2

Los panfletos llovieron sobre Leningrado como había pasado en Luga. Primero los panfletos, después las bombas. La diferencia estaba en que entonces tenía comida y hacía calor. La diferencia estaba en que entonces Tatiana creía en muchas cosas. Creía que encontraría a Pasha. Creía que la guerra se acabaría pronto. Creía en el camarada Stalin.

En la actualidad, sólo creía en una cosa vaga pero inmutable.

En un hombre inmutable.

Ahora los panfletos que llovían de los aviones de la Luftwaffe anunciaban en ruso: «¡Mujeres! Vestid vuestros vestidos blancos. Vestid vuestros vestidos blancos para que cuando caminéis por Suvorovski para que os den vuestros doscientos cincuenta gramos de pan, os podamos ver desde doscientos metros de altura; así no dispararemos contra vosotras ni lanzaremos bombas en vuestro camino».

«¡Ponte tu vestido blanco y vive, Tatiana!», era lo que le gritaban los panfletos.

Tatiana se metió uno de los panfletos en un bolsillo, unos pocos días antes del vigésimo cuarto aniversario de la revolución rusa, el de noviembre. Lo llevó a su casa y lo dejó sobre la mesa sin hacerle más caso. Allí se quedó hasta el día siguiente cuando regresó Alexandr, más delgado de lo que había estado dos semanas antes, con el rostro consumido. Se habían esfumado la mirada brillante, la sonrisa perpetua, el encanto y la animación.

Lo que quedaba era un hombre que abrazó a Dasha e incluso a la madre, que le devolvió el abrazo y dijo:

—Me alegra mucho verte, querido. Se nos hacía insoportable pensar que estabas calado hasta los huesos y pasando frío.

—Aquí no llueve, pero no se está mucho más caliente —respondió el hombre, que abrazó a babushka que se apoyaba en la pared del vestíbulo, porque ya no se aguantaba de pie sin apoyo, que besó a Marina en la mejilla y que, cuando se volvió hacia Tatiana que permanecía como una tonta en el umbral, con una mano en el picaporte de latón, fue incapaz de acercarse y tocarla. No lo hizo, a pesar de que su mirada se detuvo en ella. Le dedicó un gesto de saludo. Al menos era algo. Le dedicó un gesto, se volvió, entró en la habitación, dejó el fusil, se quitó el abrigo, se sentó y pidió el jabón.

Las muchachas lo rodearon. Dasha le trajo un trozo de pan, que él se comió de un bocado. Marina miró el trozo de pan antes que él se lo comiera.

—Mañana es el aniversario de la revolución, Alexandr. ¿Crees que nos darán algo más para celebrarlo? —preguntó Dasha.

—Os traeré un poco de comida del cuartel. Os la traeré mañana, ¿de acuerdo?

—¿Y ahora? ¿No tienes nada ahora?

—Acabo de llegar del frente, Dasha. Hoy no tengo nada.

—Alexandr, ¿quieres una taza de té? —ofreció Tatiana—. Yo te la prepararé.

—Sí, gracias.

—¡Yo le prepararé el té! —exclamó Dasha, furiosa, y desapareció.

El capitán encendió un cigarrillo y se lo ofreció a Tatiana.

—Fuma —le dijo en voz baja—. Adelante.

Tatiana sacudió la cabeza. Lo miró, extrañada.

—Tú sabes que no fumo.

—Lo sé, pero te ayudará a matar el hambre. —Hizo una pausa—. ¿Qué? ¿Por qué me miras de esa manera? —Esbozó una sonrisa—. Sigue mirando —susurró.

Tatiana, que lo miraba con sus ojos claros y afectuosos, no pudo evitarlo. Apoyó la mano enguantada en la espalda del oficial y le hizo una caricia.

—Shura, no tengo apetito. —Apartó la mano. Él se llevó el cigarrillo a los labios.

Babushka y Marina los observaban. A Tatiana no le importaba.

Tenía su rostro para ella sola. Marina se acercó.

—Alexandr, ¿me das un cigarrillo? Para matar el hambre.

Alexandr se quitó el cigarrillo de la boca y se lo dio a Marina.

—Tania, ¿estás segura de que no quieres fumar? —preguntó Marina—. Acaba de estar en su boca.

El capitán miró a las muchachas con una expresión un tanto divertida.

—Marinka, fúmate tu cigarrillo y deja a Tania en paz. —Recogió el panfleto nazi que estaba en la mesa—. Para celebrar el aniversario de la gloriosa revolución, Zhdanov, el jefe del partido en Leningrado, está buscando un par de cucharadas de crema agria para los niños. Quizá… —Se interrumpió. Leyó el panfleto—. ¿Qué es esto?

