri se disparó en el pie justo a tiempo. Tijvin fue… —Se interrumpió—. No importa.

—Me lo imagino.

—Ahora no hay ferrocarril para ir al otro lado del lago. La única manera de traer alimentos a Leningrado es a través del Ladoga, pero ahora no podemos transportar los abastecimientos hasta el lago. El pan que comes lo hacen con las reservas de harina. Necesitamos recuperar Tijvin y el ferrocarril. Sin ellos, es imposible abastecer la ciudad.

—Oh, no.

—Sí. Mientras tanto, el alto mando ha ordenado que construyamos una carretera que pasará por las aldeas casi despobladas que están muy al norte, cerca de Zaborie, para llegar al otro lado del lago. Nunca se ha intentado hasta ahora construir allí una carretera, pero no podemos elegir. Si no la construimos, significará la muerte para todos.

—¿Cómo hacéis para transportar los abastecimientos a través de un lago que aún no está helado del todo? —Tatiana se estremeció.

Alexandr la miró con ojos de cordero degollado.

—Si no reconquistamos Tijvin, no habrá abastecimientos que transportar por muy helado que esté el lago. No tenemos ninguna probabilidad sin la ciudad —dijo Alexandr, sin tocar a Tatiana. Después añadió—: Vigila las reservas de comida como si fueran oro en paño. Volverán a reducir las raciones.

—No nos queda gran cosa, Shura.

Caminaron hasta la esquina de Nevski y Liteinii. Alexandr, que debía marcharse al cuartel, le dijo antes de despedirse:

—Ayer me llamaste Shura delante de toda la familia. Tienes que ir con más cuidado. Tu hermana acabará por darse cuenta.

—Sí —admitió ella, con un tono triste—. Tendré que ir con más cuidado.

Tatiana compró menos de medio kilo de harina por quinientos rublos. Doscientos cincuenta rublos por cada taza, y pagó trescientos por medio kilo de mantequilla, medio litro de leche de soja y un paquete de levadura pequeño.

En casa quedaba un poco de azúcar. Preparó pan.

Aquello era lo que habían conseguido los Metanov con mil rublos, la mitad de la paga de Alexandr por defender Leningrado: una hogaza de pan untada con un poco de mantequilla. La cena de una noche. Al menos Alexandr les había traído un poco de leña para la estufa y medio litro de petróleo.

Dividieron el pan en cinco porciones, las sirvieron en platos y se las comieron con cuchillo y tenedor. Cuando acabaron de comer, Tatiana agradeció a Dios haberle dado a Alexandr.