Aquella noche Tatiana soñó que no dormía, que la noche duraba todo el año y que en la oscuridad la mano de Alexandr encontraba la suya.
Acababa de levantarse cuando llamaron a la puerta. Era Alexandr. Traía dos kilos de pan negro y medio kilo de trigo sarraceno. Todos dormían excepto Tatiana. El capitán la esperó en la cocina, con los brazos cruzados y una mirada fría, mientras ella se cepillaba los dientes. Alexandr comentó que el baño apestaba. Tatiana hacía tiempo que ni lo advertía.
—Shura, no salgas ahora. Hace frío. Puedo cargar con un kilo de pan; al menos, eso creo. Dame tu cartilla. Traeré el tuyo.
—Aún no ha llegado el día en el que tengas que traerme las raciones.
—¿Lo dices en serio? —replicó Tatiana, tajante. Se acercó a él con tanto ímpetu que él retrocedió—. Si tú puedes ir al frente…
—Como si pudiera elegir.
—Como si yo pudiera elegir. Te traeré tu ración. Dame tu cartilla.
—No. Deja que te traiga el abrigo. ¿Cómo están tus manos?
—Están bien. —Se las enseñó. Quería que él se las cogiera, se las tocara, pero no lo hizo; sencillamente la miró con la misma mirada fría.
Salieron a la calle. La temperatura era de diez grados bajo cero. A las siete de la mañana todavía estaba oscuro y soplaba un viento tremendo que traspasaba el abrigo de Tatiana y se le metía en las orejas, que los acompañó con su lamento ártico todo el camino hasta la tienda. En el local sólo tenían a unas treinta personas delante. Tatiana calculó que tardarían unos cuarenta y cinco minutos.
—Sorprendente, ¿verdad? —comentó Alexandr, con un tono de ira mal disimulada—, que estemos a mitad de noviembre, y tú tengas que seguir haciendo esto sola.
Tatiana no le respondió. Tenía demasiado sueño. Se encogió de hombros y se ajustó el chal a la cabeza.
—¿Por qué lo haces? —preguntó el capitán—. Dasha puede hacerlo sin problemas, o por lo menos podría acompañarte. Marina también. ¿Por qué insistes en venir sola?
No sabía qué responderle. Tenía demasiado frío y le castañeteaban los dientes. Al cabo de unos minutos entró en calor pero seguía el castañeteo de los dientes. «¿Por qué vengo sola en medio de la oscuridad y el frío, y durante los bombardeos? —pensó—. ¿Por qué nunca cambiamos?».
—Porque si viene Marina, se come las raciones en el camino de vuelta. Porque mamá cose toda la mañana y Dasha tiene que hacer la colada. ¿A quién se lo voy a pedir? ¿A babushka?
Alexandr no le respondió. El enojo no desapareció de su rostro.
Tatiana le tocó el abrigo, y él se apartó.
—¿Por qué estás enojado conmigo? ¿Porque subí a la azotea?
—Porque tú no… —Se interrumpió—. Porque no me escuchas. —Exhaló un suspiro—. No estoy enojado contigo, Tatia. Estoy furioso con ella.
—No lo estés. Simplemente ha sucedido de esta manera. Prefiero estar aquí que no haciendo la colada.
—¿Cómo es que Dasha tiene que lavar tanta ropa? Tú podrías dormir hasta tarde como hace ella seis días a la semana.
—Escucha, lo está pasando bastante mal con todo esto. Comencé a ir…
—Comenzaste a ir porque te lo dijeron, y tú contestaste de acuerdo. Ellos dijeron: «ah, también podrías cocinar para nosotros», y tú contestaste: «de acuerdo», a pesar de tener una pierna enyesada.
—Alexandr, ¿qué te molesta tanto? ¿Que haga lo que me dicen? También hago lo que tú me dices.
—¿Tú haces lo que te digo? —replicó Alexandr, pálido—. ¿Has dejado de subir a la condenada azotea? ¿Bajas al refugio? ¿Has dejado de darle tu comida a Nina? Sí, ya se ve cómo haces lo que te digo.
—¿Crees que a ellas les hago más caso? —exclamó Tatiana, incrédula. Todavía no era su turno. Había una docena de personas que los precedían en la cola. Doce personas que les escuchaban—. Creía que no estabas enojado conmigo.
—No estoy enojado por eso. ¿Quieres sabes por qué estoy enojado?