—Nada importante. —Tatiana se acercó a la mesa.

Marina se había sentado. Babushka continuaba apoyada en la pared. La muchacha se desabrochó el abrigo y le mostró a Alexandr el vestido blanco con las rosas rojas bordadas que llevaba debajo.

Alexandr palideció.

—¿Ése es tu vestido? —preguntó con voz quebrada.

Sólo Tatiana, que estaba delante de Alexandr, veía su mirada. Se apartó, al tiempo que sacudía la cabeza muy levemente para decirle: «No, no sigas, esta habitación es demasiado pequeña para nosotros dos. No sigas».

—Sí, es mi vestido. —Tatiana se miró el vestido. Había adelgazado tanto que el vestido le colgaba de los hombros como de una percha.

Se abotonó el abrigo.

Dasha entró cargada con la bandeja del té. Cerró la puerta con el pie.

—Alexandr, aquí tienes el té. No está muy fuerte, pero el té es algo que todavía no nos falta. De todo lo demás ya no queda casi nada… —Se interrumpió—. ¿Qué pasa? —preguntó mientras dejaba la bandeja delante del capitán.

—Nada. —Alexandr miró el panfleto—. ¿Qué es esto?

Dasha miró a Marina, desconcertada, y Marina se encogió de hombros como si dijera: «A mí que me registren».

—Por eso me he puesto el vestido blanco —le explicó Tatiana, que seguía de pie—. Para que no me disparen.

Alexandr se levantó con tanta violencia que se volcó el té caliente sobre la guerrera. Descargó un puñetazo tremendo contra la mesa con la mano donde sostenía el panfleto.

—¿Estás loca? —le gritó a Tatiana—. ¿Es que has perdido el juicio?

Dasha lo sujetó de la manga de la guerrera.

—Alexandr, ¿qué te pasa? ¿Por qué le gritas?

—¡Tania! —volvió a gritar el oficial, que dio un paso adelante con aire feroz. Tatiana no se amilanó.

Dasha se encargó de apartar a Alexandr.

—Siéntate, ¿se puede saber qué te pasa? ¿Por qué gritas?

Alexandr se sentó, sin desviar la mirada de Tatiana ni por un instante. Tatiana fue hasta el sofá, cogió un paño de cocina que había detrás del respaldo y se acercó a la mesa para limpiar el té derramado.

—Tania —añadió su hermana—, no te acerques demasiado, no vaya a ser…

—¿No vaya a ser qué, Dasha? —preguntó el capitán, colérico.

—Olvídalo, Dasha —dijo Tatiana en voz baja.

Recogió la taza de té vacía para ir a buscar más té a la cocina.

Alexandr la cogió por el brazo.

—Tania, deja la taza y ve a cambiarte de vestido. —No le soltó el brazo, pero añadió—: Por favor.

Tatiana dejó la taza.

—Tania. —La mirada de Alexandr la traspasaba. Deseó que él le soltara el brazo y dejara de mirarla—. Tania, ¿recuerdas lo que hicieron los alemanes en Luga? Tú estabas allí, ¿no lo viste? Lanzaron los panfletos sobre las voluntarias y las muchachas que cavaban las trincheras y recolectaban las patatas. «Vestid vuestros vestidos y chales blancos, —decían—. Así sabremos que sois civiles y no os dispararemos». Las mujeres dijeron «muy bien», y se cambiaron alegremente, y se vistieron de blanco, y los alemanes, cuando aparecieron con sus aviones, vieron los vestidos blancos desde trescientos metros de altura y, las aniquilaron allí mismo, en las trincheras. Les facilitaba muchísimo la puntería.

Tatiana apartó el brazo.

—Ahora ve, y cámbiate, por favor. Ponte algo oscuro y bien abrigado. —Alexandr se levantó—. Yo me prepararé el té. —Miró a Dasha con una expresión fría—. Y tú, hazme un favor, jamás me confundas con alguien que le hizo daño a tu hermana.

—¿Te quedarás? —preguntó Dasha.

—Tengo que presentarme en el cuartel a las nueve.

Comieron una sopa hecha con unas hojas de col, y unas cuantas cucharadas de trigo sarraceno. El pan negro parecía una piedra y el té no tenía azúcar. Le sirvieron a Alexandr una copa de vodka. Él bajó al sótano y trajo leña para la estufa. Por una vez, la habitación estaba caliente. «Notable», pensó Tatiana.

