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Tatiana salía a las seis y media para ir a buscar las raciones —con la misma puntualidad que los alemanes— de forma que después de hacer la cola, que ahora se extendía a todo lo largo del Fontanka, podía regresar a su casa antes de las ocho cuando aparecían las escuadrillas de bombarderos y sonaban las sirenas de alarma. Pero de pronto cayó en la cuenta de que los bombardeos comenzaban más temprano, o de que ella salía más tarde, porque ya eran tres las mañanas consecutivas que las bombas comenzaban a caer cuando aún se encontraba en Nekrasova en el camino de regreso.

Sólo porque se lo había prometido, le había jurado a Alexandr que lo haría, Tatiana esperaba a que se marcharan los aviones en el refugio de algún otro edificio, con el precioso pan apretado contra el pecho, y con el casco que él le había dado y que le había hecho prometer y jurar que se pondría cuando saliera.

El pan que Tatiana llevaba no era delicioso; no era blanco, ni tierno, ni tenía la corteza dorada, pero así y todo desprendía el aroma de pan recién hecho. Durante treinta minutos permaneció sentada en el refugio mientras treinta pares de ojos la observaban desde todas las direcciones, hasta que una vieja le dijo:

—Vamos, chiquilla, compártelo con nosotros. No te quedes ahí sentada con el botín. Danos un bocado.

—Es para mi familia. Somos cinco, todas mujeres. Esperan que les lleve el pan. Si te lo doy a ti, hoy se quedarán sin comer.

—No te digo todo, chiquilla —insistió la vieja—. Sólo un bocado.

Tatiana fue la primera en salir cuando acabó el bombardeo. Después de la experiencia, procuró no retrasarse nunca más.

Pero a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía llegar a la tienda y volver antes de que comenzaran a caer las bombas.

Ir a las diez era imposible. Tatiana tenía que ir al hospital, allí había personas que también dependían de ella. Se preguntó si Marina podría hacerlo mejor, o quizá Dasha. Quizás ellas pudieran caminar más rápido. Ahora su madre cosía a mano los uniformes por la mañana y la noche. Tatiana no podía enviar a su madre, que prácticamente no dejaba de coser ni un momento, en su empeño de acabar unos cuantos uniformes más que representaban una ración de avena extra.

Dasha dijo que no podía ir porque tenía que ocuparse de la colada. Marina también se negó. Ya casi no iba a la universidad. Cogía su cartilla, hacía la cola para que le dieran su ración de pan y se la comía inmediatamente. Por la noche, cuando regresaba a Quinto Soviet, le reclamaba a Tatiana más comida.

—Marinka, no es justo. Todas tenemos hambre. Sé que es duro, pero tendrás que controlarte.

—Vaya, ¿como te controlas tú?

—Sí —respondió Tatiana, consciente de que Marina no hablaba del pan.

—Lo haces muy bien —afirmó la prima—. Muy bien, Tania. Sigue así.

Pero Tatiana tenía la sensación de que no lo estaba haciendo muy bien.

Al contrario, le parecía que lo estaba haciendo muy mal, y sin embargo, la familia alababa sus esfuerzos. Algo no iba bien en el mundo si su familia pretendía hacer un éxito de un tremendo fracaso. No era el hecho de que se moviera lentamente lo que le preocupaba, sino que todo en ella se hacía más lento. Todos sus intentos de moverse rápidamente, de mantener el ritmo, se enfrentaban a una resistencia desconocida, una resistencia planteada por su propio cuerpo.

No se movía con la misma velocidad de antes, y la prueba irrefutable se la daban los bombardeos alemanes, que puntualmente a las ocho volaban sobre el centro de la ciudad; durante dos horas se escuchaban las explosiones que sembraban el caos por todo Leningrado.

También a las ocho salía el sol. Tatiana iba y venía de la tienda cuando todavía estaba oscuro.

Una mañana, Tatiana caminaba por Nekrasova, y casi sin fijarse adelantó a un hombre que iba en su misma dirección. Era un hombre mayor, alto, delgado y que llevaba sombrero.

Sólo cuando lo pasó, se dio cuenta de que hacía mucho que no adelantaba a nadie en la calle. La gente caminaba a su ritmo, pero nunca adelantaban a los demás. «Estoy caminando más rápido —pensó Tatiana—, o es que él todavía es más lento que yo».

Acortó el paso, y después se detuvo. Se volvió, y en aquel momento vio cómo el hombre se tumbaba como un paracaídas contra la pared de un edificio y luego caía de costado. Se acercó al hombre para ayudarle a sentarse. El desconocido permaneció inmóvil.

Así y todo, intentó sentarlo. Le quitó el sombrero. Los ojos la miraron sin pestañear. Continuaron abiertos, como lo habían estado unos minutos antes cuando caminaba por la calle. Ahora estaba muerto.

Tatiana, horrorizada, soltó al hombre y el sombrero, y se alejó todo lo rápido que pudo, sin mirar atrás. Recogió las raciones y decidió regresar por Ulitsa Zhukovskogo para no tener que pasar junto al cadáver. Había comenzado el bombardeo, pero no hizo caso y siguió su camino. «Si pretenden robarme el pan en el refugio, no podré hacer nada para impedirlo», pensó, ajustándose el barboquejo del casco que le había dado Alexandr.

En cuanto llegó a casa, comentó que había visto morir a un hombre en la calle. Apenas si le hicieron caso.

—Pues yo vi un caballo muerto en mitad de la calle —dijo Marina—. La gente se disputaba los trozos de carne. Y eso no es lo peor. Me acerqué a ver si quedaba algo de carne para mí.

El rostro del hombre, su andar, su ridículo sombrero, aparecieron en la memoria de Tatiana cuando se fue a dormir. No era su muerte lo que la atormentaba, porque, desgraciadamente, Tatiana había visto la muerte muy de cerca en Luga, en la abyecta ausencia de Pasha, en el incendio del hospital donde había muerto su padre. Era el andar del hombre lo que Tatiana veía cuando cerraba los ojos, porque cuando murió, caminaba más despacio que ella, pero no mucho más.