—Sí —respondió ella, con un tono fatigado. En realidad, no le importaba.
—Porque haces todo lo que te piden.
—¿Y?
—Todo. Ellas dicen ve, y vas. Te dicen dame, y tú les das. Te dicen lárgate, y te largas. Te pegan, y tú las defiendes. Te dicen: «quiero tu pan, quiero tu leche, quiero tu té, quiero tu…».
Tatiana vio dónde quería ir a parar, e intentó detenerlo.
—No, no. —Sacudió la cabeza—. No sigas.
—Dicen: «él es mío» —prosiguió el capitán, implacable—, y tú dices: «de acuerdo, de acuerdo, por supuesto, es tuyo, puedes quedártelo. A mí nada me importa. Ni la comida, ni mi pan, ni yo misma, ni mi vida, y él tampoco, nada me importa». —Acercó su rostro al de la muchacha, y le susurró con un tono feroz—: Yo, Tatiana, estoy luchando por nada.
—Oh, Alexandr —exclamó Tatiana con una expresión de reproche.
Permanecieron en silencio hasta que les entregaron sus raciones. A Alexandr le dieron patatas, zanahorias, carne, pan, leche de soja, mantequilla y crema agria.
El capitán cargó con la bolsa de comida cuando salieron a la calle, y Tatiana caminó a su lado en silencio. Él caminaba tan rápido que a la muchacha le costaba mantenerse a la par. Tatiana comenzó a retrasarse, y cuando vio que el oficial no acortaba el paso, acabó por detenerse.
—¿Qué pasa? —le preguntó Alexandr, furioso.
—Ve tú. Sigue tú solo. No puedo caminar tan deprisa. Ya llegaré.
Alexandr retrocedió y le ofreció el brazo.
—Vamos. Para sumarse a los festejos de nuestra revolución, los alemanes comenzarán a bombardearnos dentro de unos minutos, y te aseguro que no se detendrán hasta la noche.
Tatiana enlazó su brazo con el de Alexandr. Quería llorar, deseaba no quedarse atrás, no tener tanto frío. La nieve se colaba en las botas destrozadas que llevaba atadas con un cordel. La pena se colaba en su corazón destrozado que llevaba atado con un cordel. Caminaron por la nieve sin levantar la mirada del suelo.
—Yo no te traicioné, Shura —afirmó Tatiana, al cabo de un rato.
—¿No? —La voz del hombre no podía ser más amarga.
—¿Por qué me haces esto? ¿Cómo puedes convertir en una falta que me comporte correctamente con mi hermana? Tendrías que estar avergonzado de ti mismo.
—Estoy avergonzado de mí mismo.
Ella le apretó el brazo con todas sus fuerzas.
—Se supone que tú eres el fuerte. No veo que luches por mí.
—Peleo por ti todos los días. —El capitán aceleró el paso una vez más.
Tatiana le tiró del brazo para obligarlo a que acortara el paso. Se rio sin sonido; su cuerpo estaba tan debilitado que ya casi no le quedaban ánimos.
—¿Pedirle a Dasha que se case contigo es luchar por mí?
Las sirenas comenzaron a sonar cada vez con mayor insistencia, pero no era nada comparado con las sirenas de su corazón.
—Ahora que Dimitri es un distrófico herido y ha desaparecido de la escena, ¡te las das de valiente! —afirmó la muchacha—. Ahora que crees que no debes preocuparte por él, te estás permitiendo todo tipo de libertades delante de mi familia y ahora te enojas conmigo por cosas que son agua pasada. Pues, mira, no pienso soportarlo. ¿Te sientes mal? Ve y cásate con Dasha. Eso hará que te sientas mejor.
Alexandr se detuvo bruscamente y la metió en un portal.
De pronto se encontraron en medio del bombardeo. Era una auténtica lluvia de bombas.
—¡No le pedí que se casara conmigo! —gritó el capitán—. ¡Acepté casarme con Dasha para que Dimitri te dejara en paz! ¿O es que lo has olvidado?
—¡Así que ése era tu gran plan! —le replicó ella a voz en cuello—. ¡Ibas a casarte con Dasha por mí! ¡Qué bueno eres, Alexandr, qué humano! —Las palabras brotaban furiosas, salían de entre sus pechos helados. Las manos de Tatiana lo sujetaron por el abrigo mientras ella aplastaba su rostro contra el pecho del hombre—. ¿Cómo pudiste? —chilló—. ¿Cómo pudiste? —susurró—. Tú le pediste que se casara contigo.