Alexandr estaba sentado a la mesa, con Dasha a un lado, la madre en el otro y Marina, de pie, a sus espaldas. Babushka permanecía en el sofá. Tatiana estaba en un extremo de la mesa, con la mirada perdida en su taza de té. Todos estaban alrededor de Alexandr, excepto ella, que ni siquiera podía acercarse.

—Alexandr, querido, debe ser muy duro para ti estar en el frente y pensar continuamente en la comida como nosotras —dijo la madre.

—Irina Fedorovna, te diré un pequeño secreto. —Se inclinó hacia ella—. Cuando estoy en el frente, en lo que menos pienso es en la comida.

—Alexandr, querido —añadió la madre, acariciándole el brazo—, ¿hay alguna manera de que puedas sacar a mis chicas de Leningrado? Ya casi no tenemos comida.

—Es imposible —respondió el capitán—. Además, como sabes, no estoy en el mando del Ladoga. Estoy más abajo, en el Neva, al mando de la artillería que bombardea las posiciones alemanas al otro lado del río en Schiisselburg. —Se estremeció—. Nos devuelven por duplicado cada cañonazo. Pero hay otra cosa, el lago aún no está helado del todo, y las barcazas que lo cruzan no pueden transportar a los más de dos millones de civiles que todavía quedan en Leningrado. Hasta ahora sólo han evacuado a unos pocos miles, y todos son niños con sus madres.

—Nosotras también somos niñas con su madre —protestó Dasha.

—Quería decir niños pequeños con sus madres —se corrigió Alexandr—. Todas vosotras trabajáis. ¿Quién os dejaría marchar? Tú y Dasha coséis uniformes para el ejército. —Palmeó el brazo de la madre—. Tania trabaja en el hospital. ¿Qué tal te va en el trabajo, Tania? —Miró a la muchacha, que se había apartado de la mesa y ahora estaba junto a la ventana.

—Hoy cosí cuarenta y dos sacos. —Tatiana se encogió de hombros—. Pero no fueron bastantes. Había setenta y ocho muertos. Mamá, no sabes lo mucho que deseo encontrar una máquina de coser para ti.

La madre volvió la cabeza para mirar furiosa a babushka.

—A ti te gustaban las patatas que compraba, Irina —se defendió la abuela con voz débil—. Ahora no tengo nada para darte.

—Mañana os traeré patatas del economato —dijo Alexandr—, y un poco de harina. Os traeré todo lo que pueda, pero no os puedo sacar de aquí. ¿Estáis enteradas de lo que sucedió con el Konstructor? Cruzaba el Ladoga con doscientas cincuenta mujeres y niños a bordo, y cuando navegaba a la altura del cabo Ladoga rumbo a Novaia Ladoga, fue atacado por los cazabombarderos alemanes. El capitán consiguió esquivar una de las bombas, pero otra estalló en la cubierta. El barco se hundió en cuestión de segundos, y todos los que iban a bordo murieron ahogados.

—Prefiero arriesgarme a seguir en Leningrado antes que morir en medio del mar helado. —Sentenció Dasha.

—¿Cómo os vais apañando? —preguntó el capitán—. Tú, Marina, ¿qué tal lo llevas?

—Mal —contestó la muchacha—. No tienes más que mirarnos.

—Has tenido días mejores —admitió Alexandr. Miró a Tatiana.

—Antón ha muerto. La semana pasada —le informó ella, sin mirarlo.

—Sí —intervino Dasha—. Quizás ahora Nina dejará de venir a pedirte que le des comida para su hijo.

—Lamento la muerte de Antón, Tania. No estarás repartiendo tu comida, ¿verdad?

Tatiana prefirió no responder, y cambió de tema.

—¿Tienes alguna noticia de Dimitri? No sabemos nada.

—Dimitri está ingresado en el hospital de Voljov, y esperemos que salga con bien. —El capitán encendió un cigarrillo—. Estoy seguro de que no tiene fuerzas ni para escribir. —La pareja intercambió una mirada.

Sonaron las sirenas de alarma. Alexandr miró en derredor. Ninguno de los presentes se movió.

—¿Qué pasa? ¿Ya nadie baja el refugio? ¿Tatiana os ha convencido para que no bajéis? —preguntó, en voz muy alta para hacerse escuchar por encima del agudo ulular de la sirena.

—Marina y yo todavía bajamos —contestó Dasha, ajustándose el abrigo.

—Tania, ¿cuándo fue la última vez que bajaste al refugio? —Quiso saber Alexandr.

—La semana pasada. —La muchacha se encogió de hombros—. Me senté junto a una mujer que no me dirigió la palabra. Intenté hablar con ella tres veces hasta que me di cuenta de que estaba muerta. Y no hacía poco.

