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Ya no se podía negar que lo que estaba ocurriendo en Leningrado era todavía peor que sus más terribles pesadillas.

La madre de Marina murió.

Mariska murió.

Antón murió.

Los obuses seguían cayendo. Las bombas seguían cayendo. Ahora caían menos bombas incendiarias. Tatiana lo sabía porque había menos incendios, y esto lo sabía, porque cuando iba a Fontanka, había menos lugares donde detenerse y calentarse las manos.

Una mañana de noviembre cuando iba a la tienda, Tatiana vio dos cadáveres tendidos en la calle. En el camino de regreso, dos horas más tarde, eran siete. Ninguno de ellos estaba herido. Simplemente estaban muertos. Se persignó cuando pasó junto a los muertos, se detuvo y se preguntó: «¿Por qué acabo de hacer la señal de la cruz sobre unas personas muertas? Vivo en la Rusia comunista. ¿Por qué lo he hecho?». Hizo la señal de la hoz y el martillo mientras se alejaba a paso lento.

No había lugar para Dios en la Unión Soviética. De hecho. Dios estaba decididamente en contra de los principios que regían sus vidas: fe en el trabajo, en vivir juntos, en proteger al Estado de los inconformistas, en el camarada Stalin. En la escuela, en los periódicos, en la radio, Tatiana había escuchado que Dios era el gran opresor, el odioso tirano que había impedido al trabajador ruso ser consciente de todo su potencial durante centurias. Ahora, en la Rusia posbolchevique, Dios no era más que otro obstáculo en el camino del nuevo hombre soviético. El hombre comunista no podía tener una alianza con Dios, porque eso significaría que su lealtad no era con el Estado. Y no había nada superior al Estado, que no sólo proveería para el pueblo soviético, sino que le daría comida, trabajo y lo protegería del enemigo. Tatiana lo escuchó en el parvulario, a lo largo de los nueve años de colegio, y en las clases de los Jóvenes Pioneros a las que asistía cuando tenía nueve años. Se hizo pionera porque no tenía elección, pero cuando fue el momento de unirse a los jóvenes komsomoles en su último año de escuela, se negó. No por el tema de Dios, sino sencillamente porque no quería. En lo más profundo, Tatiana siempre había creído que no sería una buena comunista. Le gustaban demasiado los cuentos de Mijail Zoschenko.

Durante la infancia, en Luga, había conocido algunas mujeres religiosas, que siempre querían acogerla, bautizarla, enseñarle, convertirla. Ella había huido de ellas, se había ocultado entre los arbustos del jardín del vecino, y las había visto alejarse por la única calle del pueblo, pero no sin antes despedirse de ella con la señal de la cruz, sonrisas bondadosas y, de vez en cuando, gritando su nombre cariñosamente: Tatia, Tatia.

Tatiana volvió a persignarse, esta vez para ella misma. ¿Por qué le resultaba tan consolador?

«Es como si no estuviese sola».

Entró en la iglesia que estaba frente a su casa. «¿Las bombas alcanzan las iglesias? —se preguntó—. ¿Alcanzaron a la catedral de San Pablo en Londres? Si los alemanes ni siquiera habían acertado con la magnífica catedral, ¿cómo podrían encontrar la pequeña iglesia donde estaba?». Se sintió más segura.

Tatiana tuvo que saltar por encima de un cadáver para entrar en la oficina de correos. El hombre había muerto directamente en el umbral.

—¿Cuánto tiempo lleva en la puerta? —le preguntó al viejo.

—Te lo diré si me das otra tostada.

—Tampoco me interesa tanto —replicó—, pero le daré la tostada.

En la oscuridad, nadie podía ver lo que les ocurría a sus cuerpos. Nadie quería enfrentarse a lo que les estaba ocurriendo a sus cuerpos. Dasha retiró todos los espejos de las habitaciones y la cocina. Nadie quería verse ni siquiera por accidente. Dejaron de mirarse las unas a las otras. Nadie tenía que ver ni siquiera por accidente lo que le estaba pasando a sus seres queridos.

Para ocultar su cuerpo de ella misma y de todos los demás, Tatiana se vestía con una camiseta de franela, una camisa de franela, su suéter de lana, el suéter de lana de Pasha, medias gruesas, pantalones, una falda encima de los pantalones y el abrigo a cuadros. Se quitaba el abrigo para dormir.

Dasha mencionó que se había quedado sin pechos, y Marina exclamó: «¡Pechos! ¿Ya no tengo madre, y tú hablas de pechos? ¿No cambiarías tus pechos por tu madre? Yo sí». Dasha se disculpó, pero en la cocina se echó a llorar y dijo: «Quiero recuperar mis pechos, Tanechka».

Tatiana acarició suavemente la espalda de su hermana. «Venga, venga. Coraje, Dasha. No lo estamos haciendo tan mal. Mira, todavía nos queda un poco de avena. Ve adentro. Te preparé gachas».

Después del fallecimiento de la tía Rita, Marina continuó asistiendo a la universidad todas las mañanas, aunque, como le dijo a Tatiana, los profesores no enseñaban nada, no había libros ni clases. Pero en las aulas había un poco de calefacción, y Marina se sentaba en la biblioteca durante unas horas hasta que iba a la cantina para que le dieran un plato de sopa aguada.

—Detesto la sopa —afirmó Marina—. La detesto. Es repulsiva.

—No es repulsiva. Es agua caliente —replicó Tatiana. Se sentó en cuclillas junto al saco de azúcar. Todavía les quedaba algo de centeno—. No toques el centeno. Será nuestra cena durante el mes que viene.

—¡Pero si sólo quedan un par de tazas! —exclamó Marina, incrédula.

—Es una suerte que no te lo puedas comer crudo —comentó Tatiana. Pero estaba en un error. Al día siguiente, había menos centeno en el saco.