¿Lo dijo a gritos o lo susurró? Tatiana lo zarandeó pero resultaba patético, y le golpeó con sus manos cubiertas con los mitones, pero no eran golpes, sino caricias. Alexandr la estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que la dejó sin aliento.
—Dios mío —susurró—. ¿Qué estamos haciendo? —Él no la soltó.
Tatiana cerró los ojos, con los puños apoyados en su pecho.
—¿Qué pasa, Shura? ¿Tienes miedo por mí? ¿Crees que me ronda la muerte? —Tatiana lo miró mientras esperaban que, en algún momento, cesara el bombardeo.
—No —respondió él, sin mirarla.
—¿Me ves muerta? —Tatiana se apartó y fue a situarse al otro extremo del portal.
Transcurrieron unos segundos antes de que Alexandr le respondiera, y cuando lo hizo, su voz transmitió toda la emoción que lo embargaba.
—Cuando mueras, llevarás tu vestido blanco con las rosas rojas, tendrás el pelo largo y te caerá sobre los hombros. Cuando te maten, en tu maldita azotea o caminando sola por la calle, tu sangre será como otra rosa roja en tu vestido y nadie se dará cuenta, ni siquiera tú cuando te desangres por la Madre Rusia.
—Me quité el vestido, ¿no? —replicó Tatiana con un nudo en la garganta.
Alexandr echó una ojeada a la calle.
—¿Qué más da? Piensa en lo poco que importan las cosas ahora. Mira lo que está pasando. ¿Por qué estamos en este portal? Vamos a tu casa. Vamos con tus trescientos gramos de pan. Vamos.
Tatiana no se movió. Él tampoco.
—Tania, ¿por qué continuamos disimulando? ¿Por qué? ¿Para beneficio de quién? Sólo nos quedan unos minutos, y no son nada buenos. Nos están quitando todo lo que tenemos, y la mayoría de nuestras pretensiones, incluso las mías; sin embargo continuamos con las mentiras. ¿Por qué?
—¡Te diré por qué! ¡Te diré en beneficio de quién! Por ella. Porque ella te quiere. Porque quieres consolarla en los minutos que le quedan. ¡Por eso!
—¿Qué me dices de ti, Tania? —preguntó Alexandr, con la voz quebrada. Hizo una pausa y la miró como si quisiera decirle algo. Ella permaneció muda—. ¿No quieres que te consuele en los minutos que te quedan?
—No —contestó ella débilmente—. Ya no se trata de ti o de mí. —Agachó la cabeza—. Puedo soportarlo. Ella no.
—Yo tampoco puedo.
—Tú puedes soportar esto y más, Alexandr Barrington —afirmó Tatiana con pasión—. Déjalo ya.
—De acuerdo. Lo dejaré.
—Quiero que me prometas una cosa.
El capitán la miró con una expresión de cansancio.
—Prométeme que tú no…
—¿Yo no, qué? —preguntó Alexandr desde el otro lado del portal—. ¿Casarme con ella o romperle el corazón?
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Tatiana. Respiró con desesperación como si estuviese a punto de ahogarse. Se arrebujó en el abrigo.
—Romperle el corazón.
Alexandr la miró, incrédulo. Ella tampoco lo podía creer.
—Tania, no me tortures.
—Shura, prométemelo.
—¿Una de tus promesas o de las mías?
—¿Eso qué significa?
—Nada.
—Todavía no he escuchado tu promesa…
—De acuerdo, te lo prometo, si tú me prometes…
—¿Qué?
—Que no te pondrás el vestido blanco nunca más, que nunca más darás tu pan, que nunca más subirás a la azotea. Si lo haces, se lo contaré todo inmediatamente. En el acto, ¿me escuchas?
—Te escucho —dijo Tatiana, convencida de que no era muy justo.
—Prométeme —añadió Alexandr, mientras la cogía de la mano, para acercarla a su cuerpo— que harás todo lo posible por sobrevivir.
—Está bien, te lo prometo —respondió con el corazón en la mirada.
—¿Es una de tus promesas o de las mías?
—¿Eso qué significa?
El capitán le sujetó el rostro entre sus manos. A Tatiana se le aflojaron las piernas.
—Si haces todo lo posible por seguir viva —susurró Alexandr—, no le romperé el corazón a tu hermana.