—Tania, dile la verdad —manifestó Dasha—. Estuviste cinco segundos, y aquella noche el bombardeo duró tres horas. Y antes de eso, ¿cuándo bajaste?

—En septiembre —dijo la madre mientras se levantaba para reanudar su trabajo de costura.

—¡Mira quién habla! —exclamó Dasha—. Tú tampoco has vuelto a bajar desde septiembre.

—Tengo trabajo que hacer. Intento ganar un poco más de dinero. Tú tendrías que hacer lo mismo.

—¡Lo hago, mamá! Sólo que me llevo la costura al refugio.

—Sí, y he visto lo que hiciste con aquel uniforme; le cosiste una manga al revés. No se puede coser sin luz, Dasha.

Mientras madre e hija discutían, Tatiana y Alexandr se miraban.

—Tania, no te has quitado los guantes en toda la noche, ¿por qué? —preguntó el oficial—. Ahora se está caliente. Apártate de la ventana donde hace frío. Ven y siéntate con nosotros.

—¡Oh, Alexandr! —exclamó Marina, con una mano apoyada en el brazo del hombre—. No te vas a creer lo que hizo tu Tanechka la semana pasada.

—¿Qué hizo?

—¿Tu Tanechka? —dijo Dasha—. Así es, Alexandr, no te lo vas a creer.

—Quiero contárselo —protestó Marina, con un tono petulante.

—Que alguien me lo cuente.

—¿Tengo que escucharlo? —Tatiana gimió. Recogió las tazas—. Alexandr, ¿podrías echar un poco más de leña al fuego?

El capitán se levantó en el acto para ocuparse de la estufa.

—Puedo echar más leña al fuego, y escuchar.

Dasha se apresuró a contárselo antes de que Marina pudiera abrir la boca.

—El sábado pasado, Marinka y yo fuimos a la cantina de Suvorovski. Había dejado a Tania durmiendo tan tranquila en la habitación, pero al regresar nos encontramos con Kostia, el chico del segundo piso, que nos gritó: «¡Corred, corred! ¡Tania se quema, Tania se quema!».

Alexandr volvió a sentarse en su silla. Miró a Tatiana, y ella advirtió que la mirada del capitán era mucho más fría.

—Tania, cariño, ¿por qué no le cuentas tú el resto? —preguntó Dasha—. Creo que será más divertido si se lo dices tú. Cuéntale lo que pasó.

Tatiana, con el pelo corto, los ojos hundidos, el cuerpo consumido y cargada con las tazas de té de toda la familia, respondió:

—No pasó nada.

—¿Por qué no me lo cuentas, Tatiana? —insistió el capitán, con una mirada que rayaba la furia.

—Kostia es demasiado pequeño para estar en la azotea por su cuenta. Subí a ayudarlo. Estalló una bomba incendiaria, que no era gran cosa, y él se aturulló a la hora de apagar el fuego. Le eché una mano, nada más.

—¿Subiste a la azotea? —preguntó Alexandr, en voz baja.

—Sólo durante una hora —le explicó ella con un tono que pretendía ser jovial. Se encogió de hombros y sonrió—. Te juro que no era nada. Un incendio muy pequeño. Cogí un cubo de arena y lo apagué en cinco minutos. Kostia es un histérico. —Miró a Marina—. Y no es el único.

—Tania, deja de mirar a Marina como si quisieras ahogarla. ¿Un histérico? ¿Por qué no te quitas los guantes y le muestras las manos a Alexandr?

El capitán permaneció en silencio.

Tatiana se dirigió hacia la puerta, cargada con las tazas.

—Como si a él le importara ver mis manos —comentó.

—¿Sabéis qué? —Alexandr se levantó—. No quiero ver nada. Me voy. Se me hace tarde.

Recogió el fusil, el abrigo, el macuto y salió de la habitación sin siquiera acercarse a Tatiana.

Dasha miró a su hermana, a su prima, a su madre y a su abuela.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué le pasa?

—Mucho, mucho miedo —le respondió babushka desde el sofá.

—Marinka, ¿por qué? —preguntó Tatiana—. Ya sabes cómo se preocupa por todas nosotras. ¿Qué necesidad hay de preocuparle todavía más con tonterías? En la azotea estoy tan bien como en cualquier otro sitio, y mis manos están perfectamente.

—¡Tania tiene razón! —afirmó Dasha—. Por cierto, ¿qué has querido decir con eso de «tu Tanechka»? —Miró a su prima hecha una furia.

—Sí, Marina, ¿qué has querido decir? —Preguntó Tatiana y se encaró con la muchacha, que dijo que sólo era una manera de hablar.

—Vaya manera de hablar más estúpida —opinó Dasha.