—¿Cuántas latas de jamón nos quedan? —preguntó la madre.
—Una —respondió Tatiana.
—No puede ser.
—Mamá, comemos una lata todas las noches.
—No puede ser. Teníamos diez hace unos días.
—Nueve días.
Al día siguiente, la madre preguntó:
—¿Queda algo de harina?
—Sí, nos queda poco más de un kilo. La uso todas las noches para preparar galletas.
—¿Es eso lo que son? ¿Galletas? —intervino Dasha—. A mí me saben a harina y agua.
—Están hechas de harina y agua —replicó Tatiana—. Alexandr las llama galletas marineras.
—¿No podrías hacer pan en lugar de esas ridículas galletas? —protestó la madre.
—¿Pan, mamá? ¿Con qué? No tenemos leche. No tenemos levadura. No tenemos mantequilla y, por supuesto, no tenemos huevos.
—Échale un poco de leche de soja, además del agua.
—Nos quedan tres cucharadas.
—Úsalas. Échale también azúcar.
—De acuerdo, mamá. —A la hora de cenar, Tatiana preparó pan sin levadura con azúcar y la leche. Se comieron la última lata de jamón. Era el 31 de octubre.
—¿Qué hay en este pan? —preguntó Tatiana. Partió un trozo de corteza negra y la observó atentamente—. ¿Qué es esto?
Estaban a principios de noviembre. Babushka descansaba en el sofá. La madre y Marina ya se habían marchado. Tatiana retrasaba el momento de ir al hospital. Mordisqueaba el pan para que le durara más.
Dasha miró el trozo de corteza y se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe? ¿A quién le importa? ¿Qué gusto tiene?
—Repugnante.
—Cómetelo, ¿o es que prefieres pan blanco?
Tatiana cogió un pellizco de algo que había en la miga, lo aplastó con el dedo, y después se lo puso en la lengua.
—Dasha, Dios mío, ¿sabes qué es esto?
—No me importa.
—Es serrín.
Dasha dejó de masticar, pero sólo por un segundo.
—¿Serrín?
—Sí, ¿y esto de aquí? —Tatiana señaló un filamento grisáceo—. Es cartón. Estamos comiendo serrín y cartón. Trescientos gramos de pan al día y nos dan cartón.
Dasha se comió hasta la última miga del suyo, y miró hambrienta el trozo que Tatiana tenía en la mano.
—Tenemos suerte de que nos lo den. ¿Puedo abrir un bote de tomates?
—No. Sólo nos quedan dos. Además, mamá y Marina no están. Ya sabes que si lo abrimos, nos lo comeremos todo.
—Ésa es la idea.
—No podemos. Lo abriremos esta noche para cenar.
—¿A eso lo llamas tú cenar? ¿Tomates?
—Si no te comieras toda tu ración de serrín por la mañana, quedaría algo para la cena.
—No puedo evitarlo.
—Lo sé. —Se metió el trozo de pan en la boca y lo masticó con los ojos cerrados—. Escucha —dijo, después de tragar—. Me quedan algunas tostadas. ¿Quieres? ¿Tres para cada una?
—Sí. —Las muchachas miraron a la abuela que dormía.
Se comieron siete cada una. Sólo quedaban trozos mezclados con migas en el fondo de la bolsa.
—Tania, ¿todavía menstruas?
—¿Qué?
—¿Menstruas? —Había ansiedad en la voz de Dasha.
—No. ¿Por qué lo preguntas? —replicó Tatiana con la misma ansiedad.
—Yo tampoco.
—Ah.
Dasha permaneció en silencio. Las dos hermanas apenas si respiraban.
—¿Estás preocupada, Dasha? —preguntó Tatiana, sin muchas ganas.
Dasha sacudió la cabeza.
—Eso no me preocupa. Alexandr y yo… —Miró a Tatiana—. No importa. Me preocupaba no tener la regla, que desapareciera sin más.
—No te preocupes —dijo Tatiana, aliviada y también triste por su hermana. Quería que Dasha se tranquilizara—. Volverá cuando comencemos a comer otra vez.
Dasha miró a Tatiana, que no le devolvió la mirada.
—Tania, ¿tú no lo sientes? Como si todo tu cuerpo se fuera apagando. —Dasha comenzó a llorar—. ¡Apagando, Tania!
Tatiana abrazó a su hermana.
—Cariño, mi corazón todavía late. No me estoy apagando, Dasha, y tú tampoco.
Las muchachas permanecieron en silencio en la habitación helada. Dasha abrazó a su hermana.
—Quisiera tener hambre otra vez. ¿Recuerdas el mes pasado que siempre estábamos muertas de hambre?
—Lo recuerdo.
—Ya no la sientes, ¿verdad?
—No —admitió Tatiana con voz débil.
—Quiero sentirla.
—La sentirás. Cuando volvamos a comer, la sentirás.
Aquella noche, Tatiana regresó a casa con un recipiente lleno de un líquido claro que servían en la cafetería del hospital. Había una patata en el recipiente.
—Es caldo de pollo con un hueso de jamón —le explicó a su familia.
—¿Dónde está el pollo? ¿El hueso de jamón? —preguntó la madre, mirando el líquido.
—Le dan de comer a los niños antes que a nosotros. He tenido suerte de que me dieran esto.
—Sí, Tanechka, tienes razón. Venga, sirve la sopa —dijo la madre.
Tenía sabor a agua caliente con una patata. No tenía sal ni aceite. Tatiana sirvió cinco platos porque Alexandr seguía ausente.
—Espero que Alexandr vuelva cuanto antes para que nos dé un poco de su comida. Tiene mucha suerte de que le den unas raciones tan abundantes.
«Espero que Alexandr vuelva cuanto antes —pensó Tatiana—. Necesito verlo».
—Mira cómo estamos —comentó su madre—. Llevamos esperando comer esto desde el mediodía. Pero alguien tiene que echar una mano en la extinción de los incendios, en barrer los cristales rotos, en la atención de los heridos. Nosotros no ayudamos. Lo único que queremos es comer.
—Eso es exactamente lo que pretenden los alemanes —manifestó Tatiana—. Quieren que abandonemos nuestra ciudad y que lo hagamos a cambio de una patata.
—Yo no puedo irme —señaló su madre—. Tengo que coser a mano cinco uniformes. —Miró con expresión furiosa a babushka, que comía su trozo de pan sin decir palabra.
—No tenemos que salir —dijo Tatiana—. Nos quedaremos aquí y continuaremos con nuestro trabajo. No abandonaremos nuestro Leningrado. Nadie se marchará de aquí.
Nadie agregó nada. Cuando sonaron las sirenas de alarma, todas bajaron al refugio, incluso Tatiana, que tropezó con una mujer, que había muerto sentada contra la pared y que nadie se había preocupado de sacar. Tatiana se sentó y esperó en la oscuridad.